06. PADRES, HIJOS Y LAS REGLAS DE LA VIDA

    Fue en Washington, hace 20 años. El comentario era de una chica episcopaliana recién convertida al catolicismo. Entre aliviada y gozosa me dijo: «Es que usted, Padre, no sabrá lo mal que uno lo pasa cuando no conoce las reglas de la vida. Ahora sí que las sé...».

    Su comentario me viene muchas veces a la memoria cuando contemplo tanta gente de nuestro mundo, y especialmente tantas personas jóvenes, que parecen efectivamente no conocer las reglas de la vida. Supongo que en el fondo —por mucho que lo intenten disimular— lo deben pasar mal. Y su vida, desde luego, no parece que tenga muchas probabilidades de salir bien: falta de fe, falta de ideales, falta de pureza, falta de amor; falta, en fin, de criterio: de saber distinguir entre el bien y el mal...

    Es un panorama que asusta a muchos padres de familia: a todos, desde luego, los que amen de veras a sus hijos. Su susto es explicable. Y es explicable que, pensando en sus propios hijos (quizás todavía muy jóvenes), se pregunten: ¿Y cómo podemos evitar que esto pase a los nuestros?

    ¿Cómo evitarlo? ¡Formándolos! Formando su conciencia —para que tengan criterio, para que conozcan las reglas, para que sepan distinguir entre el bien y el mal— y formando su voluntad, para que sepan luchar.

La conciencia de los niños

Base cristiana de la conciencia

    Un niño de 4 ó 5 años ya es capaz de darse cuenta de que algunas cosas están bien o están mal. Es fácil, por ejemplo, que se dé cuenta de que está mal hacer algo que desagrada a las personas que él sabe son buenas. Si sus padres son buenos, ya sabrá que hace mal si hace algo que no les gusta. Con esto ya se ha puesto una primera base esencial para su vida moral.

    El siguiente paso se da facilísimamente, pero es muy importante que se dé, porque es elevar esa base moral —esa conciencia incipiente— del niño a un nivel sobrenatural, a una relación consciente con Dios.

    Estamos hablando del caso del niño cuyos padres son buenos (o que están luchando por serlo, que es la única manera de «ser buenos» que cabe en esta vida). Si sus padres les enseñan que Dios es bueno —y si por muchos detalles el niño va viendo que sus padres realmente lo creen—, enseguida sabrá que hace mal si hace algo que ese Dios bueno no quiere; y que debe luchar, como sus padres, para portarse bien, para hacer lo que quiere ese Dios bueno, precisamente porque es bueno.

    Nunca se exagerará la importancia que tiene el que el niño se percate de esa idea inicial de lo que constituye el bien y el mal; que coja la idea de que algo está bien porque agrada a un Dios bueno; y algo está mal porque desagrada a ese Dios bueno. El que ésta sea la única base para la formación sana y recta de la conciencia moral, salta a la vista enseguida si se piensa en aquella otra base que demasiado frecuentemente se pone: hay que hacer lo que tus padres te dicen, porque, si no, te van a castigar; o hay que hacer lo que Dios nos manda porque, si no, nos va a castigar.

Base de amor; o de miedo

    El contraste entre estas dos bases es total; y también lo es el contraste entre los tipos tan distintos de conciencia y de vida moral que pueden derivar de ellas. Por una parte puede derivarse una vida moral basada en el amor, o sea, una vida moral realmente cristiana tal como se nos propone en cada página del Evangelio. Por otra parte puede derivarse una vida moral basada en el miedo que no puede ser vida auténticamente cristiana porque no es vida —llena de confianza— propia del que se siente hijo de Dios.

    Se nos puede ocurrir que esta segunda actitud moral —tan deficiente— parece ser la que prevalece en muchas almas. Si es así, conviene que veamos dónde tiene su origen; que vean los padres, por tanto, lo tremendamente delicada y responsable que es su misión en la formación de la conciencia de sus hijos, cómo depende de lo buenos que sean ellos, o que intentan ser; de la confianza en Dios, nuestro Padre, que ellos viven y que comunican a sus hijos; y del ambiente de amor, y no de represión o de castigo, que predomina en el hogar.

    Con esto no quiero decir que no se puede ni se debe castigar a los niños. A veces será necesario; pero el castigo impuesto será entonces fruto de una deliberación ponderada, nunca de un pronto de ira; será proporcionada a la culpa; y será, si es posible (pensándolo, casi siempre será posible), un castigo formativo más que punitivo, o sea, impuesto no principalmente para fastidiar o hacer sufrir al «delincuente», sino para ayudarle a comprender por qué «aquello» estaba mal hecho.

El niño y el pecado

    ¿Cuándo y cómo conviene formar al niño en un sentido del pecado? Hemos dado una respuesta parcial ya, pero,, antes de aplicarla, hagamos algún comentario previo.

    No deja de ser curioso que hoy, cuando se habla más que nunca de la conciencia, se hable menos que nunca del pecado. Una mayor sensibilidad a la voz de la conciencia debería, lógicamente, llevar a una mayor sensibilidad al pecado, o sea, a las ocasiones en que desobedecemos a esa voz. El que no sea así es una muestra de la superficialidad con que hoy se trata todo el tema de la conciencia.

    Hoy, hay una tendencia a hablar cada vez menos del pecado personal. Y, por lo que se refiere a nuestro tema, esta tendencia es particularmente intensa en torno a la problemática de «el niño y el pecado». ¡Cuidado! —parece que dicen bastantes voces—. ¡Cuidado con hablar a los niños del pecado, con meterles la idea del pecado, porque eso sería dañar su sano desarrollo psíquico!

    Lo que innegablemente puede dañar, en este campo, es la ignorancia. Cuando un niño está en edad para comprender que algo puede ofender a Dios es dañoso dejarle en la ignorancia de que «aquello» es pecado, ya que correrá el peligro de irse enraizando más y más en él, y cuanto más tiempo se deja pasar, más difícil será remediarlo.

