6. Divorcio: los Hijos

6. Divorcio: los Hijos
En el capítulo precedente hemos considerado cómo el vínculo matrimonial está pensado para proteger el amor, de modo que el amor entre los cónyuges se mantenga en pie a pesar del desgaste de la vida cotidiana y a pesar también de las fuerzas centrífugas del egoísmo. Pero el carácter indisoluble del vínculo matrimonial no sirve tan sólo para proteger el amor de los esposos; está encaminado también —y de modo particular— a proteger el amor para los hijos: a impedir que el ambiente de amor que les hace falta para su desarrollo y felicidad se vea hecho añicos por la debilidad de uno o de ambos esposos, por egoísmo o sencillamente por irreflexión.
Que los hijos tienen derecho a la fidelidad de sus padres es una verdad que se recuerda con frecuencia; y que el divorcio hace infelices a los hijos es un hecho evidente. Ahora bien, me parece que existe todavía otra perspectiva desde la que se puede contemplar el tema del divorcio.
Al plantearse el divorcio, cabe sin duda hacer una referencia al derecho a la felicidad de los hijos, midiéndolo contra el derecho a la felicidad que, para sí, reivindican los padres (o uno de ellos). Puede resultar más positivo ir derecho al corazón del padre o de la madre en cuestión, y procurar ayudarle a contemplar y a sopesar juntas su propia felicidad y la de sus hijos. No es posible separarlas: la felicidad de los hijos (la más fácil felicidad a la que tienen derecho ellos) y la de los padres (la felicidad más exigente que los padres deberían estar dispuestos a vivir) están tan estrechamente entrelazadas, que la una no puede sobrevivir sin la otra.
Veámoslo con un ejemplo. Una persona casada se ha «enamorado» de una tercera persona, y se ha «desenamorado» de su esposo o esposa... Está pensando en el divorcio, y querría justificar esa posibilidad en base a «su derecho a la felicidad». Puede ser, sin duda, que esta persona esté pensando egoístamente; lo que más nos interesa señalar aquí es que no lo está haciendo claramente. El derecho a la felicidad de esa persona no quedará satisfecho por un divorcio, ya que ese hecho dañará demasiadas realidades que le son esenciales para ser feliz. Destruirá la felicidad de sus hijos, y por eso mismo tendrá también que minar la felicidad del padre o de la madre en cuestión.
Un corazón dividido en torno a la felicidad
La situación que estamos contemplando exige un análisis adecuado. No basta ver un tipo de enfrentamiento externo de dos «felicidades», como si la persona se encontrase en medio de una escaramuza entre su propio derecho a la felicidad y el derecho a la felicidad de sus hijos. Tampoco basta afirmar que el marido o la mujer deberían estar dispuestos a sacrificar su personal felicidad por la de sus hijos. Esto es verdad; pero sólo dice una parte de la verdad.
El fondo de la cuestión es que el corazón del padre o de la madre está dividido en sí acerca de la propia realización personal. Ese corazón está desgarrado entre dos maneras conflictivas de contemplar la felicidad; y si no se resuelve adecuadamente la tensión, nunca podrá ser feliz.
Por una parte está la idea: «Yo no podré ser feliz si tengo que seguir viviendo con mi marido o con mi mujer» (y, quizás: «Y no seré feliz, a no ser que pueda vivir con X, de quien ahora me siento enamorado»)... Por otra parte, está la convicción: «Pero sin el amor de mis hijos, tampoco seré feliz...».
Conviene ponderar todo lo que implica el último punto; porque una persona puede ir discurriendo: «Podré divorciarme y sin embargo tener a mis hijos todavía conmigo, al menos parte del tiempo», o «Podré divorciarme, y todavía amar a mis hijos. Podré divorciarme y todavía retener su amor».
Aquí se pierde el contacto con la realidad. Una persona divorciada puede retener la custodia parcial o total de sus hijos; pero retendrá muy difícilmente su amor... Si se mantiene algo de ese amor, será una parte muy reducida, porque el mismo hecho de haberse divorciado destruye inevitablemente una gran parte de ese afecto. Por eso es un engaño considerar: «Aunque me divorcie, seguiré amando a mis hijos como antes; y ellos me seguirán amando también como antes». No es verdad; con el divorcio, las cosas jamás podrán ser como antes. Tus hijos no te amarán como antes; te querrán, en el mejor de los casos, con un amor mutilado: con el mismo tipo de cariño que tú les demostraste al divorciarte. Si en el amor que tú les tienes falta sacrificio, en el que ellos te tendrán faltará respeto.
