B. La concupiscencia y el amor conyugal: un análisis más profundo

B. La concupiscencia y el amor conyugal: un análisis más profundo
5. Lujuria; simple deseo sexual normal; deseo conyugal
Interesa aquí trazar unas distinciones muy finas: para empezar, entre lujuria y deseo sexual 'normal'. Cabe objetar: ¿pero no es cierto que el 'deseo sexual normal' es inseparable del algún elemento de lujuria? La misma objeción apunta a la necesidad de profundizar en el análisis de tres realidades: sexualidad, reacción sexual, y atracción sexual.
El concepto de 'normal' no debe referirse tanto a frecuencia como al orden. El desorden civil puede ser frecuente en ciertas situaciones; pero sólo un uso impropio del idioma lo clasificaría como normal. En la mayoría de las relaciones inter-sexuales la lujuria concupiscente se encuentra justo debajo de la superficie, presente y preparada para asentarse. Su constante presencia sugiere un desorden y indica de hecho un estado de anormalidad.
La moderna dificultad para entender la enseñanza de la Iglesia acerca de la sexualidad conyugal deriva en gran parte de no distinguir entre la lujuria y lo que es (o debe ser) el deseo sexual normal, es decir, entre el deseo sexual pujante y no regulado, dirigido principalmente a la autosatisfacción física, y la sencilla atracción sexual, que puede incluir un deseo de unión, y se caracteriza por el respeto y se deja regular por el amor. No se pueden equiparar estas dos tendencias. Juan Pablo II insiste en la distinción: «La llamada perenne (...) y, en cierto sentido, la perenne atracción recíproca por parte del hombre hacia la feminidad y por parte de la mujer hacia la masculinidad, es una invitación por medio del cuerpo, pero no es el deseo en el sentido de las palabras de Mateo 5, 27-28. El «deseo» [que], como actuación de la concupiscencia de la carne (también y sobre todo en el acto puramente interior), empequeñece el significado de lo que eran (...) esa invitación y esa recíproca atracción» (Audiencia, 17 de septiembre del 1980) [68].
La concupiscencia sexual es un desorden y por tanto siempre un mal. El deseo sexual (así como el placer sexual) no es un mal sino un bien, siempre que se dirija al amor conyugal, se le subordine, y así se convierta en parte propia de ese amor. El deseo sexual es parte del amor conyugal; la concupiscencia, aunque también presente en el matrimonio, no lo es. Por tanto su evaluación moral es totalmente distinta. La distinción debe ser evidente - pero sólo para quien pondere el tema concienzudamente y respete lo propio de los términos.
La concupiscencia sexual. La lujuria o la concupiscencia carnal se puede describir como el impulso absorbente hacia el placer y la posesión explotadora que, en nuestra condición presente, casi siempre acompaña al deseo sexual y tiende a dominarlo. Del punto de vista moral, es una fuerza negativa y un enemigo poderoso del verdadero crecimiento humano y espiritual.
La noción cristiana de la concupiscencia sexual sólo puede entenderse a la luz de la Caída. Los cristianos sostienen que el estado original del hombre y de la mujer en su mutua relación, era de gozosa armonía: con particular respecto a su sexualidad recíproca con su potencial para el aprecio y enriquecimiento mutuos, y para el amor unitivo y fructífero. La atracción mutua entre el hombre y la mujer naturalmente tiene su aspecto físico, y ésta también, como dice el Catecismo, es parte del «don propio del Creador» (n. 1607).
El pecado hizo naufragar esta paz fácil y armoniosa de la relación hombre-mujer. Después de la Caída, dice el Catecismo, «la armonía en la que [Adán y Eva] se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra» (no. 400); y, añade, este desorden marca la misma relación matrimonial: «la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones (cf. Gn 3,11-13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo [cupidine, en la versión latina] y el dominio» (ib.; cfr. 409).
Atracción sexual normal. No cabe hacer una sencilla equiparación entre la concupiscencia sexual por una parte y, por otra, la atracción sexual física o incluso el deseo de unión genital. Al amor romántico o idealista entre un muchacho y una muchacha adolescentes (que incluso en nuestro mundo moderno sensualizado todavía se encuentra frecuentemente) también puede acompañar un deseo de mostrar afecto corporal - un deseo lleno de una ternura y respeto que opera como una restricción poderosa no sólo sobre la concupiscencia, si busca afirmarse, sino también sobre expresiones corporales de amor que no serían adecuadas a la relación existencial real entre la pareja. Ésta es parte de la castidad que es natural a la incipiente sexualidad juvenil. No debe infravalorarse su vigor, también porque quienes en la adolescencia comienzan a despertarse a la sexualidad pueden tener un sentido más puro del misterio del cuerpo y una comprensión espontánea de la verdadera relación de las acciones corporales al amor humano.
