Sociedad permisiva y sociedad violenta
A mucha gente hoy día le da la impresión de que el mundo actual está hundiéndose en la violencia. Seguramente, cara a tantos actos de brutal criminalidad y del mas feroz terrorismo, alguna vez nos habremos preguntado: ¿cómo puede ser que existan personas tan irresponsables, tan carentes de todo sentido moral, tan violentas?
Es posible que la contestación a esta pregunta se halle parcialmente en nosotros mismos. Todos podemos ser de algún modo culpables de la creciente violencia del mundo que habitamos; lo somos, desde luego, en la medida en la que toleramos -y muchísimo más si contribuimos a crear— la llamada sociedad permisiva... Si esta afirmación choca, será seguramente porque no conocemos bien la naturaleza de lo que se ha dado en llamar la sociedad permisiva, y no nos hemos parado a pensar en cómo se crea, y en qué va a parar.
Por eso intentaré, en estas páginas, describir algo de las características y de la filosofía de la sociedad permisiva, y apuntar algunas de las maneras por las que —consciente o inconscientemente— podemos contribuir a crearla, haciéndonos así responsables, al menos en parte, de todo lo que esta sociedad —que, no nos engañemos, nos va rodeando por todas partes— trae consigo. E, insisto, una de las cosas que trae consigo es la violencia.
La lógica de esta última afirmación es bastante sencilla. Una sociedad permisiva significa una sociedad que no reconoce principios morales fijos. Una tal sociedad genera, de modo inevitable, una gran masa de personas irresponsables. Y cuando la masa de la gente es irresponsable, un porcentaje cada vez mayor va a dejarse llevar por la violencia.
Dentro de la filosofía de una sociedad permisiva, un solo principio existe para poner trabas a la conducta personal, y es que esa conducta no debe ser anti-social. Pero, con esta salvedad, no hay nada que sea realmente malo; cualquier acción puede estar bien; todo depende de lo que cada individuo piense o prefiera hacer. Ahora bien, cuando la gente joven se ha formado en una sociedad donde les han enseñado que no hay valores morales absolutos y objetivos, que todo es relativo y subjetivo, no es probable que, en la práctica, coloquen un supuesto interés de la colectividad por encima de sus deseos o caprichos personales.
Cuando a la masa de la gente joven se le ha enseñado que nada debe considerarse sagrado, que nada merece un respeto absoluto, la consecuencia lógica es que muchos terminen de hecho por no respetar nada en absoluto, por no respetar ni lo personal ni lo social; ni propiedad, ni ley, ni libertad, ni vida. Poco falta para convertirles en criminales o terroristas. Y si algunos dan este paso, es bueno recordar que es la misma sociedad que desprecian, roban o aterrorizan la que ha ayudado a empujarles hacia el vacío.
Pero la tesis de que la sociedad permisiva crea un clima que fomenta la violencia puede demostrarse con razones todavía más claras. La permisividad, a fin de cuentas, se centra preferentemente en la cuestión sexual. Y será obvio a todo el mundo —o, al menos, a los que tengan un grano de sentido común— que la sexualidad es un área de la conducta humana llena de una potencialidad violenta. Esto es un hecho que no se podría negar sin quedarse incapacitado para explicar el fenómeno de la violación y otros capítulos enteros de la historia de la criminalidad.
De un modo contrario a lo que viene sugerido por una persistente propaganda moderna, el sexo —o la sexualidad— y el amor no son lo mismo. El instinto sexual, subordinado al amor, a su evidente función procreativa es una realidad noble, una dádiva divina, que encuentra su expresión propia en el amor matrimonial. Pero el instinto sexual es el instinto humano más rebelde y explosivo. No acepta fácilmente el estar subordinado a ninguna otra realidad. Despertado el instinto, tiende a buscar la satisfacción inmediata; y la tiende a buscar sin relación a otra cosa. La busca como un fin en sí.
Las paradojas del ser humano son muchas. Y son especialmente intensas en esta esfera de la sexualidad. La sexualidad que, con un esfuerzo, puede quedar integrada dentro de la facultad humana más noble —la facultad de amar— puede también —si no se hace el esfuerzo— convertirse en una de las expresiones más brutales y violentas del egoísmo humano'. La sexualidad no controlada es como un animal salvaje. Es destructiva. La primera cosa que destruye, en su egoísmo, es el amor, porque el amor y el egoísmo se excluyen mutuamente. Y es capaz de destruir otras muchas cosas además.
Ahora bien, nuestras sociedades permisivas modernas no solamente enseñan a la gente que existe poca o ninguna obligación de controlar la violencia de sus impulsos sexuales, sino que tienden a rodearla con estímulos sexuales constantes. El resultado inevitable es una ola creciente de violencia.
Los filósofos de la permisividad preferirían silenciar la existencia de un elemento violento en la sexualidad. No son, sin embargo, tan ingenuos como para afirmar que no existe. Si se les presionara, probablemente dirían que el elemento violento en la sexualidad no es malo en sí, que lo único que es malo es la sexualidad que hace violencia a los demás, o sea, en contra de su voluntad. Una sociedad permisiva, por tanto, seguiría considerando que la violación está mal. Pero sostendría que cualquier otra forma de conducta sexual debería ser considerada moral, social y legalmente aceptable: no sólo cualquier cosa que se le antoja a un individuo hacer personalmente, en la esfera de sus pensamientos o acciones sexuales, sino también cualquier acción que dos o más personas —casadas o solteras, del mismo sexo o de sexo opuesto— consientan en hacer juntas.
Sin embargo, si sometemos la permisividad a un buen escrutinio, sacaremos la conclusión de que —independientemente del grado de consentimiento— la sexualidad permisiva siempre infiere violencia a alguien. Si examinamos la larga lista de «logros» permisivos, en el terreno del sexo o de la conducta relacionada con cuestiones sexuales, podemos mantener, con verosimilitud, que se inflige bastante violencia moral en el caso de la infidelidad matrimonial (se violenta el derecho de uno de los esposos a que el otro se porte lealmente con él), y muchísimo más todavía en el caso del divorcio (aparte de la cuestión de los derechos de los esposos, se hace una violencia tremenda a los derechos de los hijos. ¿Es normal que los hijos consientan en un divorcio? ¿No se hace una violencia brutal a su deseo de que su padre y su madre sigan viviendo juntos, amándose o al menos aguantándose, y así manteniendo la unidad y la paz del hogar?). Si tomamos el caso del aborto, es innegable que la máxima violencia física —el dar muerte a un niño inocente— constituye su esencia. Una sociedad que legaliza el aborto está legalizando la violencia [2]. De ahí que la sociedad que no lucha contra los abortistas tendrá pronto que luchar contra los terroristas. Pero será una batalla que no ganará. Porque el terrorismo no se puede combatir eficazmente sólo con la policía o la fuerza armada. No hay otro modo de combatirlo y erradicarlo, si no es a base de educar a la gente en los principios morales de la conducta personal y de la convivencia social, sobre todo en el principio fundamental del respeto hacia la vida humana.
Violencia y pornografía
En todo caso, aun si pasáramos por alto estos casos de violencia infligida a otras personas —casos de los que la sociedad permisiva se hace responsable—, será claro que la persona que dé rienda suelta, en cualquier circunstancia, a sus impulsos sexuales inflige violencia a sí misma; permite violencia dentro de sí misma. He aquí la razón esencial por la que una sociedad permisiva lleva a toda suerte de violencias. Desde que se inculca la idea de que está perfectamente bien estimular dentro de uno mismo, e intentar satisfacer, los impulsos violentos dé la sexualidad, entonces se hace progresivamente más difícil, y a la larga imposible, enseñar o convencer a la gente de que hace mal si se deja llevar por otros impulsos violentos: el odio, la venganza, o el deseo de robar o matar... Es perder el tiempo decir a una persona que debe respetar a la sociedad o respetar a los demás, si a la vez le estás diciendo que no está bajo ninguna obligación de respetarse a sí mismo.
