01. ¿MATRIMONIO EN CRISIS?

    Parece como si el matrimonio hubiese «salido mal» al hombre de hoy. Se siente inseguro, y hasta decepcionado, ante él, como queda evidenciado por el inmenso aumento del divorcio en prácticamente todos los países de occidente. El divorcio fácil, como hicimos notar en la introducción, parece ya considerarse entre las características de las sociedades más avanzadas o progresivas. Pero sólo cabe mirar el divorcio como «progreso», como una «ventaja», en la medida en que se considera que el matrimonio tiene probabilidades de fracasar (de una manera parecida a como la gente suele exigir una garantía que les asegure la devolución de su dinero, solamente en la medida en que temen no quedarse satisfechos con la mercancía que han comprado). Es un hecho incontrovertible: un mundo que empieza a creer en el divorcio, ha empezado a perder fe en el matrimonio.

¿Puede ser "natural" que el matrimonio salga mal?

    Evidentemente la tendencia al matrimonio es una de las cosas más naturales en la naturaleza humana. Siendo esto así, parece difícil suponer que —en un estado normal de cosas— sea natural que el matrimonio salga mal. Si el matrimonio fracasa para algunos, quizá es porque no estamos en un estado normal de cosas en cuanto al matrimonio. ¿No habría que pensar en la posibilidad de que no es tanto el matrimonio que sale mal al hombre como el hombre que enfoca mal el matrimonio? ¿No puede ser que la culpa no la tenga el matrimonio, sino el mismo hombre moderno? Me inclino a creer que efectivamente es así, porque veo al menos tres puntos importantes donde el hombre moderno enfoca mal el matrimonio:

    a) su tendencia (consecuencia de su pérdida de fe religiosa) a «deificar» el amor humano, a esperar del amor humano lo que cualquier creyente sabe que sólo Dios puede dar;

    b) su tendencia a crear un nuevo orden de prioridad en los fines del matrimonio; concretamente su tendencia a pensar que el matrimonio está principalmente para la expresión y la satisfacción del amor, y secundariamente (si acaso) para tener hijos;

    c) su tendencia a ver oposición entre estos fines, en lugar de verlos como complementarios.

    Vale la pena que consideremos cada uno de estos puntos de un modo más detenido.

Lo que sólo Dios puede dar

    La esperanza máxima que alienta al hombre es la esperanza de la felicidad. El hombre está hecho para la felicidad y necesariamente ha de buscarla. Pero solamente se va a encontrar con la frustración si busca la felicidad donde no se puede hallar...; o si busca una felicidad ilimitada donde sólo puede hallarse limitadamente; o si busca la felicidad donde se puede encontrar, pero no de la manera como se puede hallar.

    Se puede encontrar la felicidad en el matrimonio, pero no de modo ilimitado; pedir la felicidad perfecta al matrimonio es pedirle demasiado. Sin embargo, el hombre es un ser que tiene sed de una felicidad perfecta. Por eso se ha podido decir —con razón— que «la mujer promete al hombre lo que solamente Dios puede dar». Cualquier creyente sabe que aquella felicidad perfecta que busca el hombre no se puede hallar fuera de Dios. También sabe que no es posible encontrar esa perfecta felicidad, de un modo real y duradero, aquí en esta vida; sólo se encuentra en el Cielo. Pero el no creyente o el que lo es a medias, se olvida de esto. Y cuando el hombre empieza olvidando a Dios pierde la esperanza de la vida eterna, su corazón se centra en las cosas de la tierra y se esfuerza por satisfacer su sed de felicidad en ellas. Es un esfuerzo inútil. Aquella sed no se puede satisfacer en la tierra, ni siquiera en el matrimonio que, de todas las cosas humanas, promete la mayor felicidad. Pero no lo puede dar todo.

    La persona que tiene presente esto, buscará la felicidad en el matrimonio, pero no esperará que le vaya a dar una felicidad perfecta, porque sabe que eso sería buscar lo que el matrimonio no es capaz de dar. La persona que se olvida de Dios tenderá a «deificar» el amor humano', y el hacer así prácticamente garantiza su fracaso. Si uno espera demasiado del amor y del matrimonio, necesariamente ha de quedar decepcionado. Si se somete una caldera a demasiada presión, explota. Si se infla demasiado una burbuja, estalla. Si se pide demasiado a un matrimonio, se hunde. Ahí está la explicación de tantos divorcios de hoy.

Los hijos como "extras opcionales"

    La segunda razón por la que el matrimonio sale tantas veces mal al hombre de hoy es la tendencia a crear una nueva prioridad en sus fines: la tendencia a convertir el amor mutuo en el fin principal o incluso en el fin total y suficiente del matrimonio, a la vez que se reduce el número de hijos a uno o dos como mero factor con el que quizá la mayoría de las parejas contarán como parte de su auto-realización, aunque otros, de un modo igualmente legítimo, pueden preferir uno o dos coches o una o dos casas...

    Para mucha gente hoy, los hijos son para el matrimonio lo que son los accesorios para los coches: «extras opcionales», como suelen decir en los Estados Unidos. Inclúyelos, si te gustan y tienes dinero suficiente para pagarlos. Si no, el matrimonio —como el coche— puede funcionar perfectamente sin ellos. La Iglesia contesta a este enfoque con un rotundo No. Solamente en casos realmente excepcionales puede un matrimonio funcionar bien sin hijos, sin los hijos que Dios quiere para cada caso en particular [2]. La exclusión intencionada de los hijos —totalmente o en parte— hará que casi infaliblemente el matrimonio funcione mal... Ésta es una verdad —una regla o ley de la vida— que va de hecho implícita en la doctrina de la Iglesia sobre los fines del matrimonio y la relación que existe entre ellos.