    A veces da la impresión de que si algunos se muestran reacios a exponer el tema del pecado a los niños, es porque ellos mismos han sido víctimas de esa educación donde se expuso el pecado en función del castigo, y la relación del alma con Dios, en función del temor. Si es así, efectivamente puede ser mejor que ellos no traten el tema del pecado con los niños (que lo hagan otros), porque lo más probable es que les deformen la conciencia, creando en ellos una conciencia donde el principio dominante será el miedo. Y una conciencia así deformada indudablemente hace daño.

    Pero dejamos claro arriba que no es así como debe enseñársele al niño a entender el pecado. Debe entenderlo en primer lugar no como algo merecedor de castigo (visión egocéntrica, egoísta), sino como una falta de amor (visión cristiana). Se le debe enseñar que es una ofensa a Alguien que es Bueno; que es un «desamor» para con Alguien que nos ama; que, por lo tanto, nos debe doler; y que se repara —facilísimamente— porque el Amor está siempre pronto para perdonar.

    Esta catequesis sobre el pecado es siempre formativa. Por lo tanto, cuanto antes se empieza a poner en práctica, mejor.

    Por eso, y cumplidas las condiciones de ambiente familiar que indicamos, la contestación a la pregunta ¿cuándo se debe empezar a hablar al niño de pecado? es: enseguida.

El pecado y cosas que «están mal»

    ¿Todo lo que «está mal» es pecado? Evidentemente, no. Hay algunas cosas —pocas— que pueden «estar mal» sin entrañar maldad moral, y sin ser por tanto pecado. Tales son, por ejemplo, las faltas de educación. Estas faltas están socialmente mal; pero, por lo general, no están moralmente mal [1]. Indudablemente hay que corregir estas faltas convencionales que pueden dificultar la convivencia humana. Pero tales faltas no son pecado, y calificarlas de tal, delante de un niño, sólo serviría para confundir la recta formación de su conciencia.

    Para evitar posibles confusiones o deformaciones en sus hijos, los padres necesitan mantener un control muy exigente sobre sus propias reacciones. Cuando quieren corregir o castigar algo que piensan «está mal» en los hijos, sería prudente que siempre se tomasen tiempo para preguntarse: «¿Pero esto, delante de Dios, realmente está mal?».

    Muchas veces, indudablemente, contestarán que Sí, porque Dios no quiere que los niños mientan, ni que no aprendan a controlar su mal genio, ni que olviden las consideraciones con los demás (lo que incluye el respetar la legítima —aunque sacrificada— necesidad de sus padres a descansar), etc.

    Pero quizás otras veces, pensándolo, contestarán que No; viendo que, en el fondo, lo que no quiere Dios es que los padres se dejen dominar por los nervios, o que sean unos comodones o unos tiranos, implantando en el hogar las condiciones que a ellos mejor les convengan. Una de las tentaciones más propias de los padres —y que deben vigilar siempre— es la de ir clasificando como culpas en los hijos cosas que, en definitiva, no son más que reacciones naturales de los niños ante culpas propias de los padres. Que lo tengan muy en cuenta: si una cosa no está mal delante de Dios —aunque «esté mal» para el gusto o la comodidad de los padres— no está mal. No merece gritos ni castigos, y mucho menos la calificación de pecado.

El pecado como egoísmo

    Hay otra idea —fácilmente captable por los niños— que puede ayudar a formarles en una recta comprensión del pecado. Es la idea de que es malo ser egoísta. Ya entre sí, los niños saben reconocer el egoísmo y se dan cuenta de que eso —el «ir a lo tuyo»— es algo que merece desprecio. Hay que saber aprovechar esta comprensión casi instintiva de lo despreciable del egoísmo para ayudar a los niños a captar la maldad del pecado. El pecado es, en primer lugar, ofensa a Dios, y cualquier presentación o explicación del pecado que olvidara esta esencia teológica del pecado, y lo presentara sencillamente como un tipo de fallo humano, sería absolutamente deformadora. Sin embargo, al enseñar a los niños que el pecado ofende a Dios, a un Dios bueno, hay que enseñarles que le ofende precisamente porque es una expresión del egoísmo, y Él no quiere que seamos egoístas, porque, en la medida en que lo seamos, vamos dificultando nuestra salvación y haciendo imposible cualquier verdadera felicidad, incluso en esta vida. Es su Voluntad y el sentido de sus Mandamientos: que luchemos contra las tendencias egoístas y que aprendamos a amar.

    Hay que enseñar a los niños que hay muchas maneras de ofender a Dios yendo «a lo tuyo»; que hay muchas formas de egoísmo: el egoísmo de la soberbia (raíz fundamental de todos los pecados y presente en todos ellos), el egoísmo de la mentira, la codicia, la gula, el rencor, la ira, la envidia, la comodidad, la sensualidad...; los egoísmos, en fin, de los pecados capitales.

El niño y el pecado mortal

    Cualquier egoísmo, en el fondo, es pecado, aunque puede ser un pecado venial. Es buscarse a sí mismo y, por eso, es volver las espaldas a Dios, aunque sea muy parcialmente. Como nos consta que los niños pueden ser egoístas, no nos costará ningún esfuerzo reconocer que son capaces de cometer pecados veniales, egoísmos pequeños.

    ¿Pero son capaces de cometer pecados mortales? ¿Puede un niño de 10 años, por ejemplo, cometer un pecado mortal? Estimo que sí. Y creo que esta conclusión se impone si uno pregunta sencillamente: los niños, que son capaces de egoísmos pequeños, ¿son capaces de egoísmos grandes? Entiendo que sí; creo que un niño de 10 años es capaz de un egoísmo muy grande, de un egoísmo total, como es encerrarse en sí, volviendo las espaldas totalmente a Dios y a los demás. Y eso ya constituye un pecado mortal.

    Ya sé que esto chocará a más de uno y no lo querrá aceptar. Pero entonces, si no acepta que un niño de 10 años puede cometer un pecado mortal, que diga cuándo puede cometerlo; dónde pone el comienzo de la capacidad del pecado mortal: ¿a los 14 años y no a los 13? ¿A los 13, y no a los 12?...