Atracción (deseo) sexual, y atracción conyugal. En virtud de su complementariedad, los sexos naturalmente experimentan una mutua atracción que no siempre toma la forma de un deseo físico (aunque, como hemos mencionado, en nuestro estado presente el deseo desarreglado puede estar justo debajo de la superficie). La capacidad de apreciar y admirar características masculinas o femeninas bien desarrolladas es una señal de creciente madurez humana. Al irse conociendo las personas jóvenes, en el contexto del trato social normal entre hombres y mujeres, se desarrollan relaciones más particularizadas, de uno-a-uno, en correspondencia con lo que podría llamarse el instinto o atracción «conyugal». En su esencia este «instinto conyugal» es más espiritual que físico; en la comprensión cristiana corresponde al deseo natural de formar un compromiso y una sociedad vitalicia exclusiva con un esposo [69]. Cuando es el instinto conyugal lo que inspira a dos personas a prepararse para el matrimonio, las lleva a evitar cualquier relación física que de por sí expresaría una unión permanente que sin embargo no han aún libre y mutuamente ratificado. Es éste el sentido humano y antropológico de la castidad pre-matrimonial. En cuanto se casen, su unión conyugal física se convierte entonces en el acto conyugal que, realizado de una manera humana, da verdadera y singular expresión a su relación matrimonial. Al participar en este acto, en toda su significación, expresan la castidad matrimonial.
El choque entre el amor y la concupiscencia. Hemos mencionado antes el aire puro de un primer amor adolescente. A la atracción sexual le resulta desgraciadamente cada vez más difícil seguir respirando tal aire. El amor debe ser de hecho muy fuerte si ha de permanecer puro y delicado, generoso en el darse y no acaparador en el poseer, incluso cuando, en definitiva, tiene el derecho de poseer. Esto se aplica a toda amistad premarital entre los sexos, al noviazgo, y al mismo matrimonio.
Una amistad normal entre un chico y una chica adolescentes sólo puede ser sincera y crecer si los dos están en guardia contra la lujuria. Cuando la atracción entre adolescentes o entre un hombre y una mujer que han dejado la adolescencia, toma la forma de un amor más particularizado, entonces es aún más importante mantener el amor libre de toda lujuria. Para lograrlo, hacen falta claridad de mente y firmeza de voluntad. Cuando el amor es sincero, no resulta difícil detectar las diferencias que pueden surgir. Por una parte el instinto indiscriminado de la concupiscencia que impele a satisfacerse con la primera persona atrayente disponible; por otra, el instinto humano particularizado (el instinto conyugal ya presente) que invita a guardar el don de la sexualidad para una sola persona; y a respetar ese «uno» cuando se encuentre si todavía no se haya constituido un compromiso conyugal mutuo. Por supuesto que no es fácil seguir este instinto de respeto; pero cuando se trata de un amor verdadero, el instinto también será presente.
Pasamos a considerar ahora el caso donde una hombre y una mujer están unidos en el matrimonio [70], que es el contexto humano en el que si sitúa el amor en su plenitud. En el matrimonio es donde el choque entre amor y concupiscencia puede ser más dramático, ya que tanto depende del resultado. Recordemos el título - «el Matrimonio bajo el régimen del pecado» - del apartado del Catecismo en el cual se insiste en que la armonía fácil de la comunión original entre el hombre y la mujer ha sido rota por un «desorden que constatamos dolorosamente», el desorden de la concupiscencia que se impone cuando la mutua atracción sexual, en lugar de mantenerse llena de respeto y amor, «se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia» (n. 1607).
No resulta difícil aquí recordar los términos en los que San Agustín describe este desorden: el mal de la concupiscencia que los esposos necesitan «usar bien», o sea, dirigir a buen uso, pero que, si lo usan mal, es capaz de frustrarles y separarles. La idea de San Agustín es matizada y compleja, pero basta ponderarla bien para concluir que ni es pesimista ni está caracterizada por una connotación «anti-sexo» [71]. Quizás se podría dar una formulación «personalista» de su opinión afirmando que los esposos usan bien la mutua atracción sexual cuando, a través de una vigilancia constante, la levantan y mantienen al nivel de la vitalidad conyugal; y la usan mal cuando permitan que decaiga al nivel de mera unión animal.
