C. El amor de los esposos y la castidad conyugal
7. Volver a descubrir el amor conyugal tal como fue en el comienzo
El punto de referencia constante para la vida y la vocación conyugales presentado por Juan Pablo II, a lo largo de su Catequesis semanal de 1979-1984, fue el matrimonio «constituido al 'principio', en el estado de la inocencia originaria, dentro del contexto del sacramento de la creación» (Audiencia del 13 octubre, 1982), llamado «ya 'desde el principio' a ser signo visible del amor creativo de Dios» (Audiencia del 4 julio, 1984). Ese estado humano original era marcado por una armonía perfecta, dentro de cada uno, de cuerpo y espíritu [81]. «A la armonía objetiva, con la que el Creador ha dotado al cuerpo (...) correspondía una armonía análoga en el interior del hombre: la armonía del 'corazón'. Esta armonía, o sea, precisamente la 'pureza de corazón', permitía al hombre y a la mujer, en el estado de la inocencia originaria, experimentar sencillamente (y de un modo que originariamente hacía felices a los dos) la fuerza unitiva de sus cuerpos, que era, por decirlo así, el substrato 'insospechable' de su unión personal o communio personarum» (Audiencia del 4 febrero, 1981).
Esa original armonía era sin embargo efímera; al pecar el hombre, se rompió. Con el pecado de Adán y de Eva la concupiscencia-lujuria hizo su apariencia. Se hizo presente en su matrimonio (y está presente en todo matrimonio ulterior), planteando una amenaza al amor y a la felicidad conyugales.
En su catequesis de «la Teología del Cuerpo», Juan Pablo II hizo un largo examen de la presencia discordante de la lujuria en relaciones conyugales (Audiencias desde el 14-V-1980 al 29-X-1980). Su efecto fundamental es una pérdida o una limitación de la plena libertad para amar. «La concupiscencia lleva consigo la pérdida de la libertad interior del don. El significado nupcial del cuerpo humano está ligado precisamente a esta libertad. El hombre puede convertirse en don - es decir, el hombre y la mujer pueden existir en la relación del recíproco don de sí - si cada uno de ellos se domina a sí mismo. La concupiscencia, que se manifiesta como una 'constricción sui generis del cuerpo', limita interiormente y restringe el autodominio de sí y, por eso mismo, en cierto sentido, hace imposible la libertad interior del don. Además de esto, también sufre ofuscación la belleza, que el cuerpo humano posee en su aspecto masculino y femenino, como expresión del espíritu. Queda el cuerpo como objeto de concupiscencia y, por tanto, como 'terreno de apropiación' del otro ser humano. La concupiscencia, de por sí, no es capaz de promover la unión como comunión de personas. Ella sola no une, sino que se adueña. La relación del don se transforma en la relación de apropiación» (Audiencia del 23 julio, 1980).
Deseo insaciable [82], apropiación en lugar de comunión, tomar en lugar de dar, amor propio posesivo que tiende a eclipsar el amor donativo del otro... Son éstas rupturas principales que la concupiscencia inflige ahora en la armonía perdida de la relación sexual.
¿Cabe que los hombres y las mujeres vuelvan a esa armonía y respeto originales, o se han perdido para siempre? No están irreparablemente perdidos, porque pueden recuperarse tanto en la esperanza como en la lucha. En la persona humana siempre queda, por cuanto inconscientemente, un anhelo del respeto inherente en un amor puro, también a causa de lo que Juan Pablo II describe como «la continuidad y la unidad entre el estado hereditario del pecado del hombre y su inocencia original» que queda como clave a «la redención del cuerpo» (Audiencia del 26 de septiembre, 1979). Sin embargo, recuperar y mantener lo que puede salvarse de esa armonía original sólo es posible a través de un esfuerzo constante y con la ayuda de la oración y de la gracia.
Una parte particularmente sorprendente del análisis de Juan Pablo II es el lugar que él da a la vergüenza sexual, en la tarea de recuperar esa armonía. Él coloca esta vergüenza entre las «experiencias antropológicas fundamentales» [83]; pero más allá de la mera antropología, queda para él como un hecho misterioso, una especie de pista o indicación para el restablecimiento (por cuanto tentativo) de aquella envidiable y alegre armonía y paz sexual.
