4. ¿Por qué no funciona el matrimonio hoy?

4. ¿Por qué no funciona el matrimonio hoy?
"La nuestra es una época de gran crisis, que se manifiesta ante todo como profunda «crisis de la verdad»? Crisis de la verdad significa, en primer lugar, crisis de conceptos. Los términos «amor», «libertad», «entrega sincera» e incluso «persona», «derechos de la persona» ¿significan realmente lo que por su naturaleza contienen?" (Juan Pablo II, Carta a las Familias, 13). Como hemos visto, la crisis de ideas fundamentales también se extiende hoy y de modo particular a la identidad sexual, a la relación entre los sexos, al matrimonio, y a la familia.
Desde luego la confusión sobre estas realidades es reflejo de la contemporánea confusión sobre todo lo humano, consecuencia de un relativismo y subjetivismo a ultranza... In Veritatis splendor, Juan Pablo II habla de "la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del mal" (93) - que también es la confusión entre verdad y falsedad, entre lo moral y lo inmoral; y en definitiva entre lo que es verdaderamente humano y humaniza, y lo que es inhumano y deshumanizante[1].
Nuestro tema es el matrimonio y la familia. El matrimonio está en clara crisis en nuestro mundo moderno. En el capítulo presente queremos examinar más en concreto por qué es así.
¿Puede ser "natural" que el matrimonio salga mal?
¿Por qué no va bien el matrimonio hoy? Si, como parece obvio, el matrimonio es de las realidades más naturales en la sociedad humana, si la tendencia hacia matrimonio es de las más naturales en el hombre y en la mujer, parece difícil suponer que en cualquier situación normal es natural que el matrimonio vaya tan mal. Si de hecho el matrimonio fracasa hoy tantas veces, quizá es porque no estamos en un estado normal de cosas en cuanto al matrimonio. ¿No habría que pensar en la posibilidad de que no es tanto el matrimonio que sale mal al hombre como el hombre que enfoca mal el matrimonio? ¿No puede ser que la culpa no la tenga el matrimonio, sino el mismo hombre moderno?
Me inclino a creer que efectivamente es así, porque veo al menos tres puntos importantes donde los hombre y las mujeres de hoy enfocan mal el matrimonio:
a) la tendencia a «deificar» el amor humano, a esperar del amor humano lo que cualquier creyente sabe que sólo Dios puede dar;
b) la expectativa de recibir mucho amor del otro cónyuge o de los hijos, sin tener que darles tanto - o más - amor;
c) la tendencia a ver oposición (o al máximo una conexión accidental) entre la unión conyugal y la procreación, entre el amor de los esposos y el tener hijos, en lugar de verlos como complementarios entre sí.
Vale la pena que examinemos cada uno de estos puntos, especialmente el tercero, ahondando en consideraciones ya esbozadas en el capítulo anterior.
Lo que sólo Dios puede dar#
La esperanza máxima que alienta al hombre es la esperanza de la felicidad. El hombre está hecho para la felicidad y necesariamente ha de buscarla. Pero solamente se va a encontrar con la frustración si busca la felicidad donde no se puede hallar...; o si busca una felicidad ilimitada donde sólo puede hallarse limitadamente; o si busca la felicidad donde se puede encontrar pero no de manera apta a hallarla.
Se puede encontrar la felicidad en el matrimonio, pero no de modo ilimitado; pedir la felicidad perfecta al matrimonio es pedirle demasiado. Sin embargo, el hombre es un ser que tiene sed de una felicidad perfecta. Por eso se ha podido decir - con razón - que «la mujer promete al hombre lo que solamente Dios puede dar». Cualquier creyente sabe que aquella felicidad perfecta que busca el hombre no se puede hallar fuera de Dios. También sabe que no es posible encontrar esa perfecta felicidad, de un modo real y duradero, aquí en esta vida; sólo se encuentra en el Cielo. Pero el no creyente o el que lo es a medias, se olvida de esto. Y cuando el hombre empieza a olvidarse de Dios y a perder la esperanza de la vida eterna, su corazón se centra en las cosas de la tierra y se esfuerza por satisfacer su sed de felicidad en ellas. Es un esfuerzo inútil. Aquella sed no se puede satisfacer en la tierra, ni siquiera en el matrimonio que, de todas las cosas humanas, promete la mayor felicidad. Pero no lo puede dar todo.
La persona que tiene presente esto, buscará la felicidad en el matrimonio, pero no esperará que le vaya a dar una felicidad perfecta, porque sabe que eso sería buscar lo que el matrimonio no es capaz de dar. La persona que se olvida de Dios tenderá a «deificar» el amor humano, y el hacer así prácticamente garantiza su fracaso. Si uno espera demasiado del amor y del matrimonio, necesariamente ha de quedar decepcionado. El amor es fundamental en el matrimonio, pero se puede tanto entender mal el amor como sobreestimarlo.