    Veamos: el pecado mortal es el pecado que nos corta la amistad con Dios, haciéndonos centrar totalmente en nosotros mismos. Y, para mí, un niño de 10 años es capaz de eso. Pensad, por ejemplo, en los casos de un niño que se acusa en la Confesión de lo siguiente: «He cogido algo a mi hermano, adrede, para hacerle rabiar» o «He odiado a un compañero, y no le quise perdonar» o «He hecho enfadar, a propósito, a mi abuelo» o «He estado muy enfadado con mi padre durante toda esta semana»...

    No digo que estos pecados sean necesariamente pecados graves. Pero no me parece imposible, ni siquiera difícil, que lleguen a serlo. No es difícil que un pecado de este tipo corte la amistad con Dios; porque puede fácilmente ser una actitud humana gravemente egocentrada, poniéndose a sí mismo en el centro de la propia vida, buscando una satisfacción propia a costa, quizás, de hacer sufrir a otros; puede ser rechazada, en una actitud orgullosa, la lealtad o la dependencia hacia Dios y hacia los demás.

Pecado, egoísmo e infierno

    Se me dirá: Pero un niño, por cometer un pecado así, si muriera de repente, ¿iría al infierno?

    Ahí está la objeción que todos sentimos ante la idea del pecado mortal; y si nos cuesta aceptar que un niño puede cometerlo, quizás es porque nos cuesta aceptar que nosotros mismos podamos cometerlo y merecer el infierno...

    Para aclarar esta objeción, habría que recordar, en primer lugar, que Dios nos ama, que quiere que todos los hombres se salven [2], que está empeñado en llevarnos al Cielo. Por lo tanto hay que eliminar la idea de la persona que lucha por vivir bien, pero tiene un solo desliz y, muriendo antes de poder confesarse, va al infierno. Dios, si puede, no coge a una persona en un momento malo; quiere llamarnos a todos en un momento bueno. Pero aquí entra en juego nuestra libertad. Somos capaces de ir acortando los momentos buenos y de ir extendiendo los malos...; y así iríamos reduciendo las posibilidades de que la muerte nos coja en un momento bueno.

    Profundizando un poco, hay que decir que el pecado mortal efectivamente merece el infierno, pero que lo que lleva al infierno, en la práctica, es el pecado mortal del que uno no se arrepiente.

    Aunque una persona cometa muchos pecados mortales, si se arrepiente, se salvará. Y, precisamente, insistiendo en el tema que nos ocupa, hay que decir que la conciencia —bien formada y bien escuchada— es nuestra aliada más próxima y más íntima para que, si cometemos un pecado mortal, nos arrepintamos.

    Dios nos quiere llamar en un buen momento. Y nos ha hecho de tal modo que, si le ofendemos gravemente, cediendo gravemente al egoísmo, es difícil que no nos demos cuenta, porque nuestra conciencia protesta; y estamos, en el fondo, sin paz y tristes hasta que, como el hijo pródigo, nos arrepentimos y nos ponemos en camino hacia nuestro Padre Dios. Normalmente, por tanto, reaccionamos, colaboramos con la gracia que nos llega a través de la conciencia, y hacemos un acto de contrición. Ahora bien, cabe el peligro de que no tengamos la conciencia fina y bien formada, o que nos hayamos acostumbrado a no examinarla, o a no obedecerla (y cuando no se obedece a la conciencia, hay el peligro de que se vaya volviendo más dura e insensible); y entonces, aun cuando cometemos pecados graves, nuestro arrepentimiento puede irse haciendo menos frecuente, nuestro egoísmo más profundo y más continuo, nuestra actitud de frialdad hacia la amistad con Dios más arraigada, nuestro rechazo de su perdón más radical...

    Todo esto puede pasar, insisto, cuando la conciencia no funciona bien; cuando un hombre va convenciéndose de que son de poca monta pecados que son en sí graves, cuando no hace caso a las protestas de su conciencia, cuando no la obedece, cuando no se arrepiente; así, poco a poco, un hombre va cayendo en un egocentrismo y una autosuficiencia totales; incapaz para el amor, incapaz, por tanto, de alcanzar el Cielo, donde sólo pueden entrar los que saben amar.

Rectificación continua

    No es fácil que un solo acto de grave egoísmo lleve al infierno. Es el estado de grave egoísmo —el egocentrismo obstinado y total, con el rechazo definitivo de la misericordia y de la amistad con Dios— el que lleva al infierno. Un solo acto de egoísmo grave, un solo pecado mortal, ya corta la amistad con Dios. Ahora bien, si pasa esto, ahí está la conciencia con su función de protestar, de reprocharnos nuestra conducta, para que rectifiquemos.

    El que sabe rectificar enseguida, demuestra tener una conciencia fina. Su pecado le habrá apartado de Dios. Pero la rectificación deshace el mal paso y puede representar incluso un paso tal hacia adelante que le lleve a un grado de amor mayor que el que poseía antes.

    Pero, ¿qué hay que decir si no se rectifica enseguida, si se va demorando el arrepentimiento? Esto sería señal inequívoca de dar poca importancia a la vida de gracia, a la amistad con Dios. En tal caso, cada día de demora de la rectificación representa un paso hacia un estado donde la frialdad podrá haberse hecho total, donde la conciencia quedará definitivamente callada, y donde serán prácticamente nulos los resortes para una posible conversión y renacimiento de la gracia.

    Ese es el estado que realmente amenaza al hombre. El peligro es mayor en cuanto se llega a ese estado paulatinamente, con relativa facilidad —si no se hace caso a la conciencia— y una vez llegado a ese estado, la salida de él suele ser enormemente difícil.

    Por consiguiente, no nos debe costar tanto trabajo darnos cuenta de que cualquiera de nosotros podría llegar al infierno. Para eso, basta hacer caso omiso de la conciencia: negándose a examinarla o a escucharla o a obedecerla... Basta desarrollar la facilidad —y cuesta muy poco desarrollarla— de justificar todo lo que hacemos. Basta, en definitiva, no enfrentarse con la labor ardua y constante de rectificación que implica la vida cristiana [3].

