3. Casarse: ¿qué significa?; ¿qué implica?

3. Casarse: ¿qué significa?; ¿qué implica?
¿A qué consienten quienes se casan?
Casarse es un asunto mutuo. No te puedes casar con alguien que no esté dispuesto a aceptarte. De modo que el matrimonio depende del consentimiento mutuo. ¿A qué consienten un hombre y una mujer que se casan? ¿Cuál es el fin del acuerdo o negocio que contraen? ¿Simplemente vivir juntos durante un tiempo? ¿Simplemente disfrutar de una relación sexual mientras satisfaga a ambos o uno sólo de los dos? Si no pasa de eso, parece no tratarse de nada importante, ni justificar las ceremonias o celebraciones habituales que las personas tienden a asociar con el casarse.
Si el matrimonio significa algo más, ¿a qué consienten dos personas de hecho cuando se casan? ¿Qué implica el consentimiento matrimonial? ¿Cuál es el significado real de esa fórmula tradicional que todavía se emplea en tantas bodas: "yo te tomo como mi marido o mi esposa, para mejor o para peor, para más rico o para más pobre, en la enfermedad y en la salud, todos los días de mi vida, hasta que la muerte nos separe"? Según reza, ya dice mucho. Pero si queremos hacernos cargo de todo lo que implica, una corta excursión en el derecho canónico puede ayudarnos.
La idea del matrimonio como unión de toda la vida de un hombre y de una mujer para tener una familia ha existido desde el comienzo de la historia. Defender a esta institución natural ha sido siempre una preocupación principal de la Iglesia. Cuando las leyes canónicas fueron codificadas[1] en el 1917, la naturaleza del consentimiento matrimonial fue expresada en el canon 1081: "el acto de la voluntad por el que cada parte da y acepta el derecho sobre el cuerpo, perpetuo y exclusivo, en orden a los actos per se aptos a la generación de la prole". Esto, forzoso es admitirlo, puede ser jurídico pero no es ciertamente muy romántico, ya que no expresa nada del aspecto de un amor especial entre dos personas que la mayoría de las personas asocian con el matrimonio.
El Concilio Vaticano II, el evento eclesial principal de la segunda mitad del siglo vigésimo, llevó a un nuevo Código de Derecho Canónico, reformado precisamente a fin de reflejar el espíritu del Concilio[2]. El Código del 1983 describe el consentimiento matrimonial como "el acto de la voluntad, por el cual el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio" (canon 1057).
¿Qué debemos concluir de esta definición expresada en términos tan distintos? La primera cosa a notar (aunque no la más importante) es el empleo de la palabra "alianza" [foedus], un término con profundas raíces bíblicas que implica un pacto o unión especial entre las personas. En el Viejo Testamento la palabra se aplica sobre todo a la alianza que Dios mismo hace con su pueblo, tratándolo con un amor nupcial e irrompible, y llamándolo a devolver ese mismo amor[3]. Alianza en este sentido puede clave para la comprensión de la frase más relevante del canon 1057, los esposos "se entregan y aceptan mutuamente". El matrimonio no es tan sólo un contrato (aunque lo sea también), es una alianza. En otras palabras es una forma muy particular de contrato o vínculo de amor por el que cada esposo se ofrece como don al otro y acepta la misma auto-donación recíproca del otro[4].
Con razón se ha descrito esta nueva definición del consentimiento matrimonial como "personalista". Refleja el personalismo cristiano, una filosofía del hombre según el que "darse a sí mismo" - a algo que vale la pena - es condición importante del crecimiento personal. En gran parte este personalismo inspira el pensamiento antropológico del Vaticano II, y halla su expresión más concisa en una declaración central de la Constitución Pastoral Gaudium et spes: el hombre "no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo" (n. 24). La afirmación conciliar puede parecer nueva, pero de hecho es tan vieja como el Evangelio. En su forma aparentemente paradójica ("entregar - si quieres encontrar"), presenta el mismo desafío que Jesús puso hace dos mil años a todos sus seguidores: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque el que quiera salvar su vida la perderá, y el que pierda su vida por causa de mí la hallará"[5]. Importa y mucho darse cuenta que este programa evangélico de vida, dado por Nuestro Señor, contrasta directamente con la regla de vida normalmente ofrecida por la psicología contemporánea - buscarse a sí mismo, hallarse a sí, identificarse, estimarse, afirmarse, quererse, aferrarse al propio yo, no entregarse a nadie ni a nada...