En todo caso, la tesis de que la pornografía lleva a la violencia no es sólo una cuestión de sentido común. Es ya a estas alturas —y triste es hacerlo constatar— un hecho bien documentado. Uno de los estudios contemporáneos más profundos y más autorizados que se ha hecho sobre la pornografía es, sin duda, el «Informe Longford», publicado en Inglaterra hace varios años, fruto de las investigaciones de un Comité de las figuras más prestigiosas de la vida pública inglesa: escritores, psicólogos, políticos, etc. Su capítulo tercero, bajo el título de «Violencia y Pornografía», demuestra cómo la pornografía tiende progresivamente a exaltar los aspectos violentos —los aspectos de sadismo o masoquismo— de la sexualidad; cómo la pornografía se ha empleado —conscientemente— como un medio para fomentar la violencia política (por ejemplo, en la Alemania de Hitler) o la inestabilidad social (piénsese en las tácticas marxistas en tantos países occidentales); y cómo la pornografía más brutal —la hard-core— fomenta el odio, la agresión y la alienación, y es claramente una causa' principal en la creciente criminalidad y violencia de las sociedades occidentales.
¿Volver a la censura?
La situación clama a los cielos, y pide a gritos que se mantenga o se instaure algún tipo de control eficaz. De hecho —y a pesar de que me veo en la necesidad de emplear una de las palabras más impopulares del léxico moderno—, yo diría que la situación pide algún tipo de censura...
«¿Censura? —parece que oigo la reacción incrédula de algún lector—, «¿pero se puede, a estas alturas, hablar seriamente de la censura?» Sí; muy seriamente. Pero la censura de la que voy a hablar no es la que el lector desconfiado quizás piensa. Es, sobre todo, esa auto-censura de la que hablamos antes [3]. El tema merece alguna ulterior consideración.
Sí; ya sé que el hombre contemporáneo se precia de considerar la libertad como uno de sus bienes más preciosos; y que clasifica la censura como uno de los mayores enemigos tradicionales de la libertad. Sé también que él cree —o, por lo menos, afirma— que la progresiva abolición de la censura ha permitido que millones de personas adultas gocen ahora de una nueva libertad de la que antes estuvieron privadas.
Que me sea permitido entonces asegurar al lector incrédulo que yo, al menos, no tengo ningún deseo de privar a la masa de la gente de su libertad; todo lo contrario. Pero sí quiero sugerir que, aunque lo que queremos hoy es una mayor libertad, no es lo que estamos consiguiendo. Lo que estamos consiguiendo es la anarquía sexual, y aquello a lo que estamos siendo sometidos es la explotación y la esclavitud sexual. No se puede concebir nada que esté más lejos de la verdadera libertad.
Libertad y explotación
«Libertad para todos.» Parece un lema noble. Pero la historia ha demostrado que libertad para todos suele significar una libertad cada vez mayor para los fuertes, los ricos, los listos, o los sin escrúpulos, y una libertad cada vez menor para el resto de la humanidad. Significa libertad para unos pocos y algún tipo de servidumbre para la gran mayoría.
Hace 150 años, la libertad absoluta en la esfera comercial o industrial fue una doctrina predicada con vehemencia universal. Sin embargo, casi nadie la defiende hoy en día. La historia del liberalismo decimonónico, en estos campos, ha probado que unos pocos hombres —si no son limitados por alguna forma de control gubernamental— tienden a explotar a las masas.
¿Nos vamos a sorprender entonces si resulta que pasa algo semejante cuando se aplica, a la esfera sexual, el principio liberal de la libertad sin límites? Solamente los muy ingenuos podrían negar que uno de los primeros resultados de la abolición de la censura estatal ha sido el de elevar la pornografía al nivel de un negocio de millonarios. Tampoco es difícil señalar algunos de los factores que convierten la pornografía en un negocio tan lucrativo, y entender, en consecuencia, cómo poderosos intereses económicos están empeñados en mantener tanto el prejuicio público contra la censura como la ficción de la libertad, que permite que el mercado prospere.
Si es posible estimular, y luego explotar, un apetito artificial como el apetito de fumar, es bastante obvio que debe ser mucho más fácil explotar —estimulándolo— un apetito tan natural y tan fuerte como es el apetito sexual. En cuanto al tabaco, la gente joven tiene, de entrada, lo que, en argot comercial se suele llamar «resistencia a la compra». En general su primera experiencia de fumar un pitillo no les gusta. Por lo tanto, el fabricante de tabaco debe estimular otros motivos. De modo que —a base de campañas directas de publicidad— crea un clima social donde el fumar es considerado como señal de virilidad, de madurez, de superioridad, etc. El pornógrafo se dirige a un público que, bajo un aspecto, es bastante más fácil o vulnerable. La pornografía atrae poderosamente al instinto animal del ser humano. Pero, a la vez, repugna a su conciencia natural, a su instinto religioso y —especialmente en el caso de la mujer— al sentido de modestia. Por tanto, hay que vencer estas fuerzas que crean una «resistencia a la compra». Y se vencen a base de fomentar un clima social donde a la licencia sexual se le llama libertad, y el control, la reserva o la delicadeza en lo sexual es condenado como algo pasado de moda, Victoriano, anti-natural, creador de inhibiciones, etc. La propaganda publicitaria aquí se hace indirectamente. Pero constituye una auténtica ofensiva. Y, en el comercio pornográfico, los publicitarios —inconscientes quizás, sin sueldo quizás— se encuentran entre filósofos, novelistas, artistas, guionistas, psicólogos, periodistas, políticos...
Otro punto importante es que el ideal del vendedor, en cualquier negocio, es el cliente habitual, el consumidor habituado. El mercado del tabaco es tan seguro y tan lucrativo porque se dirige a compradores «cautivados», y a veces hasta totalmente cautivos.
Lo mismo puede afirmarse del comercio del alcohol. Cuando lo que se vende son las drogas o el sexo, se puede hablar incluso de compradores esclavizados. La explotación de los esclavos —sobre todo cuando la gente paga para ser esclavos— es método que no falla para que un hombre sin escrúpulos haga fortuna. ¡Y todo en nombre de la libertad!
Los hombres de la calle —de la sociedad liberal industrializada del siglo pasado— gozaban de poca fuerza para resistir la explotación de sus vidas, aun cuando querían resistir. O trabajaban o morían de hambre. Son millones los hombres de hoy que son objeto de una explotación que —por lo general— no les reduce a la necesidad de vivir en chabolas, que consiste no en su opresión material, sino en su degradación espiritual y humana, lo que representa una explotación infinitamente peor. Sin embargo, si comparamos la situación con la del siglo pasado, es evidente que los ciudadanos de la moderna sociedad liberal y permisiva pueden resistirse a ser explotados, si quieren. Lo triste es que muchos, por lo que se ve, no quieren hacerlo.
En los comienzos del capitalismo liberal de laissez-faire, la política de los gobiernos era de un no-intervencionismo total. Por fin se despertó la conciencia del público, las masas empezaron a organizarse, y —bajo esa creciente presión pública— los gobiernos se vieron progresivamente más obligados a enfrentarse con su responsabilidad de intervenir e impedir la explotación de los débiles. Hoy parece que hay poca conciencia pública en cuanto a la explotación y degradación sexuales, y por tanto se hace poca presión sobre los gobiernos, para impedirlas. Mientras el público no se despierte, no se hará nada eficaz para remediar la situación.