En la condición humana presente, un cierto instinto de vergüenza actúa como garante del respeto mutuo: una condición sine qua non del verdadero amor entre los sexos. Cuanto más profundo y más verdadero el amor entre un hombre y una mujer, y sobre todo entre esposo y esposa, más se motivarán para prestar atención a la vergüenza, y para procurar entenderla y responder adecuadamente a ella. La consecuencia será una conducta naturalmente modesta entre el hombre y la mujer, también - conviene repetirlo - entre los esposos.
En este contexto cada matrimonio debe dirigirse a la Sagrada Escritura en busca de lo que enseña la narrativa divina: no simplemente imaginando cómo la relación de Adán y Eva debe de haber estado antes de la Caída, sino aprendiendo de sus reacciones después - reacciones que muestran un deseo de conservar, en nuevas y molestas circunstancias, la pureza de esa original atracción que ellos solos habían experimentado y podían todavía recordar.
Antes de la Caída, Adán y Eva estaban desnudas y no se avergonzaban. Juan Pablo II lo expresa así: «El hombre de la inocencia originaria, varón y mujer, que 'estaban desnudos (...) in avergonzarse de ello', tampoco experimentaba esa 'desunión en el cuerpo'» [84]. Después de la Caída es cuando la vergüenza aparecía como una respuesta a la lujuria, como una especie de protección contra la amenaza que ésta ofrecía ahora a la alegría y aprecio sencillos que habían experimentado en la mutua sexualidad 'en el comienzo'. La importancia de este sentido de vergüenza se subraya poderosamente en la catequesis papal.
Por una parte, «Si el hombre y la mujer dejan de ser recíprocamente don desinteresado, como lo eran el uno para el otro en el misterio de la creación, entonces se dan cuenta de que 'están desnudos' (cf. Gén 3). Y entonces nacerá en sus corazones la vergüenza de esa desnudez, que no habían sentido con el estado de inocencia originaria (...) Sólo la desnudez que hace «objeto» a la mujer para el varón, o viceversa, es fuente de vergüenza. El hecho de que «no sentían vergüenza» quiere decir que la mujer no era un «objeto» para el varón, ni él para ella» (Audiencias del 13 y 20 febrero, 1980). «A la luz del relato bíblico, el pudor sexual tiene su significado profundo, que está unido precisamente con la insaciabilidad de la aspiración a realizar la recíproca comunión de las personas en la unión conyugal del cuerpo» (Audiencia del 18 junio, 1980). La reacción de vergüenza antes del otro, también de esposa ante el esposo o vice-versa, traiciona una conciencia que el impulso al trato corporal no es de la misma cualidad humana como el deseo para la comunión de personas, y no puede dar pleno efecto a este deseo.
Por otra parte, mientras la vergüenza «revela el momento de la concupiscencia, al mismo tiempo puede prevenir de [sus] consecuencias... Se puede incluso decir que el hombre y la mujer, a través de la vergüenza, permanecen casi en el estado de la inocencia originaria. En efecto, continuamente toman conciencia del significado esponsalicio del cuerpo y tienden a protegerlo, por así decir, de la concupiscencia» (Audiencia del 25 de junio, 1980).
El deseo de conservar el respeto para con el amado es inherente en todo amor genuino. Así en el análisis de Juan Pablo II, el sentido de vergüenza no sólo se hace guardián del respeto mutuo entre esposo y esposa, pero también se convierte en un punto de partida para la recreación de una nueva armonía conyugal entre cuerpo y alma, entre deseo y respeto, lograda de común acuerdo y con la ayuda de la oración y la gracia. El Papa no sugiere que esta «recreación» es de ninguna forma fácil; no lo es por supuesto. Pero su consejo a las personas casadas es que deben intentarlo; su mutuo amor debe hacerles ver como es necesario: y las gracias sacramentales de su matrimonio, junto con su oración personal, representan los medios poderosos que tienen para lograrlo.
8. Purificar el amor conyugal de una excesiva sensualidad, facilitando así su crecimiento
En contraste con los efectos de la concupiscencia, la castidad y un correcto sentido de vergüenza protegen y conservan «la libertad del don» propi del trato conyugal. Juan Pablo II insiste en que esta libertad interior del don «es de naturaleza explícitamente espiritual y depende de la madurez del hombre interior. Esta libertad supone una capacidad tal que dirija las reacciones sensuales y emotivas, que haga posible la donación de sí al otro 'yo', a base de la posesión madura del propio 'yo' en su subjetividad corpórea y emotiva» [85].