No son lo mismo "motivos" que "fines"

    Ya que el hombre contemporáneo tiene poca evidencia para pensar que las filosofías en boga sobre el matrimonio son acertadas, haría bien en volver a examinar la enseñanza de la Iglesia: que «el matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos» [3], y su insistencia en que esta enseñanza corresponde al concepto auténticamente natural del matrimonio. Le podría ayudar si hiciéramos notar, de entrada, que la mayoría de los que creen que la Iglesia está equivocada en esta enseñanza no han comprendido bien lo que de hecho la Iglesia está enseñando. La Iglesia no está hablando acerca de los motivos —subjetivos o personales— que suelen tener las personas al casarse, sino acerca de los fines —objetivos— del matrimonio como institución. El motivo principal que la mayor parte de la gente tiene para casarse es, sin ninguna duda, el amor: «¿Por qué quiero casarme con esta persona, y no con cualquier otra? Porque estoy enamorado». Esto está claro. Si el tener hijos entra, como motivo para casarse, lo hace normalmente como un motivo secundario; y en algunos casos hasta puede no entrar en absoluto.

    Ahora bien, ante este orden de motivos para casarse —primeramente, el amor; secundariamente (si acaso), los hijos— muchas personas pueden fácilmente concluir que un matrimonio logrado o feliz depende de los mismos factores y en el mismo orden; o sea, que la felicidad en el matrimonio depende principalmente o hasta exclusivamente del amor mutuo de los esposos, y secundariamente —o en absoluto— de la cuestión de tener hijos. Pero no existe ninguna evidencia especial para demostrar que esta conclusión sea correcta. Al fin y al cabo, una cosa son los motivos para casarse, y otra, bien distinta, es la manera cómo el matrimonio concede la felicidad.

Cómo el matrimonio concede la felicidad

    Un hombre o una mujer no ha errado el camino porque se casa por amor, ni porque espera que el matrimonio pueda traerle felicidad. Pero puede descaminarse si hace depender sus esperanzas de ser feliz en el matrimonio de un solo factor —el amor mutuo—, cuando es designio de la Naturaleza que la felicidad matrimonial sea el resultado de la delicada y exigente interacción de dos factores: el amor y los hijos. En otras palabras, uno puede descaminarse porque no entiende cómo el matrimonio debe «funcionar»: cuál es su designio para que dé de sí todas sus posibilidades, también la de la felicidad. Y es aquí donde la enseñanza de la Iglesia puede ayudar a tantas personas descaminadas a volver al buen camino. Solamente la ignorancia —o algo peor que la ignorancia— podría presentar la doctrina tradicional de la Iglesia como si fuera el fruto de un legalismo medieval, la actitud de unos clérigos célibes e intransigentes que van lanzando sus reprimendas cerriles al hombre moderno: «Tú, a lo mejor, estás interesado por la felicidad. Pero eso es una manía moderna, y mejor es que te olvides de ello si quieres seguir siendo un fiel miembro de la Iglesia. Porque la Iglesia no se interesa por tu felicidad. La Iglesia se interesa sencillamente por la prole —por el número— y por la ley, por la indisolubilidad».

Iglesia y felicidad humana

    Eso sería una parodia calumniosa y burda de la actitud de la Iglesia [4]. La Iglesia, al mantener la doctrina tradicional sobre el matrimonio, lo hace consciente de que está enseñando la verdad dada por Cristo, verdad, por tanto, que no es lícito ni ignorar ni desvirtuar ni callar. Pero, a la vez, la Iglesia es plenamente consciente de que la visión que Ella mantiene y presenta del matrimonio toma en cuenta todos sus elementos naturales, incluyendo también esa promesa de felicidad que el matrimonio parece ofrecer al hombre. Al casar a sus hijos, la Iglesia es la primera, llena de esperanza y de ilusión, en alegrarse. El divino Maestro siempre se presta para que se le invite a la fiesta de bodas; para que, con su presencia, confirme la alegría de Cana. Pero es a El a quien deben mirar las parejas si quieren que el vino de su felicidad actual cobre siempre un buen sabor, que fluya siempre con mayor abundancia, y nunca se agote ni se convierta en vinagre [5]. Cuando el Señor les habla diciendo que son «una sola carne» que «no se puede separar» [6], y que deben «crecer y multiplicarse» [7]; o cuando a través de su Iglesia [8], enseña (de nuevo con palabras del Vaticano II) que «la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de los hijos, con las que se ciñen como con su corona propia» [9], está pensando especialmente en su felicidad: no solamente en su felicidad eterna (aunque ésta sea la que esencialmente importa), sino también en aquella relativa pero auténtica que se puede alcanzar aquí abajo, y que El quiere que logren.

Del amor conyugal al amor familiar

    Esta cuestión la podemos expresar del modo siguiente. Parece evidentemente que sea parte del orden natural el que el hombre vea una promesa de felicidad en el matrimonio. Ahora bien, si —como enseña la Iglesia— también es parte del orden natural que el matrimonio esté ordenado a la prole incluso antes y más que al amor mutuo, entonces (a no ser que la naturaleza esté mintiendo, o al menos esté llena de incongruencias) es más que probable que la felicidad en el matrimonio, normalmente y a la larga, depende más del hecho de tener y educar a los hijos que del amor mutuo entre el marido y la mujer. Dependerá, desde luego, de los dos factores, pero la enseñanza de la Iglesia parece sugerir que, a la larga, lo que más influye en el logro de un matrimonio feliz son los hijos.

    Esta conclusión puede parecer demasiado paradójica a algunos. Seguramente no faltará quien diga que es absurda porque equivale a decir que algo fisiológico (la procreación) es más importante que algo espiritual (el amor). De hecho, no equivale a decir nada de eso, sino algo totalmente distinto: que el amor en el matrimonio, que ciertamente es más amplio que el mero amor físico, es más amplío también que el mero amor conyugal; o sea, el amor en el matrimonio no está pensado para limitarse (y no es probable que sobreviva si de hecho se limita) a un sencillo amor de dos personas entre sí. Está pensado para ampliarse, para extenderse, para incluir a más. El amor matrimonial será realmente pensado para convertirse en amor familiar. El amor de marido y mujer está pensado para crecer y, creciendo, para alcanzar y abrazar a otros, que serán precisamente el fruto de ese amor. «El verdadero amor mutuo trasciende la comunidad de marido y mujer, y se extiende a sus frutos naturales: los hijos» [10]. Y con esto ya hemos llegado al tercer punto de nuestra consideración.

