«La juventud ha tenido siempre una gran capacidad de entusiasmo por todas las cosas grandes, por los ideales elevados, por todo lo que es auténtico» (Mons. Escrivá de Balaguer)
Ideales y objetivos
El idealismo de la juventud: los psicólogos lo explican, los educadores lo aprovechan, los demagogos lo explotan, y —quizá esto es lo peor— los mayores contemplan el idealismo de los jóvenes con benévola tolerancia o cínico escepticismo, y comentan entre sí: «Ya aprenderán».
Desde luego, la vida enseñará muchas cosas a los jóvenes, y aprenderán bastante de las personas mayores. Es de esperar, sin embargo, que no aprendan a desilusionarse. Eso dependerá en gran parte del tipo de persona mayor que encuentre en su camino.
Si una persona mayor, en el fondo de su corazón, da por supuesto que, siendo lógico que los jóvenes tengan ideales, también es lógico, y además inevitable, que —con los años— los pierdan; entonces, una de dos: o esa persona no cree mucho en los ideales, o no cree mucho en la juventud.
Para situarse, un padre haría bien examinándose sobre unos cuantos puntos, concretados quizá en las siguientes preguntas:
«¿Creo en el idealismo de los jóvenes? ¿Creo que sus corazones están hechos para cosas grandes?»
«Yo, que debo formarles, ¿creo en cosas grandes?»
«Esas cosas grandes en las que yo creo, ¿son suficientes para llenar sus aspiraciones?»
Sólo el que sabe dar una respuesta afirmativa a cada una de estas preguntas puede albergar alguna esperanza de ser buen padre.
Ideales «in crescendo»
Una de las cosas que más distinguía a Monseñor Escrivá de Balaguer es que no pensaba nunca que los jóvenes debiesen perder los ideales de sus años mozos. Más bien pensaba que esos ideales se podían incrementar indefinidamente. Tenía su propia experiencia: sus ideales personales habían ido in crescendo sin interrupción desde los quince años hasta su muerte, casi sesenta años después. Y tenía, además, su experiencia con millones de jóvenes del mundo entero.
Monseñor Escrivá de Balaguer creía mucho en el idealismo ' de los jóvenes (y también de los menos jóvenes); pero, como era realista y —sobre todo— hombre de fe, sabía que no son unos ideales cualquiera los que pueden llenar esos corazones y hacerlos vibrar durante la vida entera, sino solamente los ideales que Cristo trajo a esta tierra. Y toda su vida fue un constante encarnar estos ideales y despertarlos en los demás.
Decía que Monseñor Escrivá de Balaguer era realista. Y con esto también quiero decir que sabía perfectamente bien que el corazón adolescente no es sólo un campo de ideales. Es un campo de batalla. El, al animarnos a todos a aspirar hacia las cosas más grandes, nos repetía que somos capaces de las mayores miserias y que toda nuestra vida será una lucha. La batalla se nos impone, por tanto, a todos. Pero es obvio que se plantea y se siente con más intensidad en el momento en que realmente comienzan los problemas en una vida, que es el momento de la adolescencia. Fijémonos en esa edad de los catorce o quince años cuando el chico ya no es un niño, pero tampoco es un hombre, y la chica, que ya no es una niña, tampoco es una mujer, y por tanto tienen especial necesidad de la comprensión de sus padres.
Edad de los contrastes
Es la edad de los contrastes. Es la edad en la que la vida parece más grande. Promete más. Y uno se siente empujado a más, ilusionado con más (y, por eso mismo, quizá impaciente por menos). Pero también es la edad en la que la vida parece más complicada, y se acentúan las dificultades: el egoísmo, la pereza, la comodidad, la sensualidad... Es la edad de los contrastes: por una parte, lo noble; por otra, lo mezquino. Es la edad de los grandes ánimos y de los grandes desánimos; la edad de las victorias y de las derrotas. Lo importante, por tanto, es que sea verdaderamente la edad de luchar. Recuerdo que Monseñor Escrivá de Balaguer solía decir a la gente joven que es preciso luchar siempre, porque es continuo el jaleo en nuestra vida y se nos ocurren disparates; entonces explicaba cómo San Agustín decía que las pasiones le tiraban de la ropa para abajo, pero que sentimos también una gran ilusión de hacer algo bueno, de servir a los demás, de ser limpios, de trabajar, de ayudar a todos, de sacrificarnos y surge así la lucha entre las pasiones y estos otros deseos maravillosos de ir para arriba. No hay más remedio que luchar, les decía.
Es elemental —especialmente para un padre— saber que ya desde la adolescencia se ha desencadenado esta batalla entre lo noble y lo mezquino.
También es obvio y elemental —y supongo que todos lo saben— que mal padre sería el que, a base de abandonos o de exagerados mimos para con sus hijos —dándoles todo lo que piden o permitiéndoles todo lo que quieren— se ponen de lado del egoísmo del hijo, se convierte en aliado y cómplice de su comodidad, y prácticamente asegura la derrota de su idealismo, el colapso de su generosidad, de su capacidad de sacrificio, etc.
Debe ser igualmente obvio y elemental —y, sin embargo, mi impresión es que muchos padres no lo saben— darse cuenta de que se puede ser mal padre a base de otro error, quizá más sutil, pero quizá también aún más nocivo: permitir que los ideales grandes y nobles de la adolescencia sean sustituidos por objetivos calculados y limitados que, no siendo fruto de la pereza, en el fondo son individualistas, estrechos y egoístas, y no pueden llevar a la felicidad. Me explicaré.
¿Ideales u objetivos?
Un ideal es algo grande, que se ve como más grande que uno mismo; que atrae por su nobleza y belleza, que hace que una persona quiera salir de sí, olvidarse de sí, para defender, admirar, amar el ideal, ascender hacia él. Por el ideal, uno está dispuesto a vivir —sirviéndolo— y, si hace falta, a morir. Ideales de verdad no hay muchos: el amor, la Patria, Dios...
Un objetivo se presenta como algo alcanzable y ese posible logro o adquisición atrae al que lo contempla porque promete satisfacerle su afán: de saber, de poder, de placer, de destacar o sencillamente de progresar y de superarse...
Un objetivo es algo que se puede conquistar (el ideal, nunca). El hombre ha de tener objetivos porque debe estar progresando siempre. Pero cuando alcanza sus objetivos, puede aprovecharlos de distintas maneras. Los puede emplear como tarima que, puesta debajo de sus pies, le permita llegar un poco más cerca del ideal —siempre todavía lejano—; o puede quedarse allí —mirándolos complacidos— y empezar a creer que no tiene más que alcanzar. Sus objetivos —alcanzados— le han hecho olvidar su ideal, si es que tuvo un ideal.