Si los esposos no han tenido hijos, les quedan, al marido o a la mujer, menos defensas contra la tentación que presenta el divorcio como la salida fácil de las dificultades y el camino andadero hacia la felicidad. Pero desde que una persona casada ha llegado a ser padre o madre, no existe una salida fácil de esas dificultades ni un camino fácil hacia la felicidad. A no ser que sus hijos les traigan totalmente sin cuidado, les queda a los padres, en tales casos, un solo camino hacia la felicidad: el que pasa a través de esas dificultades.
Sólo al padre o a la madre que no amase a sus hijos en absoluto, podría el divorcio presentarse como la salida fácil. Pero entonces quien escoge esa salida es una persona sin amor, que seguirá por el camino que escoge acompañado por su propia incapacidad de amar.
Muy especialmente en el matrimonio con hijos, la tentación del divorcio pone a prueba todas las cualidades y recursos que posee el padre o la madre. Algunas personas salen victoriosas de la lucha; otras, derrotadas. Muchos de esos fracasos, con su secuela de tristeza, se habrían quizá evitado de haberse logrado que las personas pensasen mejor lo que estaba en juego, y considerasen con más detenimiento las fuerzas que estaban enfrentadas.
Lo que está en juego es la felicidad de todas las personas implicadas. Y las fuerzas —presentes y enfrentadas dentro del corazón mismo de la persona tentada de recurrir al divorcio— son fundamentalmente dos. Una —y es tan poderosa que quizá aparece irresistible— ataca el matrimonio, y se hace valer a través de una voz que repite insistentemente: «No aguanto ya a mi marido o a mi mujer. No soporto esto más». A la vez, sin embargo, y dentro del mismo corazón, hay una tensión que pugna a favor del matrimonio, a favor del hogar del que yo soy el padre o la madre, a favor de mis hijos. Hay otra voz que repite, también con insistencia: «No puedo abandonar a mis hijos. No puedo destruir su amor».
Dos fuerzas que se combaten; dos voces empeñadas en hacerse oír, y en acallar a la contraria. Una es la voz del cansancio: «Estoy harto». Es la voz de la auto-compasión, de la derrota. La otra es la voz de la generosidad y de la lealtad: «No pienses tan sólo en ti; piensa también en los demás. Y sigue luchando». Dos fuerzas que combaten dentro del corazón. ¿Cuál vencerá?
El cansancio tiene sus argumentos. «¡Si es mejor para los hijos que nos separemos! De esta manera ya no quedarán expuestos a estas riñas continuas entre nosotros, que les perjudican tanto.» El error de este argumento es que no presenta todas las alternativas. Es malo que los hijos estén expuestos a las disputas entre sus padres. Pero el divorcio de sus padres es peor para ellos. Poco sabe quien no se dé cuenta de que más perjudica a un chico o a una chica perder a uno de sus padres por el divorcio que perderlo por la muerte.
Todo el amor que mis hijos necesitan
Si la persona que está pensando en el divorcio es capaz aún de razonar rectamente, se dará cuenta de que el divorcio puede resultar más fácil para mi, pero nunca puede ser mejor para mis hijos. Lo mejor para los hijos es que sus padres —el padre y la madre de la familia a la que pertenecen, y ningún padre o madre sucedáneo— convivan juntos, en una unión fiel, aun cuando no sea plenamente armónica.
«Pero eso es imposible. En nuestro caso es imposible. Las andanzas de él o de ella me ponen frenético. No, que no; que no podemos convivir, ni siquiera con un mínimo de armonía externa».
¿Que no podéis mantener la convivencia? Depende de lo motivado que estés. Si de verdad estás preocupado por tus hijos, y por lo que es mejor para ellos, entonces —a base de la oración y con la ayuda de Dios— puede ser que todavía aprendáis a convivir, al menos con un mínimo de armonía exterior. ¿Que no podéis vivir juntos? Podéis intentarlo, por amor a vuestros hijos.
«Que no, que no. No lo puedo hacer» (y entonces viene otro «argumento»); «y de todos modos sí amo a mis hijos. Aunque esté divorciado, les daré todo el amor que les daba antes..., todo el amor que necesitan...»