Éste es el sentido propio de la castidad en el matrimonio: reorientar y refinar el apetito sensual para que esté al servicio del amor y lo exprese; negarse a aprovechar la relación conyugal sólo para satisfacción egoísta. En un sentido real, la tarea con la que se enfrentan los esposos es la purificación del apetito sensual, para que su satisfacción se busque no principalmente para fines de un egoísmo concupiscente sino como acompañamiento a la donación de sí que debe subyacer toda unión conyugal verdadera. Cabe afirmar que esta tarea les prepone una constante humanización de su amor conyugal, facilitando el crecimiento de un mutuo aprecio en cuanto personas [86].
El verdadero amor conyugal se caracteriza evidentemente más en dar al otro y cuidarle que en desear y tomar para sí. Es la distinción clásica entre el amor amicitiae y el amor concupiscentiae. Donde domina el amor de concupiscencia, el amante no ha salido realmente de sí ni ha vencido el egoísmo, y así a lo sumo se da sólo en parte: «en el amor de concupiscencia, el amante, al querer el bien que desea, propiamente hablando se ama a sí mismo» [87]. Las relaciones matrimoniales en las que domina la búsqueda de placer se centran demasiado en tomar posesión del cuerpo ajeno y no lo suficiente en dar la propia persona; y en la medida de ese desequilibrio la verdadera comunión conyugal de personas no se realiza.
En una época como la nuestra, la diferencia entre lujuria, deseo sexual y amor conyugal se ha ido oscureciendo progresivamente. Si, en consecuencia, muchos matrimonios no entienden o no reconocen los peligros de la concupiscencia, y por tanto no intentan contenerla o purificarla, puede llegar a dominar su relación, minando el respeto mutuo y su misma capacidad de ver el matrimonio esencialmente como dar y no meramente como poseer, y aún menos como simple disfrute, apropiación y aprovechamiento.
Se nos puede venir a la mente aquí la invitación de San Agustín a los casados de purgar su buen trato matrimonial del mal que tiende a acompañarlo: ese mal que no es el placer de la unión conyugal sino toda la excesiva y egoísta absorción con ese placer. Ésta es una tarea ineludible con la que han de enfrentarse todos los matrimonios que deseen restaurar de alguna manera la amorosa armonía de una relación conyugal llena de aprecio y respeto crecientes. Si hemos hablado más arriba de cómo la abstinencia o la renuncia, como un principio gobernante de la vida religiosa, fue a menudo presentada también a los matrimonios deseosos de crecer espiritualmente - con la implícita o explícita invitación de aplicarla a su trato conyugal - conviene añadir aquí que mientras la renuncia es desde luego un tema evangélico principal, no es el único ni incluso el dominante. La purificación, sobre todo de la propia intención interior y del corazón, es aun más fundamental para lograr la última meta cristiana: «Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5:8); «sabemos que cuando él sea manifestado, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, como él también es puro» (1 Jn 3:2-3). Estos versillos son de aplicación universal.
Con esta tarea de purificación también han de enfrentarse las personas casadas, en todos los aspectos de su vida. Constituye un reto particular con respecto a sus relaciones conyugales íntimas. Purificar la cópula conyugal de la auto-absorción que tan fácilmente la invade debe ser una preocupación principal y punto de lucha para los esposos que anhelan señalar su matrimonio con un amor creciente también para que se convierta en un camino de santidad [88].
El trato matrimonial se purifica cuando el impulso hacia la auto-satisfacción juega menor parte en él, ya que más bien se busca, se vive, y se siente como participación y particularmente como amor donativo centrado en el otro. La posesión y el placer serán entonces consecuencia de la autodonación generosa. Como Juan Pablo II dice, «una cosa es, por ejemplo, una complacencia noble, y otra, en cambio, el deseo sexual; cuando el deseo sexual se une con una complacencia noble, es diverso de un mero y simple deseo... Precisamente a precio del dominio sobre ellos el hombre alcanza esa espontaneidad más profunda y madura con la que su 'corazón', adueñándose de los instintos, descubre de nuevo la belleza espiritual del signo constituido por el cuerpo humano en su masculinidad y feminidad» (Audiencia del 12 de noviembre, 1980).