Una persona con ideales siempre tendrá objetivos. Pero una persona puede tener objetivos sin tener ideales. Si un hombre sueña con un amor ideal, con una mujer ideal, y cree haberla encontrado, se enamora... Su objetivo será casarse con ella. Al casarse habrá conseguido ese objetivo, pero —si es un hombre capaz de un amor de verdad— ella seguirá siendo su ideal y él sabrá que, por mucho que se esfuerce persiguiendo otras metas (mejorar, por ejemplo, en un punto tras otro de su carácter), nunca será digno de ella. Triste cosa si amanece el día en que se cree digno de ella, y peor si llegara la hora en que la considerase a ella indigna de él. Ya sería un matrimonio en el que el ideal habría fracasado [1].
El hombre que se propone casarse por dinero tiene un objetivo, pero no un ideal. Y si logra casarse con una rica heredera o una viuda millonaria, habrá conseguido su objetivo. Y ya está. Los ideales no entraban en sus planes.
Un chico sin objetivos es, o será, un chico perezoso —verdad evidente a todo el mundo—, pero un chico sin ideales es y será ¡un desastre! (por muchos objetivos que tenga y por mucho que se esfuerce en alcanzarlos). Lo peor es que esta última verdad no la ven muchos padres, quienes son los que fundamentalmente tienen que guiar a sus hijos. Parecen no haber comprendido que el sistema de luchar por «objetivos-sin- ideales» no pasa de ser la fórmula para una vida enérgica, quizá, pero egoísta, vana y desgraciada. Parecen no darse cuenta de que una vida sin ideales no puede ser una vida feliz.
¡Cuántos padres —al mirarse, o al mirar a sus hijos— no saben distinguir entre ideales altos y objetivos personalistas, entre ideales que ennoblecen el carácter y objetivos que —si no están dirigidos hacia un fin, un ideal, más alto— lo empequeñecen! Y por eso permiten —o incluso son ellos la causa principal— que los ideales nobles de la adolescencia se desvirtúen, se empequeñezcan y se centren en metas pobres e insuficientes.
Es el caso —por lo demás frecuentísimo— dé los padres de una chica o un chico un poco listo al que empujan constantemente para que sea el número uno de su clase; y el chico termina centrado en esa meta, y satisfecho si la alcanza. ¡Mala cosa es estar satisfecho en la juventud! Es el caso del padre que, a base de facilitar a un hijo deportista todo tipo de ventajas y estímulos —equipos, entrenadores, viajes, etc.—, permite o logra que la máxima ilusión del hijo sea llegar a campeón de tenis, de esquí o de vela... Es el caso de la madre (y si aquí el fallo puede resultar más evidente, también es más frecuente) que permite o fomente que la preocupación mayor de una hija de quince o diecisiete años sea tener éxito y ser popular entre los chicos, y que centre su ilusión en los vestidos, etc., como medio para atraer esa atención.
¿Es malo querer ser campeón de tenis?
Pero se me dirá: no se puede pretender que los jóvenes que tienen buena cabeza no trabajen para sacar buenas notas, o que quienes pueden ser campeones de tenis no lo intenten, o que a las chicas no les guste ponerse guapas y atractivas. No lo pretendo. Me parece bien que hagan estas cosas. Lo único que pretendo es que no se crean que tienen ideales: tienen metas u objetivos, que —insisto— no es lo mismo. Lo que quisiera subrayar es que una vida adolescente que a los quince o diecisiete años se contenta con sólo eso, se está quedando vacía de ideales; y una vida sin ideales nunca será una vida feliz. Quisiera que ni los hijos ni los padres se engañasen sobre esto; y de modo especial, que los padres no se hagan responsables de haber engañado a los hijos en este particular.
¿No es verdad que los caminos por donde algunos padres —bastantes— empujan a sus hijos son caminos de egoísmo, de vanidad tonta, de ambición estrecha? ¿Por qué? ¿Por qué esos padres no han tenido más capacidad para aprender las lecciones que les iban dando los años? ¿Por qué la experiencia de la vida no les ha servido para evitar a sus propios hijos tantos errores y tan evidentes, o, al menos, para procurar evitárselos?
¿Hijos satisfechos con sus padres?
¿Tales hijos quedarán satisfechos, después, con tales padres o consigo mismo? ¿Quedarían agradecidos a sus padres? No lo sé. Desde luego, conozco algunos casos en que —con o sin razón, no lo podría decir— han llegado a la conclusión de que el afán de sus padres porque «triunfase» en los estudios, en el deporte, entre los chicos, respondía a la vanidad del padre o de la madre más que a un auténtico respeto por su propia personalidad o a una comprensión más madura y profunda —tal como puede esperarse de una persona mayor— de las cualidades en las que reside la auténtica felicidad. (Téngase en cuenta lo que enseñan los psicólogos: que el empeño de un padre en que su hijo «triunfe» responde, a veces, al deseo paterno, quizá inconsciente, de «compensar» los fracasos de su propia juventud.)
¿Quedarán esos hijos satisfechos después consigo mismo, si a los treinta o cuarenta años, en un momento de autoexamen sincero, se encuentran sin ideales? Lo dudo. ¿No les puede pasar lo que cuenta Julien Green en su Journal. A los cuarenta y dos años, sus recuerdos —y su sinceridad— le hacen construir un diálogo con su propio yo de veinticinco años antes; más que diálogo, se trata de un interrogatorio —una acusación— que su lejana juventud, llena de ideales, dirige a la mezquina y rastrera realidad de sus años maduros: «Me has engañado, me has robado. ¿Dónde están todos los sueños que te había confiado? ¿Qué has hecho de toda la riqueza que tan locamente puse en tus manos? Yo respondía de ti, habría prometido por ti. Has quebrado. Más me hubiera valido marcharme con todo lo que aún poseía, y que también has dilapidado. No te admiro, sino al contrario». Y añade Julien Green: «¿Y qué diría el mayor para defenderse? Hablaría de experiencia adquirida, de su reputación, buscará febrilmente en sus bolsillos, en los cajones de su mesa, algo para justificarse. Pero se defendería mal, y creo que se avergonzaría» (Journal III, pp. 214-215).
