9. Amor, Familia y Sociedad

9. Amor, Familia y Sociedad
La sociedad occidental está precipitándose en una condición patológica; bajo muchos aspectos está ya seriamente enferma. No soy you quien formulo este juicio tan drástico, sino Juan Pablo II. En su Carta a las Familias del 1994, no tuvo reparo en afirmar: "Nuestra sociedad es una sociedad enferma, y está creando profundas distorsiones en el hombre" (n. 20). ¿Un diagnóstico exagerado? No creo. ¿Pesimista?. Tampoco - porque quien lo da es un médico firmemente convencido que el paciente debiera vivir en buena salud y es capaz de recuperarla; un médico que bien conoce y dispensa la medicina apropiada para lograr la curación.
Es ciertamente un diagnóstico fuerte y pertubador. Pero a la vez es positivo. Afirma que algo está mal, muy mal; pero enseña la manera como se puede remediar. El optimismo de Juan Pablo proviene de su profunda convicción y enseñanza que el hombre está hecho para una "civilización de amor" (n. 13), partiendo su diagnóstico del hecho de que nuestra civilización occidental parece ser no de amor sino, como lo expresa, "una civilización basada en producir y disfrutar; una civilización de las «cosas» y no de las «personas»; una civilización en la que las personas se usan como si fueran cosas"[1].
Las consecuencias de una civilización de uso, de una sociedad-consumidora, son claras. Cuando todo y todo el mundo se convierte en un objeto de uso, al llegar el momento cuando el objeto ya no resulta útil, el recurso práctico es desecharlo, y si resiste, encontrar el modo de librarse de él. Una civilización de uso puede conducir a una "civilización de basura", de eliminación de todo lo que se tiene por no deseado (un hijo nonato, por ejemplo). Y si no resulta fácil eliminar la cosa o persona no deseada, puede conducir a una "civilización" de odio[2].
Es concretamente el amor que está en un estado crítico de patología hoy. No el amor de Dios - que nunca entra en crisis -, sino nuestro amor, que tiene que constituir el dinamismo de nuestro ser, y sin embargo puede perder su aliento y su vida misma a través del egoísmo. En cierto sentido, el Occidente está en peligro de muerte por infarto - del amor más que del corazón. Ésta es la enfermedad que asola las sociedades occidentales, porque la verdadera salud humana sólo puede estar presente en quienes saben amar; y parece que la vida moderna nos enseña cada vez menos a amar. Hay que repetirlo: lo único realmente importante en la vida es aprender a amar.
La Biblia nos pone por delante, en toda su fuerza, las últimas opciones. "yo pongo hoy delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal... Escoge, pues" (Dt 30:19-20). Es ésta la maravilla y el gravamen de nuestra existencia, que aparece tanto apasionante come temible, constantemente señalada por alternativas y preferencias. Con el pasar de los años, quizás las posibilidades parecen disminuir en número, aunque desde luego no menos en importancia. Al final, se reducen simplemente a dos: el Cielo o el Infierno. Éstas son las alternativas definitivas, amor eterno o eterno odio. A fin de cuentas, la vida no es más que una preparación para estas últimas posibilidades: amar o ya no saber amar, dar o ya no poder dar, abrirse hacia los demás o quedarse encarcelado dentro del propio "Yo" y cerrado hacia todos y todo.
El egoísmo práctico y una empobrecida comprensión de la vida han sido siempre los obstáculos "normales" al amor, surgiendo dentro de nosotros y entre nosotros. No obstante, a pesar de estos obstáculos, el amor siempre ha encontrado muchos apoyos naturales - ambientes, instituciones - para su desarrollo. La nueva patología con la que nos enfrentamos en nuestra sociedad es que estas mismas instituciones naturales, de las que destacan el matrimonio y la vida familiar, están raquíticas y en peligro de morir o dejarse matar.
Remontemos al comienzo de la Creación. El plan de Dios, al llamar el hombre a la existencia, fue que se concebiría en el amor y crecería en el amor; que su experiencia de la vida debería madurar en una concreta escuela de amor - la familia, constituida por la unión matrimonial de un hombre y una mujer. A través del matrimonio Dios desea enviar el amor al mundo, y con el amor, la bondad. Dondequiera que el amor se hace presente, la bondad adquiere esa fuerza de Dios que conquista el mundo. Dios instituyó la familia para ser el primer lugar - el normal "sitio" - donde el amor se aprende de modo natural y desde el que puede extenderse a los demás. Sobre este fondo Juan Pablo II escribió su Carta a las Familias. La preocupación principal que destaca en esta Carta es que la misma noción y realidad de la familia se están desfigurando o perdiendo hoy en día. A consecuencia de la falta por parte del hombre de un auténtico autoconocimiento[3], "la familia también es una realidad desconocida" (19). Desea presentar "la verdad sobre la familia" (18); y pide a los cristianos que la entiendan y propaguen.