Jesús rechaza esta receta moderna de modo rotundo, y añade una advertencia tremenda a su rechazo. Nos dice claramente: si te aferras a ti mismo con la pretensión de protegerte en el egocentrismo, nunca encontrarás el "yo" real que te corresponde; lo perderás. La felicidad concreta y la plena identidad que es tu destino, vendrá sólo si te das a algo que valga la pena, abriéndote generosamente al amor (y todo verdadero amor lleva hacia Mí). Así y no de otra manera encontrarás esa realización y esa felicidad que deseas.
El personalismo cristiano se apoya este principio evangélico radical; y sólo quienes se abren a tal principio serán capaces de entender la ahondada visión del matrimonio - como un auto-regalo recíproco y para toda la vida - que mana del Concilio Vaticano Segundo, y de comprender que consentir a casarse es consentir a un estilo de vida de dar-perder-hallar constituido por Dios y querido por él para la inmensa mayoría de la humanidad.
Personalismo matrimonial
El matrimonio representa la forma concreta más natural de auto-donarse para el cual están hechos el hombre y la mujer. Como la Gaudium et spes también dice: "Esta sociedad de hombre y mujer constituye la primera forma de comunión entre las personas" (n. 12). Importantes documentos del magisterio han continuado a presentar el matrimonio bajo una luz personalista[6] y, como hemos visto, el consentimiento matrimonial se explica ahora en términos totalmente personalistas: ese acto de la voluntad, por el cual el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio[7]. El hombre se da como hombre y marido, la mujer como mujer y esposa; y cada uno recibe al otro como esposo. Habría que ponderar si se ha llegado a apreciar totalmente el alcance y el poder - la belleza y las exigencias - de esta nueva fórmula, sobre todo en la formación en los seminarios, en la orientación matrimonial, y en el tratamiento de las causas matrimoniales delante de los tribunales eclesiásticos.
¿Qué es lo que Dios quiere para las personas casadas?
¿Cuál fue entonces el propósito de Dios al instituir el matrimonio? O más precisamente, ¿cuáles son los fines que Dios asignó a la institución matrimonial - los fines a los que los esposos consienten si realmente se proponen contraer un matrimonio tal como Dios lo instituyó?
Puede ayudar aquí a evitar posibles confusiones si se tiene presente la distinción elemental entre fines subjetivos y objetivos. Los fines subjetivos son los que busca una persona concreta al casarse. Los objetivos son los que el matrimonio en sí, según el plan divino, habría que lograr. Sería ideal que los fines objetivos y los subjetivos siempre coincidiesen. Pero es frecuente que no acontece así. Después de todo, los fines o motivos subjetivos para casarse raramente son exactamente los mismos en el caso de cada esposo; más bien pueden ser múltiples y hasta variables al extremo: fines generosos e idealistas; fines mezquinos y egoístas. Habrá quien se casa principalmente por motivos de dinero o de prestigio social o de ambición política; otro para escapar de casa de o una situación laboral que encuentra aburrida o intolerable. Incluso cuando las dos partes se casan por amor, el concepto del amor que cada uno tiene no necesariamente coincidirá. Uno puede concebir el amor en términos de encontrar a alguien 'que me haga feliz a mí'; el otro en términos de encontrar alguien 'que yo pueda hacer feliz'.
Puede haber oposición entre los fines personales subjetivos de cada uno de los esposos, e indudablemente es ésta una principal razón porque tantos matrimonios no salen bien. No obstante se podría haber superado esa oposición si los cónyuges, al momento de casarse, hubiesen entendido mejor los fines objetivos del matrimonio tales como han sido dados por Dios; y si, más tarde, cuando su matrimonio empezó a experimentar las dificultades que todo matrimonio encuentra, hubiesen recordado mejor esos fines en su esfuerzo para salvar su unión.
