04. EL DIVORCIO: LOS ESPOSOS

  Como señalamos en la introducción, para la mayor parte de la gente de los países de Occidente, el divorcio es una señal de progreso, propia de una sociedad adelantada. Por eso se explica, sin duda, la sorpresa y hasta el escándalo de tantos ante el rechazo del divorcio por parte del pueblo irlandés, hace pocos años.

     Insistamos aquí de nuevo en el punto que sólo quien esté convencido de que el divorcio proporciona mayor felicidad debería considerarlo como señal de progreso. Es razonable, por tanto, que nos preguntemos si el divorcio es causa de que las personas, las familias y las sociedades sean más felices. Si de hecho el divorcio procura mayor felicidad a la mayoría, entonces —aun cuando quizás deje a una minoría menos feliz— podría razonablemente mantenerse que es señal de progreso. Pero, si sucede al revés; si procura la felicidad de una minoría, pero deja a la mayoría cada vez menos feliz, entonces se opone al verdadero progreso. Para mí, es ésta la situación de hecho; y pienso además que cada uno puede verificar que es así, si está dispuesto a razonar un poco y a observar los hechos concretos sin apasionamiento.

     Que el matrimonio sea indisoluble en virtud de su propia naturaleza, fue explícitamente enseñado por Jesucristo [1], y esta enseñanza del Señor ha sido repetidamente confirmada por la Iglesia [2]. Todo matrimonio, sea sacramento o no, es indisoluble. No me propongo exponer esta doctrina, sino más bien sugerir que: a) el divorcio, incluso al nivel de la felicidad personal y terrena, produce más resultados negativos que positivos; b) la indisolubilidad, lejos de ser enemigo del amor humano, lo defiende y realiza. Los argumentos que pueden aducirse a favor de cada una de estas tesis son complementarios. Pienso que bastarán unos cuantos puntos para ilustrar la primera tesis; a la segunda, en cambio, dedicaré más espacio.

El divorcio engendra divorcio

     El divorcio no favorece la felicidad; favorece el divorcio; y el divorcio siempre señala el colapso definitivo de un sueño de felicidad.

     El divorcio, afirman algunos, sólo está pensado para casos extremos —aquellas personas cuyo matrimonio ha efectivamente fracasado—, para dar la oportunidad de comenzar de nuevo. Sin embargo, empieza a ser evidente que con el «remedio» del divorcio no se cura un mal, se agrava.

     El divorcio no cura casos extremos; los crea. El divorcio engendra divorcio, y se reproduce rápidamente. Es un asunto estadísticamente comprobado que en cuanto se permite la entrada del divorcio en una sociedad, crece vertiginosamente. Los datos siguientes muestran este desarrollo en los Estados Unidos, durante dos períodos de treinta años, entre 1900 y 1960. Señalan la relación entre el número de matrimonios celebrados y el de divorcios concedidos —la relación, por decirlo así, entre los matrimonios que se «hicieron» y los que se «deshicieron»—, en un año determinado:

  Año               Matrimonios                        Divorcios                         Relación % de

                                                             divorcios/matrimonios

  __________________________________________________________________

 

  1900            709.000                                  56.000                                  8%

  1930            1.127.000                            196.000                                 17%

  1960            1.527.000                            395.000                                 26% [3]

 

     La tendencia ascendente ha continuado en tal modo que el porcentaje correspondiente al año 1960 se había prácticamente duplicado 15 años más tarde. En 1975, el número de matrimonios fue de 2.126.000, y el de divorcios, 1.026.000 [4]: ¡una proporción de casi el 50 por 100!

     No sé si alguien se atrevería a afirmar que estos datos señalan un progreso en la humana felicidad. Muestra, en mi opinión, un fracaso: el aislamiento progresivo del hombre. Entre todas las instituciones naturales, el matrimonio —con la esperanza que ofrece de un amor que será profundo y permanente— es sin duda la que parece prometer mayor felicidad. Si en las sociedades divorcistas hasta el 50 por 100 de las personas que se casan no alcanzan esa deseada felicidad, ¿dónde la podrán hallar? ¿Tal vez en unas nuevas nupcias? Una vez más, las estadísticas nos demuestran que no. El índice de divorcios, entre personas divorciadas que vuelven a casarse es tres o cuatro veces superior al de quienes contraen matrimonio por primera vez.