La calidad y la experiencia de la vida familiar son esenciales si se quiere crear individuos sanos y una sociedad sana donde, a pesar de la presencia del mal, el bien está presente con fuerza aún mayor. Que la vida para cada persona y para la sociedad resulte buena o mala, positiva o negativa, rica en el amor o dominada por el egoísmo, depende fundamentalmente de la familia. En su Carta, Juan Pablo enseña: "la familia se encuentra en el centro de la gran lucha entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre el amor y cuanto se opone al amor. A la familia está confiado el cometido de luchar ante todo para liberar las fuerzas del bien." Cada núcleo familiar tiene que apropiarse de estas fuerzas para que "sea fuerte con la fuerza de Dios" (n. 23)[4].
Echemos una breve mirada a algunas de las maneras en las que el matrimonio y la familia pueden y deben ser escuela de vida y de amor, recordando que en la escuela de la familia, como en cualquier escuela, las asignaturas no se aprenden a no ser que se enseñen, siendo siempre el mejor maestro quien (y quizás sólo quien) cree y vive lo que enseña.
La familia, escuela de amor para los hijos
Un primer punto a tener en cuenta es que los hijos no se enamoran espontáneamente de sus padres o de sus hermanos o hermanas. Tienen que aprender a amar. Enamorarse es un fenómeno del adolescente o del adulto, no de la niñez. No es de modo espontáneo sino como respuesta a la dedicación, la paciencia, y el sacrificio de los demás, que los niños aprenden a amarlos.
Si el niño normalmente sí aprende a amar, es sobre todo porque ha experimentado el ser amado dentro del ambiente natural de la familia: por sus padres en primer lugar, y quizás también por sus hermanos y hermanas mayores. Santo Tomás enseña que nada mueve a una persona a amar tanto como el saberse amado (Summa, I-II, 26, art. 2). Los niños que son amados por sus padres aprenderán ellos a amar a su vez. La perseverante dedicación de sus padres a ellos - también con las "exigencias" del amor - les enseñará poco a poco que amar significa dar. Y, bajo el amor y guía constantes de sus padres, ellos aprenderán a amarse también entre sí. Aquí se ve lo privilegiado de la tarea de los padres. No sólo dar la vida, sino también enseñar el amor.
Nada destruye la felicidad más que la pérdida de fe en el amor. De algún modo un primer paso en el camino hacia el Infierno da quien entretiene dudas acerca de la presencia o la posibilidad del amor en su vida, pensando que no puede ni dar amor ni recibirlo: Yo soy demasiado egoísta para amar a los demás, o los demás son demasiado egoístas para amarme a mí. Hoy esta tentación (o el inicio de la tentación) existe para muchas personas, y es fuerte. Yo no amo a nadie. Nadie me ama a mí. Yo no sé encontrar a nadie para amarle; por tanto los demás no son amables. Nadie me ama; por tanto yo no soy amable. Muchas personas pasan años intentando rechazar tales tentaciones. Quienes no lo logran pueden acabar suicidándose.
El mejor salvaguardia natural contra estas tentaciones definitivas es la singular experiencia de vivir y crecer en una familia - ese lugar donde a nadie no se le ama, ni siquiera quien más se resiste al amor. Los padres tienden a amar a cada uno de sus hijos, incluso - y sobre todo - al peor. Entonces los hijos aprenden que hay un amor que no se condiciona por el mérito, ni se retira a causa de los defectos. Los jóvenes que han crecido en una familia tal y así han experimentado el ser amados incondicionalmente, están en una buena posición para hacer frente al desafío del amor, dentro y fuera de la familia. Las lecciones - tanto en el plano natural como en el sobrenatural - están perfectamente resumidas en la parábola del Hijo Pródigo. Sin alguna experiencia del amor de un padre o, quizá aun más, del de una madre, es difícil convencerse de la naturaleza incondicional del amor que Dios tiene para cada uno de nosotros: "¿Puede olvidarse una mujer del hijo de sus entrañas? Y aun cuando ella pudiera olvidarse, yo sin embargo no me olvidaré de ti" (Is 49:15).