Cómo la Iglesia ha presentado los fines del matrimonio dados por Dios
Será conveniente recordar otra nota histórica aquí. Un desarrollo importante en el magisterio de la Iglesia sobre los fines de matrimonio tuvo lugar en el siglo XX. Desde largo tiempo la teología había presentado estos fines de un modo jerárquico; la procreación fue considerada como fin 'primario', mientras se señalaba dos fines 'secundarios': la ayuda mutua y el remedio de concupiscencia. En las primeras décadas del siglo pasado, se empezó a cuestionar lo del fin primario. Surgió una línea de pensamiento que propuso "el amor" como un fin que tendría igual importancia que la procreación[8]. Había quienes sostenía al inicio que esta visión representaba una comprensión "personalista" del matrimonio, mientras resulta de hecho ser sumamente individualista. En todo caso ha sido superado por un personalismo más verdadero, expresado tanto en el Segundo Concilio Vaticano como en la enseñanza de Juan Pablo II quien nos ha proporcionado una renovada comprensión de los fines del matrimonio tales como fueron establecidos en el principio, y de la armonía entre estos distintos fines.
La influencia del auténtico personalismo cristiano es evidente en el modo como el Código del año 1983 modifica el del 1917 al expresar los fines del matrimonio. La enseñanza común de hace 100 años se propuso en el canon 1013 del Código anterior en estas palabras: "El fin primario del matrimonio es la procreación y educación de la prole; el fin secundario es la ayuda mutua y el remedio de la concupiscencia". El canon correspondiente del Código del 1983 afirma, "La alianza matrimonial ... por su misma índole natural se ordena al bien de los esposos y a la procreación y educación de la prole"[9]. Evidentemente hay aquí cambios importantes que piden comentario. Hay también (como es de esperar en el magisterio eclesial) puntos de continuidad que pueden no ser tan evidentes y por tanto exigen una explicación.
En primer lugar, se nota la eliminación de los términos "primero" y "secundario" con respecto a los fines[10]. El cambio aquí, en cuanto yo lo entiendo, señala un desarrollo enriquecedor. Como hemos apuntado, una gran parte de la discusión acerca de una jerarquía de fines se llevó adelante como si los fines tuviesen poca relación mutua y a menudo podrían contraoponerse. La nueva manera de expresar los fines subraya la interdependencia y conexión esenciales entre ellos. Éste es un dato importante que inspira una buena parte de los argumentos de este libro.
En términos del desarrollo de la doctrina, conviene notar algo aún más importante: el hecho que la nueva fórmula, poniendo acanto los dos fines institucionales, refleja e integra las dos narraciones bíblicas de la institución divina del matrimonio. ¿Dos narraciones bíblicas? Sí, y aquí hemos de recordar un hecho llamativo al que raramente se ha dado la atención que merece. El Libro de Génesis contiene de hecho no una sino dos narraciones distintas de la creación divina del hombre y de la mujer y de la institución del matrimonio. En el primer capítulo de Génesis leemos, "Creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó. Dios los bendijo y les dijo: «Sed fecundos y multiplicaos. Llenad la tierra y sojuzgadla»" (Gen 1:27-28). La relación que se encuentra en el capítulo siguiente está en una clave muy diferente: "Dijo Jehovah Dios: «No es bueno que el hombre esté solo; le haré una ayuda idónea»... [Y Dios hizo a la mujer]... y la trajo al hombre. Entonces dijo el hombre: «Ahora, ésta es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta será llamada Mujer, porque fue tomada del hombre». Por tanto, el hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne" (Gen 2:18-24).
La primera de estas narrativas acentúa claramente el carácter procreador del matrimonio, mientras la otra pone acento igualmente claro en su naturaleza complementaria y unitiva. Destaca otro punto. Al narrar la institución del matrimonio en forma de dos relaciones distintas, Génesis revela una intención divina de hacer hincapié en la íntima conexión e interdependencia entre los dos aspectos o fines del matrimonio. Muestra también al mismo tiempo cuán infundado es hablar (de modo incluso despectivo) del aspecto procreador como correspondiente a una visión "institucional" del matrimonio, mientras el aspecto unitivo se colocaría dentro de una comprensión "personalista" más moderna. Está claro de las narrativas de Génesis que tanto el aspecto procreativo como el aspecto unitivo son ambos institucionales, en cuanto que los dos se proponen claramente en la institución divina original del matrimonio. Como procuraremos demostrar, ambos fines son también personalistas.
