8. El Valor de los Hijos

8. El Valor de los Hijos
Durante mis años en la Rota Romana tuve que ponderar miles de causas matrimoniales. Es frecuente que se pida la nulidad del matrimonio alegando que, en el momento de las bodas, el consentimiento quedó viciado por la exclusión de uno de los tres «bona» o bienes tradicionales del matrimonio: el «bonum fidei» (fidelidad a un solo cónyuge: singularidad de la unión), el «bonum sacramenti» (permanencia del vínculo: indisolubilidad de la unión), o el «bonum prolis» (la prole; fecundidad de la unión).
Como cada uno de estos tres «bona» conlleva un aspecto de obligación, es lógico que los jueces eclesiásticos centren su atención en la cuestión de si la persona que contrae matrimonio ha aceptado o no la obligación correspondiente. No sabría decir, en cambio, hasta qué punto es bueno que otras personas consideren estos «bona», principal o exclusivamente, en función de su obligatoriedad... Si los contemplan sólo desde ese punto de vista, y teniendo en cuenta que una obligación se presenta normalmente como una carga —y todos tendemos a evitar las cargas—, podrían concluir que la exclusión de la indisolubilidad (o de la fidelidad o de la prole) no debe considerarse un fenómeno extraño o excepcional; incluso podrían encontrarse razones para mantener que es un fenómeno lógico y normal...
No hablo de teorías. A bastantes cristianos hoy en día —y entre ellos destacan muchos cuya misión es formar y guiar a los demás— la hipótesis de que una persona, al prestar consentimiento matrimonial, excluya uno de estos «bona» ya no les sorprende, sino que incluso les parece razonable y natural.
La exclusión no es natural
La exclusión, sin embargo, es sorprendente, precisamente porque no es ni razonable ni natural. No lo es, porque no es lógico rechazar las obligaciones que necesariamente acompañan la adquisición de una cosa BUENA. Si aquello de lo que se trata es suficientemente bueno, ese bien compensará sobradamente las cargas que traiga consigo. La compra de un coche, por ejemplo, supone un desembolso y asumir ciertas responsabilidades; pero la mayor parte de las personas ven en el automóvil algo bueno y consideran que, a pesar de las cargas, quedan enriquecidos por su adquisición: o por la de dos o tres, si sus recursos llegan a tanto[1].
Gran deuda tenemos con San Agustín quien primero describió los elementos esenciales del matrimonio como «bona», o sea, como «cosas buenas», como bienes. Y gran deuda tenemos también con Juan Pablo II cuando, en la Exhortación Familiaris consortio, habló de la indisolubilidad como de una realidad alegre que los cristianos debemos proclamar ante el mundo; insiste, en efecto, en que «es necesario reconfirmar la buena nueva de la naturaleza definitiva del amor conyugal» (Familiaris consortio, n. 2).
La fidelidad y la prole son cosas buenas. ¡La indisolubilidad es una buena nueva! La afirmación del Obispo de Hipona y la de Juan Pablo II nos estimulan a reflexionar, a seguir una línea de pensamiento que puede conducirnos a descubrir o a redescubrir algo. Pienso que es fundamental para el futuro del matrimonio y de la familia que, dentro de la temática que nos ocupa, redescubramos algo que ha quedado un tanto velado —algo que es elemental, que debería saltar a la vista, pero que ha sido relegado a la oscuridad—: el hecho de que cada uno de los «bona matrimonialia» es precisamente eso, un «quid bonum», un bien, algo bueno. Cada uno de ellos es «un bien» porque contribuye poderosamente no sólo al bien de la sociedad, sino también al «bonum coniugum», al bien de los cónyuges, a su perfeccionamiento y maduración como personas que han aprendido a amar. (Y, a fin de cuentas, ése es el bien definitivo que cada uno de nosotros ha de adquirir y desarrollar en esta tierra: la capacidad de amar.)
Desear un vínculo exclusivo y permanente es natural
Sólo si se recupera este modo de pensar, se comprende que estos «bona» son deseables, y que por eso es natural desearlos. Es natural, porque corresponde a la naturaleza del amor humano. El hombre encuentra algo profundamente bueno en la idea de un amor: a) del que él es el objeto singular y privilegiado; b) que puede poseer por toda la vida, y c) por medio del cual, haciéndose co-creador, puede perpetuarse a sí mismo (y, como veremos, perpetuar algo más que a sí mismo). Precisamente por causa de la bondad que ve en estos «bienes», lo que es natural al hombre no es temerlos y excluirlos, sino buscarlos y abrazarlos.
