Hace sesenta años, la contracepción era inaceptable tanto para la inmensa mayoría de los protestantes, como para los católicos; todos la tenían como gravemente contraria al orden y a la dignidad naturales del matrimonio [1]. Hace cuarenta o cincuenta años, el divorcio era un fenómeno excepcional, que comportaba un grave desdoro, también desde el punto de vista social. Hace treinta años, el aborto era un grave delito según el código penal de innumerables países; y parecía una aberración para la inmensa mayoría de las mujeres.
El panorama es muy distinto actualmente. La contracepción, el divorcio y el aborto son aceptables en la legislación de casi todas las naciones y, para millones de personas, han llegado a ser realidades habituales de la vida moderna. La mayor parte de los ciudadanos de los países occidentales consideran la legalización del divorcio o del aborto, o la difusión de los contraceptivos, como una característica más de una sociedad progresista.
Muchos califican estos fenómenos como señales de progreso. Pero, ¿en qué basan su opinión? ¿Está avalada por una evidencia sociológica? ¿Es el resultado de un razonamiento profundo? No me lo parece.
«Progreso» es un concepto estupendo, pero puede significar cosas muy dispares. ¿Progresa una sociedad porque ha logrado fabricar armas atómicas, o porque sus naves espaciales pueden llegar a Marte, o porque sus ciudadanos pueden poner conferencias telefónicas directamente con cualquier parte del globo?... Ésas son manifestaciones de progreso técnico, pero ¿está progresando el hombre? Ésta es, sin duda, la cuestión fundamental. ¿Está progresando el hombre? No puede contestarse a esta pregunta sin asignar una meta al ser humano, porque progreso no significa avanzar en cualquier dirección (un avance en cualquier dirección puede comportar un retroceso), sino dirigirse hacia una meta; es decir, hacia un objetivo propuesto conscientemente, porque lograrlo parece que vale la pena. Pocas personas, pienso, pondrían reparos a la tesis general de que el objetivo del hombre es la felicidad. La criatura humana desea principalmente la felicidad. ¿La está alcanzando actualmente? ¿Está la sociedad moderna progresando hacia una mayor felicidad? No lo sé...
En mi opinión, entre los derechos humanos más preciados, junto con el derecho a la vida y a la libertad, se cuenta el de buscar la felicidad. Pero, de manera parecida a como pueden perderse la vida o la libertad, puede perderse la felicidad; o, por mucho que se busque, puede fracasarse en el intento de encontrarla. El fallo puede proceder de no buscar donde puede encontrarse, o de no hacerlo de la manera adecuada. Existen reglas precisas para la búsqueda de la felicidad y también —una vez que se ha alcanzado—, para su conservación; de manera parecida a como hay reglas para la búsqueda y la conservación de la propia libertad, y para la misma vida. La existencia humana tiene reglas; si no se observan, el resultado puede ser su pérdida, o al menos la incapacidad para lograr que sea libre y feliz. No tenemos derecho absoluto a la libertad o a la felicidad; nos corresponden condicionadamente; es decir, si sabemos respetar las reglas que las rigen.
Como algunas personas desconocen estas leyes, la ignorancia es la causa de que muchas veces las violen. Pero las reglas siguen en vigor; y se pagan las consecuencias de habérselas saltado. La ignorancia puede resultar muy gravosa. Una corriente eléctrica puede matar, lo mismo que puede hacerlo el veneno.
No se trata sólo de leyes de la física o de la química; son evidencias que hacen referencia al efecto de realidades físicas o químicas en la vida humana. Son verdades de la existencia: leyes de la vida misma. Si se ignora que un cable de alta tensión es muchas veces mortal, puede tocarse. Si se desconoce que una mezcla química es venenosa, puede beberse... La persona en cuestión será probablemente sincera y no tendrá culpa de su ignorancia; pero ese desconocimiento no la aisla contra la electricidad, y la sinceridad no es antídoto al veneno. Si se cumplen ciertas acciones —actos que violan una ley fundamental de la vida: la de la supervivencia—, se suceden consecuencias lamentables.
Otras personas alegan la ignorancia; esa actitud no es inteligente y difícilmente puede ser sincera. Una persona, por ejemplo, puede querer hacer caso omiso de la ley que exige respeto por la propiedad de los demás, y sustraer la cartera del prójimo; puede igualmente decidirse a desatender la ley de la gravedad, y lanzarse desde el piso superior de un rascacielos, reclamando el «derecho» a un aterrizaje suave... Podemos dejar de lado la cuestión de la causa de esa «ignorancia», pues poco influirá en la consecuencia definitiva de sus acciones, que no será desde luego el logro de la felicidad. La primera, probablemente, conocerá la cárcel; la segunda, seguramente, provocará la muerte.