Si se pone demasiado peso en una viga, se rompe. Si se pide demasiado a un matrimonio, se hunde. En buena parte, es la explicación de tantos matrimonios fracasados hoy.
El matrimonio: ¿qué importa más, recibir o dar?
Ya hemos insistido en la idea de autodonación como elemento esencial del amor conyugal. La persona que no está preparada a dar de sí, de dar lo mejor de sí, no está preparada para matrimonio, y no encontrará la felicidad que el matrimonio puede proporcionar. Hemos también visto cómo esto significa aprender a darse a sí al esposo, defectos y todo; y cómo los dos esposos deben aprender a darse a sus hijos, fruta de ese mutuo don amoroso di sí tan singularmente representado por su unión conyugal.
Cuanto menos esté presente esta firme disposición de dar, tanto menos se podrá encontrar la felicidad en el matrimonio. "¿Cuánto debo dar"?, "¿cuánto se me va a pedir"?... Da lugar a estos cálculos es hacer que el amor entre en un callejón sin salida. Cálculo y amor no van, o no sobrevivirán, juntos. La felicidad no puede comprarse, ni es resultado de cálculos. ¿Soy capaz de los esfuerzos generosos que pedirá la felicidad conyugal? Ése es algo que no se puede resolver por cálculo; sólo cabe intentarlo.
Al mismo comienzo de la vida conyugal, el análisis calculado (¿"estoy recibiendo tanto como doy"?) no es probable que esté conscientemente presente, aunque es casi seguro que surgirá en algún momento posterior, y si no se resiste conscientemente puede comer las entrañas del corazón del mismo amor conyugal. Hoy, en cambio, hay otro tipo de enfoque calculado en torno al matrimonio que puede estar presente - conscientemente - en cualquiera de los esposos desde el inicio, o estar compartido de hecho por ambos. También implica una deliberada restricción en cuanto a la autodonación conyugal y así puede constituir una amenaza consentida a la felicidad conyugal.
Los hijos como una opción "extra"
He aquí otra razón principal por la que el matrimonio sale tantas veces mal al hombre de hoy: su tendencia a pensar que el fin principal y suficiente del matrimonio consiste en disfrutar del amor sexual mutuo, a la vez que la posibilidad de tener hijos - de uno o dos hijos - se reduce a un mero factor con que muchos de los que se casan contarán como parte de su auto-realización, aunque otros, de modo igualmente legítimo, pueden preferir uno o dos coches o una o dos casas...
Para mucha gente hoy, los hijos son para el matrimonio lo que son los accesorios para los coches: «extras opcionales», como se suele decir. Inclúyelos, si te gustan y tienes dinero suficiente para mantenerlos. Si no, el matrimonio - como el coche - puede funcionar perfectamente sin ellos. A este enfoque la visión auténticamente cristiana y natural contesta con un rotundo No[2].
La exclusión intencionada de los hijos - totalmente o en parte - hará que casi infaliblemente el matrimonio funcione mal... Ésta es una verdad - una regla o ley de la vida - que va de hecho implícita en la doctrina de la Iglesia sobre los fines del matrimonio y la relación entre ellos.
Del amor conyugal al amor familiar
Un hombre o una mujer no ha errado el camino porque se casa por amor, ni porque espera que el matrimonio pueda traerle felicidad. Pero puede descaminarse si hace depender sus esperanzas de ser feliz en el matrimonio de un solo factor - el amor mutuo - , cuando es designio de la naturaleza que la felicidad matrimonial sea el resultado de la delicada y exigente interacción de dos factores: el amor (que, repetimos, pide entrega y don de sí) y los hijos. En otras palabras, uno puede descaminarse porque no entiende cómo el matrimonio debe «funcionar»: cuál es su designio para que dé de sí todas sus posibilidades, también la de la felicidad.
Quizá podemos explicarnos del modo siguiente. Parece entrar evidentemente en el orden natural que se vea una promesa de felicidad en el matrimonio. Ahora bien, si tener hijos, precisamente como fruto de la unión conyugal de amor, también es parte del orden natural, entonces (a no ser que la naturaleza esté mintiendo, o al menos esté llena de incongruencias) es probable que la felicidad en el matrimonio depende tanto de tener y educar a los hijos cuanto del amor mutuo entre el marido y la mujer. Dependerá, desde luego, de los dos factores, pero nuestra tesis los ve tan íntima y naturalmente conexos entre sí que los hijos - fruto de un amor generoso - influyen a la larga y de modo decisivo en que el amor se mantenga y crezca y que el matrimonio resulte feliz.