Felicidad y cálculo

    Una época que no ve en los hijos la consecuencia natural del amor conyugal, puede llevar camino de verlos como enemigos de ese amor. Por eso he sugerido que una tercera razón principal por la que muchos matrimonios hoy en día fracasan, es la creciente tendencia moderna no sólo de anteponer el amor mutuo a la prole, sino de ver una auténtica oposición entre estos dos fines del matrimonio, en vez de verlos como complementarios.

    Influidas por la filosofía y la propaganda antinatalistas, muchas personas se han dejado llevar por la idea que acabo de comentar: que la felicidad humana, en el matrimonio, depende esencialmente del amor, y solamente de una manera muy accidental —si acaso— de la paternidad". ¿Cuántas de estas personas se dan cuenta de que esta idea puede ser nada más (y nada menos) que el primero de una serie de pasos por los que una persona se ve llevada —mucho más allá de lo que había anticipado o querido en un principio— por una filosofía provista de toda una fuerza y dirección propias? Analicemos un poco más profundamente este primer paso de la filosofía antinatalista, y veamos cómo fácilmente lleva a dar otros pasos: pasos por una senda descendente de cálculo más que por un camino ascendente de amor.

    El primer principio de esta «filosofía» moderna del matrimonio es que el amor representa el constitutivo esencial y suficiente, en sí, de la felicidad matrimonial, y que en los hijos, por consiguiente, se debe ver una posible ayuda, pero también una posible remora, para ese amor. Porque los hijos traen consigo sus exigencias, y se está popularizando hoy un concepto del amor que no quiere ser sometido a aquéllas. Cuando se produce esta mentalidad, cuando se piensa en el amor sobre todo en términos de satisfacción personal (y no en términos de auto-entrega, o de elevarse hacia un ideal: con todo lo que esto implica de lucha y sacrificio), entonces unas vagas ansias de paternidad pueden resultar insuficientes para compensar las «desventajas» de los hijos. Esto se comprueba en aquellas mujeres que piensan que las cargas de la gravidez y de la crianza sencillamente no quedan compensadas por las posibles satisfacciones ulteriores.

    La felicidad es el resultado de la entrega generosa a algo o a alguien que vale la pena. Es el resultado de saber darse aunque cueste, y sin preocuparse por el hecho de que cuesta. La felicidad no es algo que se pueda comprar por dinero, ni conseguir por cálculo. Sin embargo, parece que la filosofía contemporánea sobre el matrimonio se está llenando por todas partes de cálculos: cálculos fríos, casi todos; cálculos, en su mayoría, no menos equivocados que egoístas...

    El primer cálculo —como hemos visto— es el cálculo de que dos personas se bastan para hacerse felices [12]. El segundo cálculo es que un determinado número de hijos —uno o dos— puede ser una ayuda a aquella felicidad; o puede igualmente ser un estorbo... El tercer cálculo, que para muchos empieza a tener fuerza axiomática, es que el exceder un número determinado de hijos (dos o tres como máximo) se opondrá infaliblemente al amor y a la felicidad dentro del matrimonio. Ahora bien, desde el momento en que uno haya concluido que un número concreto de hijos —cuatro, por ejemplo— necesariamente será enemigo del amor, es evidente que uno pueda fácilmente terminar por considerar cualquier número —incluso uno sólo— como un enemigo. Esto no es más que la simple lógica de la mentalidad antinatalista.

    Dos personas que empiezan por creer que «están hechos el uno para el otro», pueden terminar por creer que no están hechos para nadie más, y que no tienen necesidad de nadie más; que cualquier otro —incluso su hijo, y aun especialmente su hijo— puede constituirse en rival de su amor. Uno u otro (o los dos) pueden anticipar —y negarse a aceptar— la posibilidad de que el hijo absorberá parte del amor que, hasta ahora, ha recibido en exclusiva del otro esposo. Es desde luego un hecho que la mayoría de las personas casadas, al llegar a ser padres, sienten algunos celos al comprobar que ya no son el objetivo único y exclusivo del amor de su esposo. El experimentar alguna reacción pasajera en este sentido es algo normal y natural, lo mismo que es normal y natural saber vencer tales reacciones [13]. Lo que no es natural —cuando una persona haya anticipado esta posible nueva polarización o ampliación del amor del otro— es querer evitar tener un hijo que la causaría. Eso no es más que la expresión de un espíritu posesivo, egoísta y calculador: la antítesis del verdadero amor.

    El amor sexual y la procreación están unidos, en los designios de Dios, para formar un fuerte apoyo natural para el matrimonio y la felicidad. El hombre, desde luego, puede separar lo que Dios ha unido. Pero esta separación anti-natural puede dejar al matrimonio sin apoyo. Y un matrimonio sin su natural apoyo lógicamente se derrumba.

    Los que creen que la filosofía antinatalista favorece el matrimonio y el amor, harían bien en sopesar sus posibles consecuencias últimas. Éstas han sido parodiadas certeramente por Aldous Huxley, en su obra Feliz Mundo Nuevo, esa sátira de una sociedad futura y desalmada que ahora parece mucho menos imposible y remota que cuando Huxley la concibió hace más de cincuenta años. Aquella visión de un feliz porvenir «liberado» —el amor y el sexo identificados (o, mejor dicho, el amor sumergido en el instinto animal descontrolado); el matrimonio excluido y abolido; los hijos (el apartado «repoblación») reducidos a unos procesos de laboratorio en manos exclusivas del Estado— no es más que la proyección lógica y última, por fantástica que parezca, de la filosofía del birth-control.