El "bien de los esposos" como un fin del matrimonio
Poca necesidad hay de ponderar la procreación como un fin del matrimonio ya que se ha aceptado como tal desde tiempo inmemorial. Quizás la única cosa nueva que conviene observar a propósito es que parece ser hoy un fin con el que muchas personas no están demasiado contentas y buscan restringir o hasta evitar completamente. Volveremos sobre el tema más adelante. Por el momento, intentemos centrar la atención sobre el fin denominado "bien de los cónyuges" (bonum coniugum en latín) qué de hecho resulta ser un término nuevo en el uso eclesial; y merece por tanto una consideración y un análisis apropiados.
A mi entender, gran parte de lo que se ha escrito durante las últimas décadas sobre el "bien de los cónyuges" no ha dado en el blanco. En general, la tendencia ha sido de identificar este bien con el simple logro de una vida matrimonial feliz o, como algunos lo expresarían, con una experiencia creciente y satisfactoria del amor conyugal. Éste es hacer que el fin objetivo (institucional) del matrimonio coincida con el fin subjetivo de la mayoría de las personas que se casan: lo que no merece calificarse de un análisis adecuado. En todo caso, cuando la Iglesia habla de los fines del matrimonio, se refiere a sus fines objetivos como institución, no a los fines subjetivos que las contrayentes puedan tener.
¿Significa esto que no hay ninguna conexión en absoluto entre los fines subjetivos y los objetivos? No necesariamente. Como hemos visto, el fin subjetivo de quienes se casan puede variar indefinidamente. Sin embargo, una cierta medida de felicidad suele ser la propuesta o por lo menos la esperanza de la mayoría de las personas al casarse. Esto es natural y legítimo. Por otra parte, pocos matrimonios colman las felices esperanzas que la mayoría tienen al momento de contraer, ya que la esperanza humana de felicidad realmente no conoce límite. Tales matrimonios no parecen haber cumplido las esperanzas o fines de los esposos; ¿significa esto que el fin mismo del matrimonio ha igualmente fallado? ¿O pretendemos afirmar que el matrimonio, tal como la Iglesia lo concibe, no tiene nada que ver con las aspiraciones del amor o con la felicidad que la gente normalmente asocia con el amor genuino? No, y muy al contrario.
Siempre es hablar de modo superficial del amor si se demora demasiado en sus "derechos" o expectativas; y no, por lo menos en igual medida, en sus "deberes" y exigencias - una verdad elemental dentro de la filosofía personalista de la realización "a través del darse a sí mismo". El auténtico personalismo mira al crecimiento de la persona hacia la madurez. Dentro de esta filosofía es, repetimos, el compromiso del matrimonio - con las exigencias de un amor fiel y sacrificado - que lleva a los esposos a la plenitud de una madurez personal: es decir, el máximo desarrollo de su capacidad de amar. Ahí reside su verdadero y definitivo "bien".
Dios podría haber creado el género humano según un modelo "unisex" - sin sexo; y haber previsto su continuidad a través de un medio otro que el sexo. Génesis parece aclarar que la creación habría sido menos buena si hubiese actuado así; "no es bueno que el hombre - o la mujer - esté solo". De manera que la sexualidad aparece en la Biblia como parte de un plan para la realización personal, un factor pensado para contribuir al perfeccionar del ser humano (así como para la continuación de la raza humana). El punto antropológico básico es que la persona humana no es autosuficiente; necesita a otros, con una especial necesidad de un "otro", un compañero, un esposo.
Cada persona humana, al tomar conciencia de su contingencia, desea ser amado: de alguna manera ser única para alguien. A cada uno, si no encuentra a nadie que le ame, le acecha la tentación de sentirse mermado, sin valor. Es más: no basta ser amado; hace falta amar. Una persona objeto del amor puede ser infeliz, si es incapaz de amar. Todos somos amados (al menos por Dios); no todos aprendemos a amar. Aprender a amar es una necesidad humana tan grande como la de saberse amado; sólo así se puede salvar a la persona de la auto-compasión o del auto-aislamiento, o de los dos a la vez.