¿No te das cuenta de que el amor que precisan no es el amor de su padre o el de su madre de forma aislada? No necesitan de tu amor tan sólo; necesitan del amor de él o de ella también. El amor que necesitan es el amor de sus padres: vuestros dos amores juntos, vuestro amor unido: el amor del padre y el amor de la madre irrevocablemente unidos y defendidos, como algo sagrado, contra toda tendencia a partirlos.
«Lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe» (Mat 19:6). La prohibición divina se aplica al divorcio en más de una manera. Es también ese amor unido, de padre y de madre hacia sus hijos, el que nadie —y menos los mismos padres— debe separar. ¿Que no podéis estar unidos en vuestro amor mutuo? Podéis estar unidos en vuestro amor por los hijos que Dios os ha dado.
«Los hijos necesitan del amor de su padre o de su madre, tanto como del mío»: es esto lo que Dios desea que consideres. Tu propio corazón quiere que te enfrentes con esta verdad: nuestros hijos necesitan de nuestro amor, y tienen derecho a él. Si todavía dudas de que sea así, pregúntales a ellos: si prefieren el amor de su padre tan sólo, o el amor de su madre tan sólo; si prefieren dos amores aislados, o dos amores juntos: el amor de sus padres.
A pesar de todo, algunos padres, que están dando vueltas a la posibilidad de divorciarse, no sólo no se dan cuenta de estas realidades, sino que incluso piensan que será fácil responder, de modo supletorio, a la necesidad de afecto de los hijos. «¿Que mis hijos necesitan del amor de un padre o de una madre, además del mío? Pues, bien, lo pueden tener. Pepe o María —con quien me casaré en cuanto haya conseguido mi libertad— será para ellos un nuevo padre o una nueva madre formidable: muchísimo mejor, de hecho, que ese insensible de Paco o esa intolerable de Carmen a quien he tenido que aguantar durante estos años».
No se dan cuenta de que, para sus hijos, esto nunca podrá ser así. Pepe o María puede caer bien con los hijos; o no. Pueden llegar a ser buenos amigos suyos; o no. Lo que nunca pueden ser o llegar a ser es su padre o su madre.
El hecho es que Paco o Carmen, por insensible o intolerante que pueda resultar, es su padre o su madre: el padre o la madre que tienen y que necesitan: no obstante sus defectos.
«Pero —me parece oír la réplica— usted no conoce a Paco. No sabe de sus borracheras y de cómo trata a los chicos cuando está así. ¿Cómo puede ser bueno esto para los hijos?». No lo es. Pero un divorcio será peor. Tú, con tu fidelidad, les harás un bien mucho más grande que todo el mal que él puede hacerles con sus borracheras. Con tu infidelidad en cambio les harías mucho más daño.
Lecciones para los hijos
No basta con que los padres abracen y besen a sus hijos; no basta con que les compren regalos o sencillamente les den de comer y les paguen la escuela. Los padres han de enseñarles, preparándoles para la vida. Tú puedes enseñar a los tuyos maravillosamente a base de aguantar a ese marido o a esa mujer intolerable. También les puedes enseñar por medio de tus fracasos, porque naturalmente algunos desastres habrá. Aun con esas derrotas —con tal de que comiences de nuevo cada vez— seguirás ayudando a tus hijos, y ayudándoles inmensamente. Tú, precisamente en esas circunstancias tan difíciles, serás un maravilloso padre o madre. Les estarás enseñando dos lecciones, de máxima importancia para la vida:
— que existen realidades sagradas en la vida, y que el matrimonio —para siempre, hasta la muerte— se cuenta entre ellas;
— que el matrimonio, que debe ser permanente, es una unión de dos personas corrientes, llenas por tanto de defectos. Los matrimonios no duran porque los cónyuges se complementen perfectamente, porque nunca disienten, porque jamás hayan tenido dificultad en entenderse... No; los matrimonios duran porque marido y mujer se empeñan en ello, porque aprenden a entenderse.
No puede exagerarse lo importante que es, para una persona que esté en el umbral de la vida adulta y sobre todo que esté contemplando el matrimonio, poder decir: «El matrimonio de mis padres ha durado. Se han mantenido unidos. Y no porque les resultara siempre fácil, como si formaran la pareja ideal. ¡Ni hablar! Han tenido sus defectos (los hijos lo hemos sabido bien: los enfados de mamá, las intransigencias de papá...). Y sin embargo han sido fieles: y pienso que es principalmente por lealtad hacia nosotros, y porque rezaron. Discusiones y peleas tuvieron; pero se mantuvieron fieles».