¿Oposición entre los fines?

    Cuando la Iglesia enseña que el amor mutuo «está ordenado a la procreación» [14], sería un error grave y craso interpretarlo como si implicara una actitud despectiva hacia el amor por parte de la Iglesia. La Iglesia no está oponiendo un fin del matrimonio a otro. Es el hombre moderno quien hace esta oposición. La Iglesia ve la armonía íntima entre todos los aspectos naturales del matrimonio, tanto sus fines objetivos como los motivos subjetivos que mueven a los esposos a buscar, en él, un amor y felicidad auténticamente nobles y humanos [15]. Señalar que una cosa está ordenada a otra es dar la clave a su verdadera naturaleza. Por tanto, la Iglesia, al enseñar que el amor mutuo en el matrimonio está subordinado a la procreación, lejos de menospreciar el amor humano, nos está dando la clave a los planes de la naturaleza para que se cumplan, en el matrimonio, las grandes promesas del amor humano.

El proyecto de los hijos

    Es designio de la misma Naturaleza que el amor conyugal sea fecundo [16]. En otras palabras, la fecundidad es algo natural para el amor. Es algo que el amor naturalmente anhela, hasta tal punto que se siente frustrado si no puede dar fruto.

    El amor siempre inspira, y es capaz de soñar con sueños grandes, incluso cuando no es correspondido. Ahora, el amor correspondido y compartido —el amor que se ha encontrado con el amor— ya no sólo tiene sueños, sino que se ilusiona con concebir y realizar cosas grandes.

    El amor hace que una joven pareja enamorada se ilusione hasta con cosas en las que los no enamorados sólo encuentran aburrimiento y rutina. Les basta, para ilusionarse, el solo hecho de que pueden hacer aquellas cosas juntos, y que lo que hacen o eligen representa el fruto de una decisión amorosa, una unión de dos voluntades enamoradas. Así, al acercarse el día de bodas, son felices de poder trabajar juntos en tantos proyectos —sin importancia y hasta banales en sí— que serán pequeñas piezas de su nueva vida y su nuevo mundo. Se entusiasman al proyectar juntos el piso donde van a vivir, los muebles, y el color de una alfombra...

    ¿Cómo, entonces, no se van a ilusionar con el proyecto máximo que la Naturaleza les ha reservado, un proyecto que será totalmente propio y exclusivo de ellos y de su unión; un proyecto que no será una mera elección de algo material —un coche, un televisor— sino una auténtica creación de su parte (con la colaboración de Dios) de seres vivientes, sus propios hijos? Otras parejas podrán vivir en pisos idénticos al suyo, o escoger el mismo modelo de radio o de coche, o un modelo mucho mejor. Pero nadie más que ellos pueden tener sus hijos.

    ¿Cómo no van a mirar el proyecto de sus hijos como el máximo y más entrañable de todos sus proyectos, cuando ven que es el único fruto directo de su más íntima unión conyugal, fruto de la unión no sólo de sus voluntades sino de sus cuerpos? Y, contemplando esto, ¿cómo no van a darse cuenta de lo grande y lo sagrado del plan divino del matrimonio?

    «El único matrimonio cristiano es el de dos seres, jóvenes de ordinario, en el umbral de la vida, en posesión ambos de la integridad de sus fuerzas y de su pujanza vital, entregándose uno a otro sin reservas, a fin de realizar unidos la obra más grande que espera al hombre en el plano de los valores naturales: la obra de su perfeccionamiento y la obra de la familia, que se corona con los hijos, en los que los padres se vuelven a encontrar, en quienes continúan y quienes en la unidad de su ser, expresan su unión» [17]. «Los esposos que se aman, aman todo lo que les acerca y les une. Nada les es común en el mismo grado que el hijo. Pueden poner sus bienes bajo el régimen de comunidad; pueden llevar el mismo nombre; pueden concordar sus caracteres; puede unirles la inteligencia más cordial; sin embargo, nada les es tan común y nada les une como el hijo... Los esposos unidos continúan amándose uno a otro en su hijo; encuentran en él no sólo a sí mismos, sino su unión, la unidad que ellos se aplican a realizar en toda su vida. Cada uno de ellos reconoce en el hijo el ser que él ama en un ser nuevo que se lo debe todo y que él ama también con un amor que no se separa de aquel al que el hijo debe el haber nacido. El matrimonio encuentra así, en la paternidad y la maternidad, su florecimiento perfecto. El niño remata el enriquecimiento del alma que los esposos buscan en su unión» [18].

    Por eso, una joven pareja enamorada —si entiende el amor como algo más que la gratificación del instinto— no se contenta con una unión estéril. Si los frutos naturales del amor conyugal son los hijos, el amor conyugal que no da ese fruto —pudiendo darlo— se frustra, y puede pronto enfermar hasta morir. Lo que le amenazará será la auto-asfixia, porque deberá intentar sobrevivir en un ambiente cerrado y anti-natural donde se ha privado a sí mismo del soplo de la vida.

    Si es designio de la Naturaleza que el amor conyugal sea fecundo, podemos decir que es designio suyo también que el aumento en el amor vaya normalmente en función de un mayor fruto. La pareja que espera que su amor vaya creciendo, a la vez que descuida o frustra la fecundidad, está desnaturalizando su matrimonio. No ha comprendido de qué manera el matrimonio puede normalmente dar felicidad y no es probable que encuentren la felicidad que su matrimonio podía haberles dado. Su amor, sin la protección y la fortaleza que le dan los hijos, puede fácilmente sucumbir ante las presiones de la vida.

Todo matrimonio pasa por una crisis

    No me parece difícil seguir el plan de la Naturaleza, que ha pensado que los hijos deben ser no sólo el fruto sino también la protección del amor mutuo entre los esposos, y el baluarte de su felicidad matrimonial.