Aprender a amar exige salir de sí mismo; por una dedicación constante - cuando las cosas van bien y cuando van mal - al otro, a los demás. Lo que cada uno tiene que aprender no es un amor pasajero, sino un amor comprometido. Todos necesitamos un compromiso de amor; como lo es el sacerdocio, o una vida entregada directamente a Dios. Y como lo es el matrimonio - la dedicación a la que Dios llama a la gran mayoría. Vincular a los cónyuges a un permanente aprendizaje de amor fue el designio original para el matrimonio, confirmado por el Señor (Mt. 19:8ss). El compromiso matrimonial es por naturaleza algo exigente. Esto se desprende de las palabras con las que los esposos expresan su recíproca aceptación, por un "consentimiento personal irrevocable" (Gaudium et Spes nº 48), cada uno prometiendo aceptar al otro "en las buenas y en las malas, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad... todos los días de mi vida." (Ordo Celebrandi Matrimonium, nº 25).
Aunque este compromiso es sin duda alguna exigente, es también profundamente natural y atrayente. El amor auténtico es - quiere ser - sincero cuando afirma: «Te querré para siempre». De ahí, entre otras cosas, la conveniencia de acentuar, en la educación de los jóvenes, el hecho que los seres humanos, a diferencia de los animales, somos creados no sólo con un instinto sexual, sino también con un instinto conyugal.
Instinto sexual: instinto conyugal
El instinto sexual es natural, se desenvuelve por sí, y rápidamente se hace presente. Más de desarrollo, necesita control; suele ser más intenso hacia una persona en concreto, pero normalmente no se limita a una sola. El instinto conyugal también es natural, aunque más lento para hacerse presente; necesita desarrollarse; apenas necesita control; generalmente se limita a una persona.
El instinto conyugal atrae al hombre y a la mujer u unirse con una persona, en una permanente alianza o convenio de amor, y a ser fiel a ese compromiso libremente asumido. La difundida frustración en el área sexual que experimentan tantas personas hoy en día, es una frustración de la conyugalidad más que de la mera sexualidad. Es consecuencia de lo que vimos en el capítulo anterior. Al desarrollarse y madurar el instinto conyugal, facilita de manera muy eficaz el control del mero instinto físico, a base de inducir el respeto sexual. Es normal para un par de jóvenes enamorados tener por delante un ideal del matrimonio: cada uno ve al otro como posible compañero en la vida, y como madre o padre en el futuro de los hijos que pueden tener; alguien por tanto que puede ser completamente único en la propia vida. Esto indudablemente se aplica de modo recíproco en la relación sexual, pero tiene una aplicación particular en cómo un hombre se relaciona con una mujer porque, como vimos en el capítulo primero, nada puede ayudar tanto a un hombre a respetar a la mujer que ama como la perspectiva de que un día puede llegar a ser la madre de sus hijos.
Amor conyugal y defectos maritales
Es fácil amar a las personas "buenas". El programa del cristianismo es que aprendamos a amar también a los "malos", es decir, a quienes tienen defectos: en otras palabras, a todo el mundo. En nuestro contexto, el programa concreto es que quien libremente contrae el compromiso conyugal de vida y amor con otro - sin duda porque ve una bondad singular en esa persona - debe estar pronto para mantenerse fiel a esa alianza, aunque consideraciones - objetivas o subjetivas - le lleven más tarde a pensar que el otro ha perdido toda bondad excepcional, estando ya más bien caracterizado por una larga lista de defectos.
Aun cuando el descubrimiento mutuo de defectos es inevitable en el matrimonio, no es incompatible con la realización del bien de los esposos. Por el contrario, cabe afirmar que la experiencia de los defectos del otro es esencial si la misma vida conyugal ha de conseguir el verdadero ideal divino del "bien de los cónyuges". La ineludible desaparición del primer amor romántico - fácil y sin esfuerzo - , deja a cada cónyuge antes la tarea de aprender a amar al otro, tal como realmente es. Entonces es cuando se crece como persona. En esto consiste la seriedad y la belleza del reto contenido en el matrimonio: se trata de un tema central que los educadores y consejeros en el campo matrimonial deben comprender y exponer a fondo.