Si los padres son generosos en el amor hacia sus hijos, los hermanos aprenden gradualmente a ser generosos entre sí, a comprender, a perdonar, a hacer las paces. Entonces, como Juan Pablo II afirma, la familia se convierte realmente en "la primera escuela de cómo ser humano"[5]: una escuela que prepara a los jóvenes para la vida, de una manera especial para la vida moderna, donde las personas se toleran cada vez menos, donde los juicios negativos sobreabundan, donde los defectos ajenos llegan a ser obsesión y el saber perdonar una excepción, donde la mezquindad y la intolerancia parecen cada vez más aceptables dentro del código de conducta social. Si antes dijimos que la tarea privilegiada de los padres es enseñar el amor además de dar la vida, podemos añadir, sin exageración, que su misión va aun más lejos; es salvar el amor - por medio de encarnaciones que humanizan el amor para sus hijos, de modo que no sea para ellos una mera palabra sino una realidad verdaderamente presente en su vida cotidiana. Entonces es cuando los jóvenes empiezan a responder, y se les puede enseñar e inspirar a responder. A fin de cuentas, en cuanto a la obediencia y el respeto que los hijos deben mostrar hacia sus padres, por mucho que éstos lo exijan, se les se dará pobremente - o en absoluto - si no es como respuesta ante un amor generoso.
La generosidad congrega a las personas en la unidad y la paz. El cálculo y la mezquindad producen división y hostilidad. Todo empieza en la familia. "En la vida familiar sana", dice Benedicto XVI, "se experimentan algunos elementos esenciales de la paz: la justicia y el amor entre hermanos y hermanas, la función de la autoridad manifestada por los padres, el servicio afectuoso a los miembros más débiles, porque son pequeños, ancianos o están enfermos, la ayuda mutua en las necesidades de la vida, la disponibilidad para acoger al otro y, si fuera necesario, para perdonarlo" (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz (2008), n. 3).
Si tantas familias hoy ya no son la escuela de amor que habrían de ser, es casi siempre porque los esposos, fundadores de la familia, no han construido bien sobre ese amor que les inspiró inicialmente a unirse. Las familias no siempre llegan a ser escuelas del amor; podrían degenerar incluso en escuelas de egoísmo. Serán como los padres las hacen. Los padres no comunicarán a sus hijos un amor incondicionado a no ser que ellos hayan procurado vivir ese mismo amor entre sí.
La familia, escuela de amor para los esposos
Es con respecto a sus hijos que los padres deben ver más claramente que el amor es un desafío que llama a la generosidad y a la paciencia. La preocupación natural que tendrán por sus hijos debe confirmarles en la propia experiencia que enamorarse es fácil, mientras que mantenerse y crecer en el amor no lo es.
Hemos sugerido que los hijos no "se enamoran" espontáneamente de sus padres. Pero ayuda tener en cuenta que no habría hijos en absoluto si los padres no se hubiesen enamorado primero entre sí. Hay mucho de espontáneo en este proceso romántico de "enamorarse" que de sólito precede e inspira la decisión de un hombre y una mujer de casarse. Suele caracterizarse por sentimiento y afectividad fáciles, donde se idealiza a la otra persona, viéndola casi sin defectos... Que "el amor es ciego", como reza el dicho popular, parece confirmar un curioso plan de la naturaleza: que el "romance", fuerte en sentimiento y débil en percepción, lleve a las personas a querer vincularse en el matrimonio.
Sin embargo, el amor conyugal no puede depender sólo del romance o de los sentimientos. En su Carta, Juan Pablo dice, "El amor es verdadero cuando crea el bien de las personas y de las comunidades, lo crea y lo da a los demás... el amor es exigente... Es necesario que los hombres de hoy descubran este amor exigente, porque en él está el fundamento verdaderamente sólido de la familia" (n. 14).
Si el amor humano en el matrimonio parece prometer tanta felicidad, sólo un empeño serio de parte de los cónyuges realizará esta promesa. Juan Pablo insiste que "esta realización representa también un cometido y un reto. El cometido implica a los padres en la realización de su alianza originaria" (n. 7), siendo fieles al amor que mutuamente han empeñado en esa alianza. Con esto queda planteado un desafío a cada uno de ellos respecto al otro. Tanto depende de cuanto los esposos cristianos entiendan este desafío, y de la generosidad con la que respondan a él.