    Parece evidente que la mejor manera de ir dando importancia a egoísmos o pecados mayores es dar importancia —la adecuada, ni exageradamente grande, ni exageradamente pequeña— a los egoísmos o pecados menores. Dicho con otras palabras, la mejor manera de llegar a tener dolor por los pecados mortales es tener dolor por los veniales. Por eso —todo lo contrario de lo que se propaga a veces hoy día— pienso que el animar a los niños a que se confiesen con frecuencia de sus faltas —que normalmente serán pequeñas— es un medio maravillosamente eficaz para la formación sana y equilibrada de su conciencia moral. Y lo que vale aquí para los niños, vale igualmente para nosotros, los adultos.

Formación de la conciencia de los hijos: algunas normas

    La formación de la conciencia de un niño es un proceso largo y continuo que debe empezar y llevarse a cabo sobre todo en casa, aunque se complete en la escuela o colegio. A continuación se apuntan algunas sugerencias que pueden ser útiles.

El sentido del deber moral

    Hay que procurar que el niño vaya comprendiendo de verdad el sentido del deber moral; que vaya entendiendo por qué debemos hacer ciertas cosas y por qué debemos evitar otras... Hay que ayudarle a comprender que no somos como animales; no crecemos automáticamente; no somos todavía personas hechas; estamos en camino; podemos salir bien o mal; podemos llegar o no; podemos salvarnos o condenarnos. Por eso Dios, por amor, nos señala el camino. Debemos seguir sus indicaciones si queremos llegar a la meta, al Cielo. Se trata de una obligación moral no de una obligación física. Dios no nos fuerza físicamente a que hagamos lo que él quiere, a que sigamos el camino que él nos señala. Nos deja con nuestra libertad, y nosotros nos quedamos con ella. Quedamos con la alternativa de seguir sus indicaciones (porque nos fiamos de Él, porque creemos que son indicaciones de Amor) o de no seguirlas (porque nuestra comodidad se resiste a hacer el esfuerzo que implican, o porque nuestra soberbia se resiste a comprender el Amor que las inspira). Ahora bien, no quedamos con la alternativa de incumplir sus indicaciones y no sufrir las consecuencias, porque esto ya es no moral sino físicamente imposible.

    Si no seguimos sus indicaciones —aparte de ofenderle (porque rechazamos una expresión de Amor)— no llegaremos. Lo mismo que uno que sale a la carretera, camino de Madrid, es libre para seguir las señales de la carretera, o no. Pero si no las sigue, no llegará a Madrid.

    Temas básicos de la moralidad son la libertad y la responsabilidad; dos temas correlativos que no se pueden separar [4]. Como la gente joven de hoy (hablo ahora de los chicos de 12 ó 13 años para arriba) está cada vez más sujeta a presiones para concebir la libertad como el derecho a hacer lo que sea sin pensar en las consecuencias o sin tener que cargar con ellas, hay que procurar que entienda que una libertad así no es libertad; es irresponsabilidad o, si prefieren, es libertad irresponsable; pero esto no significa que no hay que responder de ella. Que entiendan que la responsabilidad siempre sigue a la libertad. No podemos escaparnos de ella; más pronto o más tarde nos alcanzará. Todos tendremos que responder de nuestras acciones libres, y quizás especialmente de nuestras acciones libres irresponsables.

    En toda la confusión actual sobre la libertad, ayuda enormemente a los jóvenes la insistencia en un principio elemental y obvio: que si somos libres, no lo somos para evitar las consecuencias inevitables de lo que libremente hacemos o escogemos... Soy libre de echarme por la ventana del duodécimo piso; pero no soy libre de evitar la consecuencia de romperme la cabeza contra la acera. Soy libre de probar las drogas, pero no soy libre de evitar la consecuencia de quedar esclavo de ellas.

Razones positivas

    En cuanto a obligaciones o prohibiciones concretas, hay que procurar siempre explicar con razones positivas, en función de objetivos positivos.

    «Eso no lo puedes hacer, porque está mal.» Eso no es formar sino deformar. Es dejar al niño con un sentido restrictivo y negativo de la moralidad; y eso no es la moralidad cristiana.

    «¿Por qué debemos ir a Misa?»: no sólo para cumplir un precepto (el precepto no es un fin en sí); sino para honrar a Dios; para participar juntos en el Sacrificio de Jesucristo. Conviene destacar siempre la finalidad de los preceptos.

    «¿Por qué hay que rezar?» No sólo porque está mandado, ni siquiera «porque todo buen cristiano lo hace»; sino para tratar a Dios; para irle conociendo.

    «¿Por qué no hay que mentir?.» Porque es abusar de la facultad que Dios nos ha dado de comunicar con los demás; mentir es poner una división entre nosotros y Dios, entre nosotros y los demás.

    Nuestro revuelto y confuso mundo de hoy ofrece ocasiones constantes de aclarar los criterios morales; hay que aprovechar todas estas ocasiones —que nos ofrecen el periódico, las revistas, la televisión— y hay que saber crear otras tantas ocasiones en la conversación familiar.

    Y cuando los mayorcitos (y a los 10 años empiezan a serlo) preguntan: «¿Por qué no ir a ver aquella película o leer aquel libro?», habrá que contestarles: porque te puede hacer daño, y explicarles el daño: te puede quitar la libertad para amar, porque la pureza es condición de amor; te puede hacer esclavo de tu cuerpo...

    La tarea de la formación de la conciencia de los hijos en cuanto a la pureza es una responsabilidad particular de los padres [5]. En esta tarea hay que ir por etapas. Pero el punto básico por el que hay que empezar (y en el que luego se debe siempre insistir) es que las diferencias sexuales —y la atracción y la unión sexuales— son algo de Dios. Son realidades ordenadas y queridas por Dios para suscitar nuevas vidas, dentro del matrimonio, asociando a los hombres en la tarea creadora. Son algo de Dios; por tanto, son algo sagrado. Y todo lo que es de Dios, hay que tratarlo con reverencia, sabiendo a la vez dirigirlo a su fin; y si esto cuesta —porque nuestras pasiones, buenas en sí, están desordenadas—, hay que luchar. Con estas explicaciones, los niños aprenderán a estimar la virtud de la castidad y, cuando llega el momento en que les empieza a costar, aprenderán a vivirla positivamente, con ilusión, contando con su propio esfuerzo humano y con la gracia divina.