Ideales y modelos
Los héroes humanos
Los jóvenes no suelen entusiasmarse mucho con los ideales abstractos, pero, en cambio, se adhieren fácilmente a las personas o personajes ideales o idealizados que encuentran en la vida real, o en las figuras que se les presenta en la vida de ficción (películas, telefilmes, novelas, etc.). Si partimos de este hecho, nos podrían resultar útiles las siguientes consideraciones:
a) En un mundo tan comercializado como el nuestro y tan dominado por las public relations, no es fácil distinguir entre lo real y lo ficticio, y, efectivamente, la imagen que nos llega de muchas personas reales (cantantes, estrellas de cine, futbolistas, corredores de Fórmula 1) está llena de ficción.
b) La versión ficticia de la vida de una persona real puede influir más (y, si los «valores» que presentan son negativos, puede hacer más daño) que la presentación de la vida de una persona ficticia (por ejemplo, de un telefilme), porque, a fin de cuentas, el lector o espectador sabe que esta última es ficticia y puede creer que la primera es real...
c) Los héroes de las novelas, películas, fotonovelas, etc., modernas, en general, suelen reunir menos virtudes humanas que los héroes de las de hace veinticinco o cincuenta años. A veces los héroes modernos tienen claros aspectos de antihéroe: junto con cierta valentía (basada frecuentemente en un cierto desprecio de la vida), son a menudo crueles, sin escrúpulos, libertinos, egoístas, frívolos, inconstantes, vanidosos...
d) Para salir al paso de este último punto, los padres harían bien en fomentar, ya desde los diez-doce años, la afición de sus hijos por los relatos de aventuras y hazañas auténticamente grandes —de ficción (Julio Verne, por ejemplo) o de la vida real (exploraciones, conquistas alpinas, espaciales, etc.)— y por conocer biografías de auténticos héroes humanos. Es mejor que un chico se entusiasme por la vida y aventuras de un descubridor del Polo que por la de una figura del fútbol o del show-business contemporáneo. En el caso de las chicas, a veces parece más difícil encontrar sustitutos sanos a las artistas de cine y otras figuras de moda; entonces habría que considerar esta dificultad como un reto para las escritoras de valía y pedir que se animen a perseguir la tarea de crear o presentar, en forma literaria y periodística, figuras capaces de despertar una admiración más noble y más profunda en las chicas [2].
El padre como ideal de su hijo...
Todo padre —y toda madre— debe esforzarse para ser de algún modo, si no el ideal de sus hijos, sí un modelo para ellos; o, al menos, copia del modelo. Porque el modelo y el ideal —como veremos enseguida— es otro. Pero una copia, aunque sea pobre, puede inspirar alguna idea del original.
Quede claro que un padre no debe intentar ser el ideal de sus hijos. No sirve para ello, no da la talla. El padre que quisiera ser el ideal de sus hijos se estaría erigiendo en ídolo, en un dios falso; y la decepción de los hijos, cuando llega —que llegará—, puede costarles caro: a él, a ellos y a la sana relación padre-hijo que debe existir entre ambos.
Muchos hijos, a una cierta edad, tienden a «idolizar» a sus padres, sobre todo a su padre (quizá las madres están demasiado cerca, o son demasiado sensatas como para permitirlo). Mientras dure, esa idolatría halagará la vanidad del padre. Pero su sensatez y la lealtad hacia sus hijos le llevarán a procurar que dure lo menos posible; será él mismo quien «pinche» ese ideal falso, antes de que la vida se encargue de pincharlo. Si el chico, al ver que su padre juega al tenis mucho mejor que él, cree que juega mejor que nadie, que el padre se apresure a desengañarle, enseñándole un campeón de verdad. Si el chaval cree que su padre sabe más astronomía que nadie, que le hable de algún científico de verdad...
La tentación de querer ser dios en casa propia es una tentación absurda. Pero muchos padres juegan con ella durante una temporada. Padres tontos. Los sensatos se desmitifican cuanto antes. No harán alarde de sus propias limitaciones, defectos o «meteduras de pata», pero tampoco intentarán disimularlos hipócritamente ante sus hijos. ¡Cuánto forma a los hijos esta sinceridad de los padres! Les enseña que sus padres no están centrados en sí mismos, sino que tienen un ideal más alto.
El ideal es Cristo
Pasemos adelante. Si hay que saber tener especial cuidado y criterio para no adulterar el idealismo adolescente con ideales falsos o con ídolos indignos, y para no desvirtuarlo con metas personalistas, que fascinan, pero que sólo sirven al egoísmo y llevan a la autosuficiencia o (si se es más sincero) a la frustración, entonces, ¿cuáles son los ideales verdaderos que se les debe presentar a los jóvenes?
Son, evidentemente, los ideales cristianos. O, más exactamente, el ideal cristiano, que es uno: Cristo. Si Cristo llega a ser, efectivamente, el ideal de una persona, todos sus demás ideales humanos —auténticos y nobles— centrados en Él, se mantendrán, se purificarán, se estimularán, encontrarán expresión y apoyo. Sin Él en el centro, los demás ideales humanos caen.
No sé si choca —o puede parecer insuficiente o, quizá, teórico— decir que el ideal que debe mover realmente al adolescente es Cristo. Si, efectivamente, choca, esto sería señal de hasta qué punto hemos despersonalizado, desencadenado y enfriado nuestra religión, reduciéndola a un asunto de ganar el cielo a base de observar ciertas reglas y vivir dentro de cierto sistema, en vez de cumplir estas reglas porque amamos a una Persona, a Jesucristo (y, a través de Él, al Padre y al Espíritu Santo), con un amor que empieza aquí abajo —buscándole, tratándole, sirviéndole, volviendo a El, dándole a conocer— en una vida que es algo así como una especie de noviazgo mientras estamos en la tierra, y que llega a su consumación, su unión plena, en la Eternidad.
Si a pesar de todo, la Persona de Cristo como el ideal que necesita la juventud (y nosotros también) nos siguiera pareciendo teórico o idílico —pero no práctico o real—, sería señal de que nosotros le hemos tratado poco o no sabemos tratarle. Reflexionando sobre nuestra fe, debemos saber rectificar nuestras propias deficiencias.
¿Dudamos que Cristo realmente pueda atraer a los jóvenes de nuestros días? ¡Qué poco Le conocemos! ¡Y qué poco les conocemos! Precisamente en estos días nuestros, fenómenos al margen de la fe, como el «Jesús Movement», en los Estados Unidos, nos deben hacer pensar que muchísima gente joven —incluyendo a bastantes que dicen rechazar lo que ellos llaman las religiones «institucionalizadas»— se sienten fuertemente atraídos hasta por el mero conocimiento exclusivamente humano de la figura de Jesús.
¿Y si le conocieran mejor? Algunos, indudablemente, abandonarían su entusiasmo, porque el Jesús auténtico es exigente, porque es Dios. Pero otros muchos —más nobles, más conscientes de que un ideal exige siempre sacrificio— vendrían a Él, porque Jesucristo, aun con sus exigencias, atrae.
Si el padre o educador bueno, situado en un plano simplemente natural, sabe ver en el idealismo propio de la juventud un afán de salir de sí mismo, de superarse, de llegar a cosas nobles, para el padre o educador cristiano ese idealismo será el trampolín para que el chico llegue a Cristo. La tarea consistirá en lo que, de varias formas, y tantas veces enseñó Monseñor Escrivá de Balaguer, en hacer de modo que los hijos, en su primera juventud o en plena adolescencia, se sientan removidos por un ideal: que busquen, que encuentren y que traten a Cristo, que le sigan, le amen y que permanezcan con Él.