Es natural desear una unión matrimonial exclusiva, permanente y fecunda. Es anti-natural excluir cualquiera de estos tres elementos. Hemos de recuperar esta verdad, porque entonces la bondad natural de los «bienes» del matrimonio nos inspirará y, a través de nosotros, puede hacerse evidente a los demás.
Que la fidelidad sea algo bueno es obvio. «Tú eres único para mí»: es la primera afirmación verdaderamente personalizada del amor conyugal, que es un eco de las palabras que Dios dirige a cada hombre, como leemos en el profeta Isaías: «Meus es tu!» —«Eres mío» (Is 43:1).
El bien de la indisolubilidad resulta también claro: poseer un hogar y un refugio estables; saber que el mutuo pertenecerse ha de durar toda la vida. La persona humana lo necesita, porque ha sido creada para ello; sabe que esto exigirá sacrificio, y siente que ese sacrificio vale la pena. «No se puede quitar de la vida familiar el sacrificio; es más, se debe aceptar de corazón, a fin de que el amor conyugal se haga más profundo y sea fuente de gozo íntimo» (Familiaris Consortio, n. 34). Algo va mal en el corazón y en la cabeza de quien rechaza la permanencia de la relación conyugal.
De todas formas, no me extenderé más sobre estos dos aspectos, ya que quiero centrar la atención en el «bonum prolis», el «bien» que la prole constituye.
Privarse de un bien
La mentalidad contraceptiva —que el propósito medicinal de la Humanae vitae puso dolorosamente en evidencia— es una enfermedad que puede resultar mortal para la sociedad occidental. La discusión acerca de las técnicas concretas de la planificación familiar no es el quid del asunto y, de hecho, no pasa de ser un aspecto más del cuadro patológico. La verdadera enfermedad consiste en que gran parte de la civilización occidental concibe la planificación familiar (en sentido reductivo) como algo bueno, y parece incapaz de comprender que es, en cambio, la privación de algo bueno.
No me refiero aquí, evidentemente, a aquellos matrimonios que por razones económicas, de salud, etc., tienen real necesidad de la ayuda que brinda la planificación familiar natural (y recurren a ella con pesar). Me refiero a esos otros —y son legión— que podrían muy bien tener una familia más grande, y se deciden libremente a no tenerla, sin percatarse, aparentemente, de la bondad de aquello de lo que se están privando. Prefieren tener menos de los «bona matrimonialia», concretamente del «bonum» de la prole, para poder disponer de más «bona materialia». Y la calidad de su vida —cada vez más materialista y menos humana— es consecuencia inevitable de su decisión. Los bienes materiales no son capaces de mantener en vida un matrimonio; en cambio los bienes matrimoniales, sobre todo el «bonum prolis», sí lo son.
Hay algo profundamente bueno en ese aspecto específico de la unión sexual-conyugal, en el que reside su verdadera singularidad: la singularidad no tanto del placer que la suele acompañar como del poder que en sí significa: el poder, como resultado de la complementariedad sexual, de dar lugar a una nueva vida. El hombre y la mujer poseen un hondo deseo de esa unión verdaderamente conyugal y verdaderamente sexual; y ese deseo está profundamente arraigado en la naturaleza humana.
Es especialmente importante subrayar hoy en día, en toda su plenitud, la índole personalista de esta tendencia natural, que va mucho más allá del deseo de la mera auto-afirmación o de la mera auto-perpetuación.
¿Auto-afirmación? ¿Auto-perpetuación?
El trato sexual contraceptivo puede ser meramente autoafirmativo[2]; una mera afirmación del yo, en la que cada uno se busca a sí mismo, y no logra —y quizá no procura— ni conocer ni entregarse verdaderamente al otro. El auténtico trato sexual-matrimonial, abierto a la vida, es por su misma naturaleza una afirmación del amor. Afirma el mutuo amor y la mutua donación conyugales, subrayando precisamente la singularidad y grandeza de la participación de los esposos en la potencialidad sexual.
