En la sociedad actual resulta manifiesta una creciente ola de rechazo de la ley, puesta de relieve en expresiones muy variadas, algunas violentes, otras simplemente corruptas. El crecimiento espectacular de la criminalidad, la corrupción y el soborno como fenómenos normales, el mercado negro, la arbitrariedad en la conducta, el uso unilateral de la fuerza, la ineficacia de los organismos internacionales dedicados a la paz y a la justicia, el terrorismo, la antipatia hacia las fuerzas del orden publico... todo se situa en un cuadro de desprecio y a veces hasta de auténtico odio hacia la ley, el orden y la autoridad, que tiene poco paralelo en la historia.
El hombre secularizado moderno ha superado a Mr. Bumble, aquel personaje de Dickens, para quien la ley era "un burro". Hoy en dia, para muchos, la ley merece peor califcacion: no es un mero burro, una bestia de carga, es una bestia cargante, y hasta peligrosa. Se la ve como enemiga de la libertad e instrumento de opresión.
La autoridad, que se solia entender como la fuerza moral que acompañaba a la ley, tampoco alcanza mejor consideración. La mayor parte de las veces, la autoridad viene hoy considerada como poder politico o, incluso, fisico. Y como tal es temida. No se la tiene respeto ni admiración. Es odiada o, mas frecuentemente, despreciada.
Esta mentalidad anti-ley, anti-autoridad, está invadiendo la sociedad moderna. Abusos juridicos del pasado o del presente pueden en parte ser causa de esta situación, cuya intensificación también es consecuencia de la tendencia del Estado moderno a controlar casi todas las areas de la vida de los ciudadanos, y la sensación de estos de ser asfixiados por la burocracia. A pesar de la moderna permisividad juridica en el campo de la conducta sexual, mucha gente piensa que sus vidas están apresadas en una red cada vez mayor de restricciones legales.
Esta mentalidad se encuentra frecuentemente unida a un anhelo de "democracia", entendida no como descripción de un mero sistema electoral sino mas bien como expresión de una sociedad en la cual no se coloca el ciudadano al nivel organizativo - donde tan solo es objeto de manipulación burocratica - sino que se le atribuye un valor en si: una sociedad basada menos en estructuras y mas en relaciones personales, donde hay menos ley y autoridad o donde, al menos, la autoridad se ejerce de modo mas humano.
Algunos aspiran a mas. Cuanto mas impersonales y opresivos les resultan los gobiernos y los sistemas, mas sueñan con una sociedad "ideal" en la que - suponen - la libertad existiria sin la ley y existira, en definitiva, precisamente porque no existe la ley. En la democracia con la que sueñan - que se les presenta como una socieadad auténticamente "popular" - el yugo de la autoridad desaparecera por completo.
Todo esto no pasa de ser una pura ilusión. De hecho, una sociedad sin ley no seria un sueno, seria una pesadilla. Como trataremos de mostrar, tanto la ley como el respeto hacia la ley son absolutamente necesarios para cualquier sociedad que proclame la importancia de la persona humana.
Ninguna sociedad voluntaria puede sobrevivir a una perdida generalizada del respeto hacia la ley por parte de sus miembros. Si los componentes de un club de futbol, por ejemplo, no aceptan las leyes del club, lo abandonaran; y éste, o atraerá a nuevos miembros que acaten las reglas, o se disolvera. Una sociedad politica puede sobrevivir a la perdida de respeto hacia la ley y hacia la autoridad por parte de sus ciudadanos, solo si se convierte en un estado policia. Si los ciudadanos de algún pais no se quieren someter a un regimen de gobierno y no tienen medios para cambiarlo, acabarán siendo gobernados por la fuerza.
Este movimiento anti-ley va an auge. Solo empezamos a experimentar sus consecuencias sociales y politicas. Pero resulta ya evidente que la sociedad civil moderna no está en buenas condiciones de salud. Es posible que haya sufrido e incluso que sufra las consecuencias de leyes injustas o del injusto ejercicio de la autoridad, pero su actitud anti-autoridad acarreará peores secuelas aun. Es malo tener malas leyes, pero el rechazo de toda ley es peor. La anarquia, la ausencia de toda ley y de todo gobierno, significa el colapso de la sociedad.
?Pro-derechos, anti-ley?