Examinemos una afirmación fundamental del Concilio Vaticano II: «el matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos» (Gaudium et spes, n. 50). ¿Qué quiere decir esto? ¿Que algo fisiológico (la procreación) es más importante que algo espiritual (el amor)? No; no viene a decir nada de eso. Lo que afirma es totalmente distinto: que el amor en el matrimonio, que ciertamente es más amplio que el mero amor físico, es más amplío también que el mero amor conyugal; o sea, el amor en el matrimonio no está pensado para limitarse (y no es probable que sobreviva si de hecho se limita) a un sencillo amor de dos personas entre sí. Está pensado para ampliarse, para extenderse, para incluir a más. El lógico desarrollo del amor conyugal es convertirse en amor familiar. Para sobrevivir, el amor de marido y mujer ha de crecer y, creciendo, alcanzar y abrazar a otros, que serán precisamente el fruto de ese amor. "La fecundidad es el fruto y el signo del amor conyugal, el testimonio vivo de la entrega plena y recíproca de los esposos" (Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n 28). "El verdadero amor mutuo trasciende la comunidad de marido y mujer, y se extiende a sus frutos naturales: los hijos" (San Josemaría Escrivá, Conversaciones, n. 94.). Y con esto ya hemos llegado al tercer punto de nuestra consideración.
Felicidad y cálculo
Una época que no ve en los hijos la consecuencia natural del amor conyugal, puede llevar camino de verlos como enemigos de ese amor. Por eso he sugerido que una tercera razón principal por la que muchos matrimonios hoy en día fracasan, es la creciente tendencia moderna no sólo de anteponer el amor mutuo a la prole, sino de ver una auténtica oposición entre estos dos aspectos del matrimonio, en vez de verlos como complementarios.
Influidas por la filosofía antinatalista, muchas personas se han dejado llevar por la idea que acabo de comentar: que la felicidad humana en el matrimonio depende esencialmente del amor, y solamente de una manera muy accidental - si acaso - de la paternidad. ¿Cuántas de estas personas se dan cuenta de que esta idea puede ser la primera de una serie por las que una persona se ve llevada - mucho más allá de lo que había anticipado o querido en un principio - por una filosofía provista de toda una fuerza y dirección propias? Analicemos un poco más profundamente este primer paso de la filosofía antinatalista, y veamos cómo fácilmente lleva a dar otros pasos: pasos por una senda descendente de cálculo más que por un camino ascendente de amor.
El primer principio de esta «filosofía» moderna del matrimonio es que el amor representa el constitutivo esencial y suficiente, en sí, de la felicidad matrimonial; por tanto se debe ver en los hijos una posible ayuda, pero también una posible remora, para ese amor. Porque los hijos traen consigo sus exigencias, y se está popularizando hoy un concepto del amor que no quiere ser sometido a exigencias. Cuando se produce esta mentalidad, cuando se piensa en el amor sobre todo en términos de satisfacción personal (y no en términos de auto-entrega, o de elevarse hacia un ideal: con todo lo que esto implica de lucha y sacrificio), entonces una vaga ansia de paternidad puede resultar insuficiente para compensar las «desventajas» de los hijos. Esto se comprueba en el creciente número de mujeres que piensan que las cargas de la gravidez y de la crianza sencillamente no quedan compensadas por las posibles satisfacciones ulteriores.
La felicidad es el resultado de la entrega generosa a algo o a alguien que vale la pena. Es el resultado de saber darse - aunque cueste y sin preocuparse por el hecho de que cuesta. La felicidad no es algo que se pueda comprar por dinero, ni conseguir por cálculo. Sin embargo, el concepto moderno del matrimonio se ha ido llenando por todas partes de cálculos: cálculos fríos, casi todos; cálculos, en su mayoría, no menos equivocados que egoístas...
El primer cálculo - como hemos visto - es que dos personas se bastan para hacerse felices. El segundo cálculo es que un determinado número de hijos - uno o dos - puede ser una ayuda a aquella felicidad; o puede igualmente ser un estorbo... El tercer cálculo, que para muchos hoy empieza a tener fuerza axiomática, es que el exceder un número determinado de hijos (dos o tres como máximo) se opondrá infaliblemente al amor y a la felicidad dentro del matrimonio. Ahora bien, desde el momento en que uno haya concluido que un número concreto de hijos - cuatro, por ejemplo - necesariamente será enemigo del amor, es evidente que uno pueda fácilmente terminar por considerar cualquier número - incluso uno sólo - como un enemigo. Esto no es más que la simple lógica de la mentalidad antinatalista.