Se dan otros casos: personas que no ignoran las leyes de la vida, pero se irritan ante ellas. No «ven» por qué han de aceptar los dictados de la vida (de la naturaleza, de Dios)... prefieren dictar ellos las reglas. Desean que la vida les dé la felicidad: la quieren ahora, y bajo sus propias condiciones. Están empeñados en vivir su propia vida, sin tener que hacer caso a tantas «complicaciones». Pero ¿encuentran lo que buscan?
Su actitud es comparable a la de un motorista colérico que no acepta que la carretera no sea recta, y acelera como si lo fuera, como si las curvas no existieran. Es bastante obvio cuál será el resultado. Algo similar acontece con la persona que exige el «derecho» de encontrar la felicidad en el sexo, en el alcohol, en las drogas... Va adelante, siguiendo su camino hacia la felicidad. Pero por esa senda no encontrará la felicidad, sino la obsesión, el alcoholismo o la toxicomanía, que no son más que formas de esclavitud. Puede ser que alguno vea la felicidad en esas esclavitudes; la mayoría no suele pensar así.
Es de presumir que todas estas personas aspiran a que la vida les brinde la felicidad. No se equivocan al quererla, sino sencillamente en el modo en que la buscan. Yerran, podemos decir, en querer imponer las condiciones de la felicidad, en pensar que pueden dictar condiciones a la existencia humana. Pero a la vida no podemos dictarle las reglas que se nos antojen, y menos aún cuando de la felicidad se trata. Nadie encuentra la felicidad con categorías impuestas por él. Sólo la logrará si actúa de acuerdo con las condiciones en las que se da según la vida misma. Nosotros no podemos obligar a la vida a que proporcione la felicidad; la vida, con sus leyes, está dispuesta a dárnosla; pero hay que acatar esas normas, hay que jugar de acuerdo con las reglas... Si se aceptan, puede tenerse una fundada esperanza de la felicidad; si no, no.
Hay realidades en la vida particularmente capaces de procurar la felicidad, pero no a quien las quiere doblegar, según su voluntad. No estaban pensadas para ser plegadas a voluntad. Quien lo haga, las rompe; y, casi siempre, se rompe él mismo con ellas. Entre estas realidades se encuentra la relación entre el hombre y la mujer, de modo especial como se realiza en el matrimonio y en la familia.
Como el título de este libro pretende sugerir, la felicidad que el matrimonio puede y debe proporcionar, está enraizada en el aspecto de alianza y de entrega que caracteriza el amor conyugal: «la alianza del amor conyugal... se afirma públicamente como único y exclusivo, para que pueda vivirse en la máxima fidelidad al designio del Creador. Esta fidelidad —lejos de mermar la libertad personal— la protege contra toda forma de subjetivismo y de relativismo, y la hace partícipe en la Sabiduría creadora» []2. Asimismo, la entrega fiel al matrimonio y a la familia, lejos de limitar la felicidad personal, la dota de profundidad y de madurez duraderas.
Los primeros capítulos tratan de factores que afectan a la felicidad de marido y mujer, en sus relaciones mutuas y en su manera de comprender y de llevar adelante la vida conyugal. Marido y mujer, sin embargo, no se entregan tan sólo a sí mismos, sino también y de modo particular a que sus hijos sean felices. Sin una conciencia bien formada, y sin ideales nobles y auténticos, los jóvenes no están preparados para la vida y no podrán alcanzar una real y duradera felicidad. Dedicamos por tanto dos capítulos a la consideración de cómo los padres deben formar la conciencia de sus hijos, desde su niñez; y cómo, más adelante, deben saber comprender y fomentar sus ideales adolescentes y cristianos.
La felicidad de una familia puede ser amenazada por la blandenguería o por el egoísmo que surge desde dentro, pero también, y mucho, por fuerzas que proceden del exterior. Si es tarea principal de los padres cimentar la felicidad presente y futura de sus hijos, la permisividad de la sociedad moderna no es ciertamente un buen aliado. He procurado, pues, indicar cómo los padres deben ayudar a sus hijos a darse cuenta de que la felicidad es un premio que puede alcanzarse en la vida o perderse; la generosidad y la firmeza son necesarias a la persona que desea conservar sus ideales, también en medio de una sociedad permisiva, en gran parte edificada sobre la falsa tesis de que cualquiera puede alcanzar la felicidad sin norma moral alguna, sin control de sí o generosidad, a base de un comportamiento plenamente egoísta.
He añadido un capítulo sobre el aborto, como Apéndice, ya que —aun dejando de lado otros aspectos morales del tema— el aborto se ha convertido, con toda probabilidad, en la mayor amenaza al alma, a la tranquilidad de conciencia, y a la felicidad de tantas chicas y mujeres en el mundo contemporáneo.
Procuraré, en definitiva, examinar las razones por las que el amor conyugal y la vida familiar tantas veces no proporcionan la felicidad que las personas esperan; consideraré también lo que ha de hacerse para no perder o para volver a encontrar esa felicidad.
NOTAS
[1] En la Conferencia de Lambeth, del año 1929, se produjo un primer cambio importante en el juicio protestante sobre la valoración moral de la contracepción.
[2] Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 11.