En su Carta Juan Pablo habla de "los peligros que incumben sobre el amor", y añade: "piénsese ante todo en el egoísmo..." (n. 14). El egoísmo es enemigo del amor; egoísmo fomentado por el peor defecto que tenemos todos, el orgullo. Hay que resistir al egoísmo y al orgullo; si no, destruyen el amor, la unión, y la felicidad; y ponen el alma en peligro mortal. La humildad es arma esencial para esta lucha: la humildad de pedir perdón constantemente a Dios por los pecados personales; y, en la vida conyugal, la humildad concreta de pedir perdón al otro cónyuge - aun cuando se piense que él o ella tiene la principal culpa.
Los esposos han de amarse entre si, afirma la Biblia (cfr. Ef. 5:21-33). Es un mandato: cada uno se preocupe más de dar al otro, que de recibir de él o de ella. Tal constante entrega de sí es el camino de Cristo, que se dio en la Cruz para cada uno de nosotros, a pesar de nuestro poco valor. También es, paradójicamente, el camino de la felicidad.
San Josemaría Escrivá también ayudaba a los esposos a darse cuenta de lo que esto implica, empleando una psicología sencilla pero aguda. Hablando con una pareja de casados, a menudo preguntaría, tal vez comenzando por la esposa, "¿Amas a tú marido?" Ella contestaría: "¡por supuesto! - "¿Le amas mucho?" "¡Muchísimo!" - "¿Le amas con sus defectos?" De producirse un momento de hesitación, añadiría: "porque si no, no le amas". Luego preguntaría lo mismo al esposo.
Está muy claro. Si, al casarse, uno no está preparado a amar a la otra persona con sus defectos, no es, repetimos, una persona real con quien se quiere casar. Aprender a amar a alguien con sus defectos es de la esencia del verdadero amor y de la verdadera lealtad, y es siempre una tarea principal para los esposos. Respeto y aceptación mutuos - el respeto de cada uno para con el otro, defectos y todo - es la única actitud que puede mantener unido a una pareja, una familia, una sociedad.
Alianza, comunión, hijos
Juan Pablo II habla de otro reto dentro de la alianza de amor conyugal, con el que los esposos a veces tienen que enfrentarse juntos. Se relaciona con el posible fruto de su amor. "Los hijos que tienen, y aquí está el desafío, deben consolidar ese cumplimiento, enriqueciendo y profundizando la comunión conyugal del padre y la madre. Cuando esto no ocurre, debemos preguntarnos si el egoísmo que late incluso en el amor de un hombre y una mujer, como resultado de nuestra inclinación humana al mal, no puede ser más fuerte que ese mismo amor" (Carta, no. 7).
Más tarde, esto lo desarrolla, en el sentido de que cuando el amor no acepta los retos naturales que lo acompañan, se pone en peligro. Vuelve a mencionar el egoísmo como el primero entre "los peligros que enfrenta el amor". Sigue: "Aquí pensamos no solo en el egoísmo de los individuos sino también en el de las parejas".... (n. 14). Insiste por tanto en el peligro para el amor conyugal representado no sólo por el egoísmo recíproco entre marido y mujer, sino por el egoísmo compartido de los dos en relación a los hijos: el peligro que los esposos se dejen llevar por una mentalidad calculadora por lo que se refiere al número de sus hijos. Los hijos son el fruto más propio del amor conyugal; y sólo un amor pobre cae en el cálculo. La donación calculada, especialmente cuando se trata de dar la vida, rara vez expresa, o puede robustecer, el amor verdadero. El amor, cuando es genuino, tiende a ser generoso, y la generosidad evita pensar en términos de cálculo.
Los padres de un familia numerosa habrán sin duda que esforzarse para mantener la paz entre sus hijos; pero tendrán una experiencia humana más llena que aquellos padres que se encuentran en la situación cada vez más difícil de intentar guardar paz entre ellos y un hijo único. Y aun cuando lograsen alguna forma de paz, no es probable que constituya un sólido acuerdo asentado en el amor y en el sacrificio mutuos, sino una paz "tranquilizante", comprada a costa de ceder a los antojos del hijo, que tenderá ni a durar ni a ser capaz de inducir respeto.
