A. Concupiscencia y matrimonio: posiciones teológicas

A. Concupiscencia y matrimonio: posiciones teológicas
2. El «remedium concupiscentiae» como un fin del matrimonio
Antes de al Vaticano II, la frase remedium concupiscentiae - «remedio de la concupiscencia» - se usaba habitualmente en la literatura eclesial para describir uno de los fines del matrimonio. El Código de Derecho Canónico de año 1917, cristalizando esta visión en el canon 1013, distinguió entre un solo fin primario del matrimonio y un doble fin secundario: «El fin primario del matrimonio es la procreación y educación de la prole; el fin secundario es la ayuda mutua y el remedio de la concupiscencia» [1]. Conviene tener presente que el Código del 1917 fue el primer documento magistral a usar los términos «primario» y «secundario» respecto a los fines del matrimonio, proponiendo así una noción de estos fines jerárquicamente estructurados [2].
Los casi 50 años que siguieron la promulgación del Código Pío-benedictino testimoniaron un debate siempre in crescendo con respecto a los fines del matrimonio. El debate se centró en la relativa importancia de atribuirse a la procreación por una parte, y a un fin «personalista» (todavía más bien poco definido) por otra, que se consideraba tener poca o ninguna conexión con el fin de la procreación. Prescindiendo de las líneas principales de este debate, que hemos considerado en otra parte [3], pasamos directamente a la presentación de los fines del matrimonio que ha hecho el Concilio Vaticano II y el magisterio posconciliar.
Gaudium et Spes es el principal documento conciliar que trata del matrimonio. El único fin específico del matrimonio que menciona la Constitución es la procreación-educación de la prole [4]. El número 48 afirma que el matrimonio posee «fines varios», y el no. 50 añade que la orientación natural del matrimonio hacia la procreación no ha de entenderse en el sentido de «dejar de lado los demás fines del matrimonio» [5]. Sorprendentemente, sin embargo, en ninguna parte se especifican estos otros fines. Quizás los Padres conciliares no querían cerrar el debate ya en curso sobre los fines del matrimonio, y pueden también haber prudentemente considerado que una ulterior reflexión eclesial se haría necesaria antes de que se pudiera alcanzar un acuerdo general acerca de nuevos modos de expresar los varios fines del matrimonio y su mutua relación.
Peculiarmente, parece haber sido (inicialmente por lo menos) resultado de la reflexión canónica - más que de la teológica - que finalmente apareciese una nueva y precisa expresión de los fines del matrimonio. Esto resulta menos peculiar si se recuerda que la convocación del Concilio por Juan XXIII fue acompañada por la decisión de elaborar un nuevo Código de Derecho Canónico. Así la revisión del Código del 1917 - a fin de que reflejara más fielmente el pensamiento conciliar sobre la vida de la Iglesia y de los fieles - se convirtió en una tarea posconciliar principal. Este trabajo de revisión, hecho a fondo y sin prisas, duró más de 15 años, y desembocó en el Código de Derecho Canónico del 1983 - que Juan Pablo II, al promulgarlo, describió como «el último documento del Concilio» [6].
La revisión del derecho matrimonial de la Iglesia ocupó muchas sesiones de la Comisión Pontificia encargada de la tarea. El estudio llevado a cabo por la Comisión no fue guiado meramente en términos de derecho canónico, sino también - y muy deliberadamente - por consideraciones teológicas. Esto se hizo en conformidad con la directriz del Concilio que el derecho canónico debía presentarse a la luz de la teología y del misterio de la Iglesia [7]. Una de las novedades del Código del 1983 es de hecho la inclusión de cánones que son sencillamente afirmaciones doctrinales teológicas [8]. Por tanto, donde los cánones, al presentar el derecho de la Iglesia en temas matrimoniales, emplean términos nuevos o modificados, resulta legítimo buscar ahí un posible desarrollo en el pensamiento teológico y magistral.
Desde esta perspectiva, examinemos el primer canon en la sección del Código que trata del matrimonio [9]. El canon 1055, 1 § dice: «La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados». Nuestra atención va centrada en las palabras puestas en cursiva.
Leemos, sin sorpresa, que un fin del matrimonio es la procreación y educación de la prole. La sorpresa puede surgir sin embargo cuando volvemos al otro fin especificado - el «bonum coniugum», o el «bien de los esposos» - sorpresa que queda justificada por el hecho de que aquí por primera vez en un documento magistral se usa un término completamente nuevo para describir un fin del matrimonio.
Once años después, esta novel manera de expresar el ordenamiento o finalidades del matrimonio fue aceptada, de manera además que le dio nueva autoridad, en un documento magistral que puede considerarse aún más importante, el Catecismo de la Iglesia Católica del año 1994. El número 1601 del Catecismo repite el canon 1055, § 1 palabra por palabra [10]. El número 2363 expresa esto específicamente en términos de fines: «Por la unión de los esposos se realiza el doble fin del matrimonio: el bien de los esposos y la transmisión de la vida» (Este punto del Catecismo, podemos notar de paso, confirma que la expresión «se ordena a» (en el Código y en no. 1601 del Catecismo) equivale sencillamente a «tiene como fin»).
Indudablemente el tema más importante planteado por esta nueva formulación de los fines del matrimonio es la naturaleza del «bonum coniugum» o el «bien de los esposos.» No es ésta una cuestión fácil, sobre todo cuando se tiene en cuenta que el término bonum coniugum es de muy reciente acuñación. Apenas se encuentra en la literatura eclesial anterior al Concilio Vaticano Segundo. Sólo en el año 1977 fue usado por primera vez por la Comisión Pontificia para la Revisión del Código para describir un fin del matrimonio. En otra parte he escrito largamente sobre esto; y referiré el lector interesado a estos estudios [11]. También pasamos por encima del hecho de que ni el Código del 1983 ni el Catecismo del 1994 expresan los fines del matrimonio en términos de jerarquía sino que los ponen juntos como - así parece - de igual rango. Mi impresión es que hemos pasado a una nueva fase donde la Iglesia no desea acentuar una posible clasificación jerárquica de los fines, sino la interconexión entre ellos [12].