Cristo como ideal
Para concretar de algún modo lo que esto puede significar en la práctica, yo apuntaría cuatro condiciones —que son a la vez expresiones— de ese tener a Cristo —verdadero Dios y verdadero Hombre— como ideal:
1. que tengan amistad con Cristo;
2. que sean leales a Cristo;
3. que se sientan orgullosos de Cristo, y (como consecuencia);
4. que tengan ganas de darle a conocer.
Veamos algo de lo que cada uno de estos capítulos puede significar y cómo los padres o la familia pueden ayudar para que se realice.
Amistad con Cristo
Los jóvenes —todos y todas— tienen sus héroes, sus figuras, sus estrellas: de la ficción o de la vida real. Les admiran, leen sus biografías, se apasionan tan sólo ante la ocasión de verles, y todo esto, normalmente, desde lejos, sin ni siquiera la posibilidad de hablarles durante unos momentos y menos de tener una amistad con ellos.
¿Y creemos que Jesucristo —perfecto Dios, perfecto Hombre— no les puede atraer? Si quieren un «Superstar», ahí está Jesucristo, no en la triste parodia de teatro, sino en la tremenda realidad de un Dios-Hombre que da la vida por amor a cada uno de nosotros.
Si no hay lectura constante de la vida de Jesús, ¿cómo se le va a conocer y amar cada día más? Si una persona dice: «¿El Evangelio? Si ya lo he leído; ya lo conozco». Hay que decirle que NO; que no se conoce la vida de Dios hecho Hombre en una sola lectura, ni en mil. Siempre se saca más, siempre se le puede conocer mejor, siempre atrae más.
Luego, ese Jesús —tan admirable— vive. Puedes hablar con Él. Y ahí está la oración —conversación con el Amigo (Camino, n. 88)— como otro medio principal y esencial para que haya amistad. Cinco minutos cada día, con palabras propias, con fe, sabiéndose mirado y escuchado, comprendido y amado. Tratarle en la palabra, y tratarle en el Pan (Camino, n. 87). La Eucaristía; comulgar, que es permitir que el mismo Dios «trabaje» desde dentro de nosotros, comunicándonos su propia vida, fortaleciendo la unión y el amor.
¿Es difícil ir consiguiendo esto con un adolescente? Creo que no. Pero dependerá principalmente de lo que el chico o la chica respire y vea en su propia familia. Aun cuando sus padres «cumplan», aun cuando incluso multipliquen sus prácticas religiosas, si el chico no ve —si no le va entrando la fuerte convicción— que sus padres tienen mucho trato de amistad con Alguien que él todavía conoce poco, que están ilusionados con ese trato, poco se va a ilusionar él.
¡Qué distinto es el caso en el que los hijos empiezan a darse cuenta de que sus padres, al rezar, están de algún modo metidos en Dios! ¡Cuánto aprenden los hijos, por ejemplo, al ver sencillamente que sus padres se quedan unos minutos después de la misa y de comulgar, dando gracias y, evidentemente, atesorando esos momentos de especial intimidad con el Señor!
Es bueno que haya prácticas de piedad familiares y que los hijos participen voluntariamente en ellas. Pero ¿no participarían más, por ejemplo, en el rezo del Santo Rosario, si se les explicara que esta práctica tiene estrecha conexión con el Evangelio, que es ir contemplando, en palabras de Pablo VI, «los misterios —los hechos— de la vida de Cristo vistos a través del Corazón de Aquélla que estuvo más cerca del Señor? [3].
Lealtad a Cristo
En segundo lugar, decía que debe haber lealtad con Cristo. En la medida en que hay amistad, resulta más fácil ser leal. De todas formas, quizá es bueno partir de la base de que una expresión esencial de la amistad es el perdón: por un lado, saber perdonar —cosa que el Señor, por ser Dios, hace incansablemente con nosotros—, y por otro, saber pedir perdón, cosa que nosotros, que somos humanos y a menudo le ofendemos, debemos saber pedirle a El.
Por tanto, una primera expresión de lealtad es arrepentirse enseguida después de una falta, y si es necesario, confesarse. Es el amor que vuelve a nacer. ¿Hace falta insistir en lo importante que es que los hijos vean que sus padres se confiesan con frecuencia...?
Hoy que se habla tanto de libertad, especialmente entre los jóvenes, es bueno recordarles que la libertad es nuestra capacidad de decir Sí o No; que cada vez que decimos Sí a algo, decimos No a lo demás; que lo importante, por tanto, no es saber decirnos Sí a nosotros mismos, como si esto fuera una manera de reafirmar o defender nuestra supuesta personalidad. A fin de cuentas, decir sí a uno mismo suele ser sencillamente decir Sí al egoísmo, que es señal no de personalidad, sino de flojera, de debilidad. Lo importante es saber decir que Sí a los demás, en todas las exigencias nobles que el trato con ellos nos plantea. Lo importante, sobre todo, es saber decir Sí a Dios, que eso es amor; y saber seguir diciendo que Sí, aunque cueste, que eso es lealtad.
¡Cuánto ayuda a una persona joven hacer que se plantee así toda la problemática de la moralidad! ¡Que sepa enfrentarse a la disyuntiva de ser leal o desleal a Cristo! Y hacerle ver que durante toda la vida se le presentarán constantes ocasiones de comportarse de una o de otra manera.
Orgullosos de Cristo
«Os estáis formando para saber vivir una vida cristiana en un ambiente pagano», suelo decir a los muchachos. Porque el ambiente social y moral que les rodea hoy es prácticamente pagano. Cuesta ir a contramoda, a contraambiente, y puede ser fuerte la tentación de ceder, de callar, de ocultar su condición de cristianos por respetos humanos, de avergonzarse de su fe; lo cual sería avergonzarse de Cristo.
San Pablo, en otra época pagana, sentía esta tentación, o, al menos, veía que podía asediar a los cristianos, y les animó diciendo con fuerza: «Yo no me avergüenzo del Evangelio» (Rom 1, 6). San Pablo, que no había convivido con Cristo durante los años de su vida en la tierra, pero que le había tratado tanto en la oración y en la contemplación de todos los detalles que le habrían contado de Jesús —el Evangelio—, se acordaba de aquellas palabras del mismo Señor —«si alguien se avergonzare de mí y de mi doctrina ante esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga» (Me 8, 38). No se avergonzaba de Cristo ni de su doctrina. Se sentía feliz y orgulloso de seguirle. Nuestros jóvenes, si se les ha enseñado a tratar a Cristo, fácilmente sentirán el mismo orgullo —sano y santo— de seguirle.
Señalemos algunas expresiones de este orgullo santo. El cristiano debe sentirse orgulloso de la amistad de Cristo; r orgulloso de la doctrina de Cristo; orgulloso del ejemplo de Cristo.