San Josemaría hacía eco del mismo punto: "El egoísmo, en cualquiera de sus formas, se opone a ese amor de Dios que debe imperar en nuestra vida. Este es un punto fundamental, que hay que tener muy presente, a propósito del matrimonio y del número de hijos" (Conversaciones, 93). Hablaba con entusiasmo de la paternidad, viéndola como gracia y privilegio conferido por Dios - especialmente en el caso de la mujer. En Brasil en 1974, dijo a un gran número de personas casadas: "la maternidad es una cosa santa, y alegre, y buena, y noble, y bendita, y amada. ¡Madres, enhorabuena!"...[6] Repetía constantemente que "la maternidad embellece a la mujer".
Vocación de Santidad
Hasta aquí hemos estado hablando de la familia y del matrimonio en el plano natural: de la belleza del ideal que proponen y del desafío de los obstáculos que encuentran. Hemos recordado las palabras de San Juan Pablo II sobre los enemigos del amor, y considerado también el enfoque - sencillo y optimista - de San Josemaría Escrivá para que esas dificultades se logren superar. Todo lo que hemos visto puede ser aplicado a cualquier matrimonio. Pero por supuesto ni Juan Pablo II ni Josemaría Escrivá presentan el matrimonio como una mera idea natural; y tampoco dicen que captar su belleza y responder a sus retos es posible tan sólo con medios naturales. Juan Pablo, como todos sus predecesores, insiste que el matrimonio entre cristianos es un sacramento, y que marido y mujer han de apoyarse en la gracia sacramental para vivir el amor y la entrega propios de esposos y padres (cfr. Carta, nn. 15, 16).
En la visión del matrimonio cristiano de San Josemaría encontramos, y es lógico, la misma insistencia en su carácter sacramental. Pero un nuevo y sorprendente punto de énfasis aparece de modo constante. Presenta el matrimonio como elevado no sólo al nivel de sacramento, sino al de vocación: una llamada personal a una forma de vida esencialmente orientada a la santidad.
"Estas crisis mundiales, son crisis de santos" (Camino, n. 301), escribía hace 80 años. La vida del fundador del Opus Dei, para utilizar una frase siempre en sus labios, fue dedicada a "abrir los caminos divinos en la tierra", en una labor incansable para convencer a la gente corriente de todas partes que sus trabajos y ocupaciones seculares son camino hacia Dios: caminos de Dios. Que a Dios se le puede encontrar no sólo al final de nuestro caminar terreno, sino a cada paso de estos caminos seculares, que por tanto se presentan en sí como caminos para encontrar al Señor y para amarle.
La santidad: ¡única fórmula para resolver las crisis del mundo! Para muchas personas el aspecto mas revolucionario del mensaje del fundador del Opus Dei es cómo él aplica esta fórmula precisamente al matrimonio, presentándolo no solo como sacramento, sino sobretodo como vocación; comunicando a millones de parejas la convicción de Dios les llama precisamente al matrimonio y, al hacerlo, les llama a la santidad; que tienen la gran misión de hacer que su amor conyugal y su amor paternal sean a la vez expresiones y maneras de amar a Dios. En cuantas ocasiones personas jóvenes y personas no tan jóvenes se han detenido largamente en ese otro punto al comienzo de Camino: "¿Te ríes porque te digo que tienes "vocación matrimonial"? - Pues la tienes; así, vocación" (n. 27).
Familias santas; ahí está la gran necesidad de nuestros tiempos. Tales familias sólo pueden ser formadas por parejas que están realmente empeñadas en ser santos. Sólo en esas familias el bien será mas fuerte que el mal y capaz de vencerlo. Sólo de tales familias se extenderá ese bien capaz de salvar el mundo.
Entre los santos, Josemaría Escrivá fue indudablemente el que más ayudó a que las personas casadas mirasen su matrimonio como una forma de dedicación a Dios y como una vocación radical a la santidad. "Llevo casi cuarenta años - decía en 1968 - predicando el sentido vocacional del matrimonio. ¡Qué ojos llenos de luz he visto más de una vez, cuando - creyendo, ellos y ellas, incompatibles en su vida la entrega a Dios y un amor humano noble y limpio - me oían decir que el matrimonio es un camino divino en la tierra!" (Conversaciones, 91).
El matrimonio: camino divino: ¡desde luego es una afirmación audaz! Rara vez, si alguna, en la historia de la Iglesia se ha proclamado así no sólo la bondad constitucional del matrimonio, sino su pleno sentido de vocación a la santidad.