    Es esencial empezar esta educación a tiempo, teniendo en cuenta dos principios que son como fundamentales:

    a) hay que meter la idea de reverencia en torno a este   tema;

    b) hay que meter la idea de reverencia antes de que el tema empiece a ser tentación. Después puede ser ya tarde.

No toda restricción limita nuestra libertad

    Sin embargo, hay que contar con que la restricción siempre, a primera vista, parece como una limitación de nuestra libertad. Habrá que explicar, repetidas veces, que no siempre es así. No es difícil que entiendan que cualquier energía necesita ser controlada si ha de servir para algo aprovechable: las energías de un río, cuando se embalsan; la energía del vapor metido en una caldera; la compresión y explosión de la gasolina dentro de los cilindros de un motor. Las energías humanas necesitan igualmente ser encauzadas; y las restricciones que les debemos poner son para que las podamos emplear, a lo largo de nuestra vida, con mayor provecho y libertad.

    Quizá el ejemplo más sencillo y más claro que se puede poner para ilustrar este punto es el de una carretera. Una carretera es una restricción, es un área restringida; tiene cierta anchura pavimentada, tiene sus curvas y sus peraltes...; y para mantenerse en la carretera hay que aceptar y seguir todas estas restricciones. Pero no nos limitan; no, al menos, si entendemos para qué sirve una carretera, que es para llevarnos a un destino. Y para eso debe servir la vida.

    Poco cuerdo nos parecería el conductor que saliera a la carretera en la idea de que a él no le pueden poner restricciones. «Esa curva, por ejemplo, que ahora me ponen delante: no estoy dispuesto a tolerarla...» Si en lugar de seguir la curva, tirara recto, el resultado evidente de esa aparente afirmación de su libertad sería dejarle en el fondo de algún barranco o estampado contra el poste o el árbol más próximo.

    Una autopista hace que el ejemplo sea todavía más claro. Tiene entradas y salidas limitadas; tiene velocidades máximas y, a veces, hasta mínimas. Y, sin embargo, nadie mira las limitaciones de una autopista como restricciones a su libertad, sino más bien como factores que favorecen el empleo más provechoso de esa libertad.

Entrenar la voluntad

    Explicarles que si no tienen voluntad, no servirán para la vida. El atleta ejerce y entrena sus músculos para estar en forma para la carrera; y si no los entrenase, el cuerpo no le respondería. Así nosotros tenemos que entrenar la voluntad —ejercitando los «músculos» de la voluntad con pequeños sacrificios y esfuerzos— para estar en forma para la vida. Un chico o una chica que llegue a la madurez —de edad— pero sin voluntad, no es maduro, no sirve para la vida. Será como un barco sin timón, o un coche sin volante.

    La formación moral práctica —la lucha moral— es para que cada uno sepa ser dueño de su propia vida; para que sepa, con la gracia divina, llevar su vida a donde él quiera; y no tenga que ir a la deriva, a merced del ambiente, de la moda, de los amigos, de las pasiones, de la pereza, o de cualquier otra cosa que no sea él mismo, su propio yo, lo que debe constituir su personalidad distintiva.

Derrotas

    Explicarles, con insistencia, que hay que luchar; que no se extrañen, además, de que la lucha cuesta y que, a veces, salimos derrotados [6]; pero que Dios nos comprende, que nos ama, incluso con nuestras flaquezas, y nos quiere ayudar. Por lo tanto, hay que tener mucha confianza en Él. Hay que pedirle perdón muchas veces al día (eso no es agobiar; es recordar que la vida cara a Dios es vida cara al amor, y el pedir perdón es reacción del que ama. El que no pide perdón ha dejado de amar). Hay que examinarse cada noche; un examen muy sencillo y breve. Y, repito, de las mejores cosas que se puede intentar para asegurar que las conciencias de los niños se vayan formando bien, sin escrúpulos y sin laxismos, es que cojan la costumbre de confesarse a menudo; y que la cojan pronto, ya desde la edad —6 ó 7 años— en que son capaces de entender lo que es ofensa y lo que es perdón.

Sensibilidad a la gracia

    Hay que sensibilizar a los hijos en la idea de que la vida es lucha; pero que no estamos solos en ella. Por tanto, hay que sensibilizarles a la gracia, a la gracia santificante que nos hace ser hijos de Dios; y a la gracia actual, esa ayuda de Dios que da luz a nuestra inteligencia y fuerza a nuestra voluntad para ir luchando con más ánimo y vencer en la lucha.

    Si los padres se confiesan y comulgan a menudo, si rezan, si visitan al Señor en el Sagrario, los hijos se darán cuenta de que sus padres, en su lucha, se están apoyando en la gracia divina, y ellos aprenderán a hacer igual.

Darles ejemplo, luchando

    Si los padres quieren que sus hijos no sólo tengan una conciencia bien formada, sino que la sigan, deben darles ejemplo. Unos padres cuyos hijos no les ven luchar —con ánimo y visión positiva— nunca podrán formar bien a esos hijos. Si los hijos no ven que el padre o la madre están luchando, por ejemplo, para no dejarse llevar por los nervios —y que saben pedir perdón cuando se han dejado llevar— poco ejemplo están recibiendo.

    Una parte importante del ejemplo es que los padres sepan imponerse restricciones a sí mismos. Que vean los hijos que sus padres también se niegan cosas, cosas que atraen; que sus padres también saben decir que No, aunque cueste. Si una madre, por ejemplo, quiere formar a sus hijas en una actitud fuertemente independiente en cuanto a la moda, debe ella tener esa misma actitud. Es frecuente oír exclamar a una madre que las niñas de hoy se dejan llevar por el ambiente, por la moda. Pero esa misma madre, ¿se ha preguntado cuántas veces ella misma ha resistido al ambiente, a la moda?

    Y los padres igualmente (¡claro que la moda también influye en ellos!). Si, al comprar un coche más grande y más potente, lo que le mueve a un hombre no es auténtica necesidad familiar o profesional, sino sencillamente, en el fondo, el hecho de que un colega suyo ha comprado un modelo igual... ¿cómo podrá convencer   a su hijo que una moto no es una «necesidad» para un chico de 16 años?

    Los padres que quieran tener unos hijos con conciencia sensible y con voluntad fuerte, habrán de luchar constantemente para tener esas mismas cualidades.