Madurez y corruptibilidad
¡Cuánta falsedad estamos creando en torno a este tema! ¡Como si los adultos fuésemos tan distintos de los adolescentes! ¡Como si lo que puede corromper a un joven de 16 años no pueda corromper a un adulto de 36 ó 56 años! ¡Como si a los 18 años el hombre, por ser ya considerado maduro, puede ser considerado incorruptible!
Es imposible que este tema no empiece a preocupar seriamente. Y, sin embargo, una y otra vez, en un país y en otro, en artículos y estudios, se encuentra un planteamiento que, para no tacharlo de insincero, solamente se puede describir como increíblemente superficial. El planteamiento, brevemente expresado, es: «censura, para los jóvenes, desde luego; pero, para los adultos, ¡ni hablar!».
En efecto, se pide a las autoridades públicas que tomen medidas eficaces para que los jóvenes puedan moverse en un ambiente libre de los acicates a la corrupción representados por la pornografía; y, a la vez, se rechaza la idea de cualquier medida para que el ambiente en que se mueven los adultos, se libere de los mismos acicates corruptivos.
Se está de acuerdo, por una parte, en que la pornografía es una amenaza a la libertad de los jóvenes y un peligro para su normal desarrollo psíquico y afectivo; estando igualmente de acuerdo, por otra parte, en que la censura es una amenaza a la libertad, y una afrenta a la madurez, de personas adultas.
Parece increíble que se pueda seriamente mantener esta doble postura. Salta a la vista, en primer lugar, la imposibilidad práctica de lograr nada útil sobre bases tan contradictorias: las «libertades» que se reclaman para los adultos harán necesariamente ineficaces los controles que se proponen para los jóvenes; los jóvenes y los adultos no se mueven en dos mundos totalmente distintos, ni son sus «ambientes» tan fácilmente separables en la práctica. Pero, además, lo que no se entiende en absoluto es sobre qué concepto del hombre o de la sociedad se pretende basar el planteamiento.
De basarse en algo habría que basarse, supongo, en una de estas dos suposiciones:
a) que, alcanzada cierta edad o nivel de madurez, uno ya no corre ningún peligro de ser afectado o corrompido por la pornografía;
b) que, a una cierta edad, es un asunto propio —y de nadie más— si uno quiere corromperse. Examinemos cada una de estas dos suposiciones.
Inteligente, sincero, normal...
Creo que es posible adoptar la primera postura —que los años dan una inmunidad contra la pornografía— solamente como resultado de haber «desconectado» la mente. Por tanto, la única terapéutica que puede servir en tal caso, es una terapéutica tipo «shock», para que la gente empiece de nuevo a pensar. Dado que uno de los principios frecuentemente enunciados (aunque no siempre practicados) en la sociedad permisiva es que sólo los presuntuosos juzgan a los demás, mi terapéutica para tratar el caso que estamos considerando intenta evitar el juzgar a los demás, y procura en cambio que cada uno se juzgue a sí mismo. Debería añadir que no me han faltado ocasiones de aplicar la terapéutica entre jóvenes no menos que entre adultos. Esto desgraciadamente también tiene su lógica. Cuando los adultos se comportan y hablan como si su «madurez» les hubiera inmunizado de cualesquiera efectos degradantes de la pornografía, los jóvenes —quienes, para bien o para mal, tienden a imitar a sus mayores— rápidamente adoptan la misma postura, y se apresuran a afirmar que ellos también son maduros e igualmente inmunizados... Bien; pero veamos un caso concreto y la aplicación de la terapéutica.
Viene un chico o una chica de 15 ó 17 años y me dice: «Yo he leído o visto tal obra —una novela o una película sobradamente conocida como pornográfica— y realmente no encontré nada especial en ella. No me afectó...». Suelo contestar a esta seudo-madurez más o menos de la siguiente manera: «Bueno; claro, yo no te puedo juzgar. Tienes que juzgarte a ti mismo. Pero lo que sí puedo afirmar es que la persona que ha visto aquella película o leído aquel libro y dice que no le ha afectado no puede ser tres cosas al mismo tiempo. No puede ser inteligente, sincera y normal, todo a la vez. Puede ser dos de estas cosas, o poseer dos de estas cualidades, pero no las tres juntas.» Y explico: «Si tú, que dices que no has sido afectado por esta obra, eres normal y sincero (o sea, si eres una persona normalmente constituida en cuanto a la sexualidad, y a la vez crees realmente que me estás diciendo la verdad, que no te ha afectado) entonces no eres inteligente, no eres profundo, no te conoces de verdad. Porque esta obra afecta a todas las personas normales. Por tanto, te ha afectado a ti, sin que te hayas dado cuenta...»
«Claro, el caso puede ser distinto. Existe una segunda posibilidad: que seas normal e inteligente; o sea, tienes reacciones sexuales normales y te conoces. Pero en ese caso no estás siendo sincero. Claro que aquella obra te ha afectado, y tú lo sabes. Pero no me estás diciendo la verdad...»
«Pero, naturalmente, ésa es una posibilidad que tú mismo debes juzgar. Lejos de mí el formular ningún juicio. Tú te conoces. Porque, a fin de cuentas, hay una tercera posibilidad: que eres sincero e inteligente; o sea, que realmente te conoces y realmente me estás diciendo la verdad. En otras palabras, que aquella obra realmente no te ha afectado... Pero, entonces, tú eres... Bueno, pues me temo que algunas conclusiones son demasiado obvias...»
Más de una vez ha venido la reacción indignada: «Oiga, yo no soy "eso"». A lo que contesto: «Yo nunca dije que lo fueras. Yo sólo señalo alternativas. Te toca a ti aplicarlas».
Seudo-madurez
Ahora bien: ¿creemos que estas alternativas son valederas sólo para los adolescentes? ¿Los adultos no somos también capaces de una seudo-madurez? ¿Hasta qué punto hay que desconectar la mente para poder afirmar que una persona puede ser corrompida a los 16 años y no a los 36? Si una persona de hecho se corrompe a los 16 años, es de suponer que, con el paso de los años, se convertirá en un adulto corrompido. Y entonces habría que plantear el problema de cómo «descorromperle». ¿O es que no hay adultos corrompidos o corruptibles?
Las alternativas —sincero, inteligente, normal— que son aplicables a los 16 años son igualmente aplicables a los 36 o a los 50. ¿Qué hay que pensar, por tanto, si uno se encuentra hoy con muchísimas personas adultas quienes profesan ser tan «maduras» que la pornografía ya no les afecta? Sería fuerte, desde luego, concluir que estamos rodeados de anormales. Pero entonces uno se ve obligado a aceptar la conclusión de que muchas personas «maduras», de nuestro mundo actual, son o bien horriblemente inconscientes, o bien inconscientemente insinceros. Me inclino personalmente a creer que son una mezcla de las dos cosas. Por eso quisiera decir que las consideraciones que pongo a continuación, aunque puedan parecer un tanto duras, no pretenden ser de ningún modo negativas. Porque las he escrito no sólo en el intento de sacudir a los inconscientes —para que piensen—, sino también en la convicción de que, si de verdad empiezan a pensar, descubrirán la insinceridad de su propia postura y empezarán a ser sinceros.
El pecado convertido en virtud
Nuestro moderno mundo adulto, que se enorgullece de ser «liberado», y que da gracias a Dios (o quizás sólo a sí mismo) de no ser como todas las generaciones precedentes, ostenta no sólo un fariseísmo mucho más repelente que el del fariseo del Evangelio [4], sino también una hipocresía mucho peor que la hipocresía victoriana, a la que profesa especial desprecio. Los Victorianos —así al menos se nos dice— hicieron mal, y dieron a entender que no lo hacían. Nuestro permisivista contemporáneo hace mal, y dice que está bien. El Victoriano pecó y —ocultándolo— pretendía que el mundo le considerara virtuoso. El permisivista moderno peca y —proclamando su pecado— quiere que sea considerado como virtud. El Victoriano sabía, al menos, lo que era el pecado, aunque —quizás— hacía poco para evitarlo. El permisivista actual proclama que no hay tal cosa como el pecado, y de este modo no tiene nada que evitar, nada de lo que debería arrepentirse. Se presenta al mundo como impecable. Se ha canonizado a sí mismo.