Para San Josemaría, el matrimonio debería mirarse como una llamada personal por parte de Dios a un hombre o a una mujer para que, como esposo y padre, cooperase con Él en una tarea divina; lograr la santidad personal, ayudar que su esposo sea santo, y trabajar juntos para la felicidad y santificación de su familia. Enseñaba que la verdadera "belleza de la familia", deriva de "la obra sobrenatural que significa la fundación de un hogar, la fuente de santificación que se esconde en los deberes conyugales"[7].
Insistía que el amor a Dios, en el caso de marido y mujer, es inseparable del amor con el que se aman recíprocamente; y les ayudaba a comprender lo que esto implica. Un amor es medio para el otro. Crecer en amor a Dios no es posible sin crecer en el amor conyugal. Los casados, repetía, "han sido llamados por Dios a llegar al amor divino también a través del amor humano" (Conversaciones, 91).
"Los matrimonios tienen gracia de estado - la gracia del sacramento - para vivir todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la comprensión, el buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el trato mutuo. Lo importante es que no se abandonen, que no dejen que les domine el nerviosismo, el orgullo o las manías personales. Para eso, el marido y la mujer deben crecer en vida interior y aprender de la Sagrada Familia a vivir con finura - por un motivo humano y sobrenatural a la vez - las virtudes del hogar cristiano. Repito: la gracia de Dios no les falta" (Conversaciones, 108). La espiritualidad que sustenta estas palabras refleja una gran sabiduría y poder. El principio teológico que "la gracia edifica sobre la naturaleza", vale de modo particular para las gracias sacramentales, también para las propias del matrimonio. Estas gracias, para los esposos que recurren a ellas, activarán e impregnarán todas las expresiones genuinas del verdadero amor conyugal y familiar.
A un grupo de hombres casados, San Josemaría les dijo: "El Sacramento del matrimonio proporciona gracias espirituales, ayuda del cielo, para que el marido y la mujer puedan ser felices y traer hijos al mundo... Es bueno y santo que os queráis. Yo os bendigo, y bendigo vuestro cariño, como bendigo el cariño de mis padres: con estas dos manos de sacerdote. Procurad ser felices en el matrimonio. Si no lo sois, es porque no os da la gana. El Señor os da los medios... Cambiad, si tenéis que cambiar. Amad a vuestras esposas. Respetadlas. A vuestros hijos, dadles todo el tiempo que necesiten"[8].
Un tema que se repite constantemente en sus predicación es que la felicidad, también en el plano humano, es consecuencia de la dedicación y del olvido de sí mismo. En uno de sus libros, escribe: "Sólo quien se olvida de sí, y se entrega a Dios y a los demás - también en el matrimonio - , puede ser dichoso en la tierra, con una felicidad que es preparación y anticipo del cielo" (Es Cristo que Pasa, n. 24). En otra parte insiste, "El matrimonio exige mucho sacrificio; pero qué paz y qué consuelo proporciona. Y si no es así como funciona, entonces son esposos pobres que se han unido"[9].
Un modo sintético de encapsular el problema de nuestro mundo moderno sería decir que quiere la felicidad a base de recibir y no de dar; lo que hace violencia a las normas básicas del vivir humano. En último análisis, no podemos ni debemos pasar por alto el hecho que la felicidad - también la felicidad que ofrece el matrimonio - no es posible sin generosidad y sacrificio. San Josemaría solía decir que la felicidad "tiene sus raíces en forma de Cruz" (cf. Forja, n. 28). Es la regla y la aparente paradoja del Evangelio: sólo "perdiéndonos" y dándonos - la esencia del amor - podemos empezar a encontrarnos y, aún más que encontrarnos a nosotros mismos, encontrar la felicidad para la que estamos hechos.
Ninguna catequesis o enseñanza en torno al matrimonio tenderá a renovar la vida conyugal si no refleja esta verdad básica. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: "Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces (cf Mt 8,34), los esposos podrán "comprender" (cf Mt 19,11) el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana" (n. 1615).