Con respecto al mutuum adiutorium, anteriormente un fin secundario, no me propongo estudiar su lugar en el esquema actual de los fines del matrimonio. Parece haber poco desacuerdo entre los autores en el sentido de que, aun cuando no específicamente mencionado en estos recientes textos magistrales, la «ayuda mutua» ha de incluirse dentro del sentido propio del «bien de los esposos» [13].
Para el estudio presente, un punto de particular interés es la ausencia, en los documentos del Concilio Vaticano Segundo y en el magisterio posterior de la Iglesia, de cualquier mención directa o indirecta del anterior remedium concupiscentiae o «remedio de la concupiscencia» [14]. Que esta omisión sea deliberada no puede dudarse. Además, mientras el otro fin secundario, el mutuum adiutorium, encaja a nuestro parecer bastante fácilmente dentro del nuevo concepto del «bonum coniugum» [15], consideramos que en el caso del remedium concupiscentiae no es así. Más que postular (como se ha hecho) una presencia implícita del remedium concupiscentiae dentro del nuevo esquema de los fines del matrimonio - y así intentar mostrar una cierta continuidad en el pensamiento eclesial -, prefiero sugerir que, a pesar de la larga presencia del concepto del remedium concupiscentiae en buena parte de la literatura eclesial y de su aceptación durante más de 50 años en el Código del 1917: a) le falta sustancia teológica y antropológica (y, contrariamente a la opinión generalizada, tiene muy poco apoyo en el pensamiento de San Agustín o de Santo Tomás); b) su difusión, durante siglos, ha acompañado (y posiblemente explica en gran parte) el hecho de que los moralistas nunca hayan logrado desarrollar una consideración teológica y ascética del matrimonio como camino de santificación.
Mientras desarrollo mi argumento, le pediré al lector que tenga dos cosas presentes. La primera es que la concupiscencia o la libido sexual, como yo uso el término, no ha de tomarse en el sentido de sencilla atracción sexual ni siquiera del deseo de la unión corporal entre los esposos y del placer que la acompaña. La lujuria o la concupiscencia corporal es el elemento desordenado que tiende en nuestro estado presente a acompañar el acto matrimonial, amenazando el amor que debe expresar, con un egoísta afán de poseer. En esta suposición, mi argumento principal es que el uso (por prolongado que haya sido) del término remedium concupiscentiae - para significar un fin del matrimonio - ha tenido un efecto profundamente negativo en la vida conyugal, ya que sugiere que la concupiscencia se «remedia» o por lo menos se «legitima» por el matrimonio; bien en el sentido de que la lujuria desaparece automáticamente al casarse, bien de que ya no es un elemento egoísta a tener constantemente en cuenta si el amor conyugal ha de crecer. Sostengo que todo esto deriva de un razonamiento defectuoso que ha creado un obstáculo principal para la comprensión de cómo el amor en el matrimonio se halla en constante necesidad de purificación si ha de lograr su plenitud humana y su meta sobrenatural de fusión en el amor de Dios. Procuraré justificar mi posición en ambos puntos.
3. La concupiscencia: ¿un mal presente en el matrimonio?
No es posible estudiar el desarrollo de pensamiento cristiano acerca del matrimonio sin referencia a San Agustín. El carácter matizado y tan variado del pensamiento agustiniano en este campo probablemente no ha de atribuirse tanto a la experiencia personal de Agustín en materia sexual, cuanto a su haber estado metido durante unos cuarenta años en controversias acerca del matrimonio muy particulares y muy contrastantes. La parte más temprana de su vida católica le vio comprometido en conflictos con el pesimismo de los maniqueos; en sus años tardíos tuvo que combatir el optimismo naturalista de los pelagianos. Los maniqueos vieron el matrimonio y la procreación como principales expresiones de la creación material y corporal, y por tanto como males, mientras él defendió la bondad de ambos. Los pelagianos, en su optimismo excesivo sobre el presente estado del hombre, tomaron poca o ninguna cuenta del elemento desordenado ahora fuertemente presente en el área sexual, también en la sexualidad conyugal; y San Agustín buscó alertar a las personas en cuanto a este desorden [16].
El más grande de los legados de San Agustín en este campo es su doctrina de los «bona» matrimoniales. Él ve el matrimonio como caracterizado esencialmente por tres elementos o propiedades principales cada uno de los cuales muestran la bondad y grandeza de la relación matrimonial [17]. Tan convencido está de que cada una de estas características apuntala la bondad del matrimonio, que se refiere a cada una no meramente como una «propiedad» o una «característica», sino como un bonum, como algo bueno, como un valor singularmente positivo: «Que estas bendiciones nupciales sean objeto de amor: la prole, la fidelidad, el vínculo irrompible..... Que quien quiere alabar las nupcias, elogie estas bendiciones nupciales» [18].
Esta doctrina de los «bona» es sin duda la contribución principal de San Agustín al análisis del matrimonio en su belleza divinamente instituida, y nos ha llegado a través de más de 1500 años de tradición ininterrumpida [19].
Otro legado importante de San Agustín ha colorado la reflexión eclesial sobre la sexualidad y el matrimonio: su enseñanza sobre la presencia y efecto de la concupiscencia en toda la actividad sexual, incluyendo el trato matrimonial - las relaciones físicas - entre los mismo esposos. Es este aspecto de su pensamiento el que nos interesa aquí. Es importante procurar entender su mente con exactitud.