Dos personas que empiezan por creer que «están hechos el uno para el otro», pueden terminar por creer que no están hechos para nadie más, y que no tienen necesidad de nadie más; que cualquier otro - incluso su hijo, y aun especialmente su hijo - puede constituirse en rival de su amor. Uno u otro (o los dos) pueden anticipar - y negarse a aceptar - la posibilidad de que el hijo absorberá parte del amor que, hasta ahora, ha recibido en exclusiva del otro esposo. Es desde luego un hecho que la mayoría de las personas casadas, al llegar a ser padres, sienten algunos celos al comprobar que ya no son el objetivo único y exclusivo del amor de su esposo. El experimentar alguna reacción pasajera en este sentido es algo normal y natural, lo mismo que es normal y natural saber vencer tales reacciones. Lo que no es natural - cuando una persona haya anticipado esta posible nueva polarización o ampliación del amor del otro - es querer evitar tener un hijo que la causaría. Eso no es más que la expresión de un espíritu posesivo, egoísta y calculador: la antítesis del verdadero amor.
El amor sexual y la procreación están unidos, en los designios de Dios, para formar un fuerte apoyo natural para el matrimonio y la felicidad. El hombre, desde luego, puede separar lo que Dios ha unido. Pero esta separación anti-natural puede dejar al matrimonio sin apoyo. Y un matrimonio sin su natural apoyo lógicamente se derrumba.
Los que creen que la filosofía antinatalista favorece el matrimonio y el amor, harían bien en sopesar sus posibles consecuencias últimas. Éstas han sido parodiadas certeramente por Aldous Huxley, en su obra Un Mundo Feliz. Su sátira de una sociedad futura y desalmada que ahora parece mucho menos imposible y remota que cuando Huxley la concibió antes de la Segunda Guerra Mundial. Aquella visión de un feliz porvenir «liberado» - el amor y el sexo identificados (o, mejor dicho, el amor sumergido en el instinto animal descontrolado); el matrimonio excluido y abolido; los hijos (el apartado «repoblación») reducidos a unos procesos de laboratorio en manos exclusivas del Estado - no es más que la proyección lógica y última, por fantástica que parezca, de la filosofía del birth-control.
Mantener que el amor matrimonial está ordenado a la procreación no implica una actitud despectiva hacia el amor. La visión cristiana no opone un fin del matrimonio a otro. Es el hombre moderno quien hace la oposición. El reto hoy es ver la armonía íntima entre todos los aspectos naturales del matrimonio, tanto sus fines objetivos como los motivos subjetivos que mueven a los esposos a buscar, en él, un amor y felicidad auténticamente nobles y humanos. Señalar que una cosa está ordenada a otra es dar la clave a su verdadera naturaleza. La enseñanza que el amor mutuo en el matrimonio está ordenado a la procreación, lejos de menospreciar el amor humano, nos está dando la clave a los planes de la naturaleza para que en el matrimonio se cumplan las grandes promesas de este amor.
El proyecto más grande del amor: los hijos
Es designio de la misma naturaleza que el amor conyugal sea fecundo. En otras palabras, la fecundidad es algo natural para el amor. Es algo que el amor naturalmente anhela, hasta tal punto que se siente frustrado si no puede dar fruto.
El amor siempre inspira, y es capaz de soñar con sueños grandes, incluso cuando no es correspondido. Ahora, el amor correspondido y compartido - el amor que se ha encontrado con el amor - ya no sólo tiene sueños, sino que se ilusiona con concebir y realizar cosas grandes.
El amor hace que una pareja joven se ilusione hasta con cosas en las que los no enamorados sólo encuentran rutina y aburrimiento. Les basta, para ilusionarse, el solo hecho de que pueden hacer aquellas cosas juntos, y que lo que hacen o eligen representa el fruto de una decisión amorosa, una unión de dos voluntades enamoradas. Así, al acercarse el día de bodas, son felices de poder trabajar juntos en tantos proyectos - sin importancia y hasta banales en sí - que serán pequeñas piezas de su nueva vida y su nuevo mundo. Se entusiasman al proyectar juntos el piso donde van a vivir, los muebles, y el color de una alfombra...
¿Cómo, entonces, no se van a ilusionar con el proyecto máximo que la naturaleza les ha reservado, un proyecto que será totalmente propio y exclusivo de ellos y de su unión; un proyecto que no será una mera elección de algo material - un coche, un televisor - sino una auténtica creación de su parte (con la colaboración de Dios) de seres vivientes, sus propios hijos? Otras parejas podrán vivir en pisos idénticos al suyo, o escoger el mismo modelo de coche o televisor, o un modelo mucho mejor. Pero nadie más que ellos pueden tener sus hijos.
¿Cómo no van a mirar el proyecto de sus hijos como el máximo y más entrañable de todos sus proyectos, cuando ven que es el único fruto directo de su más íntima unión conyugal, fruto de la unión no sólo de sus voluntades sino de sus cuerpos? Y, contemplando esto, ¿cómo no van a darse cuenta de lo grande y lo sagrado del plan divino del matrimonio? ¿Cómo no ver, al casarse, la enorme diferencia entre querer contentarse con un amor entre sí solos, y aprender a amarse mutuamente también en y a través de los hijos?