El magisterio contemporáneo insiste de continuo que a cada ser humano hay que tratarlo como persona y nunca como cosa. Es una regla que vale para todas las relaciones humanas, pero de manera especialísima para la del matrimonio. El instinto conyugal - como lo hemos llamado - quiere relacionarse con el esposo como con a una persona, nunca como a un mero objeto de uso para la propia satisfacción física. En cambio, la concupiscencia carnal, también presente en el matrimonio, tiende en su energía egoísta a perturbar la relación amorosa que debe existir entre esposo y esposa y así impedir que la sexualidad matrimonial esté completamente al servicio del amor. Pretende usar a la otra persona. Su preocupación es la posesión y la satisfacción, no el don y la unión. «La concupiscencia, de por sí, no es capaz de promover la unión como comunión de personas. Ella sola no une, sino que se adueña. La relación del don se transforma en la relación de apropiación» (Audiencia 23 de julio, 1980).
6. Una evaluación moral más integral del acto conyugal
A estas alturas de nuestro estudio se impone una valoración moral más profunda de la sexualidad conyugal. La evaluación, hasta ahora prevaleciente, de la cópula conyugal - centrada casi exclusivamente en su función y finalidad procreadora - es deficiente y obsoleta. El magisterio reciente ha aclarado que la evaluación debe hacerse también en vista de la función unitiva del acto conyugal, precisamente teniendo presente que los dos aspectos, procreador y unitivo, son inseparables (cfr. Humanae vitae, no. 12).
El intento de poner una base moral más amplia queda fuertemente respaldado por el énfasis personalista - en la dignidad de la persona, en la unidad entre el cuerpo y alma, y en la unión entre los esposos - que se encuentra en la doctrina magisterial de los últimos 40 años. Está presente de manera notable en la Gaudium et Spes [72], sobre todo en el capítulo consagrado al matrimonio [73]. La Constitución propone un nuevo y importante principio para la evaluación del acto conyugal: «los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, ejecutados de manera verdaderamente humana [«modo vere humano»], significan y favorecen el don recíproco, con el que se enriquecen mutuamente» [74]. La insistencia que el acto conyugal debe realizarse «de una manera verdaderamente humana» levanta el entero tema de la relación física conyugal por encima de cualquier análisis meramente corporal-fisiológico. El acto conyugal es efectivamente una realidad física corporal; pero según «la humanidad» con la que se realizó (o no se realiza), expresará verdaderamente, o puede negar, la donación amorosa inherente en la relación matrimonial.
La afirmación de Gaudium et Spes de que la cópula conyugal expresa amor cuando se efectúa modo vere humano ha asumido nueva importancia con el Código de Derecho Canónico del 1983. Estas tres palabras caracterizan ahora la comprensión jurídica de la consumación del matrimonio. Se considera «consumado» un matrimonio «si los cónyuges han realizado de modo humano el acto conyugal apto de por sí para engendrar la prole» (c. 1061 §1). La frase calificativa no estaba presente en el canon correspondiente del Código piobenedictino (c. 1015, §1) y la jurisprudencia, en línea con la doctrina general de la teología moral, habitualmente limitaba la consideración de lo que constituye «un acto conyugal apto de por sí para engendrar la prole» a la sencilla realización física de la cópula a través de la inseminación natural. Esto ya no es adecuado. La introducción de la frase «de modo humano» parece excluir cualquier consideración del acto que se limitara exclusivamente a su entidad física [75]. La determinación de su valor para fines de la jurisprudencia canónica plantea problemas no pequeños pero, con independencia de cómo los canonistas tratan estas cuestiones, la frase es muy sugestiva desde los puntos de vista antropológico y ascético, y pide claramente una comprensión enriquecida de la cópula matrimonial. La implicación principal sería que la relación física conyugal no se lleva a cabo humano modo tan sólo porque esté abierta a la procreación. La naturaleza humana del acto consiste en ser también un acto de íntima autodonación al esposo propio y de unión con él o ella: una reconfirmación en el cuerpo de la opción singular que se ha hecho de la otra persona, reconfirmación que se expresa humanamente no sólo en el dar y recibir placer sino aun más esencialmente en el cuidado, respeto, ternura y reverencia que acompañan el acto físico.