Si existe un problema de «credibilidad» entre las generaciones, si hoy la gente joven tiene poco respeto para con sus mayores, es en gran parte porque la generación joven siente la hipocresía, o al menos la falsedad, de la actitud de tantos adultos hacia la cuestión de la censura: «Censura para la gente joven; desde luego. ¿Censura para nosotros? ¡Absurdo! Ellos son jóvenes; no podemos permitir que sean corrompidos. Nosotros somos maduros e incorruptibles». ¿Quién se va a extrañar si los jóvenes no sienten más que desprecio para los defensores de esa doble moral?.
El derecho de corromperse a uno mismo
Como indicamos antes, esta doble moral puede basarse en una suposición un tanto distinta; no que los adultos sean incorruptibles, sino que, si quieren corromperse, eso es un asunto personal suyo, y nadie más —ninguna persona privada y ninguna autoridad pública— tiene el derecho de interferir.
Ésta, al menos, no es una actitud moralizante. Sus proponentes no tienen ningún interés por la moralidad. Su único lema es la «libertad». «Nosotros queremos libertad. Tenemos derecho a la libertad: la libertad de hacer lo que nos da la gana. Y ahora que la poseemos, que nadie intente quitárnosla.»
Podríamos hacer dos comentarios sobre esta postura. Uno es acerca del empleo de la palabra libertad. No creo que se deba aceptar la afirmación de estas personas que han encontrado una nueva libertad. No la han encontrado. Lo que han encontrado es una vieja servidumbre.
Un adicto del sexo no es más libre que un drogadicto o un alcohólico. Si escoge un camino que terminará por convertirle en adicto, eso es cosa suya. Pero que no diga que es el camino de la libertad. Una persona es libre no cuando no está gobernada por leyes externas, sino cuando se gobierna a sí misma; cuando es dueña de sí misma. Estas personas no se gobiernan a sí mismas. Son gobernadas por sus pasiones. Y la esclavitud que viene desde dentro es peor que cualquier esclavitud impuesta desde fuera [5].
El segundo comentario sería poner en duda el supuesto «derecho» que tendría una persona de corromperse, si quiere. Es evidente que, si quiere, lo hará; lo mismo que una persona robará o matará —o se suicidará— si quiere. Pero, ¿tiene un derecho a hacer estas cosas? Desde luego que no. Los derechos que tenemos son los que Dios nos ha dado. No tenemos más. Tenemos el poder de ir en contra de su Voluntad. Pero no tenemos el derecho de hacerlo [6].
Además, no puede haber derechos si no hay también deberes. El derecho de una persona a la vida significa que todos los demás tienen un deber de respetar su vida. Y él, de respetar la de ellos. Tengo un derecho a que mi vecino respete mi propiedad y mi persona. Pero también tengo un derecho a que él se respete a sí mismo. Nadie tiene un derecho a ensuciar la calle. Nadie tiene un derecho a degradar el mundo. Nadie tiene un derecho a degradarse a sí mismo. No somos piezas sueltas, en un mundo desconectado. Lo que cada uno de nosotros hace o es —o se permite llegar a ser— tiene un efecto, para bien o para mal, sobre los que le rodean. Esta es la razón por la que degradarse a sí mismo es, de alguna manera, ofender al resto de la humanidad; lo mismo que —a un nivel de gravedad mayor— es ofender a Dios.
Los demás, reducidos a objetos
La sexualidad es un don divino, es algo sagrado que confiere al amor humano una manera peculiar de expresar la unión que apetece, asociándolo a la creatividad de Dios. La pornografía implica una degradación esencial de este carácter sagrado de la sexualidad. Porque la pornografía tiende a despertar la sexualidad como un fin en sí, y no como algo hecho para el amor y la procreación. Esto es degradar su sentido y su función, reduciéndola al nivel del instinto animal cuyo único fin es buscar una satisfacción sensual inmediata. Y cuando los hombres dan rienda suelta a sus instintos animales, se van haciendo de hecho cada vez más semejantes a los animales, y cada vez menos capaces de respetarse mutuamente como personas.
Es verdad, incluso en un plano más amplio del que estamos examinando ahora, que una persona que no sabe controlar sus apetitos o sus instintos no sabrá relacionarse con los demás de una manera auténticamente humana, porque sus instintos descontrolados no le permitirán respetarles. Usará o abusará de los demás, como objetos; no les respetará como personas. El capitalista dominado por la avaricia, explotará a sus obreros. El terrorista dominado por un nacionalismo exaltado, por un odio ciego o por el deseo de venganza, secuestrará, torturará o asesinará a víctimas inocentes... El pornógrafo o, más concretamente, el cliente del pornógrafo —la persona dominada y obsesionada por el sexo— también explotará a los demás, si puede, porque los demás le interesan solamente en la medida en que puedan satisfacer su apetito obsesivo. En los demás, no ve personas; él ve solamente objetos: para desearlos, para usarlos, para abusar de ellos, para —al fin— desecharlos. El respeto hacia los demás llega a ser algo sin sentido para su mente cegada, y algo imposible para su voluntad debilitada y su naturaleza cada día más egoísta.
La mujer permisiva
La sociedad permisiva crea personas egoístas, y las personas egoístas tienden a no fiarse las unas de las otras. De hecho, una de las características tristes, aunque no sorprendentes, de nuestras sociedades permisivas es la creciente desconfianza entre los sexos. También es lógico; la gente degradada no es de fiar.
El hombre permisivo se degrada porque se deja dominar por su sensualidad. La mujer permisiva puede hacer otro tanto. Con mayor frecuencia su motivo es sencillamente la vanidad; o, si no, la codicia. En todo caso es igualmente egoísta, y no es menos degradante.
El motivo principal de algunas mujeres que se prestan a ser exhibidas como «objetos sexuales» (sex-objects, en inglés), deberá ser, sin duda, la codicia, ya que es de suponer que exigen un buen pago para permitir que las fotografíen para cierto tipo de revistas, o para aparecer en ciertas películas o espectáculos. Más curioso (también por más frecuente) es el caso de otras mujeres —mujeres, además, que seguramente se clasificarían como «respetables» u «honradas»— que de hecho pagan ellas (y a veces también se trata de buenas cantidades) para exhibirse a sí mismas como sex-objects. Lo que les mueve puede ser la simple vanidad femenina, nada más. Pero a veces la vanidad femenina es tan mala —tan egoísta y tan degradante— como la sensualidad masculina. La vanidad de bastantes mujeres hoy día las ha esclavizado de tal manera a la moda, que, por los vestidos que llevan o por su manera de comportarse, parecen estar invitando a los hombres —a veces hasta parecen empeñadas en obligarles— a tratarlas como objetos. Su vanidad —lo mismo que la codicia de la chica de la portada de la revista pornográfica— está dispuesta a aprovecharse de la sensualidad masculina.
Antes de dejar este tema, podríamos añadir una palabra sobre la modestia, aquella virtud particularmente femenina de antaño, hoy aparentemente olvidada o despreciada. La modestia —en la manera como se viste o se comporta una mujer— es sencillamente una expresión de su decidida voluntad de que los hombres la traten como a una persona y no como a un objeto; su negativa ante cualquier posibilidad de colaborar en el intento de rebajarla al nivel de objeto.
La "doble moral"
Me doy cuenta, como es lógico, de que algunas personas hoy no harán caso a estos argumentos. La razón es sencilla: no quieren hacer caso a su propia conciencia. La conciencia de una persona —si está dispuesta a escucharla— le dice con bastante claridad cuándo se está degradando a sí misma o está degradando a otros.