El deseo de perpetuarse es algo natural que de por sí posee un profundo valor personalista. (Si al hombre moderno le cuesta comprender esto, debemos ver ahí una señal de hasta qué punto está humanamente desvitalizado, desnaturalizado y despersonalizado.) De todas formas, la conyugalidad lleva el instinto procreativo sexual más allá del deseo natural de perpetuarse a sí mismo. En el contexto del amor conyugal, el deseo de auto-perpetuación adquiere una nueva envergadura y un nuevo sentido. No se trata ya de dos «yos» inconexos, que buscan —quizá de un modo egoísta— la auto-perpetuación. Se trata más bien de dos enamorados que, de un modo natural, quieren perpetuar el amor mutuo, y experimentar el gozo de verlo encarnarse en una nueva vida, fruto del mutuo conocimiento espiritual y carnal por el que expresan su amor de esposos.
Los verdaderos enamorados desean actuar en sintonía: diseñar, comprar, amueblar algo... juntos. Aquello será especialmente suyo, porque será el fruto de su decisión y acción conjunta. Nada —repetimos— hay más propio para una pareja casada que el hijo que engendran.
El escultor procura labrar en piedra su inspiración. Los únicos que pueden crear obras vivas de arte son los esposos, y cada hijo resulta un singular monumento al amor creativo que inspiró y unió a sus padres.
Por medio de los monumentos que construye, una sociedad evoca los grandes acontecimientos de su pasado, para mantener así su memoria viva de cara al futuro. El amor conyugal también necesita tales monumentos. Cuando el primer impulso romántico parece extinguirse, y los esposos sienten la tentación de pensar que el amor conyugal ha muerto con él, cada hijo se convierte en un testimonio vivo de lo hondo, lo singular y lo total de la entrega que los esposos se hicieron recíprocamente en el pasado —cuando era fácil—, y es como una llamada urgente para seguir donándose ahora, aun cuando resulte difícil.
Ausencias programadas
Con bastante frecuencia llegan a la Rota peticiones de nulidad de matrimonios —evidentemente válidos— de personas que se casaron por amor, y cuya unión fracasó, en definitiva, porque de mutuo y deliberado acuerdo decidieron retrasar la llegada de los hijos, y de este modo privaron al amor conyugal del apoyo natural que necesita.
Si dos personas quedan mirándose extáticamente en los ojos, los defectos que con el tiempo van a descubrir pueden empezar a parecer intolerables. Si aprenden los dos juntos y gradualmente a mirar más y más a sus hijos, todavía descubrirán los defectos, pero tendrán menos tiempo o motivo para considerarlos intolerables. Sin embargo, no pueden mirar juntos a lo que no está.
Una serie de ausencias programadas está convirtiendo la vida conyugal de muchos matrimonios en una realidad hueca, en un vacío que acaba por desmoronarse. El amor que aspira a saciarse tan sólo en la contemplación del otro, puede conducir al hartazgo. Para crecer, el amor conyugal ha de poder contemplar, y ser contemplado por otros ojos, frutos de ese amor[3].
El amor conyugal, por tanto, precisa del apoyo que constituyen los hijos[4]. Los hijos refuerzan la bondad del vínculo matrimonial, para que no ceda ante las tensiones que surgen después de la inevitable disminución o desaparición del amor inicial, más sentimental, romántico y espontáneo. Entonces, el vínculo matrimonial —que Dios quiere que nadie lo rompa— se apoya no sólo en las posibles variaciones del amor y del sentimiento entre los esposos, sino —sobre todo y progresivamente— en sus hijos, siendo cada hijo una hebra más que lo refuerza.
Conviene ponderar a fondo unas palabras que Juan Pablo II dirigió a los casados en una homilía en Washington, D. C., en octubre de 1979: «es menos grave privar a los hijos de ciertas comodidades o ventajas materiales que denegarles la presencia de hermanos y hermanas que podrían ayudarles a crecer en humanidad y a darse cuenta de la belleza de la vida en toda su variedad y en todos sus momentos»[5]. Yo sugeriría a aquellos matrimonios —que se inclinan, sin suficiente razón, hacia la limitación familiar— que leyesen esta advertencia del Papa a la luz de la doctrina del Concilio Vaticano II, que recuerda que «los hijos son el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres» (Gaudium et spes, n. 50). En tales casos, por tanto, los cónyuges privarían de un bien singular —de una experiencia irrepetible de la vida humana— no sólo a los hijos que ya tienen, sino a ellos mismos.