Cabe plantear si, en el estado presente de la naturaleza humana, el acto sexual tiende a expresar todo esto de modo espontáneo y fácil. La mayoría de las personas estaría de acuerdo en que no es así o, por lo menos, no lo es fácilmente. Puede y debe expresar estas actitudes humanas, pero sólo lo hará con un esfuerzo porque, por decirlo así, se ha perdido mucho de la humanidad del acto conyugal. Será recuperada solamente por quienes conscientemente ejercen un control sobre la disposición centrada en sí mismo que tiende ahora a dominarlo. Pero, para no anticipar conclusiones que vendrán mejor después, continuemos con las implicaciones de la frase «modo vere humano exerciti».
La misma frase sugiere la disyunción: mientras el trato conyugal puede cumplirse de una manera «verdaderamente humana», que le confiere su dignidad como medio de expresar y fomentar el amor conyugal, puede también realizarse de un modo que, siendo menos que verdaderamente humano, ni expresa propiamente el amor conyugal ni lo fomenta.
El acto conyugal es una acción físico-corpórea cargada de significado humano que - conviene subrayarlo - deriva no menos de su aspecto unitivo que del procreativo, ambos en inseparable conexión. Las medidas anti-procreativas destruyen la función unitiva del acto; pero es también verdad que las prácticas o modos de proceder anti-unitivos, aun cuando se respete la orientación procreadora, minan el significado humano del acto. Una unión efectuada con espíritu de avara apropiación expresa pobremente el mutuo don amoroso que debe señalar la verdadera conyugalidad; y lo mismo vale por una unión motivada principalmente por el egoísmo. Aquí estamos tocando las dimensiones particularmente humanas del acto conyugal. Y la moralidad (aquí 'moralidad' es tanto como decir 'calidad verdaderamente humana') del acto debe considerar la especial dimensión moral que surge del egoísmo (centrado en sí) o del altruismo (centrado en el otro) que cada uno de los esposos vive en sus relaciones íntimas conyugales.
La sola «biología» no es capaz de proporcionar la verdadera dimensión moral y humana del trato conyugal ya que no puede ser considerado exclusivamente como un acto corporal dirigido a la procreación biológica. Es de hecho un acto humano de unión entre los cónyuges, de unión no sólo de sus cuerpos sino también de sus mismas personas. El acto corporal debe en todo respeto expresar la unión amorosa de las personas. Como leemos en Familiaris Consortio: «la sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan uno a otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano, solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte. La donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona» (n. 11). La última frase de este pasaje sugiere la meta - el desafío - moral que se plantea a los esposos: que cada aspecto de su vida conyugal ha de ser señalado por una participación amorosa, que consiste en darse generosamente sin tomar de modo egoísta.
¿Qué elemento hace que el acto conyugal sea unitivo?
Es un hecho extraordinario que hasta nuestros días se haya dedicado tan poco esfuerzo en analizar y poner en claro lo que convierte la cópula sexual en una singular expresión de amor y de autodonación conyugales. El formidable y tan extendido movimiento contraceptivo del siglo pasado, con su pretensión de que el acto conyugal es plena y singularmente expresivo del amor y de la unión matrimoniales aun cuando se excluya artificialmente su orientación procreadora, obligó a un análisis antropológico más profundo de las razones por las que esto sencillamente no es así.
La orientación procreadora del acto conyugal es evidente e innegable. El movimiento contraceptivo propone varios métodos físicos o químicos de negar o deshacer este proyecto procreador, sosteniendo a la vez que el uso de estos métodos de ninguna manera causa que el acto resulte menos expresivo de la relación singular de los socios como esposo y esposa, es decir, menos un acto de unión conyugal.
En otra parte hemos examinado la falacia inherente en este argumento contraceptivo [76], ya que lo que convierte la relación física sexual entre los esposos en expresión singular de la distintiva unión conyugal es precisamente la participación en el mutuo poder procreador complementario. De ahí, si la orientación procreadora del acto queda deliberadamente frustrado por medio de la contracepción, entonces ya no une a los esposos en ninguna manera que sea distintivamente conyugal. Ya no es el acto conyugal - la expresión física más inconfundible de plena entrega mutua y de unión permanente en el amor. De hecho ya no es un acto sexual en un sentido verdaderamente humano, porque no implica ningún trato o comunicación sexual real. Los esposos se niegan a tener una verdadera conversación carnal entre si, usando más bien cada uno el cuerpo del otro para una finalidad de placer. Pero el mero intercambio de placer entre los dos ni expresa la unión conyugal ni la efectúa, ya que no hay nada en ese placer que saque a la persona de su soledad, uniéndola más con la otra. Este rechazar la unión, este voluntario quedarse en la soledad, tiende inexorablemente a la separación de los esposos. La contracepción puede ser mutuamente gratificante pero de ninguna manera unificante; tiende más bien a cerrar a cada esposo en sí en una satisfacción aislante. Por tanto no es del todo exagerado hablar de ella como mutua experiencia de sexo solitario [77].