Orgulloso de la amistad de Cristo.—-El cristiano debe sentirse así: orgulloso de la amistad que Cristo le tiene y orgulloso de las expresiones de amistad para con Cristo que él mismo quiere tener. Orgulloso, por tanto, de la piedad. Así, por ejemplo, no tendrá vergüenza de ir a Misa —o de que se le note que está intentando seguir bien la Misa sin distraerse—. No tendrá vergüenza de rezar el Ángelus o hacer una visita al Santísimo Sacramento, aun cuando los compañeros con los que uno está no lo hagan. Y todo esto, sin beaterías ni complejo de beato; con firmeza y orgullo. Como el hijo que se siente orgulloso de sus padres o sus hermanos, y aunque esté haciendo el servicio militar, no le importa nada que sus compañeros sepan que les escribe, les telefonea y les compra algún regalo.
Orgulloso de la doctrina de Cristo, porque es doctrina liberadora. «Conoceréis la verdad —decía Jesús—, y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32).
En un mundo dominado cada vez más por los odios, por el egoísmo, por las pasiones descontroladas, no debe ser difícil —no lo es en mi experiencia— ilusionar a los jóvenes con la nobleza humana de la vida cristiana. Recordémosles estas palabras de Monseñor Escrivá de Balaguer: «Hemos de conducirnos de tal manera que los demás puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama» [4]. Y expliquémosles que este programa se basa en una auténtica y constante rebeldía —la más grande, según Monseñor Escrivá de Balaguer, que se presenta a todo hombre y la única que realmente vale la pena—, que es la rebeldía de cada uno contra sus propios egoísmos.
Insisto. Si se les habla clara y positivamente, por ejemplo, en el tema de la pureza, mi experiencia es que los jóvenes «calan», sin dificultad, la lastimosa hipocresía de los que dicen creer que éste es un tema ya «superado»; entienden que los que hablan así, lejos de ser más «liberados» o más «maduros», son más débiles y más esclavos; incapacitados, desde luego, para el amor, y comprenden, en frase también del fundador del Opus Dei, que la pureza es «afirmación gozosa», que es condición de la libertad, de la gracia, del amor, y que vale la pena luchar, cara al amor noble, para conseguirla.
En el caso de las chicas, esto puede revestir especial importancia. Es evidente que una chica o una mujer tiene que desnaturalizarse bastante —desfeminizarse— para echar al traste su innata modestia femenina. Cuando, a pesar de todo, lo hace —como lo hacen bastantes hoy—, la consecuencia (lógica, por lo demás) es que los hombres las dejen de respetar. Las miran, quizá, pero no las admiran, porque lo que busca un hombre en una mujer —un hombre que lo sea de verdad y que no sea sólo un ser humano animalizado— es algo más que meras atracciones físicas; busca delicadezas, gracia, ternura, sensibilidad, comprensión, personalidad, recato y modestia. Estas son cualidades que puede admirar. Si no las encuentra, su admiración hacia los atractivos físicos degenerará en mero deseo, y su actitud hacia la mujer, en cuanto persona, en desprecio.
¿Tan difícil es que una chica se dé cuenta de que hay mucha diferencia entre ser mirada y ser admirada? ¿Es tan difícil que vea que si se hace desear de determinado modo no se está haciendo respetar, sino todo lo contrario? Se está haciendo despreciar. Creo que una madre que quiera de verdad a su hija le es fácil explicarle estos puntos, y que la hija los entienda; que es fácil que una madre enseñe a sus hijas —también con su propio ejemplo— que la modestia en la mujer es sencillamente expresión de su resuelta voluntad de ser tratada como persona y no como objeto.
¿No ayudan estas reflexiones a apreciar de nuevo lo admirable de la moralidad cristiana, viendo cómo es apoyo y defensa de los valores humanos? ¡Cómo no sentirse orgulloso de unos criterios morales que están en la base de la misma nobleza humana!
Está claro que la verdad de Cristo, que nos hace libres, no se refiere sólo a la esfera de la sexualidad. ¿Cómo no sentirse también orgullosos de la doctrina de Cristo que nos hace conocernos a nosotros mismos, que nos ayuda a vencer el miedo, a reconocernos como pecadores y que, de este modo, nos evita la soberbia que aisla, haciéndonos humildes, abiertos, comprensivos con los demás?
Y nos sentiremos orgullosos de la doctrina de Cristo, que nos enseña que el mundo es bueno —en cuanto medio, no en cuanto fin—, que nos alerta, por tanto, contra la tentación engañosa de buscar un paraíso terreno —hedonista, materialista, marxista o del tipo que sea— y que, a base de empujarnos a poner el corazón donde está El, nos ayuda a estar más desapegados, a ser menos codiciosos o envidiosos, capacitándonos así para preocuparnos más por el bienestar —también material— de los demás.
Porque nadie debe ganar al cristiano en su preocupación por los demás. Es otra cosa que aprende de su ideal, Cristo.
Orgulloso del ejemplo de Cristo.—Por eso decía que el cristiano debe sentirse orgulloso del ejemplo de Cristo, de su entrega a los demás, y orgulloso de las maneras como él puede imitar ese ejemplo de entrega y de servicio. Al tratar de cumplir el Mandamiento Nuevo de Cristo del amor mutuo —«en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos para otros» (Jn 13, 35)— debe tener presentes esas otras palabras suyas: «No he venido para ser servido, sino para servir» (Mt 20, 28).
El servicio a los demás, ¡qué gran ideal! Y qué poco se encuentra hoy. Muchos no quieren servir. La misma palabra, en muchos contextos, parece que suena francamente mal: sirvientes, servicio doméstico... Y, sin embargo, es en el fondo un ideal que llama poderosamente a los jóvenes de nuestra época. Como ejemplo se podría poner la historia de la multitud de organizaciones de voluntary service que abundan en los países de habla inglesa [5]. Y en España también hay una tradición de Campamentos de Trabajo, de labores voluntarias de alfabetización, servicios de auxilio sanitario, etc.
Desde luego, las madres, con su dedicación al hogar, dan un ejemplo maravilloso de servicio, por amor. Si cada hijo e hija tiene asignado un encargo en la familia, apropiado a su edad, es fácil hacerles ver que cumplirlo bien es servir a los demás, es quererles. Cuando luego, a pesar de todo, pongan mala cara alguna vez, porque aquello les cuesta, también será fácil enseñarles que efectivamente el amor a veces cuesta; pero no por eso debe dejar de ser un amor sonriente, un servicio sonriente. Si los padres en su dedicación a la familia sonríen siempre, o casi siempre, ese hogar es una gran escuela de espíritu y de idealismo cristianos.
El servicio como ideal
A veces, sin embargo, se encuentran madres cristianas, sacrificadas en su entrega a la familia pero que no saben apreciar o alentar las posibles expresiones del deseo noble de servir que pueden aparecer en sus hijas. Se muestran poco entusiastas si alguna hija suya quiere ser enfermera; se asustan si otra desea dedicarse a las ciencias domésticas; se conforman, pero a regañadientes, si proyectan ser maestras de escuela. Menos mal que el instinto de las chicas, en estos terrenos, suele ser más sano que los prejuicios maternales.