Educación y valores
Se oye comentar en ocasiones que la gente suele adoptar la planificación —la limitación— familiar en la medida en que mejora su nivel de educación. La admisión acrítica de tal afirmación significa dar por buena una determinada filosofía de vida. Sin un tipo muy particular de educación, profundamente imbuida de ciertos y peculiares valores —mejor dicho, antivalores—, no se consigue que la gente adopte fácilmente la limitación familiar. ¿Cabe calificar tal educación de cristiana? ¿Cabe siquiera calificarla de verdadera educación? Vale la pena recordar las palabras del cardenal Newman, hace más de ciento cincuenta años, sobre la educación en sus tiempos. El hombre moderno, dijo, está instruido, pero no educado. Se le enseña a hacer cosas, y a pensar lo suficiente para hacerlas; pero no se le enseña a pensar más..."[6]. Es decir, para ser educados de verdad, tenemos que pensar mejor y más a fondo.
Se trata, en definitiva, de saber ponderar valores y alternativas, bienes y opciones. Nadie puede hacerse con todos los bienes del mundo. Puede escogerse este bien o aquel otro; pero quizá no los dos a la vez. La elección sabia y más propiamente humana toma el bien mejor, y sabe que se ha enriquecido al escoger de esta manera: es ésta la elección que denota un cierto nivel de educación. La elección menos humana y menos acertada se queda con el bien inferior; y probablemente no sabe que resulta un engaño y un empobrecimiento. Leemos en la Biblia unas frases llenas de vigor, que pueden resultar a propósito: «Os he propuesto la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge la vida para que vivas, tú y tu descendencia» (Deut 30:19). Ya que no hay una elección intermedia entre la vida y la muerte, cabe preguntarse cuál es el final a que conducen las opciones con que se enfrenta Occidente.
Un conocido mío africano, al enterarse que el índice de fertilidad occidental es menos de 2.00, me comentó: «Los matrimonios occidentales deben de ser muy pobres si no pueden permitirse más de dos hijos...» No tenía grandes cualificaciones como «experto», en el sentido en que en Occidente entendemos este término, y, sin embargo, sus palabras resultan interesantes. Podría servirles de complemento otro grano de sabiduría «no experta» que viene del mismo Occidente. Hace algún tiempo, en Inglaterra, conocí a un matrimonio, una pareja normal que deseaba tener hijos. Nació uno, pero luego vino un retraso no deseado de tres o cuatro años. Al final, la madre se encontró de nuevo en estado de buena esperanza. El primogénito también estaba lleno de esperanzas. Pero sobrevino un aborto espontáneo. El padre tuvo que decir al niño que no iba a llegar ese hermanito que tanto deseaba. «Mira; después de todo, mamá no va a tener ese niño», e, inclinándose ante los caminos inescrutables de Dios, añadió, «es mejor así». Pero el chico no estaba dispuesto a inclinarse tan fácilmente: «Pero, papá, ¿es que hay algo mejor que un niño...?» Ningún programa computerizado es capaz de anticipar las salidas y las verdades de los niños: esas verdades que son también parte del «bonum prolis».
Orden de valores
El niño de nuestro episodio poseía un orden de valores apropiado. Orden que, según la Humanae vitae, es lo primero que los esposos deben poseer si han de enfocar correctamente la planificación familiar (n. 21). No demuestran tener tal sentido de valores los cónyuges que no son capaces de comprender que un niño es la mejor adquisición que pueden hacer, y la que más les enriquece.
En muchos matrimonios occidentales, los esposos parecen no entender la sencilla verdad de que los hijos son el fruto más personalizado de su propio amor conyugal, y el don más grande que se pueden intercambiar, que es a la vez un don divino que Dios entrega a los dos.