Se podría notar de paso que si se recibe el placer con gratitud - para con Dios, para con el propio esposo -, éste ya es un paso positivo y notable hacia el purificarlo de egoísmo, pues la gratitud es siempre un salir de sí mismo y una afirmación del otro. Por otra parte, si el buscar el placer es principalmente egoísta, puede dar satisfacción pero no una paz real, esa paz que surge de la experiencia de una verdadera unión donativa. Podríamos recordar aquí cómo Santo Tomás, invocando Gálatas 5:17, explica que una falta de paz interior se debe a menudo a un conflicto sin solución entre lo que quiere el apetito sensitivo y lo que quiere el intelecto (II-IIae, q. 29 a. 1).
La meta entonces, como apuntamos más arriba, es que los esposos humanicen sus relaciones íntimas más que abstenerse de ellas. Éste es el trabajo de purificación que se les propone: éste debe ser el tono de la castidad conyugal [89]
El sano pensamiento cristiano ha sido siempre consciente de la fuerza auto-absorbente del impulso a satisfacción sexual física. De ahí el constante principio moral que buscar esta satisfacción fuera del matrimonio es penosamente equivocado (también porque es tan profundamente egoísta). Pero no ha habido ninguna consideración paralela del posible efecto en la misma vida conyugal de esta fuerza auto-absorbida. La teología moral ha tendido a hacer caso omiso de esta cuestión que hoy se plantea como un tema principal para la reflexión teológica y pastoral. Contentarse con razones que «justifiquen» el trato sexual matrimonial es un enfoque del pasado. Y lo es también el enfoque que sobre-acentúa la idea de abstención de las relaciones conyugales como una clave para el crecimiento espiritual en el matrimonio. Lo que conviene proponer a los esposos es la necesidad de purificar su trato, para que puedan encontrar en él cada vez más el íntegro carácter de don-aceptación amorosa y personal que habría tenido en Edén.
Los esposos delicados que se aman sinceramente tienen pronta consciencia de este impulso egoísta que quita de la perfección de su unión física conyugal. Sienten la necesidad de moderar o purificar la fuerza que los atrae, para que su unión pueda consistir en un verdadero darse mutuo - y no en el mero simultáneo apoderarse. Su corazón lo pide; en la medida en que estén cediendo principalmente a lujuria, siempre quedará una sensación de decepción y de engaño. Juan Pablo II lee esta situación bien: «El «deseo», diría, es el engaño del corazón humano en relación a la perenne llamada del hombre y de la mujer a la comunión a través de un don recíproco» (17-IX-1980).
Su misma sensibilidad hacia el amor despierta esta preocupación ante un desorden que quisieran remediar; pero raramente se les ha orientado sobre cómo lograrlo, o sobre porqué el empeño y esfuerzo que harían falta forman una parte íntegra de su vocación matrimonial para seguir creciendo en el amor y, en definitiva, alcanzar así la santidad. Juan Pablo II ha proporcionado esta orientación clara y positiva, pero, hay que reconocerlo, en una catequesis densa y larga que puede parecer inaccesible al lector ordinario. El «popularizar» sus enseñanzas, en una forma accesible a los matrimonios y a quienes se preparan para casarse, es una tarea pastoral de inmensa importancia.
9. La castidad da libertad al amor conyugal
En nuestra condición presente, la concupiscencia (o los deseos absorbentes de la carne) se opone fácilmente al «espíritu», que significa también que van contra el amor y los deseos del amor. Esto es así antes del matrimonio, y sigue siendo así en el matrimonio. La Sagrada Escritura insiste en esto, y es una verdad que todo cristiano ha de ponderar. Al inicio de nuestro estudio notamos cómo el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2525) identifica la concupiscencia con el caro adversus spiritum de la Carta a los Gálatas: «la carne desea lo que es contrario al espíritu, y el espíritu lo que es contrario a la carne» (Gal 5:17). Juan Pablo II abre la segunda parte de su Teología del Cuerpo con una detallada consideración de este texto paulino.