Descontaminación moral

    Es el momento para volver a tratar, con más detenimiento, el tema de las películas, los libros, etc. Si los ciudadanos tienen el derecho a esperar que las autoridades tomen medidas para impedir que se eche basura a las calles, tienen el mismo derecho —y existe un deber correspondiente en la autoridad pública— a que no se encuentre «porquería moral» en las calles o cualquier sitio público.

    Sería triste que en un momento en que la opinión pública empieza a despertarse a la realidad y a los peligros de la contaminación del medio ambiente, esa misma opinión pública quedase dominada en cuanto a la realidad, infinitamente más nociva, de la contaminación moral de nuestros ambientes sociales.

     Si algunos particulares quieren envenenarse, en privado, allá ellos. Pero no pueden reclamar, en nombre de la libertad, que se venda veneno en cualquier esquina, a un precio barato (a veces, no tanto); sobre todo tratándose de un veneno que, por sus apariencias atrayentes, seduce mucho; pero que sigue siendo veneno.

    Si la autoridad pública, en alguna parte, no quiere reprimir la polución moral de nuestros ambientes, alegando quizás que no se conocen con seguridad los efectos nocivos, en las personas, de esa contaminación, esa misma alegación daría pie para poner en duda la competencia de esa autoridad, ya que parecería faltarle el sentido común; y el sentido común es un primer requisito para saber gobernar. Si la razón para no querer tomar medidas para combatir esa contaminación es, en el fondo, el miedo a provocar gritos de ¡puritanismo!, ¡censura!, por parte de unas pocas aunque vociferantes personas, entonces lo que falta a esa autoridad no es sentido común, sino algo incluso más importante: valor —valor para gobernar— y una auténtica preocupación por el bien del público.

    En favor de las autoridades hay que decir que reaccionarían si sintiesen que la opinión pública está en favor de medidas de descontaminación moral; que está en favor de que se mantengan ciertas condiciones claras de higiene y limpieza morales en la esfera pública. Pero la opinión pública son, sobre todo, los padres. Y parece que muchos padres están dormidos; o que —como a esas autoridades públicas— les falta sentido común y valentía...

    Para los que no están dormidos, o que no quieren estarlo, pongamos algunas consideraciones que les pueden ayudar en este tema, con respecto a la formación de sus hijos.

Auto-censura

    El cine y las lecturas influyen hoy poderosamente en todo el mundo, no sólo, aunque sí especialmente, en los jóvenes. A esto hay que añadir que, en la actualidad, son bastante escasas las películas que no ejerzan una influencia negativa en el público, sobre todo si se tiene en cuenta que el daño no está solamente en algunas escenas (más o menos escabrosas, que a veces estarán cortadas), sino en toda una filosofía o concepto de la vida que suele impregnar estas películas, donde, por ejemplo, el materialismo y el hedonismo son presentados como valores positivos y «civilizados», y el divorcio, y muchas veces las relaciones adúlteras, etc., como algo natural y normal. Las calificaciones —«aptas para mayores», etc.— no siempre ofrecen garantía adecuada. Una película «apta para mayores» puede ser no apta para nadie que quiera luchar por vivir según una conciencia sinceramente cristiana.

    Una censura impuesta puede lograr algo. Puede lograr, en la calle o en el hogar, un ambiente limpio que favorezca un desarrollo afectivo y pasional normal, y evite un desarrollo trastornado por la obsesión.

    Pero todo esto no valdrá mucho —podrá quedar en nada— si no se va logrando que los jóvenes comprendan que, en estas materias, cada uno de nosotros tiene que ser su propio «censor». En este mundo nuestro, los jóvenes no saldrán adelante —limpios, alegres, libres y enamorados— si no cogen el principio y la práctica de la «auto-censura», que es el único realmente eficaz; o sea, si no van cogiendo criterio y voluntad propios: criterio para darse cuenta del daño que les pueden hacer —obsesionándoles— ciertas películas o libros o ciertos modos de comportarse; y voluntad para saber evitar las esclavitudes fáciles y defender, con una lucha difícil pero alegre, su propia libertad, su capacidad de amar y su alma.

Padres permisivos (con los hijos)

    En esto, como en toda educación moral, hay que intentar ir por lo positivo. Sin embargo, como dijimos antes, no siempre se consigue que los hijos entiendan que una restricción o una prohibición puedan ser positivas; es fácil que protesten y no quieran aceptarlas. Y muchos son los padres que, bajo las presiones de una sociedad «permisiva», ceden... Ceden, quizás pensando: «porque si no cedo, mis hijos no me obedecerán; en todo caso van a hacer lo que les dé la gana». Pues a esos padres yo les diría que tienen obligación grave de dar orientación clara y firme a sus hijos, en todas estas materias, aun cuando crean o sepan que los hijos no les van a hacer caso.

    Vivimos momentos difíciles para las almas. Pongamos el caso del hijo o la hija de unos padres «permisivos», de unos padres débiles, en fin. El chico o la chica lee y ve lo que quiere, va a donde le da la gana, hace lo que desea. Sus padres quizás están preocupados —con razón—; conversan entre sí; pero no se atreven a decir nada al chico o a la chica.

    Resultado (previsible en tantísimos casos) al cabo de diez o veinte años: una vida humana: fe perdida, matrimonio roto, aislamiento, soledad. «Pero, y mis padres... ¿no sabían que aquello podría terminar así? Entonces ¿por qué no intentaron —por todos los medios— impedírmelo?» Y, a la soledad de una vida fracasada, se añade la amargura de sentirse víctima de la traición de los propios padres, de su falta de valentía y de amor.

    Pongamos el mismo caso —pero donde los padres sí se plantan amorosa pero firmemente—. Quizá el hijo o la hija tampoco les hace caso, y el resultado parece que previsiblemente será el mismo, pero con una diferencia. En medio del mismo hundimiento, podría surgir la consideración: «Mis padres sí sabían que esto me podría pasar. E hicieron todo lo que sabían para impedirlo. Yo no les hice caso, pero... ¡ellos me querían! ¡Mis padres me querían!». Una convicción así puede bastar para evitar la desesperación final. «¡Mis padres me querían!» ¿Os parece poco consuelo en medio de una vida hundida? Puede bastar para la salvación.