«Pero... si tenemos un nuevo hijo, nuestros hijos y nosotros mismos estaremos en peores condiciones...» No me vais a decir que el nuevo hijo estará peor, a no ser que os queráis contar entre aquellos que dudan de si la vida misma es un bien o si, a fin de cuentas, la no-existencia puede ser preferible a la existencia.
«Pero, los otros hijos —los que ya tenemos— estarán peor...» ¿De verdad que lo estarán? Juan Pablo II sugiere que la respuesta, en el ámbito de los verdaderos valores humanos, es no.
«Pero nosotros mismos estaremos peor. La vida nos resultará más difícil...» Será preciso un mayor esfuerzo, sin duda (mucha gente realiza grandes esfuerzos para tener más bienes materiales); ¿pero seréis menos felices a consecuencia de vuestros esfuerzos?
Cuando ha surgido este tema en alguno de los cursos especializados que he tenido ocasión de impartir, he procurado siempre que mis estudiantes hicieran un pequeño análisis comparativo. Podría ser como sigue:

Hijos Coches Televisión Educación Vacaciones
Vídeo de los hijos
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Familia A 2 2 2 / 2 Mejores colegios En el extranjero
Familia B 5 1 1 / 0 Escuelas corrientes Sin salir del país

Después de presentar este esquema a los estudiantes, la primera pregunta que les propongo es: ¿cuál de las dos familias posee un nivel de vida más alto? Contestan todos: la familia A, obviamente. Repito la pregunta: ¿cuál de las dos familias posee un nivel de vida más alto? Suele producirse un ligero desconcierto, pero repiten la misma contestación. Sigo planteando la misma pregunta las veces que hagan falta. Surge la perplejidad, se rumia alguna duda incipiente, hasta que al final alguien «concede»: «Bueno..., si uno quiere considerar a los hijos como parte del nivel de vida...».
«Si uno quiere considerar»... ¡Ya es hora de que empezáramos a sumar los hijos en el activo y no en el pasivo de la vida! Alguno añadirá que hay que incluirlos en las dos partidas. De acuerdo: en las dos, como el coche. Un coche es una ventaja y una carga. Adquirirlo y mantenerlo cuesta dinero, esfuerzo y atención: lo mismo que un hijo. Al plantearse cuál de los dos se va a elegir, habría que considerar cuál vale más, ya que la elección del otro implicaría rebajar el nivel de vida[7].
Preguntarse cuál de los dos me proporcionará mayor satisfacción, expresa sin duda un punto de vista más utilitarista que idealista. Sin embargo, aun cuando una persona quisiera aplicar este punto de vista a nuestro tema, haría bien en considerar el dinero, el tiempo y el esfuerzo que tanta gente invierte en el tenis, o en los videojuegos, o en aficiones y hobbies presuntamente creativos. Para buscar una satisfacción que no siempre proporcionan esas actividades, se gasta y se lee todo lo que se encuentra sobre ellas.
¿Como es posible que no apetezca gastar en la paternidad? ¿Cómo es posible no leer libros (los hay en abundancia) sobre la alegría que proviene de la dedicación a los propios hijos, sobre las satisfacciones de ser padre? Y, ¿cómo es posible no sentir la atracción de una creatividad totalmente singular (se nos ensanchan los horizontes), la aventura de ser co-creadores?
En lo más íntimo de su corazón, muchos esposos sienten indudablemente que un hijo es un don bueno y grande. Lo que sucede es que han sido condicionados a no tener confianza en esa verdad. Necesitan que alguien les enseñe a vivir de nuevo con confianza, y me parece obvio que solamente los esposos que han escogido el «bonum prolis» —en la plenitud con la que Dios quiso bendecir su matrimonio— estarán en condiciones de enseñarles. No hay que olvidar que Pablo VI, en la Humanae vitae, al indicar las distintas modalidades de la paternidad responsable, quiso dejar constancia que la viven primero aquellos matrimonios que toman «la decisión ponderada y generosa de tener una familia numerosa» (n. 10).
Tantos matrimonios contemporáneos padecen una auto-privación, un empobrecimiento voluntario, como consecuencia del rechazo del don de la vida y de no aceptar la fecundidad del amor. No sería extraño que nuestra moderna y acomodada sociedad occidental pasara a la historia como «la sociedad depauperada», en que los ciudadanos —pueblos enteros— enfermaron mortalmente en un proceso que poco a poco vació su vida del sentido de los auténticos valores humanos.