El aspecto "romántico" de una relación casi siempre suele morir; el amor, sin embargo, no tiene que morir con él. El amor está destinado a madurar, lo que puede acontecer si la prontitud para el sacrificio presente en los primeros momentos de la auto-donación matrimonial vive todavía o puede ser activada. Que el verdadero amor está preparado para el sacrificio es un tema que quizá nuestra predicación necesita tocar más. Como dice Juan Pablo II: "Resulta natural para el corazón humano aceptar exigencias, incluso cuando resultan difíciles, por amor hacia un ideal, y sobre todo por amor hacia una persona"[11].
La naturaleza humana es mezcla y choque entre tendencias buenas y malas. ¿Apelamos suficientemente a las tendencias buenas? ¿O a veces cedemos a la tentación de pensar que las malas son más poderosas? Necesitamos fortalecer nuestra fe, no sólo en Dios sino también en la bondad de su creación, recordando lo que Santo Tomás de Aquino enseña, "bonum est potentius quam bonum" (Summa Theol. I, q. 100, art. 2); el bien es más poderoso que el mal, y mueve resortes más profundos en nuestra naturaleza. También la Encíclica Veritatis Splendor se mueve en la línea de este principio. Para su presentación del esplendor y atracción de la verdad, parte efectivamente de nuestra natural hambre o sed del bien (cfr. cap. I, "¿Qué bien he de hacer?").
Las tendencias contrarias pueden ser naturales. Frente al peligro es natural sentir la tentación de ser cobarde y huir. Pero también es natural querer ser valiente y enfrentarse con el peligro. Una madre o un padre puede tener una tendencia natural hacia el egoísmo; tienen sin embargo una tendencia no menos natural a cuidar de sus hijos: un instinto maternal o paternal. De manera semejante, aunque es natural que se produzcan fricciones entre los esposos, también es natural que ellos quieran preservar su amor del peligro que deriva de esas fricciones. Ese instinto conyugal del que hemos hablado les invita a ser fieles; en cambio, quien se niega a afrontar la lucha por la fidelidad, no podrá evitar el convencimiento de haber actuado de modo blando, calculador y egoísta. Dicho esto, podemos añadir que hay poco de natural, y nada de inevitable, en el fenómeno de dos personas que habiéndose en un momento tenido por absolutamente únicas, acaben cinco o diez años después incapaces de tolerarse. "Mi amor por él o por ella ha muerto"... Si esto hubiera llegado a pasar, habría sido una muerte gradual, que tantas veces podría haberse evitado con el buen consejo de familiares, amigos, pastores.
Si acudimos de nuevo a la Sagrada Escritura, pienso que podemos encontrar allí una confirmación de este punto de nuestro argumento. Mientras la expresión bonum coniugum o el "bien de los cónyuges" puede parecer nueva, cabe afirmar que sus credenciales escriturísticas son por lo menos tan válidas como aquéllas del mutuum adiutorium o "ayuda mutua", ya que las raíces de las dos remontan al mismo pasaje de Génesis. Fue precisamente porque Dios pensó que no es bueno ["non est bonum"] para el hombre o la mujer estar solo, que quiso que cada uno tuviera quien le prestase ayuda ["adiutorium"]. La ayuda, por consiguiente, se dio por razón de su bien: su "bonum". Éste es el fin del matrimonio que Dios propone en Génesis 2:18. El fin dispuesto por Él es que la mujer, como esposa, sea una ayuda para el hombre, su marido, para su bien; y que el hombre, como marido, sea una ayuda para la mujer, su esposa, para su bien. ¿Una ayuda hacia qué tipo de bien? Aquí está la confirmación de nuestra tesis. Todo lo que Dios ha hecho tiene el fin de prepararnos para el Cielo, compartir su vida, lo que él por naturaleza es. Y por naturaleza, "Dios es amor" (1 Jn 4:8). Nosotros no lo somos; pero estamos hechos para el amor y nunca llegaremos a ser lo que debemos ser a menos que aprendamos a amar. En esto consiste nuestro verdadero bien, y para eso tenemos que superar el egoísmo, salir de nosotros mismos, darnos a los demás. Ese es el camino por el que aprendemos a amar. El matrimonio es la escuela normal de amor, siendo marido y mujer mutuamente maestros, auxiliadores, y aprendices todo a la vez.