«El único matrimonio cristiano es el de dos seres, jóvenes de ordinario, en el umbral de la vida, en posesión ambos de la integridad de sus fuerzas y de su pujanza vital, entregándose uno a otro sin reservas, a fin de realizar unidos la obra más grande que espera al hombre en el plano de los valores naturales: la obra de su perfeccionamiento y la obra de la familia, que se corona con los hijos, en los que los padres se vuelven a encontrar, en quienes continúan y quienes en la unidad de su ser, expresan su unión»[3]. «Los esposos que se aman, aman todo lo que les acerca y les une. Nada les es común en el mismo grado que el hijo. Pueden poner sus bienes bajo el régimen de comunidad; pueden llevar el mismo nombre; pueden concordar sus caracteres; puede unirles la inteligencia más cordial; sin embargo, nada les es tan común y nada les une como el hijo... Los esposos unidos continúan amándose uno a otro en su hijo; encuentran en él no sólo a sí mismos, sino su unión, la unidad que ellos se aplican a realizar en toda su vida. Cada uno de ellos reconoce en el hijo el ser que él ama en un ser nuevo que se lo debe todo y que él ama también con un amor que no se separa de aquel al que el hijo debe el haber nacido. El matrimonio encuentra así, en la paternidad y la maternidad, su florecimiento perfecto. El niño remata el enriquecimiento del alma que los esposos buscan en su unión»[4].
Por eso, una joven pareja enamorada - si entiende el amor como algo más que la gratificación del instinto - no se contenta con una unión estéril. Si los frutos naturales del amor conyugal son los hijos, el amor conyugal que no da ese fruto - pudiendo darlo - se frustra, y puede pronto enfermar hasta morir. Lo que le amenazará será la auto-asfixia, porque deberá intentar sobrevivir en un ambiente cerrado y anti-natural donde se ha privado a sí mismo del soplo de la vida.
Si es designio de la naturaleza que el amor conyugal sea fecundo, podemos decir que es designio suyo también que el aumento en el amor vaya normalmente en función de un mayor fruto. La pareja que espera que su amor vaya creciendo, a la vez que descuida o frustra la fecundidad, está desnaturalizando su matrimonio. No ha comprendido de qué manera el matrimonio puede normalmente dar felicidad y no es probable que encuentren la felicidad que su matrimonio podía haberles dado. Su amor, sin la protección y la fortaleza que le dan los hijos, puede fácilmente sucumbir ante las presiones de la vida.
Todo matrimonio pasa por una crisis
No me parece difícil seguir el plan de la naturaleza, que ha pensado que los hijos deben ser no sólo el fruto sino también la protección del amor mutuo entre los esposos, y el baluarte de su felicidad matrimonial.
Todo matrimonio llega a un período crítico, del cual sale encaminado a un bien más definitivo y más pleno, o al mal. Ese período puede llegar muy pronto, tan pronto como el amor fácil y romántico - el «romance» inglés - se desvanece, lo que puede suceder en sólo en un año o dos después de casarse. Si una pareja no logra superar bien ese período crítico, su matrimonio empezará a ir cuesta abajo. El entendimiento y respeto mutuos disminuirán; las discusiones y riñas se harán más frecuentes; habrá empezado ese proceso paulatino de distanciamiento que puede terminar en una ruptura final diez o quince años más tarde.
Yo diría que hay que satisfacer una necesidad doble si un matrimonio ha de sobrevivir este período de crisis. Cuando llega el tiempo de la prueba, cada esposo necesita, en primer lugar, un motivo poderoso para ayudarle a ser leal a la otra persona, a pesar de los defectos de aquella persona; un motivo suficiente para hacerle perseverar en la tarea de aprender a amar a la otra persona.
Y cada uno necesita, en segundo lugar, un motivo poderoso para mejorar personalmente; para irse convirtiendo en una persona menos egocéntrica, más amable. Es fácil ver, en los hijos, un designio especial de la naturaleza para que existan los dos motivos.
Cómo perseverar en el amor
Consideremos el primer punto: la necesidad de perseverar en el amor cuando el amor comienza a ser difícil. En el Cielo, Dios y los Santos aman sin esfuerzo. La tierra, sin embargo, no es el Cielo, y el amor, en la tierra, pocas veces es fácil; y si lo es por una temporada la facilidad no suele durar. Es verdad que tiene que existir un enorme fondo de bondad en cada ser humano, porque Dios nos ama a cada uno con un amor inmenso, y Dios sólo ama lo que es bueno. Pero nosotros no somos Dios, y a veces nos resulta difícil descubrir los puntos buenos de los demás. Muchas veces, incluso, parece que tenemos mayor facilidad para ver los defectos de la gente que para apreciar sus virtudes. Esto ocurre de modo particular cuando dos personas comparten la vida íntima y constante en el matrimonio. Y ocurre sobre todo si, en su vida compartida, se han quedado solos. Dos personas constantemente frente a frente van a verse con muchísimos más defectos que dos personas que miran juntamente a sus hijos.