Padres blandos (consigo mismos)

    De todas formas, una larga experiencia me dice que si, en estas cuestiones, los hijos a veces no obedecen a los padres, la razón frecuente está en que los padres son demasiado blandos, no tanto con los hijos sino en primer lugar consigo mismos. No están dispuestos a exigirse o a negarse bastante. Son demasiado egoístas.

    Seamos sinceros. El razonamiento más convincente —y a veces el único razonamiento eficaz— que pueden y deben dar los padres a sus hijos, al decirles que no pueden ver una determinada película, o leer un determinado libro, es que ellos mismos —los padres— tampoco van a permitirse verla o leerlo.

    Si los padres no están dispuestos a imponerse la censura, siempre que haga falta, a ellos mismos, entonces, al quererla imponer a sus hijos, les están deformando.

    Precisemos. Puede haber indudablemente ciertas obras que, por lo complicado o lo delicado del argumento, requieren un grado mayor de experiencia o de criterio formado para poder digerirlas; y algunos padres podrían razonablemente opinar que sus hijos no tienen todavía ese criterio, mientras que ellos, en cambio, sí. (Otros podrían considerar que tales obras —sobre todo si son televisadas— ofrecen una buena ocasión para tener una sesión comentada con sus hijos. Los padres quizás podrán entonces gozar menos de la obra, pero el criterio de sus hijos se formará más.)

    Estas obras no ofrecen gran problema, y no me refiero a ellas. Me refiero a aquellas otras que proliferan hoy en todos los géneros y que van salpicadas con pasajes o escenas eróticas hasta la pornografía. Estas son las obras ante las cuales los padres tienen que enfrentarse con la necesidad de la «autocensura».

    Hay que decirlo bien claro: el que, en sus lecturas o en los espectáculos que ve, tolera la pornografía; el que tolera una representación degradante de algo tan sagrado como es la sexualidad, ofende gravemente a Dios, se degrada a sí mismo, y da un ejemplo degradante a los demás. Es el caso de la persona que no es lo suficientemente madura para saber autocensurarse ante lo previsible y lo imprevisto; quien no evita lecturas o espectáculos que pueden prudentemente juzgar que tendrán un contenido pornográfico, o —cuando no ha hecho o no puede hacer ese juicio previo— no corta en el acto la lectura de un libro al encontrarse con pasajes pornográficos, o no se levanta y se marcha —descaradamente— de un espectáculo público que, en contra de sus previsiones, resulta ser degradante.

La doble moral

    Si los padres se reservan, en estas materias, «libertades» que niegan a sus hijos, es lógico que los hijos reclamen para sí esas «libertades» y que las busquen clandestinamente.

    La conclusión es evidente e inevitable, hay una manera solamente por la que los adolescentes pueden aprender cuál es la auténtica libertad, y cómo se vive y cómo se defiende: que vean el ejemplo en los adultos y, sobre todo y más que nadie, en sus propios padres.

    Los padres que en esta materia no están dispuestos a vivir su «auto-censura», estarán por eso mismo invocando de hecho una doble moral: una para sus hijos, y otra para sí mismos. Estarán así justificando —a ojos de sus hijos— la acusación de hipocresía que tantas veces los jóvenes de hoy hacen a los mayores. Y estarán prácticamente asegurando que sus hijos ni les respeten ni les obedezcan.

    Las cosas como son. Los padres no pueden esperar que sus hijos vayan bien, si ellos mismos van mal. No pueden esperar que sus hijos sean honrados, si ellos practican el engaño, sobre todo el «auto-engaño». No pueden esperar que sus hijos sean recios si ellos son débiles; especialmente si se dejan contar entre toda una moda de individuos débiles que van proliferando en nuestras sociedades: débiles, no por sentirse atraídos por la corrupción —que es una debilidad que todos podemos sentir, aun cuando tengamos siempre la capacidad para resistirla—, sino débiles por negar que aquello sea corrupción. Digamos, por tanto, que no está tan claro que a los jóvenes les falte razón en esto, porque verdaderamente la actitud de una buena parte del mundo «adulto» de hoy no merece otro nombre que hipocresía. Hipócrita es el que invoca la doble moral: una. permisiva, para sí; y otra, más exigente, para sus hijos. Hipócrita es el que se presenta como incorruptible, ya que niega la necesidad de luchar contra sus propios egoísmos. Hipócrita es el que dice que ama a sus hijos y, con su ejemplo, les está hundiendo.

    El mismo mundo joven de hoy —que también va actuando como si fuera «incorruptible», como si no hubiese pecado ni tendencias personales egoístas ni una conciencia que protesta ni necesidad de arrepentirse y de confesarse— no está libre de esta hipocresía. Que se dé cuenta que tampoco en su caso tiene otro nombre; y que poca excusa es, para el hipócrita, el haber aprendido la hipocresía de sus mayores.

La sinceridad de los padres

    Si los padres no son sinceros, tampoco los hijos lo serán. Y, sin la sinceridad, no hay nada que hacer. La sinceridad es un factor esencial en la recta formación de la conciencia (y es una buena garantía de ella). La sinceridad es muy importante porque es reconocer la verdad, estar en la verdad, aunque uno sea malo. La persona que reconoce que ha hecho mal, terminará —con la gracia— yendo bien.

    Mal asunto si los padres no consiguen que sus hijos sean sinceros con ellos; que sepan reconocer si han hecho algo mal. Mal asunto, si los hijos mienten a sus padres. Pero, si pasa esto, ¿cómo pueden los padres remediarlo? Siendo sinceros con los hijos; no mintiéndoles.

    A veces hay que enfadarse con los hijos. Pero debe ser un enfado sin ira, sin excesos, los padres tienen la obligación de corregir a los niños, pero con medida. Por lo tanto, enfadarse excesivamente es enfadarse con injusticia. Ahora, si un padre o una madre, se enfada injustamente y no lo reconoce —pidiendo perdón—, está siendo no sólo injusto sino también insincero. Se da cuenta de que ha habido un fallo, pero no lo quiere reconocer. Y esto es como mentir.