El egoísmo, enemigo del amor conyugal
El amor sale de sí mismo hacia el amado, busca el bien del otro. El amor es donativo y, aunque tiende naturalmente hacia la unión, el mero deseo de poseer o de tomar no es de la naturaleza del amor verdadero. De ahí, la dificultad para el egoísta (nosotros todos, desde la Caída) de aprender a amar, porque debe esforzarse para que altruismo (centrado en el otro) tome prioridad sobre el egoísmo, centrado en sí.
Amar a otra persona con todo el corazón es difícil; de hecho no es posible sin una batalla constante para purificar las propias acciones y motivos, ya que algún elemento de egoísmo suele permanecer en la mejor de nuestras acciones. Esto vale también para la vida conyugal; es en los detalles pequeños donde el amor se muestra, donde crece o mengua. Si todos los aspectos de la vida conyugal necesitan la purificación, ¿no será esto verdad también para la relación conyugal la más íntima de todas?
Si predomina el egoísmo en las relaciones entre los sexos, entonces el concurso sexual, incluso el concurso matrimonial, no es principalmente una expresión de amor. La satisfacción natural del impulso sexual es legítima dentro del matrimonio; pero incluso allí puede llevar consigo un grado de egoísmo que es contrario al amor - teniendo el efecto de poner trabas al amor más que expresarlo o aumentarlo. «La concupiscencia de por sí empuja al hombre hacia la posesión del otro como objeto, lo empuja hacia el 'goce, que lleva consigo la negación del significado nupcial del cuerpo. En su esencia, el don desinteresado queda excluido del 'goce' egoísta» (Audiencia del 30 de julio, 1980).
Es necesario insistir en que la cópula conyugal puede y debe ser una máxima expresión humana del amor y de la donación matrimonial totales. Debería expresar una plena autodonación - centrada, idealmente, en lo que se entrega al otro más que en lo que uno mismo consigue. Con todo, puede ser un acto de mera satisfacción egoísta. Éste ha sido siempre un problema principal con el cual la espiritualidad conyugal y la búsqueda de la perfección en el matrimonio han de enfrentarse.
La lujuria se cuenta entre los apetitos más radicalmente egoístas. En sí impulsa hacia un juntarse de cuerpos que efectúa de hecho una separación de personas, porque quienes se dejan llevar por ella en sus relaciones mutuas quedan después más separados entre sí que antes.
Como resultado de la Caída, dice Juan Pablo II, la sexualidad corporal «fue bruscamente sentida y comprendida como elemento de recíproca contraposición de personas... Como si el perfil personal de la masculinidad y feminidad, que anteponía en evidencia el significado del cuerpo para una plena comunión de las personas, cediese el puesto sólo a la sensación de la 'sexualidad' respecto al otro ser humano. Y como si la sexualidad se convirtiese en 'obstáculo' para la relación personal del hombre con la mujer» (Audiencia del 4 de junio, 1980).
Volvemos a esas fuertes afirmaciones del Catecismo de la Iglesia Católica (en la sección entitulada «el Matrimonio bajo la esclavitud del pecado»): la experiencia del mal «se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura» (n. 1606). «El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos; su atractivo mutuo, don propio del creador, se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia» (n. 1607).
Juan Pablo II no duda en expresarlo de una manera aun más sorprendente, provocando una reacción que revela cuán lejos está nuestro mundo de apreciar los verdaderos desafíos del amor conyugal. Comentando las palabras de Jesús sobre cómo es reo de adulterio «en el corazón» (cfr. Mt 5:27-28) quien mira lujuriosamente (sin cualquier acción exterior ulterior), señala que esto puede aplicarse a un hombre hasta respecto a su propia esposa: «El adulterio en el corazón se comete no sólo porque el hombre 'mira' de ese modo a la mujer que no es su esposa, sino precisamente porque mira así a una mujer. Incluso si mirase de este modo a la mujer que es su esposa cometería el mismo adulterio en el corazón... El hombre que 'mira' de este modo 'se sirve' de la mujer, de su feminidad, para saciar el propio 'instinto'. Aunque no lo haga con un acto exterior, ya en su interior ha asumido esta actitud, decidiendo así interiormente respecto a una determinada mujer. En esto precisamente consiste el adulterio 'cometido en el corazón'. Este adulterio 'en el corazón' puede cometerlo también el hombre con relación a su propia mujer si la trata solamente como objeto de satisfacción del instinto» (Audiencia del 8 de octubre, 1980).