Poner el mal a buen uso
Uno de las muchas ideas seminales en el pensamiento agustiniano es que 'el mal puede usarse para una finalidad buena' [20]. Dios, señala, hace uso positivo de esos aspectos de la creación que parecen haber ido mal; tenemos que aprender a hacer lo mismo. La idea se expresa repetidamente: «Dios incluso usa bien las cosas malas»; «Dios sabe no sólo poner las cosas buenas, sino también las malas, a buen uso»; «Dios Omnipotente, el Señor de todas las criaturas que, como está escrito, hizo todo muy bien, las ordenó de manera que pudiera hacer uso bueno tanto de las cosas buenas como de las malas»; «así como está mal hacer mal uso de lo que es bueno, es bueno hacer buen uso de lo que es malo. Cuando éstos por tanto - lo bueno y lo malo; el buen uso y el uso malo -, se reúnan, dan lugar a cuatro diferencias. Lo bueno se usa bien por quien jura continencia a Dios, mientras lo bueno se usa mal por quien jura continencia a un ídolo; lo malo es usado mal por quien satisface la concupiscencia por medio del adulterio, mientras lo malo es usado bien por quien restringe la concupiscencia al matrimonio» [21].
En su escritos acerca del matrimonio, Agustín refiere este principio particularmente a la presencia de la concupiscencia en el trato conyugal. Tal trato es bueno, pero la concupiscencia carnal o la lujuria que lo acompaña no lo es. No obstante, los esposos en su trato usan bien este mal [22]; y él quiere que sean conscientes de esto. «Hagan los esposos buenos buen uso del mal de la concupiscencia, como un hombre sabio usa a un sirviente imprudente para tareas buenas»; «mantengo que usar la lujuria no siempre es pecado, porque usar el mal bien no es un pecado»; «en cuanto a la guerra experimentada por las personas castas, célibes o casadas, afirmamos que no podía haber tal cosa en paraíso antes del pecado. El matrimonio sigue siendo el mismo, pero al engendrar la prole nada de malo se habría entonces usado; ahora el mal de la concupiscencia se usa bien»; «este mal está bien usado por los esposos fieles» [23].
Así que para Agustín la lujuria es un mal - que los esposos pueden no obstante usar bien en su trato verdaderamente conyugal; mientras que las personas solteras que ceden al pecado de lujuria usan mal este mal [24]. Sigue, dentro de esta lógica, que la persona casada que toma parte en el trato ilícito usa la lujuria mal y por tanto peca. El trato ilícito evidentemente comprende el adulterio; y no se puede duda de que, en el pensamiento de Agustín, incluya también la contracepción.
Agustín va todavía más lejos y propone una opinión que indudablemente choca frontalmente con el concepto moderno de la sexualidad conyugal. Sostiene que el trato matrimonial es «excusable» (y totalmente conyugal) sólo cuando se lleva a cabo para el fin consciente de tener hijos [25]. Si se practica sólo para satisfacer la concupiscencia, siempre lleva consigo algún elemento de falta, por lo menos de tipo venial.
En su visión, la intención de los esposos en su unión no debe ser el placer por sí mismo sino la procreación, añadiendo que si en su trato los esposos se proponen más de lo hace falta para la procreación, este mal [«malum»], que él no admite como propio del matrimonio, queda excusable [«veniale»] a causa de la bondad del matrimonio mismo [26]. En otro lugar expresar aun más claramente su opinión: si la búsqueda del placer es el fin principal de los esposos en su trato, pecan; pero tan sólo venialmente a causa de su matrimonio cristiano [27].
En apoyo de esta visión Agustín cita una vez tras otra el pasaje en el séptimo capítulo de I Corintios, donde San Pablo «permite» a los esposos cristianos abstenerse de las relaciones conyugal por mutuo consentimiento y durante un tiempo, pero recomienda que no sea demasiado largo, «para que no os tiente Satanás a causa de vuestra incontinencia», añadiendo que da este consejo suyo no como mandato, sino secundum indulgentiam o, como Agustín lo traduce, secundum veniam.
I Corintios 7: 1-9
Los primeros versos de I Corintios, capítulo 7, han tenido extraordinaria (y posiblemente desproporcionada) importancia en el desarrollo del pensamiento moral cristiano que trata de las relaciones conyugales. Con el texto completo delante, será más fácil considerar hasta qué punto las interpretaciones agustinianas y las paralelas posteriores están justificadas. Agustín por supuesto escribe en latín, así que reproducimos la versión latina que ha estado en común uso durante tantos siglos - la traducción Vulgata de su contemporáneo, San Jerónimo. «Bonum est homini mulierem non tangere; propter fornicationes autem unusquisque suam uxorem habeat, et unaquaeque suum virum habeat. Uxori vir debitum reddat; similiter autem et uxor viro. Mulier sui corporis potestatem non habet sed vir; similiter autem et vir sui corporis potestatem non habet sed mulier. Nolite fraudare invicem, nisi forte ex consensu ad tempus, ut vacetis orationi et iterum sitis in idipsum, ne tentet vos Satanas propter incontinentiam vestram. Hoc autem dico secundum indulgentiam, non secundum imperium. Volo autem omnes homines esse sicut meipsum; sed unusquisque proprium habet donum ex Deo: alius quidem sic, alius vero sic. Dico autem innuptis et viduis: Bonum est illis si sic maneant sicut et ego; quod si non se continent, nubant. Melius est enim nubere quam uri» (I Cor 7:1-9).
Centramos nuestra atención en las palabras, «Hoc autem dico secundum indulgentiam, non secundum imperium.» Notamos que Agustín traduce como «secundum veniam» lo que San Jerónimo vierte como «secundum indulgentiam», y entiende «venia» en el sentido de gracia o perdón para lo que lleva culpa [28]. El argumento de Agustín descansa totalmente de hecho en esto traducción, ya que sostiene que si algo requiere una «venia», lleva necesariamente consigo una falta en el sentido de un pecado [29].