Efectivamente, hay profesiones que exigen más especialmente el espíritu de servicio, y es importante ayudar a los jóvenes a apreciar este aspecto de la carrera, si es la que piensan seguir. Destaca seguramente la Medicina, quizá la más noble de todas las profesiones humanas. Estamos, sin embargo, en un momento en que la naturaleza misma de la Medicina está siendo amenazada por movimientos anti-vida (aborto, anticonceptivos, eutanasia) y es necesario y urgente revalorizar el auténtico sentido de la profesión médica como profesión al servicio de la vida. ¡Cuánto pueden hacer los médicos, participando en cursos de orientación profesional, etc., comunicando ideales profesionales nobles y auténticos a los jóvenes que piensan seguir la carrera médica!
En cuanto al servicio militar, el hecho de su obligatoriedad —donde se da este hecho— puede representar una dificultad para que algunos aprecien su aspecto noble de servicio a la patria. Pero es claramente de la máxima importancia que ese espíritu de servicio desinteresado se mantenga y crezca en la carrera militar.
¿Y qué habría que decir del servicio público, de la política como profesión de servicio? Es quizá la más importante de las profesiones y muchísimas veces la menos cristianizada. Será claro que por una política cristiana no me estoy refiriendo a una política ni de derechas ni de izquierdas, sino sencillamente a una política de servicio al bien común, a una profesión donde los profesionales —los políticos— albergan el gran ideal de servir y, si tienen que mandar, de mandar para servir.
¿Difícil de conseguir? Muy difícil. ¿Utópico e imposible? En absoluto. El pensar que nunca se conseguirá sería demostrar una desconfianza —injustificada— en la capacidad de ilusión de nuestros jóvenes, la futura generación de políticos. Sería decir que el afán de poder —el mandar por el egoísmo de querer autoafirmarse— necesariamente habrá de prevalecer en ellos sobre el desinterés, la lealtad, la nobleza. Que no. No podemos tener una visión tan determinista, ni tan pesimista. Con el amor de Cristo por delante serán mejores servidores que nadie del bien común.
En definitiva, en cada una de las profesiones habría que ir señalando y haciendo resaltar su aspecto de servicio hacia los demás, y hacia la sociedad; y hacer ver cómo el cristiano, imitando a Cristo, tiene más motivos que nadie para meter en su profesión el afán noble de servir.
El ideal en el estudio
Quizá podríamos terminar este apartado con una referencia más concreta al tema del estudio. Pocos adolescentes son «empollones» por naturaleza. A la mayoría les cuesta mucho estudiar. Y puesto que si no estudian no madurarán, no servirán ni para ganarse la vida, parece evidente que es bueno empujarles para que estudien.
Bien; pero quizá «empujarles» no es la expresión más adecuada. Los resultados que se consiguen a base de empujones muchas veces no son muy duraderos. A un coche que tiene el motor parado se le puede empujar, y avanzará. Pero en cuanto se deja de empujar se volverá a parar. Lo interesante es conseguir que el motor se ponga en marcha (disponiendo las cosas bien, empujar puede ayudar para que arranque), y entonces andará solo. Algo parecido pasa con los estudios de los jóvenes. La amenaza de un castigo, la perspectiva de pasar el verano en un internado, la ayuda de unas clases particulares, etcétera, les puede empujar, les ayudará de momento. Pero todo esto se queda en lo externo; y en cuanto hayan evitado o superado el escollo, la pereza puede imponerse de nuevo, y los estudios volverán a cojear, a estancarse o a pararse del todo.
En definitiva, lo importante con los estudiantes jóvenes no es tanto empujarles desde fuera como lograr que ellos mismos se muevan desde dentro; o sea, la clave está en motivarles. Eso es lo que les pone en marcha.
No hará falta insistir en la necesidad de buscarles motivaciones serias y duraderas, y procurar que sean nobles. De lo dicho en las primeras páginas se deduce con claridad que no sería buena motivación la que se basara en promesas de premios. Tampoco sería suficiente decirles —ni en tono de amenaza ni en tono cordial y estimulador— cosas como: «Si no aprendes a estudiar nunca serás un hombre. No sabrás sacar adelante una carrera o una familia...» Hay que procurar que, ya desde esta edad, lo que les mueva a estudiar sean los ideales.
El motivo principal que se deben proponer es el de agradar a Dios. Quiere de cada uno de nosotros que cumplamos con los deberes propios de nuestro propio estado. Y lo propio del estudiante es estudiar. Por tanto, al hacerlo está cumpliendo la voluntad de Dios. Conviene que lo realice conscientemente —por ejemplo, con un pequeño crucifijo delante, puesto en la mesa o encima del libro de historia—; interesa que lo haga por amor, por dar gusto a la persona amada, Dios. De esta manera, una hora de estudio, para él, en lugar de ser un martirio o al menos un fastidio, será una hora de amistad, «una hora de oración» {Camino, n. 335).
Debe activarse en él también un motivo apostólico para su estudio. El chico o la chica habrán de saber que pueden ofrecer cada rato de estudio por los demás. Pero también interesa que sepan que su estudio de ahora es preparación para que el día de mañana —en la Universidad, en la familia, en la vida profesional— puedan ser un punto de apoyo para Dios; para que, con su prestigio y su espíritu de servicio hacia los demás, hacer presente a Cristo —con todos los valores e ideales nobles que su presencia inspira— en las más variadas actividades humanas.
Ganas de dar a conocer a Cristo
Los jóvenes formados así —orgullosos de Cristo y de todo lo que Él les propone en bien propio y en bien de la humanidad— no estarán a la defensiva en cuanto a su cristianismo. Tendrán ganas de darle a conocer, de extender la fe en El, de difundir la alegría que su trato y su seguimiento producen. Es decir, harán apostolado. Y esto nunca significará un indiscreto inmiscuirse en la vida de los demás, ni falta de respeto para con su libertad o sus derechos. Será más bien, si se me permite la expresión, un «pincharles» con una vida alegre, limpia, generosa, un despertarles a realidades más grandes y más bonitas.
Monseñor Escrivá de Balaguer hablaba muchas veces de que los cristianos, ante el mundo, debemos actuar con «complejo de superioridad», lo cual no implica una actitud despectiva hacia los demás, sino —¡todo lo contrario!— el ansia de que ellos sepan abrir los ojos, mirar hacia arriba y ver las magnolia Dei, las cosas grandes de Dios, que nosotros, a pesar de nuestras miserias e infidelidades, y por Su misericordia, conocemos y vemos.