¿Como ayudar al hombre contemporaneo a escapar de esta trama enmarañada de prejuicios y hacerle comprender la naturaleza positiva de la ley? Lo primero seria hallar un aceptable punto de partida, una posición que el mismo espiritu moderno puede compartir sin excesiva dificultad. Se halla en algo que hoy se presenta como un fenómeno mundial: el movimiento a favor de los derechos humanos.
En la actualidad, la mayor parte de las personas se manifiesta en pro de los derechos humanos. Es una buena postura, evidentemente; pero no cabe combinarla con una mentalidad anti-ley. Es logico que un defensor de los derechos humanos se oponga a toda ley mala e injusta; pero, por eso mismo, habra de reclamar y favorecer las leyes justas. Una generalizada mentalidad anti-ley no tiene sentido en una persona partidaria de los derechos humanos, por la sencilla razon de que los derechos humanos, que son anteriores a la ley humana, requieren el reconocimiento y la protección de la ley.
El que defiende los derechos humanos ha de rechazar necesariamente la tesis de que el hombre posee unicamente aquellos derechos que el Estado le concede. Mantiene, por principio, la tesis contraria: los derechos del hombre derivan no del Estado, sino de su propia naturaleza humana. En cuanto hombre, y no meramente en cuanto ciudadano, el hombre posee sus derechos humanos fundamentales. Y los posee, tanto si las leyes civiles de un determinado pais los reconocen como si no. Cuando la ley civil no los reconoce es precisamente cuando se produce una violación legalizada de los derechos humanos.
Las leyes civiles injustas son una violación de los derechos humanos; las justas son su necesaria protección. Esta tesis se puede ilustrar en tres puntos concretos:
1) Para que los derechos sean protegidos, deben ser definidos. La definción de los derechos es una función de la ley.
2) El derecho violado de una persona necesita un remedio eficaz, efectuado por un proceso que los demás deban respetar. La defensa de los derechos - con todo lo que esto implica: tribunales, jueces, hasta policia... - es también función de la ley.
3) Los derechos crean obligaciones. Si yo tengo un derecho de propiedad, los demás tienen la obligación de respetar mi derecho. Y yo, por mi parte, tengo la obligación de respetar el derecho de los demás a su propiedad. Y es función de la ley formular estas obligaciones juridicamente.
A fin de cuentas, la campaña pro derechos humanos es una campaña para que sean abolidas las leyes injustas, estableciendose leyes justas en su lugar. Lo que se pretende es, en definitiva, que la ley civil reconozca y proteja los derechos humanos de cada persona, ya que, si la ley no protege estos derechos, se incurre inevitablemente en la explotación de las personas.
De los tres puntos que acabamos de mencionar, vale la pena detenerse un poco en el tercero. No cabe edificar una filosofia de los derechos - ni asegurar su protección juridica - si no se está dispuesto a reconocer las obligaciones que corresponden a los derechos. Si yo, al afirmar mi derecho a la libre expresión, por ejemplo, hago valer este derecho para denigrar o silenciar sistematicamente a los demás, soy filosofo no de los derechos del hombre, sino de los "derechos" mios. En tal caso, si no quiero obligarme a respetar los derechos ajenos, sera sin duda porque el respetarlos me condicionaria de un modo que me resulta incomodo.
Es verdad que la ley siempre lleva consigo algunas restricciones y que las restricciones, al menos a primera vista, son molestas. Sin embargo, es un enfoque superficial y egoista el que no ve mas que las restricciones que impone la ley. Una visión mas profunda y madura contempla la ley en un contexto de derechos y obligaciones reciprocos, y las restricciones aparecen entonces como la consecuencia necesaria del juego de la justicia entre derechos y obligaciones. Mis justos derechos limitan a los demás en el sentido de que están justamente obligados a respetarlos. Y sus justos derechos me limitan a mi exactamente en el mismo sentido: estoy obligado en justicia a respetarlos.
No es posible defender los derechos comunes, si los particulares no están nunca dispuestos a dejarse condicionar. Ahora me toca a mi ceder el paso en un cruce; en otra ocasión, te tocara a ti ceder. Si ninguno de los dos está dispuesto a ceder, chocamos. Y, a base de multiplicar los encontronazos, llegamos a la anarquia.