Sin embargo no está claro que Agustín esté justificado en su modo de traducir; en tal caso se puede, por supuesto, poner un duda toda su argumentación. Sugerir que San Pablo en este pasaje propone perdonar el pecado, parece a todas luces forzar el texto original. La palabra griega usada por San Pablo, suggnome, tiene de hecho el sentido de 'licencia' o 'concesión' [30]. La mente de San Pablo no es ciertamente que se pueda dar a las personas licencia para pecar, sino más bien que puede concedérseles seguir un modo de vida menos perfecto. Esto es precisamente lo que a continuación dice en el verso que sigue: «quisiera que todos los hombres fuesen como yo; pero pero cada uno tiene su propio don procedente de Dios: uno de cierta manera, y otro de otra manera». Está claro que Pablo considera el celibato que él mismo ha escogido como una manera de vivir más deseable; al mismo tiempo sin embargo presenta el matrimonio también como un «don de Dios.»
Todo considerado, el pensamiento de San Pablo parece más bien pasar de un sencillo consejo ascético para los casados (podría ser bueno abstenerse de las relaciones conyugales durante un tiempo), a una clarificación que él considera su propia opción del celibato por Dios superior al estado conyugal, y finalmente a la concesión (con una visión «indulgente») que los que escogen el matrimonio también escogen un don de Dios.
Si nos volvemos a Santo Tomás, comprobamos que entiende I Cor 7:6 en la línea del «secundum indulgentiam» de la Vulgata, y no del «secundum veniam»; en el fondo sin embargo interpreta el pasaje de la misma manera que San Agustín [31]. Sin embargo, modula la posición más. Comentando tranquilamente que el Apóstol parece expresarse «de manera algo descuidada» [inconvenienter], en cuanto implica que el matrimonio es pecaminoso [32], propone dos posibles lecturas. Una es que «secundum indulgentiam» se referiría no a un permiso para pecar, sino a lo que es menos bueno; i.e. Pablo afirma que es bueno casarse, pero menos bueno que quedar célibe. Ésta me parece la mejor interpretación. Sin embargo, Santo Tomás permite otra lectura según la cual el pecado puede estar presente en las relaciones matrimoniales; es decir, cuando se buscan por lujuria - pero por lujuria restringida por lo menos al propio esposo. En este caso hay pecado venial, que sería mortal en el caso de estar indiferente si el objeto de la lujuria fuera el propio esposo o no [33].
4. Transición: del matrimonio afectado por la concupiscencia, a la concupiscencia 'remediada' por el matrimonio
¿Cómo y cuándo se estableció - en el pensamiento de la Iglesia - la noción de que el matrimonio está dirigido al remedio de la concupiscencia? Mientras pueden encontrarse raíces de la idea en San Agustín y Santo Tomás, no considero que ninguno de los dos la sostuviese o propusiese en el sentido vigente durante los siglos antes del Concilio Vaticano Segundo - un sentido establecido por escritores de esos siglos.
Agustín y Tomás son conscientes de que la concupiscencia tiene un efecto negativo y empañante, también en el trato conyugal. Los dos intentan mostrar que el acto conyugal está no obstante «justificado» [34] por su conexión natural con los bona del matrimonio. Para San Agustín lo que fundamentalmente justifica la cópula conyugal es el bonum prolis. Santo Tomás alarga esta perspectiva y relaciona esta justificación también con el bonum fidei [35], y con la singular naturaleza irrompible del vínculo conyugal [36].
Sin tener que ponderar el mérito de este punto de vista, se puede señalar que una cosa es sostener que la concupiscencia del trato matrimonial está «justificada» o «excusada» a través del matrimonio, y otra mantener que está «remediada» por él. Según mi lectura de estos dos doctores, la idea posterior de ser el matrimonio remedium de la concupiscencia no está directamente propuesta por ninguno de los dos. Por tanto hay que considerarla más bien un desarrollo ulterior.
La idea del matrimonio como un «remedio» sólo aparece una o dos veces en las obras de San Agustín; y él no usa nunca la precisa frase «remedium concupiscentiae». En uno de sus pasajes más atrayentes en defensa de la bondad del matrimonio, escribe: «La bondad del matrimonio siempre es de hecho una cosa buena. En el pueblo de Dios fue una vez un acto de obediencia a la ley; ahora es un remedio para la debilidad, y para algunos un solaz de la naturaleza humana» [37].
Es verdad que en otra de sus obras, donde combate puntos de vista pelagianos, parece encontrarse una referencia más directa al matrimonio considerado como remedio a la libido o deseo sexual desordenado. El obispo pelagiano Juliano de Eclano había escrito que la santa virginidad, deseosa de buscar contiendas mayores, había hecho caso omiso del «remedio» del matrimonio. Agustín no deja pasar la ocasión y pregunta a Julián: ¿contra qué desorden consideras el matrimonio como remedio? Evidentemente - contesta él mismo - contra el desorden de la lujuria. Entonces, concluye Agustín, los dos estamos de acuerdo que matrimonio es un remedio; entonces, ¿por qué defiendes el mismo desorden de lujuria contra el cual se dirige el «remedio conyugal»? [38]. El peso de este pasaje es discutible, pero el contexto sanciona interpretarlo en el sentido de que Agustín usa la idea del matrimonio en cuanto remedio - propuesta descuidadamente por Julián - , para apuntarse un tanto contra la lógica pelagiana más que para proponer una ponderada mente propia en la materia.
Con respecto a Santo Tomás, por dos veces expresa brevemente la noción de que el matrimonio existe también para el remedium concupiscentiae [39]. Pero habría que dirigir particular atención a otro pasaje donde su mente aparece con más precisión. Ante la sugerencia de que el matrimonio no confiere gracia sino que existe sencillamente como «remedio«, contesta, «esto no parece aceptable; porque implica que el matrimonio es remedio de la concupiscencia, bien porque la refrena - lo que no puede ser sin la gracia; bien porque satisface la concupiscencia en parte, cosa que hace por la misma naturaleza del acto conyugal con independencia de cualquier sacramento. Además, la concupiscencia no se reprime por el hecho de satisfacerse sino más bien se aumenta, como dice Aristóteles en su Ética» [40]. Aquí no se encuentra la menor sugerencia de que el matrimonio sea en sí un sencillo «remedio» de la concupiscencia. Santo Tomás insiste más bien en dos alternativas: o el remedio en cuestión se refiere al refrenamiento de la concupiscencia - lo que no es posible sin la gracia - ; o hay que tomarlo en el sentido de la simple satisfacción de la concupiscencia, y entonces no la remedia en absoluto, sino que tiende a su aumento.