En Inglaterra he oído decir alguna vez, bromeando, que la diferencia entre un graduado de Cambridge y uno de Oxford es que el primero —el Cambridge man— tiene el aire de ser el dueño del mundo, mientras que el Oxford man tiene el aire de que le importa un pepino quién sea el dueño del mundo... A esto yo añadiré, sin bromear, que los cristianos debemos tener el aire de saber quién es el Dueño del mundo: mi Padre... ¡que es Dios! Y yo sé que es mi Padre, y yo soy hijo suyo. Y tantos otros que son o pueden ser hijos de Dios y herederos suyos, parecen no saberlo. ¡A despertarles!
¿Y ante los demás?
Y ante los demás, ¿cuál será la actitud del cristiano que, desde su adolescencia, ha empezado a vivir así, teniendo y manteniendo ideales auténticos? ¡Sorprenderse! Se sorprenderá ante la falta de ideales de tantos que le rodean o ante los ideales falsos que a veces siguen.
Sorpresa
Se sorprenderá. Creo que es importante detenernos en esta actitud de sorpresa, porque es un factor importantísimo tanto para la buena defensa de los propios ideales cristianos como para su comunicación a los demás.
Señal de la debilidad —en la fe y en los ideales— de muchos cristianos hoy es precisamente el hecho de que no se sorprenden, o se sorprenden muy poco, ante hechos y actitudes actuales, ya no sólo no cristianos, sino ni siquiera humanos. Es evidente que su falta de reacción psicológica —de rechazo íntimo e indignado de aquellos errores o aberraciones— debilita tanto su propia defensa contra aquello como su capacidad de convencer a otros de que aquello está mal.
Recuerdo que en los comienzos de mis años de pedagogo me dijeron que la sencilla actitud de sorpresa del maestro a veces consigue un cambio de conducta en un niño con bastante más rapidez que una explicación razonada. Exclamar «¿cómo es posible que un niño de diez años haga eso?» es muy eficaz, decían... Me gustó la idea. Pero los años me han restado confianza en la fórmula, al menos con niños precisamente de esa edad. Mi experiencia es que, por mucho que pongas cara de «¿Pero es posible que un chico de diez años haga semejante cosa?», el chico se te puede quedar mirando, imperturbable, como diciendo: «A ver cuándo usted aprende que un chico de diez años es capaz de esto y de muchas cosas más...» La cara de sorpresa le trae absolutamente sin cuidado, o incluso puede que le divierta.
Ahora bien, creo que la equivocación no estaba en la pedagogía, sino en la edad. El truco de la cara sorprendida, que quizá no sirva para el chaval de diez u once años, sí suele dar resultado con una persona mayor, y de un modo especial con los adolescentes, que entre los catorce y los veinte años son enormemente sensibles a lo que los demás piensan de ellos y tienen un temor muy grande a caer en el ridículo.
¿Quién hace el ridículo?
Además, hablando concretamente del tema que nos ocupa —el apostolado—, no se trata, desde luego, de un truco; se trata de una reacción que debe ser real: saber sorprenderse de verdad ante actitudes que de hecho son realmente sorprendentes. Aquí hay un terreno que recuperar, porque —de un modo inexplicable— hemos dejado pasar una buena parte de la ventaja «psicológica» a la parte contraria, de modo que mucha gente hoy se «sorprende» si resulta que uno sí va a misa, o que no ha leído el último best-seller obsceno, o no ha visto el último espectáculo pornográfico.
Me parece que, ante esta situación, es urgente no sólo reforzar el sentido del pecado, sino recuperar el sentido del ridículo. Si no, resulta que la gente va pensando: «En el fondo, sé que peco si veo o leo aquello, pero si no lo veo hago el ridículo», cuando la verdad del caso es que, al verlo, no sólo peca, sino que también hace el ridículo. Es más importante, desde luego, convencerle de que peca, pero puede ser más fácil, de entrada, hacerle ver que hace el ridículo. Y lo está haciendo. Y nosotros nos debemos sorprender de ello.
Como decía hace un momento, nuestra sorpresa puede ser la mejor defensa contra la posible debilitación de nuestra firmeza en los principios y en la conducta (si una persona no se sorprende por lo absurdo —lo intelectualmente pobre y lo humanamente indigno— de las posturas o actitudes mantenidas por algunos cristianos, a lo mejor lleva el camino de aceptarlas como razonables y responsables...). A la vez, nuestra sorpresa puede ser una buena sacudida para esos cristianos incoherentes; puede ser una experiencia previa necesaria para que su mente ofuscada o embotada empiece a funcionar, y terminen por darse cuenta de hasta qué sorprendente punto están siendo engañados o se están engañando a sí mismos.
Es sorprendente que una persona afirme que no cree en Dios, o que defienda —como razonable— la idea de que el mundo haya salido, solo, de la nada. Es sorprendente que lo afirme; pero sería más sorprendente todavía que nosotros tomásemos su afirmación como una postura razonable e inteligente y empezásemos a discutir seriamente sobre ella. No es una afirmación seria; es absurda. La primera reacción, por tanto, debe ser la de reír. Luego, quizá por caridad, será bueno intentar que él enfoque el tema de un modo más maduro: en una palabra, que empiece a pensar.
Es sorprendente que una persona que se dice cristiano no rece o no vaya a misa los domingos, o vaya pero como cumpliendo una obligación sin sentido, y sin tener la menor conciencia de estar recibiendo un beneficio divino. Es absurdo.
Es sorprendente que una persona se autoproclame más «liberado» porque no observa ningún control en materia sexual. Es absurdo, porque claramente se está esclavizando.
Es sorprendente que una persona «justifique» su asistencia a un espectáculo notoriamente pornográfico, invocando los «valores artísticos» que —según lo ha leído o le han dicho— tiene la obra. Darse aires de que habrá salido más cultivado o más refinado de un tal espectáculo es sencillamente ridículo y absurdo.
Sorprende que una persona defienda el aborto en nombre del «humanitarismo», o que sugiera que se trata de un «derecho» de la mujer «sobre su propio cuerpo» (!). Es absurdo.
Sorprende que un comunista se presente como defensor de la libertad o de la democracia. Basta pensar en las libertades democráticas de Rusia para calificarle, si no de hipócrita, al menos de comediante. Es absurdo.
Cualquier cristiano medianamente formado sabrá ver, en estos ejemplos u otros semejantes, lo que hay de equivocado o de pecaminoso. Pero muchos no se dan cuenta de lo pobre, lo falso, lo ridículo y lo absurdo que son. El que tenga a Cristo por ideal y le trate de verdad, creo que sí se dará cuenta. Y se sorprenderá. Y su sorpresa despertará a muchos.