Según el Papa, Pablo se refiere aquí a «la tensión que existe en el interior del hombre, precisamente en su 'corazón' (...) [que] se presupone esa disposición de fuerzas que se forman en el hombre con el pecado original y de las que participa todo hombre 'histórico'. En esta disposición, que se forma en el interior del hombre, el cuerpo se contrapone al espíritu y fácilmente domina sobre él» (Audiencia del 17 de diciembre, 1980). Si permitimos que el cuerpo prevalezca en esta batalla, perdemos nuestra libertad y por tanto nuestra misma capacidad de amar, ya que la libertad no es verdadera libertad a no ser que esté al servicio del amor, Sólo así, empleando la libertad bien y de verdad (y guardando contra su uso falso), puede ganarse la batalla contra la concupiscencia. Sólo así podemos realizar nuestra vocación para amar en toda libertad - en aquella libertad para la que Cristo nos ha liberado.
«Entender así la vocación a la libertad ("Vosotros..., hermanos, habéis sido llamados a la libertad": Gál 5, 13) significa configurar el ethos, en el que se realiza la vida "según el Espíritu". Efectivamente, hay también el peligro de entender la libertad de modo erróneo, y Pablo lo señala con claridad, al escribir en el mismo contexto: "Pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad" (Audiencia del 17 de diciembre, 1980). En otras palabras: "Pablo nos pone en guardia contra la posibilidad de hacer mal uso de la libertad, un uso que contraste con la liberación del espíritu humano realizada por Cristo y que contradiga a esa libertad con la que 'Cristo nos ha liberado' (...) La antítesis y, de algún modo, la negación de este uso de la libertad tiene lugar cuando se convierte para el hombre en 'un pretexto para vivir según la carne'. La libertad entonces (...) se convierte en 'un pretexto para vivir según la carne', fuente (o bien instrumento) de un 'yugo' específico por parte de la soberbia de la vida, de la concupiscencia de los ojos y de la concupiscencia de la carne. Quien de este modo vive 'según la carne', esto es, se sujeta (...) a la triple concupiscencia, y en particular a la concupiscencia de la carne, deja de ser capaz de esa libertad para la que 'Cristo nos ha liberado'; deja también de ser idóneo para el verdadero don de sí, que es fruto y expresión de esta libertad. Además, deja de ser capaz de ese don que está orgánicamente ligado con el significado esponsalicio del cuerpo humano» (Audiencia del 14 de enero, 1981).
Aquí la advertencia de Juan Pablo II sobre el uso «bueno» o «malo» de la libertad recuerda la distinción de San Agustín respecto al uso del cuerpo. En uno de sus sermones, Agustín también invoca Gal 5:17 en particular relación con la castidad: «Escuchad bien a estas palabras, vosotros creyentes todos que estáis luchando. Hablo a quienes luchan. Sólo aquéllos que luchan entenderán la verdad de lo que digo. No me entenderá quien no lucha (...) ¿Qué desea la persona casta? Que ninguna fuerza surja en su cuerpo que resiste a la castidad. Le gustaría experimentar la paz, pero no la tiene todavía» [90].
Las palabras de Agustín se dirigen a las personas casadas tanto como a las solteras. Ambos, él está convencido, entenderán la verdad que expresan si están preparados a luchar la constante guerra de la vida cristiana. La Iglesia no ha cambiado su doctrina acerca de esta lucha. El Concilio Vaticano Segundo enseña: «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo» (Gaudium et Spes 37).
10. El «remedio» de la concupiscencia es la castidad - que pone el apetito sexual plenamente al servicio del amor conyugal
«Disfrutar el placer sexual sin tratar a la persona como objeto de goce - ése es el meollo del problema planteado por la moralidad sexual» [91]. Una observación perspicaz que ofrece un enfoque propiamente humano sobre la cuestión del placer en las relaciones matrimoniales. El placer no ha de buscarse sencillamente como un fin en sí, ya que el egoísmo (el «utilizar» a la otra persona) tenderá entonces a dominar. Pero el placer puede y debe venir, no en cuanto algo principalmente buscado sino como un concomitante importante de la unión lograda. Esto en el sentido más verdadero de lo que implica el remediar de la concupiscencia. Es un desafío al amor y un tarea de la castidad [92]. Citamos antes la enseñanza de Santo Tomás (Super Sent., lib. IV, d. 26, q. 2 a. 3 ad 4) sobre cómo se da la gracia en el matrimonio como un remedio contra la concupiscencia, para reprimirla en su raíz, es decir, en esa tendencia centrada en sí que la caracteriza; y en otro lugar hemos sugerido que una de las gracias principales dadas por el sacramento del matrimonio - como sacramento «permanente» - , es la de la castidad matrimonial en este preciso sentido [93].