Más tarde, siempre tratando de la cuestión si el matrimonio confiere gracia, ahonda en el argumento. Ponderando la objeción de que el matrimonio, precisamente porque tiende a aumentar la concupiscencia, no puede ser vehículo de gracia, da la vuelta a la pega afirmando que de hecho la gracia se confiere en el matrimonio precisamente para ser remedio contra la concupiscencia, a fin de reprimirla en su raíz (o sea, su tendencia egoista) [41]. Está claro que reprimir la concupiscencia no es lo mismo que «remediarla».
En mi opinión por tanto, faltan motivos sólidos para atribuir a San Agustín y a Santo Tomás de Aquino la doctrina según la cual el matrimonio se dirige al «remedio de la concupiscencia». El sencillo término, remedium concupiscentiae, no aparece en ninguna parte en las obras de San Agustín. Él considera la concupiscencia como un factor malo que afecta la vida humana, opinando no obstante que las personas casadas lo pueden usar bien en sus relaciones maritales ordenadas a la procreación. Después de describir el matrimonio como un 'remedio para la debilidad', acepta que es también un remedio contra la concupiscencia. En un par de ocasiones y hablando en términos generales, Santo Tomás aplica la frase remedium concupiscentiae al matrimonio; pero la expresión más precisa de su mente demuestra que para él también el matrimonio debe ser un remedio contra la concupiscencia. Comparte claramente la convicción de Agustín que la concupiscencia es un elemento negativo, también en la vida conyugal, y hay que oponerle resistencia. Exponiendo cómo cada sacramento se nos ha sido dado como remedio contra la deficiencia del pecado, dice que se nos da el matrimonio como «remedium contra concupiscentiam personalem», un remedio contra la concupiscencia en el individuo (III, q. 65, art. 1; cfr. In lib. IV, d. 2, q. 2; d. 26, q. 2). La concupiscencia es siempre enemigo de la santidad personal; cada cristiano tiene que combatirla. El matrimonio, sobre todo en su naturaleza sacramental, nos ayuda a luchar contra este enemigo.
En ninguna parte en las enseñanzas de Santo Tomás, encontramos cualquier sugerencia que la concupiscencia sea «neutralizada», y menos todavía «emancipada», por el hecho de casarse. Sigue siendo una amenaza para los casados, lo mismo que para los célibes. Aquéllos que se casan tienen una gracia especial en su lucha contra esta amenaza para purificar sus relaciones matrimoniales del egoísmo y convertirlas cada vez más en acto de autodonación amorosa. Pero la concupiscencia sigue siendo una realidad negativa, un «malum», un mal que hay que usar bien, es decir, que se debe purificar.
En el siglo ante Tomás de Aquino, Hugo de San Víctor (1096-1141) sigue San Agustín al presentar el «bien» del matrimonio como opuesto al «mal» de la concupiscencia (De Sacramentis, Lib. II, Pars XI: Migne PL, vol. 176, 494), mientras Pedro Lombardo (1100-1160) dice sencillamente que el matrimonio es «ad remedium» o «in remedium», sin especificar como funciona este remedio (Sententiarum libri quattuor, en Lib IV, d. 26,: Migne PL, vol. 192, 908-909).
San Buenaventura [1217-1274] es tan preciso en su enseñanza como su contemporáneo Santo Tomás: «El uso del matrimonio... actúa como remedio contra la concupiscencia, cuando la aminora como una medicina» [42]. Pero esta precisión se respetará cada vez menos en los siglos siguientes, y cada vez menos parece entenderse la importancia que habría que atribuirle. Ya justo antes de Buenaventura, Alejandro de Hales [1170-1245], había escrito: «El matrimonio... que es remedio de la concupiscencia lujuriosa» [43]. Es ésta, más que la precisión de Santo Tomás, la línea que se seguirá en los siglos posteriores [44]. Los teólogos, uno tras otro y sin calificación o explicación, afirman llanamente que el matrimonio existe (también) para el «remedio de la concupiscencia.»
En el siglo XVII, el jesuita Busenbaum escribe que los esposos están unidos «ad remedium concupiscentiae» [45]. San Alfonso María Liguori (1696-1787), el mismo Patrono de los teólogos morales, enseña, «Los fines intrínsecos accidentales del matrimonio son dos: procreación de la prole, y remedio de la concupiscencia» [46].
Con los siglos XIX y XX, esta forma de expresión está ya firmemente establecida. Los manuales de teología moral de uso más común antes del Concilio Vaticano II proponen unánimemente el remedium concupiscentiae como uno de los fines secundarios del matrimonio, sin someter la idea a cualquier verdadero análisis crítico. Vale la pena dar una extensa, aunque no exhaustiva, lista: A. Ballerini, S.J. Opus Theologicum Morale, 1892, VI, 167; J. Bucceroni, S.J.: Institutiones Theologiae Moralis secundum doctrinam S. Thomae et S. Alphonsi. 1898, II, 334; C. Marc, C.SS.R. Institutiones Morales Alphonsianae, 1900, II, 447; C. Pesch, S.J. Praelectiones Dogmaticae, 1900, De Sacramentis, Pars II, n. 691; A. Lehmkuhl, S.J.: Theologia Moralis, 1914, II, 616; F.M. Cappello, S.J.: Tractactus Canonico-Moralis, Romae, 1927; III, 39; L. Wouters, C.SS.R.: Manuale Theologiae Moralis, 1933, II, 542; E. Genicot, S.J. Institutiones Theologiae Moralis 1936, II, 410; Aertnys-Damen, C.SS.R.: Theologia Moralis, 1950, II, 473; H. Noldin, S.J.: Summa Theologiae Moralis, 1962, 429; B.H. Merkelbach, O.P.: Summa Theologiae Moralis, 1956, III, 759; E.F. Regatillo et M. Zalba, S.J.: Theologiae Moralis Summa, Madrid, 1954, III, 582; G. Mausbach: Teologia Morale, 1956, vol. III, 144; Ad. Tanquerey: Synopsis Theologiae Moralis et Pastoralis, 1955, 381; T. Slater, S.J. [«una salida legítima para la concupiscencia»]; H. Davis, S.J.: A Manual of Moral Theology, New York, 1925, 200 [«salida lícita para la concupiscencia»]; etc. El Dictionary of Moral Theology (Newman Press, 1962, pág. 732) dice que «el fin secundario es el remedio de la concupiscencia.»