Así que (apenas cabe subrayar esto demasiado), el matrimonio no es tanto para disfrutar el amor sino para entrenarse en ello, madurar en el amor. Nada mejor puede hacerse que aprender a amar. Es una primera condición para encontrar la felicidad relativa que la tierra puede ofrecer (quien no sabe amar, nunca será feliz), y nos prepara para la felicidad ilimitada del cielo.
Ahí está por tanto la verdadera finalidad del matrimonio y de la familia: no hacerme a mí feliz aquí y ahora, sino prepararme para la felicidad eterna, hacer que sea capaz de la felicidad de Dios mismo. Quienes piensan que el matrimonio debe proporcionar una felicidad inmediata o automática, no están a la onda de Dios. Es más; el matrimonio nunca es un asunto sólo "mío"; no es una mera empresa personal donde yo persigo mi propio bien (el enfoque del egoísta), es un asunto "nuestro", de mí y de mi esposo o esposa, donde los dos juntos perseguimos nuestro bien compartido (el enfoque conyugal) y el bien de nuestra familia.
¿Es difícil lograr el "bien de los cónyuges?"
El consentimiento matrimonial significa que los esposos deciden darse y aceptarse mutuamente. Pero importa notar que no es sólo una decisión de darse a sí mismo (qué ciertamente significa mucho); es igualmente una decisión de aceptar al otro - que quizás puede significar aún más. El verdadero "bien de los esposos" resulta de tomar ambas decisiones y llevarlas a cabo. El amor conyugal verdadero pone un acento personalista no sólo en el sincero "darse a sí mismo", sino en el no menos sincero "aceptar al otro"; aceptándole tal como él o ella realmente es, una persona defectuosa. El verdadero pacto conyugal - "para mejor o para peor"; "hasta que la muerte nos separe" - es siempre la alianza de dos personas defectuosas que se comprometen a amarse tal como son, defectos y todos, y a perseverar en la tarea. Esto contribuye poderosamente a su maduración, a su crecimiento y realización como personas, a su auténtico "bonum" personalista.
Por lo tanto, identificar el bonum coniugum, en cuanto un fin divinamente dado del matrimonio, con la "felicidad compartido", no parece adecuado. Si uno se atiene al modo como de la providencia de Dios actúa en la práctica, el logro del "bien de los cónyuges" también pide a los esposos que compartan muchas cosas que, por lo menos a los ojos humanos, no puede ser denominadas "felices": la enfermedad, el desempleo, las estrecheces económicas, etc. Las "dificultades compartidas" pueden contribuir enormemente al "bien", al crecimiento como persona, de cada uno de los esposos. Incluso lo que podría ser considerado como penalidades unilaterales (como cuando la carga de un marido inválido cae totalmente sobre la esposa; o el caso de la infidelidad de uno de los cónyuges, queriendo ser fiel al otro) puede servir el bien más radical de uno de las partes por lo menos, de un modo que quizás no habría sucedido en una situación más fácil...
Tía Betsey, en David Copperfield de Charles Dickens, era una mujer mandona pero sabia. Cuando David empezó a experimentar las dificultades que provenían de haberse casado con Dora, una muchacha muy inmadura e infantil (sólo una "esposa-niña" como la misma Dora adujo a David), la tía Betsey se negó a intervenir para corregir o entrenar a Dora, diciendo a David: "Tú has escogido libremente para ti, y has escogido una criatura muy bonita y muy afectuosa. Será tu deber, y será también tu placer, estimarla (como la querías escoger) por las calidades que tiene, y no por las que puede no tener. En cuanto a éstas, las tienes que desarrollar en ella, si puedes. Y si no puedes, debes acostumbrarte sencillamente a pasar sin ellas.... Esto es el matrimonio"[12].
Fines institucionales, personalistas, inseparables
Resumiendo. La finalidad del matrimonio es doble - el "bien de los cónyuges" y la procreación-educación de la prole. Se consiente en casarse sólo si se acepta y consiente en ambos fines. Cada uno de ellos es un fin institucional - dado por Dios cuando Él instituyó el matrimonio. Y cada uno es, en su naturaleza, personalista, o sea, está pensado para sacar del egocentrismo a cada uno de los esposos y ayudarle a crecer, a base de aprender entregar ese "ego" a su esposo y a sus hijos.