La meta no puede ser no sentir el placer o no ser atraído por ello (los dos pertenecen al instinto de la conyugalidad), sino no ser dominado por su búsqueda (que es el instinto de la lujuria). San Agustín apunta estas alternativas: «quien no quiere servir la concupiscencia debe necesariamente luchar contra ella; quien deja de combatirla, necesariamente debe servirla. Una de estas alternativas es pesada pero laudable, la otra es miserable y degradante» [94].
De hecho el acto matrimonial es una singular manera de dar expresión física al amor conyugal, pero no es la única manera. Hay momentos en la vida conyugal (la enfermedad, por ejemplo, o los periodos justo antes y después de dar a luz) cuando el amor no buscará esa unión corporal pero con todo se expresará de otras muchas maneras, también al nivel físico. Es corriente entre los consejeros o psicólogos matrimoniales asignar tanta o más importancia a éstos expresiones físicas «menores» de afecto y de amor de la que puede asignarse a la frecuencia del mismo acto conyugal. Juan Pablo II no pasa por encima de este punto.
Con distinciones finamente perfiladas, él distingue la «excitación sexual» de la «emoción sexual» en las relaciones entre hombre y mujer, y comenta: «La excitación trata ante todo de expresarse en la forma del placer sensual y corpóreo, o sea, tiende al acto conyugal (...) En cambio, la emoción provocada por otro ser humano como persona, aún cuando en su contenido emotivo está condicionada por la feminidad o masculinidad del 'otro', no tiende de por sí al acto conyugal, sino que se limita a otras 'manifestaciones de afecto', en las cuales se expresa el significado nupcial del cuerpo» (Audiencia del 31 de octubre, 1984).
Los hombres y las mujeres, casados o solteros, que deseen crecer en el amor mutuo, no pueden adaptarse pasivamente al prevaleciente estilo de vida moderna que, sobre todo en cuanto representada en los medios de comunicación, está penetrado de «excitación sexual» y constantemente la estimula. Pureza del corazón, de la vista, y del pensamiento es esencial si han de saber guardar la excitación sexual dentro de aquellos límites donde esté al servicio de la emoción sexual y del genuino amor intersexual. Su propia íntima conciencia de la naturaleza auténtica del amor será el mejor incentivo para ayudarles a mantenerse firmemente al amparo de todos esos estímulos exteriores que necesariamente sujetan la persona cada vez más al poder absorbente de la concupiscencia, reduciendo así su capacidad para un verdadero amor, libremente dado y fiel.
La castidad es para los fuertes; como lo es el crecimiento en el amor
Entre las decepciones del matrimonio está la experiencia de que el acto que tan singularmente debe unir, puede separar; puede estar lleno de tensiones y de desilusión más que de armonía y paz. Las tensiones vienen de la fuerza divisiva de la concupiscencia que sólo un amor verdaderamente más donativo que posesivo sabrá vencer y purificar. «Frecuentemente se piensa que la continencia provoca tensiones interiores, de las que el hombre debe liberarse. A la luz de los análisis realizados, la continencia, integralmente entendida, es más bien el único camino para liberar al hombre de tales tensiones» (Audiencia del 31 de octubre, 1984). De hecho, la castidad propia del matrimonio une, aminora las tensiones, aumenta el respeto y hace más profundo el amor conyugal, llevándolo así a su perfección humana y preparando a los esposos para un amor infinito y eterno. «El camino para lograr esta meta», insiste Benedicto XVI, «no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros ni «envenenarlo», sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza» (Encícl. Deus Caritas est, n. 5).
«El verdadero amor conyugal (...) es al mismo tiempo un amor difícil» (Audiencia del 30 de junio, 1982). Naturalmente; ya que el amor hacia otra persona es siempre una batalla contra el amor propio. La división del corazón entre sí mismo y el esposo o la esposa ha de quedar superada: el amor conyugal da unidad al corazón singular y une a dos corazones en un solo amor. La concupiscencia carnal no es la única expresión del amor propio; pero, como afecta tanto a la expresión corporal más excepcional del amor conyugal, hay que oponer una resistencia especial a su tendencia dominante; si no, el amor puede no sobrevivir esta batalla. «El corazón se ha convertido en el lugar de combate entre el amor y la concupiscencia. Cuanto más domina la concupiscencia al corazón, tanto menos éste experimenta el significado nupcial del cuerpo y tanto menos sensible se hace al don de la persona, que en las relaciones mutuas del hombre y la mujer expresa precisamente ese significado» (Audiencia del 23 de julio, 1980).