Cuando empiezan las pequeñas dificultades para llevarse bien, el pensamiento de sus hijos - si hijos hay - deberá entrar de un modo natural y fácil como un motivo principal para que el marido o la mujer se decida a ser fiel a los compromisos que ha contraído. Se comprometieron hace años a ser mutuamente fieles: en las penas tanto como en las alegrías..., en la enfermedad tanto como en la salud..., todos los días de la vida... ¿Existen motivos más fuertes que la responsabilidad y el amor hacia sus hijos, para animar y empujar y obligar a los esposos a ser fieles, pase lo que pase, aun con pocas ganas, mal carácter, o cuando haya que hacer los esfuerzos más extraordinarios? Indudablemente pueden sufrir al hacer esos esfuerzos, pero les debe constar que, si no están dispuestos a hacerlos, sus hijos van a sufrir mucho más.
Ahí está el primer motivo, y ahí está también su fuente. «Por el bien de nuestros hijos, tenemos que aprender a convivir. Por lo tanto, lucharé con todas mis fuerzas para seguir amando a mi marido o a mi mujer. Y, con la gracia de Dios, lo lograré.»
Mejorar por el sacrificio
El marido o la mujer que reaccione así, ya está mejorando como persona. Y ahí ya tenemos el segundo punto. Si el amor ha de sobrevivir en el matrimonio, cada esposo debe aprender a amar al otro con sus defectos. Pero si se trata de que el amor no solamente sobreviva, sino que crezca, entonces cada cónyuge debe poder descubrir virtudes - nuevas virtudes o virtudes aumentadas - en el otro.
Si el amor ha de crecer en el matrimonio, la otra persona tiene que aparecer cada vez más amable. Y no aparecerá así a no ser que esté mejorando, que esté de hecho convirtiéndose en una persona mejor.
En un plano natural, es la generosidad, la entrega de sí, lo que hace que una persona mejore y se haga más amable. El egoísmo, en cambio, es lo que mata el amor tanto en uno como en los que tienen relación con él.
Una persona enamorada o que se cree enamorada debe saber sacrificarse por la persona amada, si ha de llegar a ser, ella misma, más amable. La persona incapaz de sacrificarse es incapaz de dar o de recibir (o de retener) mucho amor.
Es bueno que cada uno se sacrifique por el otro. Pero es dudoso, en un plano natural, que ningún marido o ninguna mujer pueda, solo, inspirar al otro esposo indefinidamente la generosidad y el sacrificio.
Acabamos de decir que la persona enamorada debe saber sacrificarse por la persona amada, si ha de llegar a ser más amable. Y hay que añadir que la persona amada, en los designios de la naturaleza para el matrimonio, incluye a los hijos. Los hijos pueden y suelen inspirar en sus padres un grado de sacrificio al que probablemente ninguno de los dos, solo, podría llevar al otro. «Por el hijo es como más fácilmente se supera el hombre. El amor paternal es la forma de amor más espontáneamente desinteresada»[5]. De este modo, al sacrificarse por sus hijos, cada padre mejora de hecho y llega a ser, también a ojos de su esposo, una persona verdaderamente más amable. «Por los hijos se superan los esposos a sí mismos y superan una idea limitada de su felicidad. La condición de la grandeza moral es superarse. Los hijos, sobre todo, son los que estimulan a los esposos a la grandeza»[6].
El matrimonio necesita del sacrificio
En cambio, si dejan sin explotar la capacidad de sacrificio que está almacenada en sus instintos paternales o maternales, lo más probable es que terminen, en el mejor de los casos, como personas medio-desarrolladas, personas medio-amables. Y esto puede no ser suficiente para la supervivencia de su matrimonio.
El hecho es que el sacrificio es una necesidad positiva la vida matrimonial. Todo el sacrificio que los hijos suelen exigir de sus padres, desde sus más tiernos años, es un factor principalísimo para desarrollar y madurar y unir a los padres. Está bien que los esposos se sacrifiquen el uno por el otro. Pero es aún mejor que, juntos, se sacrifiquen por sus hijos. El sacrificio compartido viene a ser uno de los mejores lazos del amor.
Pienso que uno de los errores más evidentes, más frecuentes y más tristes de tantas parejas jóvenes que se casan hoy, es la decisión de aplazar el tener hijos durante unos cuantos años - dos, o tres, o cinco - . El resultado es que precisamente en el momento en que el «romance» - el amor fácil - empieza a decaer, cuando su amor empieza a tropezar con dificultades y necesita apoyo, el apoyo principal que la naturaleza había pensado (había «planeado», diría yo) para ese momento - sus hijos - no existe[7].