Matrimonio, institución y vocación
Hemos hablado en otro capítulo del vínculo estrecho entre los fines del matrimonio, donde el amor divino y el amor humano se encuentran y caminan juntos. La comprensión de San Josemaría de la conexión entre estos fines aparece en el siguiente pasaje, donde los contempla bajo la prisma no sólo institucional sino también vocacional. "Es importante que los esposos adquieran sentido claro de la dignidad de su vocación, que sepan que han sido llamados por Dios a llegar al amor divino también a través del amor humano; que han sido elegidos, desde la eternidad, para cooperar con el poder creador de Dios en la procreación y después en la educación de los hijos" (Conversaciones, 93).
Al referirse a la naturaleza indisoluble del vínculo matrimonial, Josemaría siempre iba derecho a la esencia de la cuestión, presentando esta propiedad de todo verdadero matrimonio como algo que corresponde a las aspiraciones del amor humano y del anhelo de felicidad. "La indisolubilidad del matrimonio no es un capricho de la Iglesia, y ni siquiera una mera ley positiva eclesiástica: es de ley natural, de derecho divino, y responde perfectamente a nuestra naturaleza y al orden sobrenatural de la gracia. Por eso, en la inmensa mayoría de los casos, resulta condición indispensable de felicidad para los cónyuges, de seguridad también espiritual para los hijos" (ibid., 97). Para él, la indisolubilidad señalaba la permanencia de un vínculo de amor: de un amor fuerte y voluntario que hay que cuidar de modo que no sólo sobreviva el pasar de los años sino que mejore, adquiriendo mayor fuerza y firmeza. "El amor de los cónyuges cristianos es como el vino, que se mejora con los años y gana valor... Es un tesoro espléndido, que el Señor os ha querido conceder. Conservadlo bien. ¡No lo tiréis! ¡Guardadlo![10]".
"Han sido llamados por Dios"; "han sido elegidos desde la eternidad": nada puede ser tan personal como una vocación divina tal. Y en la finalidad que San Josemaría le atribuye - "llegar al amor divino también a través del amor humano" - difícilmente cabe concebir mejor expresión del contenido esencial del bonum coniugum, el "bien de los cónyuges". Conocer la bondad de Dios, abrirse a esa bondad, ponerse en condiciones para su posesión y eterno goce: en eso radica el destino último y el "bien" definitivo de cada persona. El bien de los esposos radica en ese combinar y desarrollar toda la capacidad de amar - tanto humana como divina - del marido y de la mujer. El amor humano que procede de, y que lleva a, el amor divino; el amor conyugal que se convierte en amor paternal y en amor familiar; el bien que se propaga en la familia y desde la familia, con todo el poder de Dios, con esa fuerza que salva al mundo.
Las leyes - las leyes malas, tales como se han legislado hoy en tantas partes - pueden matar el amor, quitándole la vida. Ninguna ley puede devolverle la vida al amor, ni siquiera las leyes buenas, aunque éstas sean necesarias y ciertamente ayudan. No es ni en los Parlamentos, ni en los Tribunales Supremos, ni en las Conferencias de las Naciones Unidas, donde se le devolverá vida al amor; esto se puede lograr solamente al interior de las familias.
Lo que está en juego
En su Carta a las Familias, Juan Pablo II no hace caso omiso del hecho que el mensaje de Cristo sobre el matrimonio y la familia puede parecer difícil de un punto de vista meramente humano, sobre todo si es el de un individualista. Pero subraya que este mensaje es de tal belleza que bien vale la pena atenderle, a la vez que encierra la más gran importancia para el mundo en el que vivimos. Él recuerda que incluso los Apóstoles tenían una primera reacción de sorpresa y hasta de temor ante la enseñanza del Señor sobre la naturaleza indisoluble del vínculo matrimonial (cfr. Mt 19:10); pero que "antes temerosos incluso respecto al matrimonio y la familia, se hicieron valientes. Comprendieron que el matrimonio y la familia constituyen una verdadera vocación que proviene de Dios mismo, un apostolado: el apostolado de los laicos. Éstos ayudan a la transformación de la tierra y a la renovación del mundo, de la creación y de toda la humanidad" (Carta, no. 18).
Padres de familia: cada uno de vosotros tiene que aprender a poner sus pequeñas preocupaciones personales en segundo plano; y juntos - en vuestro glorioso "proyecto familiar" -, tenéis que aprender a superar pequeñas diferencias mutuas, perdonar y olvidarse de ellas. Tenéis que levantar vuestros corazones - cada uno individualmente y ambos juntos - a lo que Dios os está proponiendo; a lo que la sociedad, sin saberlo, necesita de vosotros; y a lo que vuestros hijos, quizás también sin darse cuenta plenamente de ello, tienen derecho de esperar de vosotros.