La necesidad de esta batalla, insiste Juan Pablo II, será evidente a quienes reflexionan sobre la naturaleza misma del amor conyugal-corporal, se enfrentan sinceramente a los peligros a los que es sujeto, y desean hacer lo que sea necesario para asegurar su protección y desarrollo. «la pureza (...) madura en el corazón del hombre que la cultiva y tiende a descubrir y a afirmar el sentido esponsalicio del cuerpo en su verdad integral. Precisamente esta verdad debe ser conocida interiormente; en cierto sentido, debe ser «sentida con el corazón», para que las relaciones recíprocas del hombre y de la mujer - e incluso la simple mirada - vuelvan a adquirir ese contenido [auténticamente nupcial] de sus significados» (Audiencia del 1 de abril, 1981).
Juan Pablo II se muestra convencido del optimismo fundamental y de la belleza del modo de comprender la sexualidad conyugal que él perfila. Su análisis antropológico se convierte en una enseñanza moral que está imbuida de una gran atracción humana. «¿Acaso no siente el hombre, juntamente con la concupiscencia, una necesidad profunda de conservar la dignidad de las relaciones recíprocas, que encuentran su expresión en el cuerpo, gracias a su masculinidad y feminidad? ¿Acaso no siente la necesidad de impregnarlas de todo lo que es noble y bello? ¿Acaso no siente la necesidad de conferirles el valor supremo, que es el amor?» (Audiencia del 29 de octubre, 1980).
Y sin embargo, por cuanto verdadero y atrayente sea su análisis desde un punto de vista humano, se inserta por completo en la estructura cristiana de la Redención. El amor inspira generosidad y sacrificio; pero si éstos quedan al nivel puramente humano, no bastan. La ayuda de Dios, obtenida a través sobre todo de los sacramentos y de la oración ferviente, es necesaria para alcanzar esa castidad conyugal y mutuo respeto amoroso sin los que el amor, en sus mejores aspiraciones, puede fracasar. Para ilustrar esta verdad, Juan Pablo II recurre a dos de las obras más «románticas» del Viejo Testamento, el Cantar de los Cantares y el Libro de Tobit. Él considera el conocido verso del primero, «el amor es tan fuerte como la muerte» [95] (o «tan duro como la muerte»), como quizás excesivamente idealizado en el Cántico, pero expresado en Tobit al verdadero nivel del amor conyugal y de la humilde experiencia humana.
Fue el espíritu concupiscente lo que destruyó los matrimonios anteriores de Sara. Tobiah es bien consciente de esto y lleva a Sara también a comprender cómo la oración refuerza el amor puro para que pueda vencer el poder mortífero de la concupiscencia. «De este modo, el amor de Tobías debía afrontar desde el primer momento la prueba de la vida y de la muerte. Las palabras sobre el amor «fuerte como la muerte», que pronuncian los esposos del Cantar de los Cantares en el trasporte del corazón, asumen aquí el carácter de una prueba real. Si el amor se muestra fuerte como la muerte, esto sucede sobre todo en el sentido de que Tobías y, juntamente con él, Sara van sin titubear hacia esta prueba. Pero en esta prueba de la vida y de la muerte vence la vida, porque, durante la prueba de la primera noche de bodas, el amor, sostenido por la oración, se manifiesta más fuerte que la muerte». (...) Su amor «vence porque ora» (Audiencia del 27 de junio, 1984).
Quienes aman entienden prontamente el valor y la atracción humanos de un amor puro, casto y desinteresado. Pero sentir la atracción humana no es bastante. En la visión cristiana, la castidad sigue siendo un don de Dios, que sólo se logra por medio de la oración. «Ya que supe que no podría ser continente si Dios no me lo concediese (y fue éste también un punto de sabiduría, saber de quién es el don), fui al Señor y se lo imploré» [96]. En el mismo inicio de su obra sobre la continencia o la castidad, San Agustín insiste que esta virtud es un don de Dios tanto para los solteros como para los casados: «Dei donum est» [97]; una idea que acentúa en otra parte con especial referencia al matrimonio: «El mismo hecho que la castidad conyugal tiene tal poder, muestra que es un gran don de Dios» [98].