El egoísmo compartido no lleva a la felicidad
Ya sé que muchas parejas jóvenes quieren «pasarlo bien» durante algunos años. Se consideran demasiado jóvenes para «asentarse» en una vida de familia, y prefieren combinar lo que ellos consideran las ventajas de la vida matrimonial con las atracciones de la vida social a la que se han acostumbrado. ¿Puede decirse seriamente que esto representa un enfoque natural del matrimonio? ¿No mira demasiado a lo que el matrimonio ofrece bajo el aspecto de satisfacción y demasiado poco a lo que implica en términos de compromiso? ¿No habrá demasiado egoísmo compartido en este enfoque? A fin de cuentas, «pasarlo bien juntos» es un ideal bastante pobre para que dos personas lo compartan; no es capaz, desde luego, de mantenerlos unidos, en el amor, durante toda una vida.
A veces uno se queda con la impresión de que muchas parejas jóvenes de hoy están proyectando un matrimonio donde la necesidad del sacrificio se habrá reducido al mínimo o incluso quedará absolutamente eliminado. Lo más triste de esto es que una pareja que quiere un matrimonio sin sacrificio, quiere un matrimonio donde, pronto o tarde, perderán el respeto mutuo que antes se tenían.
¿Cuándo se es maduro para empezar una familia?
Otras parejas sostienen que unos cuantos años de vida matrimonial juntos les ayudarán a madurar más, y de este modo se hallarán mejor preparados para educar a una familia. Pero, puede preguntarse, ¿qué es lo que hay en esa vida compartida - con su mínimo de responsabilidades y sacrificios - que realmente les está madurando? El momento en el que una pareja está mejor preparada para empezar una familia es precisamente cuando acaban de casarse. El amor ilusionado y fácil que todavía les acompaña en aquellos primeros años de la vida matrimonial les ayudará a enfrentarse más pronta y alegremente con los sacrificios que los hijos exigen. Ese amor romántico e idealista entra precisamente en los designios de la naturaleza para facilitar el proceso por el que una pareja madura en el sacrificio. Más adelante no será tan fácil lograrlo y el proceso puede fracasar. Si aplazan el tener sus primeros hijos para más adelante, cuando el «romance» ya no les acompañe, la entrega y el sacrificio que exigen los hijos pueden resultarles demasiada carga, precisamente porque no han madurado lo suficiente.
Si dos personas jóvenes se enamoran, pero no quieren empezar una familia, lo más avisado sería que no intentasen el matrimonio. Tiene demasiadas probabilidades de fracaso. Se podría comparar al caso de un coche que uno se empeña en poner en marcha, pero sin que la correa del generador funcione. El coche podría marchar bien durante un poco de tiempo, pero el motor inevitablemente acabará quemándose.
¿Quién es el experto en la planificación familiar?
Sería éste un mundo bastante raro y curiosamente pensado si la naturaleza no fuese, de hecho, el mejor y más sabio Planificador familiar. Es evidentemente el Planificador con la experiencia más larga. Los resultados de la planificación familiar moderna - artificial y antinatural - empiezan a verse con sobrada claridad; hay cada vez más matrimonios que se desmoronan, más hogares que se rompen, más personas que se aíslan. Los recién casados que se sienten tentados de fiarse más de los demógrafos o de los políticos o de los sociólogos, que de la naturaleza, los que se sienten tentados de ceder a las presiones sociales o al sencillo deseo de una vida más fácil, antes que hacer caso a sus instintos de paternidad, harían bien en preguntarse si realmente creen - según la evidencia de los hechos - que la planificación familiar moderna tiende a crear matrimonios más felices, o si el plan de la naturaleza no será más previsor y más capaz de crear los apoyos necesarios para una vida matrimonial y un amor matrimonial fuerte y duradero.
¿En qué consiste la auto-realización?
Los que sostienen que el fin principal del matrimonio consiste en el «enriquecimiento mutuo» de los esposos, en la «realización de sus propias personalidades», a través de la «complementariedad de su amor mutuo», etc., deberían también precisar qué es lo que ese enriquecimiento o esa realización significa. Lo que probablemente quieren decir es que el fin del matrimonio es ir convirtiendo a los esposos en personas humanas más hechas, más maduras. Pero que concreten: que digan en qué consiste esa mayor madurez, esa humanidad enriquecida: ¿precisamente en una mayor capacidad de comprensión o de entrega?, ¿en un mayor espíritu de sacrificio?, ¿en un control de uno mismo más desarrollado? ¿O mantienen, por el contrario, que consiste en una mayor preocupación precisamente por uno mismo, acompañada de una mayor indiferencia hacia los demás?, ¿o en lo que algunos llaman una mayor «liberación» sexual?