La Ley de Cristo de Bernard Häring, aunque puesta profesamente al día a la luz del Vaticano II, repite lo mismo: «el sacramento del matrimonio tiene un fin o función secundario o subordinado (finis secundarius): el sanear la concupiscencia (remedium concupiscientiae)» [47]. La New Catholic Encyclopedia [48] del año 1967 reitera esta doctrina tradicional; lo mismo hace la Biblia Comentada de la Universidad de Salamanca [49]. La edición de 1963 de la conocida obra Contemporary Moral Theology de Ford-Kelly enumera «el remedio de la concupiscencia» entre los fines esenciales del matrimonio [50]. Los autores observan: «El remedio de la concupiscencia empieza ahora a ser llamado, o al menos parcialmente explicado, como la realización sexual de los cónyuges, dándole así un contenido más positivo» (pág. 48); «ahora entre los teólogos se considera que la actividad y el placer sexuales tienen un valor positivo. Anteriormente la actitud hacia el sexo era negativa y peyorativa. A la actividad sexual, incluso en el matrimonio, se le concedía su lugar un poco a regañadientes. Necesitaba ser «excusada» por los tria bona del matrimonio. Hoy los teólogos católicos atribuyen unos valores positivos al sexo que habrían sorprendido a San Agustín, y posiblemente a Santo Tomás» (pág. 97) [60]. No obstante, los autores afirman que prefieren continuar usando la expresión tradicional del remedium concupiscentiae (pág. 99).
Es justo observar que, más que en enseñanzas específicas de San Agustín o Santo Tomás, esta visión tradicional de siglos ha buscado su justificación en la difícil frase - melius est nubere quam uri - usada por San Pablo en I Cor 7:7-9. Pablo comenta primero, «quisiera que todos los hombres fuesen como yo [es decir célibe]; pero cada uno tiene su propio don procedente de Dios: uno de cierta manera, y otro de otra manera», y entonces se dirige a aquéllos que no están casados: «Digo a los no casados y a las viudas que les sería bueno si se quedasen como yo. Pero si no tienen don de continencia, que se casen; porque mejor es casarse que quemarse» [con pasión]» [61].
La última frase de este pasaje parece dirigirse de modo explícito a personas concretas: no al soltero en general, sino a aquéllos entre ellos a quienes falta autodominio sexual. No obstante, toda una tradición de pensamiento moral, centrándose en estas palabras y sacándolas de su limitado contexto bíblico, las ha empleado para edificar una amplia doctrina generalizada con una doble implicación: el matrimonio es para aquéllos a los que falta el autodominio [62]; por tanto el autodominio en el matrimonio, por lo menos en las relaciones sexuales entre esposos, no es de importancia especial.
Es difícil decir cuál de estas dos proposiciones haya de considerarse más perjudicial. La primera está en la base de la secular mentalidad que considera el matrimonio como una opción cristiana de segunda clase. La otra constituyó verosímilmente el mayor obstáculo al desarrollo de un ascetismo o espiritualidad propiamente conyugal; es decir, un enfoque espiritual para los casados lo suficientemente eficaz y profundo como para ayudarles a buscar la perfección dentro - y no a pesar - de las condiciones peculiares de su propio estado de vida.
Parece inegable que la Iglesia, durante siglos y hasta nuestros tiempos, ha desatendido las posibilidades espirituales del matrimonio. El escaso número de personas casadas entre los santos canonizados (extraordinariamente pocos en comparación con los célibes) reflejaba o quizás provocaba la idea extendida de que «casarse» era la alternativa normal a «tener vocación.» El matrimonio no era para aquéllos que fuesen llamados; más bien era para los desfavorecidos.
No sólo eso. El handicap principal que aparentemente sufrían quienes escogieron el matrimonio - su falta de autodominio - o se consideraba automáticamente remediado por el acto de casarse, o en todo caso ya no tener gran importancia. No es que al casarse se detenía el «arder» de la concupiscencia, sino que, una vez casado, se podría ceder tranquilamente a este «arder», cuya satisfacción quedaba legitimada por el hecho de estar casados. Aceptado este modo de ver las cosas, las relaciones conyugales, justificadas por estar orientadas a la procreación, quedan exentas de cualquier ulterior cuestión moral o ascética de control o de purificación. La concupiscencia - remediada - ya no constituye un factor molesto para las personas casadas, ni hace falta considerarla como fuente de imperfección, o enemigo al crecimiento del amor conyugal de los esposos o de su santificación ante Dios.
En la práctica, la idea de que el matrimonio era el remedium concupiscentiae parecía sugerir a muchos - a los fieles corrientes y a los pastores - que en el matrimonio se podría ceder a la concupiscencia con toda libertad. El único requisito para la satisfacción del apetito sexual dentro del matrimonio, era el de respetar la orientación procreadora del acto conyugal. Con tal de cumplir con esa condición, ni la moralidad ni la espiritualidad tenían ulteriores directrices que ofrecer.