¿Es posible separar los dos fines, tratándolos como inconexos e incluso de alguna manera como en oposición mutua? Nocionalmente, sí. En la realidad, no; no por lo menos sin minar cualquier verdadera comprensión de la estructura vital del matrimonio.
Se instituyó el matrimonio para la maduración de los esposos a través del aprender a amarse, defectos y todo, y de esta manera proporcionarse mutuamente el gran bien de un amor nupcial fiel, generoso, paciente, y sacrificado. Y se instituyó el matrimonio igualmente para tener a una familia y amarla, si Dios así bendice a los esposos: instituido, es decir, para la procreación y educación de los hijos, llevada a cabo a través de la unión física pasajera de marido y mujer, y a través de la continuada y creciente unidad existencial y orgánica entre ellos.
La institución fue una, aunque se describe en Génesis en dos versiones distintas. Es Dios quien ha unido estos fines en una sola institución, y el hombre debe resistirse a la tendencia de separarlos.
Matrimonios 'uni-sexo'
A pesar de lo mucho que se hable de esto en el mundo occidental contemporáneo, el tema sigue siendo un fenómeno menor. Piénsese lo que se quiera de uniones entre dos personas del mismo sexo, el concepto de "matrimonio uni-sex" carece absolutamente de sentido dentro de cualquier visión cristiana o incluso natural del matrimonio. Dios no dio inicio a la humanidad con un par de Adams o un par de Evas, sino con un hombre y una mujer, con una naturaleza masculina y femenina respectivamente, hechos para complementarse entre sí psicológica y físicamente, al extremo de hacerse "una carne" (Gen 2:24), también como el principio unido (paternidad-maternidad) de la familia, primera célula natural en torno a la cual una sociedad basada en el amor puede construirse. Un "matrimonio uni-sex" falla en todos los aspectos de este esquema natural y lógico.
NOTAS
[1] es decir, reunidas en un solo cuerpo o Código. Hasta el año 1917 las leyes eclesiásticas se encontraban esparcidas entre muchos decretos legislativos y otros documentos.
[2] Al promulgar el Código en el 1983, Juan Pablo II se refirió al Código como el "último documento del Concilio Vaticano Segundo" (AAA 76 (1984) 644).
[3] cf. Is 55:3, Jer 31:31-33, Ez 16:8, 60; 37:26, Dan 9:4, Mal 2:14.
[4] Esta forma tan notablemente nueva de describir el consentimiento matrimonial ha quedado ahora firmemente establecida en la doctrina magisterial. En efecto, el Catecismo de la Iglesia Católica del 1994 dice que "El consentimiento por el que los esposos se dan y se reciben mutuamente es sellado por el mismo Dios" (n. 1639).
[5] Mt 16:24-25; el cf. Mc 8:34-35; Lc 9:23-24.
[6] cf. Humanae Vitae, n. 9; Familiaris Consortio, n. 13; Mulieris Dignitatem, n. 7, etc.
[7] teniendo presente que la idea de "darse a sí mismo" no puede abarcar absolutamente todo aspecto de la persona (la responsabilidad personal, por ejemplo, siempre permanece inalienable). El don, la misma auto-donación, de la que se trata es más bien la plenitud de la complementaria sexualidad conyugal.
[8] también sostenía que no hay ninguna interconexión esencial entre estos dos fines. De ahí que acto conyugal conserva su pleno significado como expresión de amor matrimonial, aun cuando se anule deliberadamente su potencial procreador. Esta tesis (que está a la base del movimiento anticoncepcional) fue expresamente rechazada por la doctrina de la Humanae vitae del 1968; punto del que trataremos en el capítulo 8 procurando mostrar la profunda lógica humana que subyace la enseñanza de Pablo VI.
[9] c. 1055, 1. La expresión "por su misma índole natural se ordena a" es equivalente a "tiene como sus fines". Esto queda claro en el Catecismo del 1994, donde el no. 1660 repiten la fórmula del canon 1055 que se resume en el no. 2363 con las palabras: "el doble fin del matrimonio".
[10] Dentro de la doctrina magisterial esta distinción no era tan antigua como podría pensarse. El primer documento oficial de la Iglesia en el que apareció es de hecho el Código del 1917.
[11] Juan Pablo II, Audiencia General, 21 de abril de 1982.
[12] David Copperfield, cap. 44.