Estos hechos afianzan y fortalecen al adolescente. Luego, no querrá ser menos bueno que sus padres; y sabrá que esto no es fácil. Dará más de una vuelta al matrimonio que ahora se le presenta como posible. El amor a este chico..., a esta chica...: ¿durará entre nosotros? Y cuando oye cierta voz por dentro —«¿Es que importa tanto? Si no va, siempre podrás buscar la salida fácil»— es más probable que conteste, como algo que le sale naturalmente del corazón y de la voluntad: «Pero es que no quiero la salida fácil. Mis padres no la quisieron; o al menos no la escogieron. Yo quiero un matrimonio que funcione. Quiero un amor que dure. Conozco a bastantes personas, y no es que sean mucho más viejas que yo, que han adoptado la solución fácil. ¡Y en que lío más infeliz se ha convertido su vida! No es eso lo que quiero yo».
Esta es una de las grandes lecciones acerca del matrimonio que los hijos aprenden de la fidelidad de sus padres, en medio de fatigas y dificultades. ¿Cuál es, en cambio, la lección que enseñan a sus hijos —la imagen del matrimonio que comunican— los padres que ceden ante la tentación del divorcio? El matrimonio —están en efecto diciendo a sus hijos— es un género de consumo, sujeto al error y que no vale ni siquiera la pena arreglar. De hecho no suele tener arreglo. Se desecha en cuanto comience a causar dificultad, y se adquiere un modelo nuevo.
¿Un marido o una mujer?... Son bienes que se adquieren, como se puede adquirir un coche. Te buscas un modelo que te guste, fácil de usar, y que requiera el mínimo esfuerzo en el manejo, luego lo abandonas en cuanto se hace un poco viejo, las piezas comienzan a fallar, y el vehículo empieza a causarte más trabajo de lo que aparentemente vale.
Y ¿si el matrimonio tiene hijos? Bueno, será de esperar que la nueva operación resulte de su agrado (a fin de cuentas, ¿por qué no han de ver los hijos que cambiar de padre o madre puede ser divertido?). Y si no es de su agrado, tendrán que aguantarse. ¿Que yo soy su padre o su madre? De acuerdo; pero ¿y qué? Si he de ser sincero, la verdad es que nunca me resultaron tan importantes. Eran accesorios que acompañaron esa compra que hice en un principio. De modo que... pues eso: accesorios, eso es lo que son y nada más. Lo que importa es que yo tengo que ser feliz con mi automóvil. Y si los antiguos accesorios no cuadran o no encajan con el nuevo modelo, entonces, con pesar y todo, los desecho.
Es ésta la imagen del matrimonio que los divorciados enseñan a sus hijos. Y cuando esos hijos se casen, y llegue el momento (llegará; siempre llega) en que su matrimonio empiece a resultar difícil, ¿cómo reaccionarán? Con bastante probabilidad seguirán los pasos de sus padres: «¿Por qué debo yo intentar salvar mi matrimonio, ahora que cuesta salvarlo? ¿Por qué he de sacrificarme por mis hijos? A los hijos no les importan sus padres» (no es verdad: a ti te importaban —muchísimo— los tuyos, hasta el momento en que, con su traición, te desilusionaron y te amargaron). «Los hijos no respetan a sus padres; por lo menos, yo nunca sentí respeto por los míos» (pero sí lo sentías: hasta su divorcio)...
El divorcio condena inexorablemente a los hijos a ser infelices; y con la experiencia de esta infelicidad, se llenan de amargura hacia el padre o la madre que no ha sabido ser fiel.
De modo que en este divorcio que estás contemplando, no es sólo la presente felicidad de tus hijos lo que está en juego, sino también su felicidad en el futuro: el tipo de vida para la que tú les habrás preparado, el tipo de felicidad —fácil o difícil, verdadera o falsa— que tú, con tu propia vida y ejemplo, les enseñaste a buscar. No está en juego sólo tu matrimonio de ahora, sino también el matrimonio de tus hijos al cabo de los años. Echa por la borda tu matrimonio (y tu familia) ahora; y estarás hundiendo el matrimonio de tus hijos, el día de mañana.