    Todo matrimonio llega a un período crítico, del cual sale encaminado a un bien más definitivo y más pleno, o al mal. Ese período puede llegar muy pronto, tan pronto como el amor fácil y romántico —el «romance» inglés— se desvanece, lo que puede suceder en sólo un par de años después de casarse. Si una pareja no logra superar bien ese período crítico, su matrimonio empezará a ir cuesta abajo. El entendimiento y respeto mutuos disminuirán; las discusiones y riñas se harán más frecuentes; habrá empezado ese proceso paulatino de distanciamiento que puede terminar en una ruptura final diez o quince años más tarde.

    Yo diría que hay que satisfacer una necesidad doble si un matrimonio ha de sobrevivir este período de crisis. Cuando llega el tiempo de la prueba, cada esposo necesita, en primer lugar, un motivo poderoso para ayudarle a ser leal a la otra persona, a pesar de los defectos de aquella persona; un motivo suficiente para hacerle perseverar en la tarea de aprender a amar a la otra persona.

    Y cada uno necesita, en segundo lugar, un motivo poderoso para mejorar personalmente; para irse convirtiendo en una persona menos egocéntrica, más amable. Es fácil ver, en los hijos, un designio especial de la Naturaleza para que existan los dos motivos [19].

Cómo perseverar en el amor

    Consideremos el primer punto: la necesidad de perseverar en el amor cuando el amor comienza a ser difícil. En el Cielo, Dios y los Santos aman sin esfuerzo. La tierra, sin embargo, no es el Cielo, y el amor, en la tierra, pocas veces es fácil; y si lo es por una temporada la facilidad no suele durar. Es verdad que tiene que existir un enorme fondo de bondad en cada ser humano, porque Dios nos ama a cada uno con un amor inmenso, y Dios sólo ama lo que es bueno. Pero nosotros no somos Dios, y a veces nos resulta difícil descubrir los puntos buenos de los demás. Muchas veces, incluso, parece que tenemos mayor facilidad para ver los defectos de la gente que para apreciar sus virtudes. Esto ocurre de modo particular cuando dos personas comparten la vida íntima y constante en el matrimonio. Y ocurre sobre todo si, en su vida compartida, se han quedado solos. Dos personas constantemente frente a frente van a verse con muchísimos más defectos que dos personas que miran juntamente a sus hijos.

    Cuando empiezan las pequeñas dificultades para llevarse bien, el pensamiento de sus hijos —si hijos hay— deberá entrar de un modo natural y fácil como un motivo principal para que el marido o la mujer se decida a ser fiel a los compromisos que ha contraído.

    Se comprometieron hace años a recibir responsable y amorosamente a los hijos que Dios les enviara. Se comprometieron igualmente a ser mutuamente fieles: en las penas tanto como en las alegrías..., en la enfermedad tanto como en la salud..., todos los días de la vida... ¿Existen motivos más fuertes que la responsabilidad y el amor hacia sus hijos, para animar y empujar y obligar a los esposos a ser fieles, pase lo que pase, aun con pocas ganas, mal carácter, o cuando haya que hacer los esfuerzos más extraordinarios? Indudablemente pueden sufrir al hacer esos esfuerzos, pero les debe constar que, si no están dispuestos a hacerlos, sus hijos van a sufrir mucho más.

    Ahí está el primer motivo, y ahí está también su fuente. «Por el bien de nuestros hijos, tenemos que aprender a convivir. Por lo tanto, lucharé con todas mis fuerzas para seguir amando a mi marido o a mi mujer. Y, con la gracia de Dios, lo lograré.»

Mejorar por el sacrificio

    El marido o la mujer que reaccione así, ya está mejorando como persona. Y ahí ya tenemos el segundo punto. Si el amor ha de sobrevivir en el matrimonio, cada esposo debe aprender a amar al otro con sus defectos. Pero si se trata de que el amor no solamente sobreviva, sino que crezca, entonces cada cónyuge debe poder descubrir virtudes —nuevas virtudes o virtudes aumentadas— en el otro.

    Si el amor ha de crecer en el matrimonio, la otra persona tiene que aparecer cada vez más amable. Y no aparecerá así a no ser que esté mejorando, que esté de hecho convirtiéndose en una persona mejor.

    En un plano natural, es la generosidad, la entrega de sí, lo que hace que una persona mejore y se haga más amable. El egoísmo, en cambio, es lo que mata el amor tanto en uno como en los que tienen relación con él.

    Una persona enamorada o que se cree enamorada debe saber sacrificarse por la persona amada, si ha de llegar a ser, ella misma, más amable. La persona incapaz de sacrificarse es incapaz de dar o de recibir (o de retener) mucho amor.

    Es bueno que cada uno se sacrifique por el otro. Pero es dudoso, en un plano natural, que ningún marido o ninguna mujer pueda, solo, inspirar al otro esposo indefinidamente la generosidad y el sacrificio.

    Acabamos de decir que la persona enamorada debe saber sacrificarse por la persona amada, si ha de llegar a ser más amable. Y hay que añadir que la persona amada, en los designios de la Naturaleza para el matrimonio, debe incluir a los hijos. Los hijos pueden y suelen inspirar en sus padres un grado de sacrificio al que probablemente ninguno de los dos, solo, podría llevar al otro. «Por el hijo es como más fácilmente se supera el hombre. El amor paternal es la forma de amor más espontáneamente desinteresada» [20]. De este modo, al sacrificarse por sus hijos, cada padre mejora de hecho y llega a ser, también a ojos de su esposo, una persona verdaderamente más amable. «Por los hijos se superan los esposos a sí mismos y superan su felicidad. La condición de la grandeza moral es superarse. Los hijos, sobre todo, son los que estimulan a los esposos a la grandeza» [21].