Considero que la evaluación moral de la concupiscencia quedó parada en este punto: la indulgencia de la concupiscencia, siempre gravemente pecaminosa fuera del matrimonio, es legítima para los esposos - simplemente con tal que la orientación procreadora del acto matrimonial se respete. Éste aparece como el análisis moral casi universal de la concupiscencia sexual: hay un sólo lugar apropiado y lícito para su indulgencia, y ese es el estado matrimonial. El matrimonio, en otras palabras, legitima la concupiscencia. Ésta es la comprensión del «remedium concupiscentiae» que se ha establecido entre los teólogos y moralistas católicos - al punto de ser considerado casi axiomático.
La concupiscencia en el matrimonio por tanto no se considera como una fuerza que debw ser resistida, sino como algo sencillamente «remediado» por el matrimonio mismo. Ésta, sostengo, fue la actitud corriente, incluso bien entrado el siglo XX cuando se comenzaba en serio a proponer la idea de una «espiritualidad conyugal». Además, a pesar de la clara enseñanza del Concilio Vaticano II sobre la llamada universal a la santidad, incluyendo en particular a las personas casadas, la actitud sigue prevaleciendo hoy.
El siglo XX: optimismo poco realista - y realismo «pesimista» (?)
Con el vigésimo siglo, aparecen señales de un deseo de renovar la reflexión teológica y ascética acerca del matrimonio. En una línea «personalista», escritores como Herbert Doms y Bernard Krempel procuraron subrayar el valor humano de la cópula matrimonial como expresión del amor entre los esposos, aunque quedan en un nivel muy inadecuado de análisis antropológico. Doms vio la esencia del matrimonio en la unión física conyugal, que tendría como finalidad la realización de los esposos en cuanto personas. Negó que, para ser unitivo, el trato conyugal debe retener su orientación intrínseca a la prole, manteniendo que «el acto conyugal está lleno de sentido y lleva su propia justificación en sí mismo, independientemente de su orientación hacia la prole» [63]. Krempel no presta consideración a la prole como fin del matrimonio; el fin sería más bien la «unión vital» del hombre y la mujer, siendo el hijo sencillamente la expresión de esta unión [64].
Éste era un personalismo que operaba a un nivel muy superficial. Quizás en reacción, la Encíclica Casti connubii de Pius XI del año 1930, mientras daba nueva prominencia a la importancia del amor en el matrimonio, insistió que el «amor» es secundario al fin principal de la procreación. En línea con la establecida tradición, la Encíclica enseña que la satisfacción de la concupiscencia también es un fin que los esposos pueden buscar; pero no aborda el tema de la relación entre concupiscencia y amor matrimonial. En el matrimonio, dice, «hay, pues, tanto en el mismo matrimonio como en el uso del derecho matrimonial, fines secundarios -verbigracia, el auxilio mutuo, el fomento del amor recíproco y la sedación de la concupiscencia-, cuya consecución en manera alguna está vedada a los esposos, siempre que quede a salvo la naturaleza intrínseca del acto y, por ende, su subordinación al fin primario» [65].
Mientras avanzaba el siglo XX, hacía su aparición un nuevo (y quizás no suficientemente calificado) énfasis sobre la dignidad de la relación física sexual en el matrimonio. Sin duda esto dejó a muchos moralistas no demasiado contentos con la anterior opinión de que hay 'pecado venial' en el trato conyugal hecho sólo por placer. Más que buscar una posible solución de la cuestión a través de un análisis más profundo de la relación entre el amor y el impulso sexual, la tendencia era esquivar el tema. Por ejemplo, en la última edición de un manual extensamente usado antes del Vaticano II, se puede leer: «en la práctica no hace falta preocupar a los esposos si ejercen el acto conyugal en un modo normal y recto sin pensar de hecho en un fin particular. La razón es que el acto conyugal realizado de una manera natural fomenta el amor matrimonial, y este amor favorece el bien de prole, por lo que, como todos los autores enseñan, el trato conyugal es lícito» [66]. Esto evita la cuestión de si la cópula, para que sea una expresión verdaderamente natural del amor matrimonial, necesita ser purificada, hasta donde sea posible, de la concupiscencia que la acompaña.
En todo este tema, por contraste, el magisterio del tardío vigésimo siglo ofrece nuevas y imprevistas perspectivas. Juan Pablo II abrió su pontificado con una catequesis semanal detallada y sorprendente, ahora normalmente conocida como «la Teología del Cuerpo». Se prolongó desde septiembre del 1979 a noviembre del 1984. Ofrece una visión extremadamente profunda del fin y la dignidad de la sexualidad humana y la unión conyugal. También se explaya en la presencia y los peligros de la concupiscencia dentro del matrimonio.
En julio del 1982, tratando tanto del celibato virginal como del matrimonio como «dones de Dios», Juan Pablo II abordó ese pasaje difícil de Primera Carta de San Pablo a los Corintios: «es bueno para el hombre no tocar a una mujer. Pero a causa del peligro de incontinencia, cada hombre tenga su esposa y cada mujer su esposo»; y «digo a los no casados y a las viudas que les sería bueno si se quedasen como yo. Pero si no tienen don de continencia, que se casen; porque mejor es casarse que arder» [67]. El Papa planteó la cuestión: «¿Acaso en la primera Carta a los Corintios considera el Apóstol el matrimonio exclusivamente desde el punto de vista de un «remedium concupiscentiae», como se solía decir en el lenguaje teológico tradicional? Las citas hechas podrían dar la impresión de atestiguarlo. En proximidad inmediata a las formulaciones precedentes, leamos una frase que nos lleva a enfocar de manera diferente el conjunto de enseñanzas de San Pablo contenidas en el capítulo 7 de la primera Carta a los Corintios: «Quisiera yo que todos los hombres fuesen como yo (repite su argumento preferido en favor de la abstención del matrimonio); pero cada uno tiene de Dios su propia gracia: éste, una; aquél, otra» (1 Cor 7, 7). Por lo tanto, incluso los que optan por el matrimonio y viven en él, reciben de Dios un «don», «su don», es decir, la gracia propia de esta opción, de este modo de vivir, de dicho estado. El don que reciben las personas que viven en el matrimonio es distinto del que reciben las personas que viven en virginidad y han elegido la continencia por el reino de Dios; no obstante, es verdadero «don de Dios», don «propio», destinado a personas concretas, y «específico», o sea, adecuado a su vocación de vida. Así, pues, se puede decir que mientras en la caracterización del matrimonio en su parte «humana» (...) el Apóstol pone muy de relieve la motivación que tenía en cuenta la concupiscencia de la carne, a la vez con no menor fuerza persuasiva, destaca su carácter sacramental y «carismático». Con la misma claridad con que ve la situación del hombre respecto de la concupiscencia de la carne, ve también la situación de la gracia de cada hombre, en quien vive en el matrimonio e igualmente en el que ha elegido voluntariamente la continencia» (Audiencia General, 7 de julio del 1982).