Algunas personas, por tanto, estarán cerradas a todo tipo de argumentación. No me dirijo a ellas. Me dirijo más bien a padres, porque estoy seguro de que —sea cual sea su formación— ellos no son indiferentes a una cosa: a sus propios hijos. Existe, sin embargo, un grave peligro hoy de que algunos padres —si no se paran a pensar y mirar detenidamente las cosas— puedan ser culpables de traicionar a los hijos que aman.
Los padres que se permiten libertades «permisivas» incurren de hecho en traición. No me refiero solamente a la traición evidente y extrema del padre o de la madre que tienen un affaire con otra persona, o que se divorcia. Estoy pensando en las traiciones —mucho más frecuentes— de los padres que sencillamente practican la «doble moral» a la que hemos hecho referencia anteriormente; diciendo a sus hijos: «Vosotros no podéis ver o leer aquello. Nosotros, en cambio, sí».
La lealtad de los padres
Como señalamos antes, los hijos tienen un derecho a la lealtad de sus padres; y, en este tema, a la sinceridad, al control de sí mismos, y al ejemplo de sus padres. El padre o la madre que lee o asiste a una obra pornográfica no solamente ofende a Dios y se degrada a sí, sino que también viola el derecho de sus hijos a tener unos padres a quienes puedan respetar y admirar.
Esto confirma la conclusión de un capítulo anterior: la necesidad de la auto-censura. La moraleja práctica, aquí, es que cada uno necesita ser su propio censor: necesita tener la claridad de mente que le permita darse cuenta de qué obras le pueden deformar o degradar, y la sinceridad y fuerza de voluntad que le permitan evitarlas.
Si los padres ven que las autoridades públicas están haciendo poco para impedir la contaminación moral del ambiente donde sus hijos han de vivir y crecer, entonces les toca a ellos —los padres— hacer más. No pueden tener miedo a ejercer la necesaria autoridad con sus hijos y ser exigentes con ellos. Pero estas exigencias tienen pocas probabilidades de ser escuchadas —y ninguna de ser respetadas— si los padres no están ejerciendo al menos las mismas exigencias —o más fuertes— consigo mismos. Seamos sinceros. Si los padres aman a sus hijos, y quieren por tanto protegerles de los efectos nocivos de la pornografía, el único argumento eficaz (y el único honrado) es: «Ver o leer aquel espectáculo u obra significaría ofender a Dios y degradarse a uno mismo. Por tanto nosotros no podemos permitiros verlo, lo mismo que nosotros no podemos permitirnos a nosotros mismos verlo. Ni vosotros ni nosotros podemos verlo».
La auto-censura es sencillamente una expresión del autocontrol: el saber controlarse a sí mismo; y el control de sí mismo es esencial para la libertad personal y social [7]. Nadie va a sugerir que el control de uno mismo siempre es fácil. Pero, en muchos casos, para quitarle gran parte de la dificultad, basta conectar la mente y ejercer un poco de sentido común.
Supongamos que voy a un supermercado con la intención de comprar comida y algo de beber. Supongamos también que está a la vista una serie de alimentos y bebidas que tienen un aspecto muy atrayente y huelen muy bien, pero me consta que contienen veneno... ¿Qué hago? ¡Compro otra cosa! Gracias a Dios, habrá bastantes otras cosas a la venta que también saben bien, y de hecho son sanas.
¿Y si llegase la situación donde la mayoría de los alimentos que se ofrecían estaban envenenados? Tampoco los compraría. Esto indudablemente significaría que tendría que ir de esa tienda a otra y quizás de tienda en tienda, pero seguro que al final encontraría alguna cosa comestible. ¿Y si llegase el momento cuando prácticamente todo tuviese buen aspecto pero estuviese envenenado?... Bueno, pues supongo que no tendría más remedio que dedicarme al cultivo de mis propios alimentos; y quizás ver si no podría hallar a algunos ciudadanos sensatos más, dispuestos a unirse en una cooperativa para productos alimenticios sanos.
¿Y si algunos (o muchos) de mis conciudadanos parecían no creer que los alimentos estuviesen envenenados, y los comiesen? ¿Si parecían no hacer caso después de los síntomas de intoxicación (aunque esos síntomas quedaban, de hecho, bien visibles a los ojos de cualquiera que se molestara en mirar)?... A pesar de todo, no comería... ¿Y si me dijeran que no fuese puritano, si se rieran de mí por ser víctima de prejuicios «carcas», si insistiesen en que mi resistencia a comer revelaba una falta de madurez, o una personalidad «no-liberada»?... Tampoco creo que me dejase convencer. Espero que mi miedo al suicidio resultase más fuerte que mi miedo a la opinión pública, tratándose sobre todo de una opinión pública tan tonta. ¿Y si la insistencia no fuese burlona, sino que revistiese un tono aparentemente sincero y amistoso: «¡Animo!; sé más como cualquiera de nosotros. No te pierdas esta experiencia. Pruébalo; ¡ya verás qué buen sabor!»? Yo probablemente contestaría: «No pongo en duda su atracción; ni siquiera su gusto (aunque sí pienso que debe de dejar un regusto muy amargo)... Lo único que afirmo es que es veneno (y pienso que los venenos más peligrosos son aquellos que tienen buen aspecto y buen sabor)»...
¿Si fuera de hecho un auténtico amigo quien me presionase para participar de los víveres que había comprado y estaba ingiriendo? Francamente, si viera a un amigo (o a cualquier persona hacia quien sintiera la más mínima consideración) a punto de beberse una Coca-cola envenenada o un scotch-on-the-rocks fortificado con arsénico, y no lograra convencerle de que estaba envenenado, no sólo me negaría a participar, sino..., bueno, pues me inclino a pensar que, habiendo fallado los argumentos razonables, lo que haría —precisamente por amistad— es romperle el vaso. Y si él protestara: «¿Qué diablos piensas que estás haciendo? ¡Eso era mi bebida!», le contestaría: «Te he hecho un favor. Te estabas envenenando». Y de no actuar así —por «respeto a la libertad ajena»—, creo que me demostraría ser un mal amigo. Dios nos libre de amigos liberales cuyos principios les obligan a contemplarnos pasivamente mientras nos dedicamos al suicidio inconsciente.
Pornografía o veneno
El ejemplo apenas necesita explicación. «El mundo entero —dijo Shakespeare— es un teatro» [8]. De vivir hoy, quizás se sentiría tentado de decir que «el mundo entero es un supermercado»..., y seguramente no le faltarían unos comentarios muy expresivos al ver que secciones enteras del supermercado están llenándose de pornografía: el teatro, la novela, el cine, la televisión, los espectáculos públicos en general, la publicidad...
¿Qué es lo que se debe hacer cuando se le ofrecen a uno artículos tan tentadores de dudosa calidad? ¿Qué se debe hacer? Pensar. ¿Tan difícil es?
Se me ofrece pornografía. ¿Y qué? Aun cuando un sentido sobrenatural no me dijera que comprar, leer, ver o anunciarla, es una ofensa hacia Dios, que destruye la gracia en mi alma, mi sentido común debería decirme que es veneno para mi vida natural que amenaza matar todas mis posibilidades humanas de felicidad, obsesionándome, privándome de la libertad para amar, imposibilitando más y más el que me relacione con respeto a cualquier persona del otro sexo, o —si ésta es mi vocación— el que encuentre un amor noble, tierno y duradero en el matrimonio.
Dado que la pornografía es veneno, la evito. Si esto significa que hay que evitar ciertos espectáculos, programas, novelas o revistas, bien, ¿y qué? Quedará un sinfín de obras incontaminadas de las que puedo disfrutar. Y si alguien me llamase Victoriano o puritano, le diría que no fuera tonto. Yo no me considero puritano, sino una persona normal con un mínimo de sentido común. Pero, en todo caso, mejor sería ser un Victoriano vivo que un tonto muerto.