Sí, hay dificultades, porque cada uno padecemos las consecuencias del pecado original. Podemos incluso decir que la misma familia padece de la Caída. Puede ser, debe ser, una gran escuela de amor; pero también puede ser una escuela donde se aprende pobremente el amor - casi siempre porque se enseña pobremente. En el peor de casos, la familia puede ser hasta una escuela donde se aprende lo opuesto al amor, porque se enseña lo opuesto del amor. En lugar de ser una escuela del amor y de la generosidad, puede convertirse en una escuela de cálculo y egoísmo. Será como los padres hacen que sea. Ahí radica la grandeza del desafío, de la misión, y del ideal puestos ante los padres cristianos hoy.
Si os paráis en meditar sobre la belleza de vuestra vocación y sobre la nobleza y importancia de vuestra misión, las dificultades os parecerán mucho menores. Y sobre todo, como repite Juan Pablo, tendréis la ayuda de Dios: "¡No tengáis miedo de los riesgos! ¡La fuerza divina es mucho más potente que vuestras dificultades! Inmensamente más grande que el mal, que actúa en el mundo, es la eficacia del sacramento de la reconciliación... Mucho más impacto que la corrupción presente en el mundo tiene la energía divina del sacramento de la confirmación... Incomparablemente más grande es, sobre todo, la fuerza de la Eucaristía" (Carta, n. 18). Además, él insiste en que los matrimonios tienen la «gracia de estado» correlativa al sacramento del matrimonio (n. 16). Los esposos que ponen su confianza ahí - y sólo ellos - serán capaces de lograr su ideal. "La vida según el Evangelio... supera las fuerzas del hombre, [y es] posible sólo como fruto de un don de Dios" (Veritatis Splendor, n. 23). Buscad entonces los dones de Dios en la oración y en los Sacramentos; y encontraréis toda la fuerza que os hace falta.
Las mismas bases de la humanidad están en juego hoy. El Viernes Santo del 1994, Juan Pablo II dijo que sin Cristo y sin la Cruz de Cristo, el hombre "se destruye". Tres días después, el domingo de Pascua, no dudó en afirmar que "la familia es la fuente principal de humanidad". Una advertencia fuerte, en el contexto de la Cruz, por una parte; y una afirmación fuerte de esperanza, en el contexto de la Resurrección, por la otra.
NOTAS
[1] El mismo párrafo destaca algunas de las mayores distorsiones que pueden darse en tal sociedad: "En el contexto de la civilización del uso, la mujer puede llegar a ser un objeto para el hombre, los hijos un obstáculo para los padres, la familia una institución que dificulta la libertad de sus miembros".
[2] La razón por la que nuestra relación con las personas es tanto más importante que nuestra relación con las cosas, es que se puede amar a las personas y ser amado por las personas, mientras no se puede tener un verdadero amor por las cosas, y mucho menos ser amado por ellas.
[3] La Carta del Papa no se centra sólo en la familia, sino en primer lugar en el hombre. El hombre moderno, dice el Papa, realmente no se conoce: "En la era moderna se ha progresado mucho en el conocimiento del mundo material y también de la psicología humana, pero respecto a su dimensión más íntima, la dimensión metafísica, el hombre de hoy es en gran parte un ser desconocido para sí mismo" (n. 19). Todo alrededor puede verse esta pérdida del sentido de identidad humana - qué cosa uno es; qué fin tiene la vida personal; si se es libre o no; y si se es libre, si esa libertad va acompañada de cualquier fin o responsabilidad personal; si se es autónomo y autosuficiente, o más bien hecho para los demás o para el Estado; cuál es el sentido de la sexualidad, qué significa la identidad sexual; si el matrimonio y la familia tienen cualquier finalidad, etc., etc.
[4] "Contra la llamada cultura de la muerte, la familia constituye la sede de la cultura de la vida": Centesimus Annus, n. 39.
[5] Carta, n. 15; cfr. la familia tiene el "papel de lugar primario de «humanización» de la persona y de la sociedad" Christifideles Laici, n. 40.
[6] Registro Histórico del Fundador, Roma, arch. 20,770, p. 83.
[7] Registro... 20,584, pág. 177.
[8] Registro... 20,159, p. 108.
[9] Registro... 20,159, p. 108.
[10] Registro... 20,770, p. 108.