Fidelidad y felicidad
Quienes contemplan la posibilidad del divorcio, han de reflexionar sobre estas realidades, de las que pueden tener poca conciencia. La elección que se les pone por delante no es entre «condena a la miseria», y «libertad con felicidad». La elección es entre dos modos de enfocar la felicidad. El primero, difícil: quedar vinculado (es decir, fiel) al matrimonio y a la familia actuales. El otro, aparentemente fácil: recuperar la libertad, ser «libre».
Lo que quizás no ven es que con esta segunda opción no eligen la felicidad. La «libertad» que escogen les libera de demasiadas cosas; les «libera» del deber de querer a alguien a quien, hace años, prometieron amar, pero que ya no les parece amable; pero les «libera» también del derecho y privilegio de ser amados por aquellos cuyo amor todavía indudablemente desean pero que están a punto de no merecer: sus propios hijos.
Esta segunda opción, por tanto, no es una verdadera elección de felicidad; o, si se quiere, es la elección de una «felicidad» tan pobre que no puede hacer feliz a nadie. Será una felicidad calculada —a base de ganancias y pérdidas— pero mal calculada, porque lo que hay que asignar al apartado de las pérdidas es demasiado. Será una felicidad encaminada hacia una rápida bancarrota, porque se ha adquirido a un coste excesivamente elevado.
* * *
Estos dos capítulos han sido escritos para personas que sienten que su matrimonio puede irse a pique. El primero se encaminaba a ayudarles a reflexionar sobre la fidelidad conyugal: los muchos motivos para renovar o hacer revivir el amor que ya hace tiempo dio lugar a su matrimonio. Ahora bien, la experiencia pastoral me ha enseñado que en muchos casos parece demasiado tarde para invocar ese argumento. Puede servir de poco con los esposos apelar a un amor que sí existió hace años pero que ahora parece muerto definitivamente. Incluso en tales casos, sin embargo, puede y debe apelarse al amor que todavía vive: el amor hacia sus hijos. Ha sido éste el propósito de este capítulo: apelar a la fidelidad paternal o maternal. Los hijos: ahí está el gran motivo para salvar un matrimonio, manteniendo unidos a los esposos, cueste lo que cueste.
Si los esposos se deciden a no abandonar a sus hijos, Dios no les abandonará a ellos. Si se esfuerzan por llevarse bien, o al menos por tolerarse, están poniendo la base para una posible —aunque gradual— resurrección de su amor mutuo.
Tantas veces unos esposos distanciados, que se deciden a esforzarse juntos por sus hijos —enterrando sus diferencias—, poco a poco comienzan a redescubrir un mutuo respeto, porque cada uno es consciente de que el otro está sacrificándose; y de ese respeto puede nacer de nuevo el verdadero amor. Ese amor que pensaban había muerto para siempre, recobra vida.
«Me estoy sacrificando para mis hijos; y lo mismo está haciendo él o ella. Nosotros estamos haciendo lo que podemos para nuestros hijos.» De esta manera se afirma la conciencia de tener las voluntades unidas en una empresa común. Si perseveran, cada uno cobra nuevo respeto hacia el otro y, con la gracia de Dios, pueden volver a amarse.
No he mencionado el caso más duro: aquel en que, tras el divorcio, uno de los cónyuges ha vuelto a casarse. ¿Qué debe hacer la parte abandonada? No abandonar a los hijos; teniendo en cuenta que la manera más evidente de abandonarles es que él o ella también piense en un nuevo matrimonio. Si uno de los padres ha torpedeado la familia, el otro no debe acabar de hundirla. A éste (o a ésta) le hará falta desde luego una especial fuerza. Dios se la concederá. Si esa persona reza, encontrará la gracia para dar a los hijos el ejemplo de fidelidad —de fidelidad precisamente a un marido o a una mujer infiel— que todavía puede ayudar a los hijos a mantener el ideal del matrimonio (que también significa la realidad exigente del matrimonio) delante de sus ojos.
NOTAS
[1] Esta idea, lejos de ser un argumento a favor del divorcio, señala uno de sus peores efectos. Puede ser que una mujer, por ejemplo, ya no ame a su marido, y crea en cambio amar a otro hombre. Pero sólo un extremo de egoísmo o de ceguera psicológica puede llevar a pensar que sus hijos podrían, o deberían, efectuar un fácil traspaso de afectos naturales y profundamente arraigados. El mero deseo -y no digamos el intento- de que traspasen su amor filial a un padre sustituto, con lo que esto implicaría de rechazo de su auténtico padre o madre, lleva consigo irreparables consecuencias psicológicas.