Y si alguien me enseña una revista pornográfica, la rompo. —«¿Qué has hecho? ¡Esa revista era mía!»...— «Eso fue tu veneno. Te he hecho un favor. Si estás empeñado en suicidarte, por favor hazlo en privado y no intentes involucrar a otros en el asunto»... Es que hay un hecho de la vida no menos curioso que constatable: sea o no indefinido el número de los necios, bastantes personas parecen creer que la necedad será menor si todos procuramos ser necios juntos: que el veneno no resultará tan mortal si conseguimos que todo el mundo lo tome. Olvidan lo que la historia enseña: que ciudades enteras han sido destruidas por la peste, porque nadie se dio cuenta —hasta que era demasiado tarde— de que se trataba de una peste. La peste pornográfica está destruyendo a muchísimas más personas hoy de las que jamás mató la bubónica.
El auto-control es saber decir: «No, me niego a leerla o verla», cuando uno sabe, o sospecha, que la obra de la que se trata es una ofensa a Dios y una degradación para el hombre. Levantarse y marcharse descaradamente de un espectáculo, cuando —en contra de toda razonable previsión— resulta ser degradante; ahí está el auto-control y la auto-censura. Quizás no estaría de más añadir un comentario acerca de la obra que, en los demás aspectos (argumento, representación, filmación, etcétera), es una producción de categoría, pero está salpicada con escenas pornográficas (que, por lo demás, no tienen ninguna conexión esencial con el desarrollo del argumento): aquellos florones de merengue que se le añaden encima, o esas guindas, pasas o frutas escarchadas que se le meten dentro. ¿Qué hacer?
Visitemos de nuevo el supermercado, porque ahí se resuelven muchos problemas... Allí, delante de mí sobre el mostrador, me han colocado un pastel de aspecto absolutamente fabuloso; puede ser incluso que alguien me esté «invitando», para que compruebe lo bueno que sabe. Pero la historia es la de siempre: yo tengo la certeza moral de que está envenenado, al menos en parte: ¿Ergo? ¡No como! No; ¡ni siquiera aunque no me cobraran! No veo que me compense el que estén dispuestos a envenenarme gratis... (aunque sí veo lo totalmente absurdo que es el pagar para que te envenenen, por cuanto sea esto lo que de hecho hacen muchas personas hoy).
Ahora bien, la situación podría ser distinta si las partes envenenadas estuvieran del todo localizadas, y si alguien (alguien del que me podría fiar) me asegurara que habían sido, todas, cortadas y sacadas del pastel, y que lo restante era de hecho alimento perfectamente sano, una delicia culinaria absolutamente incontaminada... En tal caso, si se me presentara un pastel radicalmente expurgado, problablemente no tendría ninguna pega en comérmelo. Pero, antes, habría que haber resuelto un detalle: ¿quién me lo iba a expurgar? ¿Yo mismo? Francamente, no sé si me fío de mí. Después de todo, habría que detectar de alguna manera dónde exactamente estaban las partes envenenadas. Es evidente que, para esto, haría falta un paladar sensible al veneno (al veneno con gusto agradable). De modo especial, haría falta una capacidad para darse cuenta cuándo se está pasando del comer inocuo al comer envenenado, y esto, supongo, significa necesariamente que habría que gustar, aunque fuera muy poco, de la parte envenenada. Allí está el momento cuando creo que soy capaz de engañarme a mí mismo, y con un «Hombre, no puede ser tan malo; y ese sabor sí que es atrayente...», tirar para adelante y comérmelo entero; y tener que pagármelo entero, después, también.
¿Nada que perder?
El hecho, repito, es que no estoy seguro de hasta qué punto puedo fiarme de mí mismo. La tarea de descontaminar un pastel envenenado realmente requiere un paladar muy sensible, para saber dónde parar, combinado con una voluntad muy fuerte, para parar de hecho; o —quizás— sencillamente requiere una inmunidad completa al veneno. Yo, desde luego, no gozo de esa inmunidad. Y aunque creo tener la necesaria sensibilidad de paladar, no puedo garantizar la fuerza de mi voluntad. De modo que —todo considerado— si hay pasteles que necesitan ser expurgados, yo prefiero que otro se encargue de la expurgación. (Aunque añadiré como un comentario general y un tanto enojado —y por eso también será mejor que vaya entre paréntesis—: que la vida, así me parece, sería mucho más sencilla si los pasteleros estuviesen más vigilantes acerca de las cantidades verdaderamente asombrosas de veneno que parecen haberse introducido últimamente en la fabricación de pasteles.)
Así es como enfoco aquellos best-sellers —películas, novelas, etcétera— con su crema y sus guindas pornográficas, esas escenas innecesarias: pura largueza de la «generosidad» de los productores o autores. Si no logro encontrar a nadie dispuesto a hacerme la «limpieza» (¿ningún servicio nos prestaba aquel señor tan calumniado y de epidermis tan elefantina, el censor público?), entonces, que se me perdone, pero me alimentaré en otra parte [9].
Lo siento, amigos. Pero si el no fiarse de uno mismo o el tener miedo a los peligros innecesarios es señal de inmadurez, de no tener la mente «liberada», entonces que se me clasifique como decididamente inmaduro y desesperadamente no-liberado. Mi único consuelo habrá de ser que al menos aquí estoy, todavía vivo.
James Baldwin, el escritor norteamericano, habla en alguna parte del peligro para la sociedad de la presencia —en ella— de personas que «no tienen nada que perder». Yo pienso que tengo todo que perder; o, con la ayuda de Dios, todo que ganar. Pero, para no perder la libertad, o el alma, es esencial darnos cuenta de que podemos perderla, y saber reconocer y evitar aquellas cosas que son capaces de privarnos de ella. En 1965, durante el 25.° aniversario de la Batalla de Inglaterra, alguien preguntó a Ginger Lacy, el principal «As» de la RAF de los combates aéreos del año 1940, cómo había sobrevivido, y qué cualidades necesita un piloto de caza para sobrevivir. Su respuesta fue corta y clara: «Yo sobreviví sencillamente porque tenía muchísima suerte. La suerte es la primera cualidad que debe tener un piloto de caza. También debes saber coger miedo; si no, te acabas matando. Yo conocí a algunos que no tenían miedo, y están muertos desde hace 25 años».
La auto-censura es sencillamente una expresión del control que uno tiene sobre sí mismo. Y el control de sí mismo y la vigilancia por uno mismo son esenciales si se quiere sobrevivir. Si hay personas hoy que no ejercen ningún tipo de control sobre sí mismos, ¿será porque creen que no existe ningún peligro? ¿Será porque no quieren sobrevivir? ¿Será porque creen que no tienen nada que perder?; ¿o nada que ganar? Se nos puede ocurrir una última pregunta acerca de aquellos que nunca otean el horizonte o el cielo, que nunca sueñan con posibles peligros, que no creen en el veneno (que han estado tomando durante años). ¿Están vivos? ¿O están muertos? Solamente Dios (y quizás ellos mismos) pueden contestar a esa pregunta. ¿En quién pensaba el autor inspirado cuando escribió: «Conozco tus obras y que tienes nombre de vivo, pero estás muerto... Por tanto, acuérdate de lo que has recibido y has escuchado, y guárdalo y arrepiéntete. Porque, si no velas, vendré como ladrón, y no sabrás la hora en que vendré a ti»? [10].