    Los hijos conocen bien a sus padres. Los conocen con sus virtudes y con sus defectos. Este conocimiento íntimo es lógico e inevitable, siendo consecuencia de la misma convivencia familiar. Por lo tanto, cualquier intento, de parte de un padre o una madre, de encubrir sus propios defectos a sus hijos es un intento destinado al fracaso. Pensemos en el caso de un niño de 5 años con un padre malhumorado que no lucha por controlarse y ni siquiera tiene la sinceridad de reconocer que tiene ese defecto. Puede ser que el niño no sepa que el mal genio es un defecto, sobre todo si, como muchas veces pasa, nadie en aquel hogar se atreve a definirlo como tal. Lo único que sabrá es que es una característica de su padre, cuyos efectos desagradables a veces le llegan a él, en forma de gritos, cachetes, etc.

    Ahora bien, en esa situación —ya que el mal humor engendra mal humor— lo más probable es que el niño mismo irá desarrollando un genio pésimo, sin saber luchar contra él, ya que nadie se lo está enseñando. A los 15 años ese mismo niño seguramente ya sabrá que el mal genio es un defecto, aunque quizás —a ejemplo de su padre— no querrá reconocer que lo sea en su caso (¡siempre hay justificaciones!). Resultado total de esta situación: que el niño no sólo habrá adquirido el mismo defecto de su padre sino que —es casi seguro— ni le respetará a su padre ni le amará.

Los defectos de los padres como factor formativo

    Hay algo, en el ejemplo que hemos puesto, que no se nos debe escapar. La razón fundamental de la deformación del hijo (y de la resultante falta de amor hacia su padre) no fue el defecto del padre, sino su falta de lucha contra ese defecto y, sobre todo, su insinceridad en cuanto al hecho —innegable— de que fuera defecto.

    Lo que es motivo de deformación (y por tanto, de escándalo) para un hijo no es tener unos padres con defectos —esto es inevitable— sino tener unos padres insinceros e hipócritas: unos padres que, aunque tienen defectos, nunca quieren reconocerlos; siempre intentan justificarlos o encubrirlos —mintiendo, enfadándose, abusando de su autoridad, etc.—, porque, en el fondo, no están dispuestos a combatirlos.

    Los defectos de los padres no deben ser motivo de escándalo para los hijos, ni siquiera motivo de respetar menos o amar menos a sus padres. No lo serán, si ven que sus padres son conscientes de esos defectos, que los reconocen y que luchan contra ellos. En ese caso, los defectos de los padres —la lucha sincera de los padres contra sus defectos— serán un ejemplo y un estímulo para los hijos, para que ellos hagan igual; y, de hecho, serán motivo para que los hijos tengan mayor comprensión con sus padres y les respeten y les amen más.

    Que quede esto como nuestra última conclusión: la manera como los padres enfocan sus propios defectos es, en lo humano, quizás el factor más determinante en la formación moral —de conciencia, de carácter— de los hijos.

    Los padres no necesitan ser unos sabios o grandes psicólogos para formar bien a sus hijos; necesitan amarles de verdad, con sacrificio, cariño y fortaleza. Tampoco necesitan ser unos santos, aunque deben mantener la ilusión de llegar un día a serlo. Lo que necesitan es luchar por vivir una vida cristiana sincera, y que se note en su conducta de cada día. En palabras de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer: «Los padres educan fundamentalmente con su conducta. Lo que los hijos y las hijas buscan en su padre o en su madre no son sólo unos conocimientos más amplios que los suyos o unos consejos más o menos acertados, sino algo de mayor categoría: un testimonio del valor y del sentido de la vida encarnado en una existencia concreta, confirmado en las diversas circunstancias y situaciones que se suceden a lo largo de los años».

    «Si tuviera que dar un consejo a los padres, les daría sobre todo éste: que vuestros hijos vean —lo ven todo desde niños, y lo juzgan: no os hagáis ilusiones— que procuráis vivir de acuerdo con vuestra fe, que Dios no está sólo en vuestros labios, que está en vuestras obras; que os esforzáis por ser sinceros y leales, que os queréis y que los queréis de veras». «Es así como mejor contribuiréis a hacer de ellos cristianos verdaderos, hombres y mujeres íntegros capaces de afrontar con espíritu abierto las situaciones que la vida les depare» [7].

 

REFERENCIAS

[1] Podrían llegar a ser faltas morales si su inobservancia implicara una falta de caridad.

[2] 1 Tim 2, 4.

[3] «Hemos de enfrentarnos con nuestras propias miserias personales, buscar la purificación... El poder de Dios se manifiesta en nuestra flaqueza, y nos impulsa a luchar, a combatir contra nuestros defectos, aun sabiendo que no obtendremos jamás del todo la victoria durante el caminar terreno. La vida cristiana es un constante comenzar y recomenzar, un renovarse cada día» (Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 114).

[4] Tal vez nadie haya insistido tanto como Mons. Josemaría Escrivá en la necesidad de conjugar estos dos conceptos: «libertad individual con la correspondiente personal responsabilidad». (Cfr. Es Cristo que pasa, n. 184; Conversaciones, n. 100).

[5] «...algo que me parece de gran importancia: que sean los padres quienes den a conocer a sus hijos el origen de la vida, de un modo gradual, acomodándose a su mentalidad y a su capacidad de comprender, anticipándose ligeramente a su natural curiosidad; hay que evitar que rodeen de malicia esta materia, que aprendan algo —que es en sí mismo noble y santo— de una mala confidencia de un amigo o de una amiga. Esto mismo suele ser un paso importante en ese afianzamiento de la amistad entre padres e hijos, impidiendo una separación en el mismo despertar de la vida moral» (Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 100).

[6] «No nos engañemos: en la vida nuestra, si contamos con brío y con victorias, deberemos contar con decaimientos y con derrotas. Esa ha sido siempre la peregrinación terrena del cristiano, también de los que veneramos en los altares. ¿Os acordáis de Pedro, de Agustín, de Francisco? Nunca me han gustado esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero también con falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como si estuviesen confirmados en gracia desde el seno materno. No. Las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha» (Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 76).

[7] Es Cristo que pasa, n. 28.