De una lectura de este pasaje lo menos que puede decirse es que Juan Pablo II, aún no rechazando explícitamente el concepto del remedium concupiscentiae, sugiere que la enseñanza tradicional en la materia ha quedado unilateral, precisamente por no haber pesado las implicaciones del matrimonio en cuanto sacramento.
Algunos meses después, en 1982, la catequesis del Papa se volvió más directamente a la sacramentalidad del matrimonio. Una vez más mostró una clara reserva con respecto al concepto del matrimonio como remedio para la concupiscencia, e insistió más bien en que la gracia sacramental del matrimonio permite a los esposos dominar la concupiscencia y purificarla de su egoísmo dominante. «Basándose en estas fórmulas paulinas, se ha formado la opinión de que el matrimonio constituye un específico remedium concupiscentiae. Sin embargo, San Pablo, que, como hemos podido constatar, enseña explícitamente que el matrimonio corresponde un «don» particular y que en el misterio de la redención el matrimonio es concedido al hombre y a la mujer como gracia». Dentro de este misterio de redención, como lo ve el Papa, las gracias sacramentales del matrimonio, al apoyar la castidad conyugal, tiene un efecto especial para lograr la redención del cuerpo por el vencimiento de la concupiscencia. «Como sacramento de la Iglesia, es también palabra del Espíritu, que exhorta al hombre y a la mujer a modelar toda su convivencia sacando fuerza del misterio de la «redención del cuerpo». De este modo, ellos están llamados a la castidad como al estado de vida «según el Espíritu» que les es propio (cf. Rom 8, 4-5; Gál 5, 25). La redención (del) cuerpo significa, en este caso, también esa «esperanza» que, en la dimensión del matrimonio, puede ser definida esperanza de cada día, esperanza de la temporalidad. En virtud de esta esperanza es dominada la concupiscencia de la carne como fuente de la tendencia a una satisfacción egoísta (...) Los que, como esposos, según el eterno designio divino se unen de manera que, en cierto sentido, se hacen «una sola carne», están llamados también, a su vez, mediante el sacramento, a una vida «según el Espíritu», capaz de corresponder al «don» recibido en el sacramento. En virtud de ese «don», llevando como esposos una vida «según el Espíritu», son capaces de volver a descubrir la gratificación particular de la que han sido hechos participes. En la medida en que la «concupiscencia» ofusca el horizonte de la visual interior, quita a los corazones la limpidez de deseos y aspiraciones, del mismo modo la vida «según el Espíritu» (o sea, la gracia del sacramento del matrimonio) permite al hombre y a la mujer volver a encontrar la verdadera libertad del don, unida a la conciencia del sentido nupcial del cuerpo en su masculinidad y feminidad» (Audiencia, 1 de diciembre del 1982).
Este denso pasaje enseña en resumen que a través de la gracia específica del matrimonio, los esposos pueden purificar el acto conyugal del espíritu avaro y egoísta que inhiere en la concupiscencia, y así reafirmar la experiencia y el placer del trato matrimonial en sentido verdaderamente donativo. Esto señala un paso hacia adelante en la doctrina del magisterio de importancia extraordinaria. Volveremos a verlo en la sección séptima.
Posiciones e intuiciones nuevas continúan a aparecer en el magisterio de estas últimas décadas. En 1994 el Catecismo de la Iglesia Católica enseñó con toda claridad que, como resultado del pecado original, un mal operativo está presente en la naturaleza humana, y no en menor lugar en la atracción sexual entre el hombre y la mujer, también dentro del matrimonio. En una sección que lleva el título «El matrimonio bajo el régimen del pecado», el Catecismo insiste, «Todo hombre, tanto en su entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del mal. Esta experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura» (n. 1606). «Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos; su atractivo mutuo, don propio del creador, se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia» (n. 1607).
¡Una relación de concupiscencia! Realmente son palabras fuertes para describir una distorsión que tiende a afectar las relaciones entre los sexos desde la adolescencia a la vejez, también, como el contexto deja claro, en las relaciones entre cónyuges. Como es evidente, el Catecismo no aporta ningún apoyo a la idea de que la concupiscencia esté de alguna manera remedida - eliminada o dejada como algo sin importancia - por el hecho sencillo de casarse; más bien lo contrario.
Con toda ponderación, el Catecismo de la Iglesia propone ideas poco aptas para recibir una acogida fácil entre nuestros contemporáneos. Algunos las pueden tomar como muestra de que la Iglesia está todavía imbuida con un pesimismo agustiniano (o tomista) sobre la sexualidad. Tesis que habrá que rechazar firmemente: lo que aquí se enseña no es pesimismo sino realismo. Al señalar dificultades reales que acompañan el amor sexual y lo pueden amenazar, estos textos más bien llaman a los cristianos a una reflexión más profunda sobre los modos de resolver estos peligros, para que el mismo amor pueda crecer.