Los corazones de los padres
No asustarse al ver peligrar la propia supervivencia: ¡qué loco! No asustarse al ver peligrar la supervivencia de los propios hijos: ¡qué inconsciente, qué criminal e inhumano! Y con esto volvemos al tremendo espectáculo de tantos padres, hoy en día, que parecen contemplar, fríos e indiferentes, la explotación y la destrucción de las vidas de sus hijos; quienes incluso a veces contribuyen a su destrucción por su propio auto-engaño, por su práctica de la «doble moral», por su egoísmo y su debilidad en no negarse lo que no deberían querer que sus hijos lean o vean.
El amor de tales padres hacia sus hijos, ¿ha muerto del todo? No lo creo. Creo que sencillamente se ha dormido (o ha sido adormecido). Puede, por tanto, despertarse. Pero ¿cuándo vendrá ese despertar?
En este contexto, me viene a menudo a la memoria una frase en la que San Lucas describe la misión futura de Juan el Bautista como Precursor de Jesús. Dice que Juan «volverá los corazones de los padres hacia sus hijos". ¿No podría ser que aquí tengamos el verdadero problema de nuestros días: que los padres no quieren bastante a sus hijos; que sus corazones no están bastante convertidos hacía ellos? Una conversión de los corazones de sus padres es lo que necesita la gente joven del mundo de hoy.
Si los padres dirigen sus corazones de verdad hacia sus hijos, entenderán en seguida la necesidad de procurar ser un modelo para ellos; entenderán la necesidad de ser sinceros y exigentes consigo mismos, ejerciendo ese control de sí, negándose a ver o leer muchas cosas que quizás atraen, sabiendo que así, con su fortaleza, estarán fortaleciendo a sus hijos, dándoles un auténtico ejemplo de madurez humana y de vida cristiana, un ejemplo que ellos podrán respetar e imitar.
Si los padres dirigen sus corazones de verdad hacia sus hijos, se darán cuenta —será un rudo golpe— de la explotación criminal a la que sus hijos están siendo sometidos. Y con ese despertar del amor paternal vendrá un despertar de la opinión pública, una sublevación de indignación moral, y —por fin— una presión genuina, popular y masiva sobre las autoridades públicas para poner remedio a los abusos de la situación actual.
¿Los abusos de la censura?
El control estatal no basta para parar el colapso moral de nuestro mundo. Sólo el auto-control —el control de sí mismo, por parte de cada uno— puede bastar para pararlo. Pero el control estatal también es necesario, porque siempre habrá algunas personas que no están dispuestas a ejercer el autocontrol. Siempre habrá alguna gente sin escrúpulos, que estará dispuesta y empeñada en ganarse una fama o una fortuna, por medio de la explotación sexual. A cierta gente hay que controlarla. Si —como ya señalamos— existe un derecho público a que las calles estén limpias y el aire esté libre de contaminación, y una obligación correspondiente por parte de las autoridades públicas de refrenar a los que causan la contaminación física, existen parecidos derechos y deberes en cuanto a la contaminación moral.
La conclusión se impone, por tanto: a no ser que uno quiera ser cómplice en la explotación de los jóvenes —y de los no tan jóvenes— y en la corrupción general de la sociedad, no queda más alternativa que la de apoyar y exigir algún tipo de censura pública responsable. Estaremos más convencidos y seremos más convincentes, en nuestras reivindicaciones, si no nos dejamos engañar o cegar por la cortina de humo —de propaganda anti-censura— que, con tanta eficacia, se levanta hoy.
La censura, se suele decir, está sujeta a la manipulación, al control político, al abuso... Ciertamente; pero —como hemos indicado— también lo está la libertad. Posiblemente le daré la razón a la persona que grita «La libertad es mejor que la censura», con tal de que me dé la razón a mí cuando afirmo que los abusos de la libertad —que son visibles y clamorosos por todas partes hoy— hacen daños incalculables (en su dignidad humana, en su personalidad, en su alma) a millones, mientras que los abusos de la censura son infinitamente menos frecuentes y, sobre todo, afectan o dañan (fundamentalmente, en sus cuentas corrientes) a muy pocos.
Además no estoy dispuesto a aceptar, sin más, el contraste implícito en la tesis «La libertad —aun cuando sea ocasión de alguna pornografía— es mejor que la censura». La pornografía es censura, en cuanto significa el silenciar y suprimir —consciente y deliberadamente— otros aspectos del sexo —más humanos, más importantes, más nobles— que los aspectos meramente físicos y animales. Por tanto, una autoridad pública que no se enfrenta con su responsabilidad de censurar la pornografía, está de hecho censurando la libertad, está amenazando y coartando la libertad personal de cada uno de sus ciudadanos: de ser dueño de sí, de evitar el encontrarse con la imaginación obsesionada, de saber respetarse a uno mismo y respetar a los demás, de saber amar y ser feliz.
No se puede evitar la impresión de que algunos gobernantes hoy han renunciado absolutamente a su deber de regular estos asuntos. Su irresponsabilidad, en ciertos casos, parecería basarse en una ignorancia de la naturaleza humana tal que les priva de toda idoneidad y competencia para gobernar.
¿Qué hay que pensar de la situación en algunos países occidentales, donde el gobierno lanza una campaña masiva contra el fumar, a la vez que legaliza el aborto y aprueba leyes cada vez más permisivas en la esfera sexual? ¿No se da cuenta de que la pornografía dañará la salud moral de una persona —la fibra esencial de su carácter— en un grado mucho mayor y de un modo mucho más cierto de lo que el tabaco jamás puede dañar la salud de su cuerpo?
Es verdad que las autoridades francesas acaban de imponer una serie de impuestos «de lujo» a las películas o los espectáculos pornográficos. Pero ¿se pretende seriamente que esta «censura económica» sea una medida preventiva? ¿Es probable que haga desaparecer los espectáculos pornográficos? ¿O significará sencillamente que, para compensar el nuevo impuesto, el público tendrá que pagar más para ver estos espectáculos? ¡¿Qué clase de preocupación gubernamental revela esto?! Es posible que estemos llegando a una cima de la ironía política: los gobiernos, hasta ahora, se han reivindicado el derecho de encarcelar a sus ciudadanos por no pagar los impuestos. ¿Cabe que ahora les vayan a mandar a la cárcel —a la servidumbre moral— ¡por pagarlos!?
El sexo ¿es un asunto privado?
Nuestros gobiernos occidentales pueden ser sinceros en su preocupación por el bien de sus ciudadanos. Su defecto está en no saber en qué consiste este bien y qué exigencias tiene. Luego uno se pregunta: ¿puede pasar algo más catastrófico a una sociedad que el que el poder de gobernar esté en manos de los que no saben cuál es la finalidad de ese poder?
La finalidad del poder de gobernar es procurar el bien público o común. Ahora bien, no se está logrando el bien común sencillamente porque el Producto Nacional Bruto o la renta per capita van en aumento, o porque los servicios sanitarios o postales funcionan eficazmente. Se está logrando el bien común cuando un gobierno crea y defiende las condiciones en las que los hombres pueden vivir como hombres; y esto exige el proteger a todo lo que favorezca la dignidad humana y personal, y refrenar a aquellos que quieran degradar o explotar a los demás (sea en el campo económico, o en el campo mucho más importante de la moral).
La responsabilidad gubernamental se ha ido restringiendo a la administración de las cosas, y ya no se preocupa por el desarrollo de las personas. Tienen una idea económica del hombre; no tienen una idea humana de lo económico. Como consecuencia no tienen ninguna idea realmente humana —centrada en el hombre— de las sociedades que deben gobernar.
Solamente un gobierno desprovisto de una auténtica filosofía del hombre sería capaz de aceptar la tesis —propugnada por liberales ingenuos o por marxistas no tan ingenuos— de que el sexo es un asunto privado en el que los gobiernos y las leyes no deben interferir, que no tienen ningún derecho de regular...