Vale la pena volver a meditar estas palabras de Pablo VI: «Un amor plenamente humano es sensible y espiritual al mismo tiempo. No es, por tanto, una simple efusión del instinto y del sentimiento, sino que es también y principalmente un acto de la voluntad libre, destinado a mantenerse y a crecer mediante las alegrías y los dolores de la vida cotidiana, de forma que los esposos se conviertan en un solo corazón y en una sola alma y juntos alcancen su perfección humana»[8].
Presiones dictatoriales
Volvamos a la idea que sugerimos al comenzar: no es tanto que el matrimonio le sale mal al hombre de hoy como que el hombre de hoy enfoca mal el matrimonio. Abusa de él y ya no funciona en su servicio.
Durante mucho tiempo algunas personas han clamado: «Tenemos el derecho a ser felices en el matrimonio sin tener que aguantar los dictados de la Iglesia». Empieza a notarse un tono hueco en el grito, porque son precisamente aquellos que hacen menos caso a la doctrina de la Iglesia, los mismos que encuentran menos felicidad en el matrimonio.
Ciertamente existen hoy abundantes dictados y presiones dictatoriales sobre el matrimonio. Pero no vienen de parte de la Iglesia. Vienen del Estado, de los planificadores sociales, de los expertos económicos, de los abogados de un hedonismo que todo lo quiere invadir o de los filósofos de un libertarismo nihilista.
No debe causar ninguna extrañeza si estos planes para el matrimonio - planes impuestos por los hombres - terminan en fracaso, porque el matrimonio no fue - no es - una idea del hombre, sino una idea de Dios.
Cada uno, por tanto, tiene el derecho a esperar encontrar la felicidad en el matrimonio, pero solamente en el tipo de matrimonio que Dios instituyó, y solamente cuando ese matrimonio, con la ayuda de la gracia, se vive de acuerdo con los designios divinos. No querer respetar esos designios es desvirtuar lo que estaba hecho para ayudar al hombre a ser feliz y salvarse, y convertirlo - a la corta o a la larga - en fuente de infelicidad y frustración.
El matrimonio está en crisis. Y en muchos ambientes y sociedades llamadas civilizadas parece estar en declive. Sin embargo, se encuentran muchas excepciones: tantos matrimonios felices que son a la vez hogares dichosos porque los padres no han frustrado los instintos nobles de paternidad que la naturaleza les ha dado. Más bien han sabido cumplirlos con ánimo generoso, recordando que «el buen amor conyugal aspira a la gloria de la fecundidad con fortaleza de ánimo. Pero la gloria de la fecundidad no está en una fecundidad a cuentagotas. Está en una fecundidad abundante, que desea esta abundancia, y si necesita razones, no es para tener hijos, sino para limitar su número»[9].
Cada día son más los esposos que comprenden la grandeza del plan divino del que Dios, llamándoles al matrimonio, les ha hecho partícipes. Y así, apoyándose en la gracia, saben enfrentarse con los sacrificios - sacrificios de amor - que el mismo amor necesita para sobrevivir.
NOTAS
[1] "Nuestra fe se opone decididamente a la resignación que considera al hombre incapaz de la verdad, como si esta fuera demasiado grande para él. Estoy convencido de que esta resignación ante la verdad es el núcleo de la crisis de occidente, de Europa. Si para el hombre no existe una verdad, en el fondo no puede ni siquiera distinguir entre el bien y el mal". Benedicto XVI: Homilía, Austria, 8 de sept. 2007.
[2] Solamente en casos realmente excepcionales puede un matrimonio funcionar bien sin hijos, sin los hijos que Dios quiere para cada caso en particular. Cabe por supuesto que Dios no conceda hijos a un matrimonio particular, aunque los esposos los esperen con ilusión. Estas uniones (materialmente) estériles pueden ser felices si aceptan la voluntad de Dios. El Señor les dará gracias especiales para que puedan aprender a amarse cada día más. Y pueden, y hasta deben, alcanzar una fecundidad espiritual, a base de dedicar aquellas energías - que habrían dedicado a sus hijos - a tareas formativas y apostólicas en favor de los demás.
[3] J. Leclercq. El Matrimonio Cristiano, cap. 2.
[4] ibid. cap. 5.
[5] Leclercq, op. cit., cap. 6.
[6] ibid.
[7] «Los esposos deben edificar su convivencia sobre un cariño sincero y limpio, y sobre la alegría de haber traído al mundo los hijos que Dios les haya dado la posibilidad de tener, sabiendo, si hace falta, renunciar a comodidades personales y poniendo fe en la providencia divina»: Es Cristo que pasa, n. 25.
[8] Humanae vitae, n. 9.
[9] Leclercq, op. cit. cap. 5.