Por tanto, las restricciones - que son, en efecto, molestas - resultan sin embargo esenciales para defender tanto mi libertad como la de los demás. Si es verdad que la ley siempre resulta incomoda para alguien, también es verdad que si la ley es justa, la incomodidad es positiva: refleja la exigencia que el respeto hacia los demás o hacia el bien comun pide a cada persona. Tocamos aqui unos principios basicos de la convivencia humana. El que los capta - y no son dificiles de entender - estara en condicones de superar una reacción de mera sumisión o de obediencia forzosa hacia la ley, para poder llegar, como debe, a aceptar y abrazarla como una admirable disposición de la justicia.
Es falso, por tanto, afirmar que abogar por los derechos personales, significa estar en contra de la ley. El que es partidario de los derechos ha de ser partidario de los deberes, y también de la ley, que es el medio adecuado para la protección de los derechos y para el cumplimiento de esos deberes.
Las "Declaraciones de Derechos" han sido frecuentes y populares a lo largo de la historia. Menos frecuentes resultan las "Declaraciones de Deberes"; sin embargo, aunque no resultaran tan populares, son igualmente necesarias. La generalizada y voluntaria aceptación de las obligaciones es un verdadero test de salud social, un signo infalible del respeto de todos y cada uno de los miembros de una comunidad hacia sus conciudanos [1].
Si estamos verdaderamente a favor de los derechos humanos, amaremos nuestros propios derechos y los defenderemos. Pero amaremos con igual fervor nuestros deberes y los cumpliremos; es la unica manera de amar los derechos ajenos. Tal amor, de doble filo, es la prueba, el test del verdadero amante de los derechos.
La efectiva presencia de la justicia en una sociedad depende de la conciencia que los miembros de la sociedad tengan de sus obligaciones, y de su disposición para cumplirlas. El principio vale para las relaciones entre individuos y también entre clases sociales. La clase que tenga conciencia tan solo de sus derechos pero no de sus obligaciones, puede fácilmente caer en la tentación de recurrir a la injusticia para defender algun "derecho".
?Propio interes o bien comun?
Detengámonos por un momento en el análisis de la gran diferencia que existe entre una sociedad cuyos miembros poseen un auténtico espiritu participativo y otra donde predomina el individualismo.
Una sociedad puede llamarse verdaderamente "participativa" cuando la mayoria de sus miembros comparten la preocupación por el bien comun, están dispuestos a poner las exigencias de este bien por encima del interes personal, viven el principio de que la justicia vige para todos, y sienten la responsabilidad de mantener y observar las leyes que aplican este principio a la vida social.
Una sociedad en la que el individualismo ocupa un lugar predominante manifiesta las tendencias opuestas: la noción del bien comun está oscurecida u olvidada; el interes propio es el supremo: se habla mucho de derechos, sin mencionar apenas los deberes; la justicia es aceptable si significa "justicia para mi", y no lo es tanto si se entiende como "justicia para ti"; y, en lugar de la justicia, la permisividad se erige como criterio o principio de la ley.
Es frecuente que el efecto de unas leyes permisivas sea el dar ocasión a unas personas de ignorar sus obligaciones hacia otras. La persona casada que ejerce su "derecho" al divorcio desoye el derecho de su pareja a la fidelidad, y de modo especial ignora el derecho de sus hijos a que no se rompa su hogar, siendo una familia unida algo que los hijos siempre desean.
El permisivismo propone que cada uno tiene el derecho de ser ley para sí mismo, al menos en su vida privada. Pero la vida publica está construida sobre las vidas y los valores de los individuos; y la mentalidad permisiva engendra un espiritu hostil a toda ley, también en la vida publica y social, como puede comprobarse hoy en tantas partes.
La filosofia permisiva puede sugerir que la ley es enemiga de la vida, que prescindir de la ley favorece el verdadero desarrollo y la sana espontaneidad, pero no es asi. La vida organica, la vida corporal o intelectual de la persona, y de modo particular la vida social de una comunidad se desarrolla solidamente solo si se siguen determinadas leyes de crecimiento y salud. Si no las siguen, acaban en la atrofia o en la muerte. Un cuerpo puede crecer solo si las células y los tejidos observan sus propias leyes de crecimiento y guardan la debida relación entre si. Una celula "anarquica" - no sometida a ninguna ley - es un cancer; y su desarrollo espontaneo puede acarrear la muerte. Lo mismo puede suceder dentro del cuerpo social.