¡De cuántos casos sé! El chico cuyo compañero le dice que apenas practica: «¿Es posible que no vayas a misa? ¿Que no comulgues? Pero... ¿es verdad que no te confiesas?...» Y la cara de sorpresa —no fingida, auténtica— despierta. Porque normalmente esos compañeros tienen algo de fe; aunque estén dormidos. Y lo que más les puede despertar no será —al menos de entrada— la argumentación, sino el asombro de un amigo: «Pero, ¿estás loco?». Y empezarán a pensar: «Efectivamente, quizá estoy loco».
«¿Es posible que hayas visto aquella película? Estás neura. ¿No te das cuenta de que si sigues así la vida se te va a hundir, que te vas a convertir en un esclavo, un obseso, que el día de mañana no tendrás un matrimonio feliz porque ninguna chica decente te aceptará?» Y con la sacudida de estas preguntas asombradas se despiertan, porque en el fondo saben que es así.
Y al egoísta comodón y aburguesado: «¿No quieres servir? ¿Sólo vas a lo tuyo? ¡Qué triste vida!».
Y al marxista: «Estoy de acuerdo contigo en que hay que buscar una sociedad más justa. Pero no se logra a base de sembrar violencia y odios... Además, ¿realmente te basta a ti ser un peón del Estado —un trozo de materia, nada más— en un mundo donde nadie vale nada, porque nadie tiene un destino personal? ¿Realmente te satisface un ideal tan pobre? ¡Qué absurdo!».
Salvar el idealismo de la bancarrota
Recordemos, para terminar, aquellas palabras de Monseñor Escrivá de Balaguer que cité al comienzo de estas páginas: «La juventud ha tenido siempre una gran capacidad de entusiasmo por todas las cosas grandes, por los ideales elevados, por todo lo que es auténtico» [6]. ¡Por todo lo que es auténtico! Cristo es auténtico, aunque los cristianos muchas veces no lo somos. El cristianismo es un ideal auténtico —colma y supera todas las ansias nobles del corazón humano— y su autenticidad debe quedar más patente y ser más atrayente precisamente en un mundo como el nuestro donde pululan los «ideales» falsos, cuya falsedad además dificilísimamente ya a nadie puede escapar.
Puede ser que en tiempos pasados muchos hombres no hayan llegado a la Verdad plena —la de Cristo—, no hayan aceptado el Ideal auténtico —que es Cristo— porque se quedaban a mitad de camino, instalados en ideales parciales y exclusivamente humanos; instalados allí, quizá con cierta tranquilidad —porque los ideales parciales no suelen pedir la entrega en todos los campos—, y quizá, a la vez, con cierta sinceridad, porque su mente quedaba cautivada por esa parte de verdad o de nobleza que se encontraba en esos ideales y que, si uno no indagaba más, parecía darles el «cachet» de un ideal completo y auténtico. De ese modo, muchos hombres —sinceros quizá, pero no muy profundos— eran idealistas; idealistas de la igualdad, de la libertad, de la fraternidad, de la independencia de su patria, de la libertad de los esclavos, etc.
Esos ideales —hasta donde llegaban— eran auténticos. Y muchas veces bastaba esa autenticidad parcial para captar el corazón joven. Pero hoy parece que la autenticidad —en todas partes— está al borde de la bancarrota. Se sigue barajando los nombres de los grandes ideales humanos de siempre, pero dándose un contenido tan bajo, tan degradado, a veces incluso tan antihumano, que parece que ya nadie puede caer —si no quiere— en la trampa.
Efectivamente, cuando los «ideales» que se les presentan a los hombres son: en nombre del amor, el sexo; en nombre de la libertad, el libertinaje y el egoísmo; en nombre del derecho al pleno desarrollo de la propia personalidad, el desprecio hacia los criterios y los derechos de los demás; en nombre de la independencia y la madurez individuales, el rechazo de toda autoridad y la incapacidad para servir; en nombre de la responsabilidad o de la participación democrática, las protestas estériles y holgazanas; en nombre de la justicia política o social, la violencia y el odio... ¿Qué más hace falta para que se declare completa la bancarrota del idealismo humano?
Sin embargo, esa bancarrota no la vamos a declarar los cristianos. La podemos salvar. Si los jóvenes —y, de alguna manera, en el fondo, los hombres todos— buscan los ideales auténticos, estamos en un buen momento. Han fallado o han quedado vaciados de contenido los ideales humanos parciales. Ahora sólo falta dejar bien al descubierto la falsedad o la hipocresía de los «ideales» libertinos materialistas o marxistas —cosa no difícil si los cristianos tenemos más fe, más audacia y más sentido del absurdo— y un mundo entero, de jóvenes y mayores, no tendrá remedio —ni, pienso, querrá más remedio— que volverse hacia el único ideal plenamente auténtico, el único completo que no es falso ni insuficiente, el único capaz de llamar y entusiasmar y llenar y unir y purificar y elevar a los hombres todos: el ideal que es Cristo.
Referencias
[1] Para que un matrimonio resulte feliz —con el paso de los años— cada esposo tiene que seguir viendo algo ideal en el otro cónyuge. Ahora bien, ningún hombre, ninguna mujer, puede ser el ideal perfecto para otro; tiene demasiados defectos. Pero el inevitable descubrimiento, en el matrimonio, de los defectos del otro no tiene que llevar necesariamente al hundimiento del amor ideal. Lo moderará, en el sentido de que se llegará a ver que sólo Dios es perfecto. Pero, defectos y todo, el marido o la mujer debe seguir siendo el ideal para el otro. La soberbia es el gran enemigo. Por una parte, la soberbia tiende a hacernos ciegos para nuestros propios defectos, y nos agudiza la visión de los defectos de los demás (exagerándolos). Por otra parte, nos intensifica la conciencia de los méritos propios y nos ciega en cuanto a los méritos de los demás. Los esposos — si han de quererse cada día más, con un amor ideal— necesitan, con la gracia, aprender a ser humildes. La humildad hace que cada uno tenga mayor conciencia de sus propios defectos que de los de su cónyuge y, a la vez, que vea las virtudes del otro como más grandes y más importantes que las que él mismo pueda tener. De este modo le será más fácil mantener la conciencia de gozar de un amor del que no es digno. Su ideal no se hundirá.
[2] ¿Y las vidas de los santos y santas? Gran lectura, indudablemente, para los preadolescentes, hasta quizá los once-doce años. Si después resulta más difícil encontrar vidas de santos capaces de interesar y entusiasmar a los adolescentes, la culpa habría que achacarla no a los santos, sino a sus biógrafos, quienes, en su inmensa mayoría, se quedan en un ambiente desencarnadamente sobrenatural, y parecen curiosamente incapaces para captar y presentar las virtudes naturales y los aspectos humanamente admirables y emocionantes de estos héroes. Otro reto para los escritores: hay indicios de que la labor de rectificación está ya en marcha.
[3] Exhortación Apostólica Marialis Cultus, n. 47.
[4] Es Cristo que pasa, n. 122.
[5] Cfr, One Million Volunteers, Pelican Books, 1968.
[6] Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 101.