La pérdida de la sexualidad
El concepto de privación merece un ulterior comentario. Hay tiempos o situaciones en que se puede recomendar o imponer una privación, por ejemplo, cuando razones de salud exigen que una persona se abstenga de alimentos sólidos. Pero, aun en tales casos, se trata de una privación. Y, si no ha de terminar en muerte, habrá de ser una medida temporal, a fin de que el paciente pueda de nuevo nutrirse como exige un apetito normal y sano. El apetito sexual occidental no es normal, ni es sano, ni es realmente sexual. Eso ya lo vimos en el capítulo precedente; pero aquí no estará de más recordarlo de modo resumido.
Los propugnadores de la contracepción, en contra de la enseñanza de la Iglesia, mantienen que es perfectamente lícito separar el aspecto unitivo y el aspecto procreativo del acto conyugal. Pero no es eso lo que realmente proponen. El efecto real de la contracepción no es separar estos dos aspectos (anulando —dirían— el aspecto procreativo, pero respetando el unitivo), sino destruir los dos. Que la actividad sexual contraceptiva no es procreativa es evidente para todos. Que no es unitiva, en un sentido propiamente conyugal, no resulta tan evidente a algunos. Y, sin embargo, un análisis más profundo nos asegura que no es actividad sexual, en ningún sentido propiamente humano, en absoluto.
En la contracepción, lo que se separa no es el sexo de algún elemento extraño al sexo, ni siquiera de algún elemento conectado —por un desafortunado accidente de la biología— al sexo. Lo que se separa es la acción del sexo —la aparente acción del sexo— de su sentido. Se está dejando totalmente de lado la realidad del sexo, y lo que queda es una mera pantomima del sexo.
Lo que se está separando es el «cuerpo» del sexo del «alma» del sexo, y lo que queda es un cadáver: sexo momificado, sexo muerto. Tantos contemporáneos, sin darse cuenta, están plenamente entregados al proceso de matar el sexo y la sexualidad humana.
A muchos matrimonios modernos les falta un apetito sexual auténtico. La sexualidad que les caracteriza no es verdaderamente humana. Una masculinidad y una feminidad mermadas convergen en un encuentro que no es auténticamente conyugal. Tales matrimonios, privados de las esenciales cualidades humanizantes y personalizantes de la verdadera sexualidad conyugal —privados del verdadero «bonum sexualitatis»— están amenazados de muerte por inanición conyugal-sexual. Una voluntaria esterilidad deniega a su amor el fruto que el mismo amor —de acuerdo con su naturaleza— debería producir, y que necesita para su propio sustento y pervivencia.
NOTAS
[1] Conozco una familia africana que tiene 18 hijos y ningún coche, y una familia americana (si puede llamarse «familia») con 18 coches y ningún hijo. La familia africana, puedo asegurarlo, es mucho más feliz: unas 18 veces más...
[2] «Auto-afirmativo», en castellano, no logra expresar lo peyorativo de la expresión inglesa, «self-assertive», que sugiere una actitud netamente egoísta. (Nota del traductor).
[3] El amor entre esposos naturalmente infecundos —porque Dios no les ha dado hijos— debe también crecer; para hacerlo, necesita igualmente de la entrega a los demás.
[4] Uno o dos hijos, o, tal vez, cinco o seis. Sólo Dios sabe la medida de apoyo que hace falta a cada matrimonio. De ahí deriva la absoluta necesidad de que los esposos, si han de resolver esta situación acertada y felizmente, la enfoquen en un profundo espíritu de oración.
[5] Insegnamenti di Giovanni Paolo II. II, 2 (1979), p. 702.
[6] Cfr. On the Scope and Nature of University Education, Discourse IV.
[7] Otro comentario africano. Un keniano expresaba su desconcierto ante los argumentos aducidos por la International Planned Parenthood Federation: «Tradicionalmente, si la vaca de la familia vecina paría una ternera, se daba la enhorabuena a la familia, porque su nivel de vida había aumentado. Ahora, si la mujer da a luz a un niño, por lo visto hay que darles el pésame, porque su nivel de vida ha bajado. Es ésta una lógica con la que no me acabo de aclarar».