Una sociedad individualista es una estructura imperfecta, agrietada, carente de la fuerza espiritual interna que puede mantenerla unida (el espiritu comunitario, el sentido de la justicia, el amor al bien comun); tiende a la anarquia y a la disgregación.
La fuerza de la ley
Ser "anti-ley" es ser anti-social, anti-otros. Es, en el sentido mas propio de la palabra, ser anti-democratico. La mentalidad anti-ley no favorece ni defiende la libertad de del pueblo, sino la de una minoria - de poderosos, de habiles, de desaprensivos - que explotan al pueblo, y a medida que crece la mentalidad anti-ley, se erosiona gradualmente la fuerza de la ley y su eficacia para proteger los derechos populares.
La sociedad necesita la fuerza de la ley. No debe creerse sin embargo que la ley sea fuerte tan solo porque sea temida y obedecida. Si eso respondiera simplemente a que la ley está respaldada por un poder coercitivo, no seria fuerte la ley sino solo el poder que la sostiene. La ley necesita ser fuerte en si misma, y esto solo ocurre gracias a la justicia.
Tanto los gobernantes como los gobernados deben darse cuenta de que la autoridad de la ley no deriva, en definitiva, del hecho que sea expresión de la voluntad de un partido o del pueblo. La obligatoriedad de la ley no deriva del consentimiento popular - ni es derogada por el disentimiento popular - : deriva de la justicia. Una ley no tiene mas autoridad porque haya sido aprobada por muchas personas, ni menos porque sea promulgada por pocas, o incluso por una sola. Una medida justa deriva su autoridad de su propia justicia, y debe ser obedecida incluso si es una decisión minoritaria; y, asimismo, una medida injusta, careciendo de autoridad, debe ser rechazada incluso si está respaldada por una mayoria abrumadora. Una ley justa obliga tanto en una democracia como en un estado totalitario; una ley injusta no obliga en ningún estado.
Una de las plagas de nuestra epoca es sin duda el exceso de legislación de todo tipo; la mayor parte de las sociedades modernas funcionaria mejor con menos leyes. Ninguna sociedad, sin embargo, puede funcionar con menos justicia o con menos respeto hacia la justicia. Una "democracia" en la que el pueblo se sienta libre para no respetar la ley no es una sociedad hecha para el pueblo, y las libertades populares no tendran en ella una larga supervivencia.
El concepto positivista o voluntarista de la ley - que la autoridad de la ley deriva simplemente de la voluntad del legislador humano - no puede conseguir ni asegurar la armonia social (a fin de cuentas, ¿por que la minoria tendria obligación de acatar la voluntad de la mayoria?).
?Inclinarse ante la autoridad?
Los anarquistas rechazan, por principio, toda ley. Los que profesan una mentalidad anti-ley no suelen llegar tan lejos: aceptan, como mal inevitable, la existencia de algunas leyes. Sin embargo, mantienen frecuentemente una inflexible hostilidad hacia cualquier forma de autoridad, pues en ella ven un privilegio reclamado por unos individuos sobre otros. Dicen que no están dispuestos a inclinarse ante la autoridad: seria, para ellos, una actitud degradante en cuanto que parece implicar que unos hombres son superiores a otros...
En cierto sentido, habriamos de estar siempre preparados para inclinarnos ante cualquier persona, porque en ella deberiamos contemplar la imagen de Dios. Para nuestro proposito concreto, podemos pasar sobre este punto y decir que la veneración que va implicita en el respeto hacia la autoridad tiene por objecto no tanto las personas como la relación entre las personas; responde a la conciencia de la cualidad sagrada de la justicia, la virtud por la que se da a cada uno lo que le es debido. El que sepa valorar la justicia, la reverenciará, se inclinará ante ella, como valor fundamental de la sociedad humana.
Estar "en contra" del gobierno - el que sea - es una expresión corriente de la actitud anti-autoridad. En la actualidad muchas personas tienden a mostrarse excesivamente suspicaces ante cualquier gobierno. Incluso cuando no sea instrumento de una opresión actualizada, todo gobierno implica gobernantes y subditos, y por consiguiente - asi parece a algunos - sugiere superioridad e inferioridad. ¿Y no resulta siempre degradante estar "bajo" la autoridad?