El matrimonio necesita del sacrificio

    En cambio, si dejan sin explotar la capacidad de sacrificio que está almacenada en sus instintos paternales o maternales, lo más probable es que terminen, en el mejor de los casos, como personas medio-desarrolladas, personas medio-amables. Y esto puede no ser suficiente para la supervivencia de su matrimonio.

    De modo que hay que decir que el sacrificio va especialmente bien para el matrimonio. Todo el sacrificio que los hijos suelen exigir de sus padres, desde sus más tiernos años, es un factor principalísimo para desarrollar y madurar y unir a los padres. Está bien que los esposos se sacrifiquen el uno por el otro. Pero es aún mejor que, juntos, se sacrifiquen por sus hijos. El sacrificio compartido es uno de los mejores lazos del amor.

    Me parece que uno de los errores más evidentes, más frecuentes y más tristes de tantas parejas jóvenes que se casan hoy, es la decisión de aplazar el tener hijos durante unos cuantos años —dos, o tres, o cinco—. El resultado es que precisamente en el momento en que el «romance» —el amor fácil— empieza a desaparecer, cuando su amor empieza a tropezar con dificultades y necesita apoyo, el apoyo principal que la Naturaleza había pensado (había «planeado», diría yo) para ese momento —sus hijos— no existe [22].

El egoísmo compartido no basta para la felicidad

    Ya sé que muchas parejas jóvenes quieren «pasarlo bien» durante algunos años. Se consideran demasiado jóvenes para «asentarse» en una vida de familia, y prefieren combinar lo que ellos consideran las ventajas de la vida matrimonial con las atracciones de la vida social a la que se han acostumbrado. ¿Puede decirse, seriamente, que esto representa un enfoque natural del matrimonio? ¿No mira demasiado a lo que el matrimonio ofrece bajo el aspecto de satisfacción y demasiado poco a lo que implica en términos de compromiso? ¿No habrá demasiado egoísmo compartido en este enfoque? A fin de cuentas, «pasarlo bien juntos» es un ideal bastante pobre para que dos personas lo compartan; no es capaz, desde luego, de mantenerlos unidos, en el amor, durante toda una vida.

    A veces uno se queda con la impresión de que muchas parejas jóvenes de hoy están proyectando un matrimonio donde la necesidad del sacrificio se habrá reducido al mínimo o incluso quedará absolutamente eliminado. Lo más triste de esto es que una pareja que quiere un matrimonio sin sacrificio, quiere un matrimonio donde, pronto o tarde, perderán el respeto mutuo que antes se tenían.

¿Cuándo se es maduro para empezar una familia?

    Otras parejas sostienen que unos cuantos años de vida matrimonial juntos les ayudarán a madurar más, y de este modo se hallarán mejor preparados para educar a una familia. Pero, puede preguntarse, ¿qué es lo que hay en esa vida compartida —con su mínimo de responsabilidades y sacrificios— que realmente les está madurando? El momento en el que una pareja está mejor preparada para empezar una familia es precisamente cuando acaban de casarse. El amor ilusionado y fácil que todavía les acompaña en aquellos primeros años de la vida matrimonial les ayudará a enfrentarse más pronta y alegremente con los sacrificios que los hijos exigen. Ese amor romántico e idealista entra precisamente en los designios de la Naturaleza para facilitar el proceso por el que una pareja madura en el sacrificio. Más adelante no será tan fácil lograrlo y el proceso puede fracasar. Si aplazan el tener sus primeros hijos para más adelante, cuando el «romance» ya no les acompañe, la entrega y el sacrificio que exigen los hijos pueden resultarles demasiada carga, precisamente porque no han madurado lo suficiente.

    Si dos personas jóvenes se enamoran, pero no quieren empezar una familia, lo más avisado sería que no intentasen el matrimonio. Tiene demasiadas probabilidades de fracaso. Se podría comparar al caso de un coche que uno se empeña en poner en marcha, pero sin que la correa del generador funcione. El coche podría marchar bien durante un poco de tiempo, pero el motor inevitablemente acabará quemándose.

¿Quién es el experto en la planificación familiar?

    Sería éste un mundo bastante raro y curiosamente pensado si la Naturaleza no fuese, de hecho, el mejor y más sabio Planificador familiar. Es evidentemente el Planificador con la experiencia más larga. Los resultados de la planificación familiar moderna —artificial y antinatural— empiezan a verse con sobrada claridad; hay cada vez más matrimonios que se desmoronan, más hogares que se rompen, más personas que se aíslan. Los recién casados que se sienten tentados de fiarse más de los demógrafos o de los políticos o de los sociólogos, que de la Naturaleza, los que se sienten tentados de ceder a las presiones sociales o al sencillo deseo de una vida más fácil, antes que hacer caso a sus instintos de paternidad, harían bien en preguntarse si realmente creen —según la evidencia de los hechos— que la planificación familiar moderna tiende a crear matrimonios más felices, o si el plan de la Naturaleza no será más previsor y más capaz de crear los apoyos necesarios para una vida matrimonial y un amor matrimonial fuerte y duradero.

¿En qué consiste la auto-realización?

    Los que sostienen que el fin principal del matrimonio consiste en el «enriquecimiento mutuo» de los esposos, en la «realización de sus propias personalidades», a través de la «complementariedad de su amor mutuo», etc., también deberían estar dispuestos a decir qué es lo que ese enriquecimiento o esa realización significa. Lo que probablemente quieren decir es que el fin del matrimonio es ir convirtiendo a los esposos en personas humanas más hechas, más maduras [23]. Pero que concreten: que digan en qué consiste esa mayor madurez, esa humanidad enriquecida: ¿precisamente en una mayor capacidad de comprensión o de entrega?, ¿en un mayor espíritu de sacrificio?, ¿en un control de uno mismo más desarrollado? ¿O mantienen, por el contrario, que consiste en una mayor preocupación precisamente por uno mismo, acompañada de una mayor indiferencia hacia los demás?, ¿o en lo que algunos llaman una mayor «liberación» sexual?