¿Es exagerada esta afirmación? ¿Muestra una visión pesimista o maniquea de la relación sexual conyugal? ¿O es una posibilidad real a ser tenida en cuenta? ¿Puede un hombre codiciar a su esposa; o vice-versa? Si puede, ¿es esto algo bueno o malo para la vida conyugal? ¿O cabe mirarlo con indiferencia?
¿No debe ser la esposa o el esposo objeto de una tipo de deseo distinto y más noble que la sencilla autosatisfacción? Entonces, ¿resulta tan sorprendente la opinión de Santo Tomás que «consentiens concupiscentiae in uxorem» no es culpable de pecado mortal, pero sí de pecado venial [78]? Cabe, si se quiere, ver en esto una actitud maniquea; cabe también sin embargo verlo como un desafío hacia el amor y la virtud. En la medida en que la cópula esté dominada por la lujuria, dista mucho de la virtud. Se convierte en verdaderamente virtuosa en la medida en que es una genuina expresión de autodonación.
La concupiscencia, con su deseo egoista de satisfacción física, amenaza la plena autenticidad del trato conyugal en cuanto expresión de amor-unión. La concupiscencia ha provocado «una infracción, una pérdida fundamental de la primitiva comunidad-comunión de personas. Esta debería haber hecho recíprocamente felices al hombre y a la mujer mediante la búsqueda de una sencilla y pura unión en la humanidad, mediante una ofrenda recíproca de sí mismos (...) Después de la ruptura de la Alianza originaria con Dios, el hombre y la mujer se hallaron entre sí, más que unidos, mayormente divididos e incluso contrapuestos a causa de su masculinidad y feminidad (...) No están llamados ya solamente a la unión y unidad, sino también amenazados por la insaciabilidad de esa unión y unidad» (Audiencia del 18 de junio, 1980).
La presencia de la concupiscencia-lujuria dentro del matrimonio es innegable. Y a estas alturas de nuestro estudio, lejos de poder confirmar que el matrimonio ofrezca un remedio para la concupiscencia, comprendemos que la concupiscencia, al introducir un elemento anti-amor en la relación sexual, plantea una amenaza al matrimonio y particularmente al mismo amor conyugal. ¿Cómo entonces, dentro de una comprensión verdaderamente cristiana del matrimonio como una llamada de amor y como una vocación a la santidad, deben las personas casadas tratar la presencia de la concupiscencia - ese elemento egoísta presente en su unión íntima?
¿Abstinencia?
Hasta ahora, los esposos que realmente buscaban vivir su relación conyugal como Dios desea, con el fin de santificarse en y a través de su matrimonio, recibieron poca orientación del magisterio de la Iglesia - excepto quizás la idea de que una cierta abstinencia es un medio recomendable no sólo de planificación familiar sino de positivo crecimiento en santidad conyugal [79]. La abstinencia entendida de esta manera parecía a menudo presentarse como el ideal, o por lo menos como medio principal a la unión con Dios y la santificación de la vida personal. Se percibe aquí (y éste es el meollo del problema) la continuación de cierta presunción subyacente que la unión física matrimonial es algo tan «anti-espiritual» que los esposos harían mejor y crecerían más en amor hacia Dios de abstenerse de ella antes que buscarla. Tal presunción debe ser firmemente rechazada.
Si el matrimonio es en sí mismo un camino divino de santidad, entonces todos sus elementos naturales, incluyendo por supuesto las íntimas relaciones conyugales, son materia de santificación. Desde luego (como veremos a continuación) estas relaciones deben ser marcadas por la templanza; sin embargo la total abstinencia de las tales relaciones no puede proponerse como un ideal o como meta ascética para las personas casadas [80]. Una abstinencia total como medio para superar al problema de lujuria, no es una propuesta práctica para las personas casadas; y sin embargo la lujuria tiene que ser resistida.