La autoridad implica, ciertamente, una relación entre los que la ejercen y los que están sujetos a ella. Pero no es exacto concebir esta relación en términos de poder, ni debe estar basada en la fuerza o habilidad para someter a los demás. En una sociedad sana, es una relación entre voluntades libres rectamente ordenadas hacia la justicia y el bien comun. Por su propia naturaleza, por consiguiente, implica el uso de la razon y de la libertad tanto en quienes ejercen la autoridad como en quienes la aceptan. Una reflexión serena nos hace ver que donde la autoridad es rectamente ejercida en la aplicación de leyes justas, no se opone a la libertad personal sino que, por el contrario, la fomenta y la sirve.
Para quien quiere reflexionar, pues, la autoridad aparece siempre como un bien positivo. El principio de autoridad reviste una cierto caracter sagrado porque pone de manifiesto la presencia de la justicia en la sociedad. La aceptación de la autoridad aparece como un acto razonable. La obediencia a la autoridad se convierte en una afirmación de libertad y en un signo de madurez. Detras de la autoridad legitima se encuentra la voluntad de Dios (cf. Rom. 13, 1), que es la razon ultima de su sacralidad. La aceptación de la autoridad, por tanto, es un acto verdaderamente religioso, como lo es el ejercicio de la autoridad. Quien ejerce la autoridad se da cuenta de que el poder moral de que está dotado viene de arriba (cf. Joann. 19, 11), y que tendra que responder por todas las veces en las que no ejerza la autoridad segun la justicia divina.
Estas consideraciones deberia también ayudarnos a comprender la falsedad de la noción de que la "democratizacion" de una sociedad lleva de algun modo a una situación donde las leyes obliguen menos y la autoridad sea menos respetada. Es mas bien al contrario.
Si por democratización se entiende que los que componen una sociedad participan mas en la vida comunitaria y se responsabilizan mas por ella, entonces cada uno ha de poseer una conciencia mas aguda de lo que es el bien comun, de los derechos de los demás, de la obligatoriedad intrinseca de la ley, y del respeto debido a la autoridad. La libre respuesta de cada uno a estos valores manifestará su espiritu "democratico" y su madurez.
Una sociedad verdaderamente participativa se caracteriza por el hecho de que cada ciudadano siente y participa en la preocupación global por el bien comun. Una sociedad de individualistas nunca puede ser una verdadera sociedad democratica o participativa. De hecho, una sociedad o una comunidad de individualistas es un contrasentido: un pueblo "de individualistas" no es un pueblo.
Cada sociedad necesita una autoridad gobernante; solamente los anarquistas lo niegan. Una sociedad puede sufrir el uso injusto de la autoridad, pero también sufrira si la autoridad justa no es respetada. Una sociedad es sana y fuerte en la medida en que sus leyes son justas, la autoridad es ejercida - de acuerdo con la ley - con firmeza e imparcialidad, y los miembros de la sociedad obedecen aquellas leyes y respetan la autoridad.
El movimiento pro derechos humanos dirige una urgente llamada al hombre moderno para que se haga de nuevo con una verdadera filosofia del derecho. Las filosofias positivistas o voluntaristas, que son la causa fundamental de que el acatamiento de la ley parezca, a muchos ojos, sinonimo de servilismo, han de ser abandonadas, para restablecer una filosofia del derecho basada en la ley natural.
No hay sociedad posible si cada hombre se constituye en ley para si mismo. El hombre sin ley se coloca por encima de la ley, o fuera de ella. Se convierte en un "fuera de la ley": enemigo de la sociedad, amenaza para los derechos de los demás, para lo que es interes e incumbencia de todos, para el bien comun.
Por lo tanto, toda sociedad necesita una ley comun, esto es, una ley aplicable equitativamente a todos, que obligue a todos y por todos sea aceptada. En la comunidad de los hombres, esta ley comun es la ley natural. Negar la existencia de una ley natural es negar la existencia de una naturaleza humana, comun a todos los hombres, que liga a todos entre sí. La negación de la ley natural convierte toda filosofia de los derechos humanos en algo sin sentido, y lleva a disolución de la sociedad humana.
Con la ley natural y por encima de ella, los cristianos tienen su ley comun en la Ley de Cristo. Esta Ley les liga, les guia, regula sus derechos y deberes mutuos, y es la base para su vida y su libertad cristianas en mutua comunión entre sí y con Cristo.