    Vale la pena volver a meditar estas palabras de Pablo VI: «Un amor plenamente humano es sensible y espiritual al mismo tiempo. No es, por tanto, una simple efusión del instinto y del sentimiento, sino que es también y principalmente un acto de la voluntad libre, destinado a mantenerse y a crecer mediante las alegrías y los dolores de la vida cotidiana, de forma que los esposos se conviertan en un solo corazón y en una sola alma y juntos alcancen su perfección humana» [24].

Presiones dictatoriales

    Volvamos a la idea que sugerimos al comenzar: no es tanto que el matrimonio le sale mal al hombre de hoy como que el hombre de hoy enfoca mal el matrimonio. Abusa de él y ya no funciona en su servicio.

    Durante mucho tiempo algunas personas han clamado: «Tenemos el derecho a ser felices en el matrimonio sin tener que aguantar los dictados de la Iglesia». Empieza a notarse un tono hueco de desesperación en el grito, porque son precisamente aquellos que hacen menos caso a las leyes de la Iglesia, los mismos que encuentran menos felicidad en el matrimonio.

    Ciertamente existen hoy abundantes dictados y presiones dictatoriales sobre el matrimonio. Pero no vienen de parte de la Iglesia. Vienen del Estado, de los planificadores sociales, de los expertos económicos, de los abogados, de un hedonismo que todo lo quiere invadir o de los filósofos de un libertarismo nihilista.

    No debe causar ninguna extrañeza si estos planes para el matrimonio —planes impuestos por los hombres— terminan en fracaso, porque el matrimonio no fue —no es— una idea del hombre, sino una idea de Dios [25].

    Cada uno, por tanto, tiene el derecho a esperar encontrar la felicidad en el matrimonio, pero solamente en el tipo de matrimonio que Dios instituyó, y solamente cuando ese matrimonio se vive de acuerdo con los designios y leyes de Dios. No querer respetar esos designios o leyes es desvirtuar lo que estaba hecho para ayudar al hombre a ser feliz y salvarse, y convertirlo —a la corta o a la larga— en fuente de infelicidad y frustración [26].

    El matrimonio está en crisis. Y parece, en muchos ambientes y sociedades llamadas civilizadas, estar en declive. Sin embargo, uno encuentra muchas excepciones: tantos matrimonios felices que son a la vez hogares dichosos porque los padres no han frustrado los instintos nobles de paternidad que la Naturaleza les ha dado. Más bien han sabido cumplirlos con ánimo generoso [27], recordando que «el buen amor conyugal aspira a la gloria de la fecundidad con fortaleza de ánimo. Pero la gloria de la fecundidad no está en una fecundidad a cuentagotas. Está en una fecundidad abundante, que desea esta abundancia, y si necesita razones, no es para tener hijos, sino para limitar su número» [28].

    Cada día son más los esposos que comprenden la grandeza del plan divino del que Dios, llamándoles al matrimonio, les ha hecho partícipes. Y así, apoyándose en la gracia [29], saben enfrentarse con los sacrificios —sacrificios de amor— que el mismo amor necesita para sobrevivir [30].

 

NOTAS

[1] Tenderá a deificar otras cosas todavía menos capaces de dar felicidad: dinero, éxito, sexo, alcohol, drogas...

[2] Cabe, desde luego, que Dios no conceda hijos a un matrimonio determinado, aunque ellos los esperan con ilusión. Estas uniones (materialmente) estériles pueden ser felices si aceptan la voluntad de Dios. El Señor les dará gracias especiales para que puedan aprender a amarse cada día más. Y pueden, y hasta deben, alcanzar una fecundidad espiritual, a base de dedicar aquellas energías — que habrían dedicado a sus hijos— a tareas formativas y apostólicas en favor de los demás. «Ciertamente hay matrimonios a los que el Señor no concede hijos: es señal entonces de que les pide que se sigan queriendo con igual cariño, y que dediquen sus energías —si pueden— a servicios y tareas en beneficio de otras almas» (J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa. n. 27). Y comenta otro autor, a propósito de estos matrimonios estériles: «Deben suplir lo que falta a su unión dirigiendo hacia otras actividades el deseo de fecundidad, único que permite al hombre alcanzar su desarrollo pleno» (J. Leclercq. El Matrimonio Cristiano, p. 285).

[3] Concilio Vaticano II. Const. Gaudium el spes, n. 50.

[4] «La actitud de la Iglesia ante el matrimonio es muy clara: está en favor del amor y no ha dejado de usar toda su influencia para centrar el matrimonio sobre el amor, oponiéndose a las tendencias que lo separan. Centrar el matrimonio sobre el amor y el amor sobre el matrimonio hasta el punto de que no haya matrimonio sin amor ni amor fuera del matrimonio. Según la concepción de la Iglesia, el amor es para el matrimonio y el matrimonio para el amor, y el uno y el otro para la familia» (Leclercq, o. c., p. 159).

[5] «El hombre no puede hallar la verdadera felicidad, a la que aspira con todo su ser, más que en el respeto de las leyes grabadas por Dios en su naturaleza y que debe observar con inteligencia y amor» (Pablo VI, Enc. Humanae vitae, n. 31).

[6] Mt 19, 6.

[7] Gen 1, 28.

[8] Es a Cristo a quien, en la voz de la Iglesia, prestamos oído o no. El lo ha dicho: «El que a vosotros oye, a Mí me oye, y el que a vosotros rechaza, a Mí me rechaza» (Le 10, 16).

[9] Gaudium et spes, n. 48.

[10] J. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, n. 94.

[11] La expresión más extrema de esta idea es la tesis de que el hombre «se realiza» por el sexo, pero no por la paternidad; tesis que está casi diametralmente opuesta a la verdad. El sexo —entendido como la simple satisfacción del apetito sensual— no realiza al hombre. La paternidad, en cambio, sí. Un hombre o una mujer se puede 'realizar' —o sea, puede evitar el ser una persona frustrada— sin una relación sexual. Muchísimas de las personas más «realizadas» que conozco yo se encuentran entre los que se han entregado a Dios en una vida célibe; se han negado al sexo físico, pero viven conscientes de una auténtica paternidad espiritual. Y bastantes de las personas más frustradas que conozco viven una activa —pero estéril— vida sexual.