La tesis tiene una sencillez aparente. Pero también tiene una falsedad demostrable. Porque el sexo, como hemos visto, es un área de debilidad humana —susceptible, por tanto, de la explotación por parte de cualquiera que carezca de escrúpulos—, lo mismo que, cuando se descontrola y de modo especial cuando se la explota, es (paradójicamente) una fuerza que tiende a la violencia y a la destrucción del orden social. Indudablemente el sexo tiene sus aspectos privados; pero su descontrol y su explotación no se cuentan entre ellos.
REFERENCIAS
[1] Incluso dentro del matrimonio el uso de la sexualidad —si ha de ser noble y mantenerse al servicio del amor— exige control y delicado respeto. Cuando falta ese respeto, el impulso sexual, lejos de servir o fomentar el amor, tiende a destruirlo; porque no ha pasado de ser expresión del egoísmo.
[2] Cfr. Rafael Gómez-Pérez: Represión y Libertad, Eunsa, p. 67.
[3] Véase p. 118.
[4] Cfr.Lc 18. 11.
[5] Algunos, naturalmente, no aceptarán el concepto de la «adición» al sexo, o la idea de que el sexo puede corromper o esclavizar. Recuerdan al drogadicto o al alcohólico que afirma que no es un adicto, que lo único que le pasa es que le gusta el whisky o las drogas. Es inútil discutir con él. Lo que necesita es ayuda. Pero, si no reconoce su necesidad, no se dejará ayudar. Otros dirán incluso que si la gente prefiere la pornografía, no están realmente siendo explotados: están consiguiendo lo que ellos mismos escogen. Cierto; pero lo que escogen es la explotación, aun cuando ellos quizás no se den cuenta. Una buena parte de la explotación precisamente consiste en manipular a los explotados hacia la idea de que están escogiendo la libertad cuando de hecho están escogiendo la esclavitud. Cuando el pornógrafo ponga, delante de sus locales, un cartel que diga «Tienda para esclavos»; «Se vende esclavitud: atrayente, cautivante en fin, pero esclavitud», entonces, aunque seguramente seguiremos llamándole explotador, ya no tendremos que llamarle hipócrita. Del mismo modo a como hay que llamarles hipócritas a los marxistas mientras sigan manipulando el término «democracia». ¿Puede imaginarse algo menos democrático que un estado comunista, o que la filosofía o las técnicas marxistas? Por lo tanto, debemos seguir llamando hipócritas a los marxistas hasta que ellos dejen de llamarse demócratas. Cuando los marxistas dejan de hablar de democracia y dicen claramente: «Lo que nosotros ofrecemos es un paraíso terrenal, donde los hombres serán traídos al mundo, criados, alimentados, puestos a trabajar, hechos socialmente útiles, y al final higiénicamente enterrados y olvidados por completo, todo bajo el control dictatorial de un Estado de partido único, donde a cada uno se tratará en todo momento como una unidad económica y nada más, donde las necesidades materiales elementales están satisfechas, pero donde, de la libertad personal o política, no quedará ni el menor vestigio...», cuando los comunistas digan esto, entonces nosotros seguiremos diciendo que sus programas son tan equivocados y tan vacíos como siempre, pero ya no tendremos que decir que ellos son insinceros. Lo mismo, en cuanto a los pornógrafos. Peor que el caso de los ciegos que guían a los ciegos es el de los ciegos que engañan a los ciegos; los ciegos que ciegan a los ciegos... El hecho es que nadie es competente para hablar de la sexualidad a no ser que reconozca sus «contradicciones»: su función noble, si está integrada dentro de los planes de Dios; pero también su potencialidad —si se descontrola o se la explota— para hacer esclavos. Tanto escritores, artistas, productores de películas, directores de revistas, publicitarios de hoy. se dan cuenta de esta potencialidad y de las ganancias que les trae. El problema es que su público muchas veces parece no querer darse cuenta.
[6] Es más: ya que Dios quiere que seamos felices —su voluntad es nuestra felicidad—, si vamos en contra de esa Voluntad suya no seremos felices.
[7] A fin de cuentas, si un hombre no se controla a sí mismo, puede estar bastante seguro de que está siendo controlado por otro u otros. Este control o manipulación de los muchos por los pocos —especialmente por medio del sexo— cubre campos e intereses mucho más amplios de lo que podría pensarse, a primera vista. Hemos hablado del pornógrafo comercial y de su empeño en debilitar la «resistencia a la compra» de sus posibles clientes. No se crea, sin embargo, que él sea el único con un interés claro por fomentar la pornografía. En el mundo comercial, en general, se han presentado recientemente acontecimientos que no dejan de ser muy significativos. Siempre ha sido bastante normal que la publicidad emplease un cierto elemento de sex appeal, y nadie ha dado mayor importancia al asunto. Una chica guapa, con su cara sonriente, atraía la atención hacia anuncios de viajes por diligencia en el siglo pasado, y sigue atrayendo atención a anuncios de viajes por avión, en éste. Pero en los últimos años, esto en muchos casos, ha degenerado progresiva y rápidamente en pornografía cruda. ¿Por qué? Si la degeneración se debe a simple «despiste» por parte de las empresas en cuestión (porque permiten —ingenuamente— que elementos dentro de la profesión publicitaria se aprovechen de ellos), entonces su ingenuidad es verdaderamente lamentable. Queda la posibilidad de que este declive sea el fruto de una decisión deliberada: que ciertos fabricantes se den cuenta de que es más fácil vender —lo que sea:— a personas carentes de «auto-control» y, por esto, favorecen todo lo que destruye ese control. No es una posibilidad agradable. La misma desagradable posibilidad no puede excluirse del mundo de la política. Cuando se mira ciertos programas políticos favorables a todo tipo de liberalización en el terreno sexual (aborto, divorcio, abolición de la censura, etc.), uno se queda con la duda de si la idea «maestra» escondida en la mente de los fautores de estos programas no pudiera ser que gozan de un doble efecto manipulador: «pescan» votos (la promesa de una libertad fácil siempre ha sido un buen anzuelo para que el público «pique») y tienden a crear una población enervada y, por tanto (así, al menos, algunos creen), fácil de gobernar. Algunos políticos liberales son perfectamente conscientes (aunque sus públicos no lo sean) de que las sociedades permisivas que están engendrando se van pareciendo cada vez más al Feliz Mundo Nuevo de Aldous Huxley, ese mundo totalmente planificado y totalmente manipulado. Han superado incluso a los Controladores Mundiales de Huxley, al lograr mantener la ficción de la libertad.
[8] As You Like it Acto II.
[9] Si se lanza al mercado una serie de productos alimenticios envenenados, interesa —y mucho— saber cuáles son. A algunos quizás también les puede interesar saber hasta qué punto —en qué medida— están envenenados. Pero pienso que a la gran mayoría les bastará saber que están envenenados, aunque sólo sea parcialmente, para no probarlos. No es difícil ver la analogía con las clasificaciones morales de los espectáculos públicos. Interesa, y mucho, poder consultar unas clasificaciones hechas por alguna persona o entidad competente. Cualquier persona medianamente sensata evitará lo que está impregnado de veneno en dosis casi seguramente mortíferas; por ejemplo, espectáculos que están siendo clasificados como «gravemente peligrosos para todos»; esto es evidente. Lo que conviene apuntar además —aunque también debería ser evidente— es que una persona se muestra muy poco sensata si razona: «como esta obra no está totalmente corrompida, como a pesar de tener bastante veneno tendrá también escenas inocuas, me la tragaré entera». Y así frente a espectáculos que tienen la clasificación de «Mayores con reparos» o «con serios reparos», se los va tragando, contra toda lógica, y sin reparo alguno. A fin de cuentas, «con serios reparos» no significa otra cosa que «con una dosis seria de veneno».
[10] Apoc 3, 1 y 3.
[11] Lc 1, 17.