La tarea de hacer valer la ley
La ley no ha de ser una mera teoria o abstracción, sino que debe servir como norma practica de acción. Si la ley se limitara a declarar o definir los derechos de las personas, pero no pasara de ahi, seria, sin duda, admirable, pero también inutil; debe proteger esos derechos contra posibles transgresiones y debe proveer un remedio si de hecho han sido quebrantados.
Pensemos en el caso de quien desatiende los derechos ajenos: es perfectamente consciente de la ley, pero se niega o se resiste a cumplir sus obligaciones: ¿como se hará valer la ley, para restaurar la balanza de la justicia, en tal situacion?
En un estado politico, el hacer valer la ley es normalmente papel de la policia, i.e. de un cuerpo equipado de los medios fisicos para imponer el acatamiento de una decisión legal. La consecución efectiva de la justicia, en tal situación, depende no solo del poder sino también de la integridad de las fuerzas del orden. Si la policia es debil o negligente y de modo especial si está corrompida (por ejemplo, si se la soborna con facilidad), entonces un ciudadano puede comprobar que una sentencia de los tribunales vindicando sus derechos queda en letra muerta: no puede cobrar los daños adjudicados por una injusticia que ha sufrido, o no consigue hacerse de nuevo con los bienes de los que ha sido injustamente desposeido.
En una institución moral y voluntaria, como es la Iglesia, no hay policia: no hay medios fisicos para obligar a una persona a obedecer la ley y a cumplir las obligaciones que voluntariamente ha asumido. En esta situación, el camino por el que se consigue la defensa de los derechos y la ejecución de las leyes ha de ser distinto: un proceso moral en el que se pone a prueba la solidaridad de la sociedad misma. Si la justicia ha de triunfar, cada una de las personas que toma parte en este proceso debe ser consciente del papel propio que le corresponde y decidirse libremente a desempeñarlo.
Una vez que el debido proceso judicial haya probado que alguien ha ignorado los derechos ajenos o ha dañado el bien comun, entonces el que ostenta la autoridad ha de dirigir un requirimiento moral a esa persona: "respeta esta ley, acepta esta decision; obedece". Por su parte, la persona asi requirida debe sentir una fuerte reto o llamada moral a poner de su parte una respuesta libre: "De acuerdo; respetaré la ley; obedeceré. Haré lo que se me pide". Se trata de un reto moral, especialmente en el sentido de que le llama a ser leal a los compromisos que libremente asumió al querer ser miembro de este cuerpo. Entre estos compromisos posee especial importancia la disponibilidad a aceptar las decisiones de la autoridad legitima de la comunidad.
Uno se incorpora de verdad a un "pueblo" cuando se quiere no tan solo el propio bien - aunque sea a costa del pueblo - sino también el bien del pueblo, aunque sea a costa propia. Esta lealtad hacia el bien comun estimula la responsabilidad en todos: en el miembro particular de la comunidad, para que obedezca el ejercicio justo de la autoridad, sin quejas ni lamentos de auto-compasión, y de modo parecido en quienes gobiernan la comunidad impulsandoles a ejercer la autoridad justamente sin dejadez ni miedo.
El jugador de futbol que rehusa aceptar una tarjeta amarilla a la que se ha hecho justamente merecedor, es tan irresponsable y tiene tan pocas condiciones para el futbol como el arbitro que no exhibe la tarjeta amarilla cuando las reglas del juego - el bien del juego - lo está exigiendo.
Seria pueril querer pertenecer a una institución libre y voluntaria, pero con animo de rechazar cualquier autoridad que se encuentre dentro de la institución. Seria tan poco maduro como la actitud de quien quisiera participar en un juego, pero solo con la condición de que no tenga que obedecer al arbitro, o de que tenga el derecho a jugar segun las "reglas" que el quiera inventarse en cada momento.
NOTAS
[1] El Codigo de Derecho Canonico del 1983 relaciona detalladamente las Obligaciones y Derechos de los cristianos: del los fieles cristianos en general (cc. 208-233), de los laicos (224-231), de los clerigos (273-289). Resulta interesante notar que, como senala el titulo de cada una de las secciones, las obligaciones aparecen especificadas antes que los derechos.