[12] Se pasa, con lógica inexorable, de esta mentalidad a la mentalidad divorcista. «Calculé que esta persona me haría perfectamente feliz. Ahora que mis cálculos me han fallado, exijo la "libertad" de buscar a otra persona que cuadre mejor con unos nuevos cálculos que me he hecho con el mismo propósito...» ¿Se puede creer seriamente que la felicidad se encuentra por este camino?

[13] Esto es sencillamente parte del proceso natural que hemos mencionado antes, por el que el amor matrimonial (entre dos) debería ampliarse para entrar en el cauce de un amor familiar más generoso.

14 Gaudium et spes, n. 48.

15 «El matrimonio no es efecto de la casualidad o producto de la evolución de fuerzas naturales inconscientes; es una sabia institución del Creador para realizar en la humanidad su designio de amor. Los esposos, mediante su recíproca donación personal, propia y exclusiva de ellos, tienden a la comunión de sus seres en orden a un mutuo perfeccionamiento personal, para colaborar con Dios en la generación y en la educación de nuevas vidas» (Pablo VI, Enc. Humanae vitae, n. 8).

16 Cfr. Humanae vitae, n. 9.

[17] Leclercq, o. c., p. 169.

[18] Ibidem, p. 247.

[19] Los matrimonios naturalmente estériles —repetimos— constituyen siempre un caso especial. La ayuda que —a través de los hijos— Dios quiere dar a los matrimonios fecundos (o a los que pueden serlo), y que es como un modo de operar la gracia sacramental del matrimonio, la dará también a estos matrimonios infértiles ayudándoles y exigiéndoles por otras vías, ya que ellos también pueden contar con la plenitud de la gracia sacramental.

[20] Leclercq, o. c., p. 241.

[21] Ibidem, p. 257.

[22] «Los esposos deben edificar su convivencia sobre un cariño sincero y limpio, y sobre la alegría de haber traído al mundo los hijos que Dios les haya dado la posibilidad de tener, sabiendo, si hace falta, renunciar a comodidades personales y poniendo fe en la providencia divina» (Es Cristo que pasa, n. 25).

[23] Que el matrimonio debe llevar a un enriquecimiento y madurez de los esposos es algo que la Iglesia enseña explícitamente, siempre, por supuesto, entendiendo esa madure?, como —sobre todo— madurez en la vida que definitivamente interesa: la vida cristiana de gracia y santidad. Bien pueden recordarse las palabras de Pío XI en la Encíclica Casti connubii: «Esta recíproca formación interior de los esposos, este cuidado asiduo de mutua perfección puede llamarse también, en cierto sentido muy verdadero, como enseña el Catecismo Romano (2, 8, 13), la causa y razón primera del matrimonio, con tal que el matrimonio no se tome estrictamente como una institución que tiene por fin procrear y educar convenientemente los hijos, sino en un sentido más amplio, cual comunidad, práctica y sociedad de toda la vida» (n. 9).

[24] Humanae vitae, n. 9.

[25] Lo que se ha llamado Carta Magna del matrimonio cristiano —la Encíclica Casti connubii. de Pío XI— comienza su exposición de la doctrina cristiana sobre el matrimonio con estas palabras: «Quede asentado, en primer lugar, como fundamento firme e inviolable, que el matrimonio no fue instituido ni restaurado por obra de los hombres, sino por obra divina; que no fue protegido, confirmado ni elevado con leyes humanas, sino con leyes del mismo Dios, autor de la naturaleza, y de Cristo Señor, Redentor de la misma, y que, por lo tanto, sus leyes no pueden estar sujetas al arbitrio de ningún hombre, ni siquiera al acuerdo contrario de los mismos cónyuges. Ésta es la doctrina de la Sagrada Escritura, ésta la constante tradición de la Iglesia universal»... (n. 3).

[26] El Papa León XIII advierte que «la ley ha sido providentemente establecida por Dios de tal modo que las instituciones divinas y naturales se nos hagan más útiles y saludables cuanto más íntegras e inmutables permanecen en su estado nativo, puesto que Dios, autor de todas las cosas, bien sabe qué es lo que más conviene a su naturaleza...». Y añade: «Si la audacia y la impiedad de los hombres quisieran torcer y perturbar el orden de las cosas, con tanta providencia establecido, entonces lo mismo que ha sido tan sabiamente determinado, empezará a ser obstáculo y dejará de ser útil, sea porque pierda con el cambio su condición de ayuda, sea porque Dios mismo quiera castigar la soberbia y temeridad de los hombres» (Enc. Arcanum. Cfr. Casti connubii, n. 35).

[27] Pablo VI, en la Encíclica Humanae vitae (n. 10), destaca que el concepto de paternidad responsable incluye de modo especial la «decisión generosa de tener una familia numerosa».

[28] Leclercq, o. c., p. 261.

[29] Cfr. Casti connubii. n. 14. Humanae vitae, n. 25.

[30] «Los esposos cristianos, dóciles a la voz de Cristo, deben recordar que su vocación cristiana, iniciada en el bautismo, se ha especificado y fortalecido ulteriormente con el Sacramento del Matrimonio. Por lo mismo, los cónyuges están fortalecidos y como consagrados para cumplir fielmente los propios deberes, para realizar su vocación hasta la perfección y para dar un testimonio, propio de ellos, delante del mundo. A ellos ha confiado el Señor la misión de hacer visible ante los hombres la santidad y la suavidad de la ley que une el amor mutuo de los esposos con su cooperación al amor de Dios, autor de la vida humana» (Humanae vitae, n. 25).