     Es fácil comprender, con los datos en la mano, que la legalización del divorcio tiende a crear una situación que condena al fracaso a un número siempre mayor de parejas. En la sociedad donde se considera el matrimonio como una decisión irrevocable, es frecuente que ese paso se dé tras meditar seriamente sus implicaciones; nadie, en principio, contrae a la ligera un vínculo que ha de durar toda la vida. Luego, cuando aparecen las inevitables dificultades propias de la vida conyugal, el hecho de que no exista una «salida fácil», ayuda muchas veces a sacar el matrimonio adelante. En una sociedad divorcista, es difícil que quien se casa no albergue el pensamiento: «si no va bien, siempre podré recurrir al divorcio». Cuando se razona así, se difumina la sensación de estar dando un paso definitivo al casarse. No está comprometiéndose la vida entera; se está probando algo, nada más, y se reserva el «derecho» de cancelarlo o de dejarlo, si no funciona. Quien asume la mentalidad divorcista, se plantea el matrimonio de modo comercial. Se tiende, ab initio, a mirarlo con cierto recelo; y se insiste por tanto en tener una garantía de que se va a devolver la libertad si no satisface. «Pruébelo, a ver», es un buen reclamo para una transacción comercial. Pero, ¿puede serlo también para un negocio de amor? «Lo probaré, para ver»; este planteamiento calculador aplicado al matrimonio pone las bases para un futuro fracaso. ¿Qué felicidad, a fin de cuentas, merece quien pone el matrimonio —y no a sí mismo— a la prueba?

Indisolubilidad y felicidad

     Sugerí, en segundo lugar, que la indisolubilidad está pensada (por la Naturaleza, por Dios) para contribuir a la felicidad humana, no para estropearla. Ahora bien, sólo podemos entender el porqué de la indisolubilidad si entendemos el porqué del matrimonio mismo. El matrimonio está «pensado» para hacer felices a las personas, a base de enseñarles a amar. La indisolubilidad es sencillamente la regla de Dios para quienes están en aprendizaje de amor: no están autorizados a abandonar el esfuerzo de amar aun cuando resulte costoso.

     El matrimonio (y la indisolubilidad) debería hacer felices a los cónyuges, porque eso forma parte de los planes de Dios para quienes se casan. Esta afirmación, sin embargo, necesita algunas matizaciones:

     a) Aunque el matrimonio puede y debe hacer felices a los cónyuges, no puede lograrlo de modo perfecto. La perfecta felicidad no se alcanza en esta vida; sólo se obtiene en el Cielo. Por tanto, la persona que se empeñe en exigir una perfecta felicidad en el matrimonio, necesariamente quedará defraudada [5].

     b) Aunque el matrimonio puede hacer felices a las personas, no lo consigue sin esfuerzo. La felicidad no se gana fácilmente; exige lucha. La felicidad fácil habitualmente no es duradera. Por tanto, un matrimonio feliz sin esfuerzo, es una quimera [6].

     c) Del principio general —«el matrimonio debería hacer felices a las personas»— no ha de concluirse con excesiva premura que «el matrimonio debe hacerme feliz a mí». Quien se deja obsesionar por esa conclusión, está muchas veces motivado menos por la lógica que por la impaciencia, la autocompasión, la amargura o la rabia; en una palabra, por el egocentrismo. Y el matrimonio dominado por el egoísmo no puede funcionar; no está en condiciones de hacer feliz a nadie.

     Cada uno de estos puntos, sobre todo el último, merece un ulterior comentario.

     El matrimonio —hemos dicho— no puede proporcionar la felicidad perfecta; no es ése su fin. Su objetivo, cabe afirmar, no es procurar una felicidad perfecta a los esposos, sino madurarlos para la felicidad perfecta. A través de los sucesos de aquí abajo, Dios procura enseñarnos a amar, para que seamos capaces de gozar plenamente de Él en el Cielo. El matrimonio es una de sus escuelas —escuela de amor—, donde forma a la mayoría de sus alumnos.

     Si el matrimonio exige un esfuerzo —hemos dicho en segundo término— es porque el amor lo exige. La asignatura del amor no es fácil: todo lo contrario. La razón de su dificultad estriba en que cada uno de nosotros está fuertemente centrado en su propio «yo», mientras que el amor auténtico se centra en «el otro». Y la persona no aprenderá a amar si no vence su egoísmo. Esto exige esfuerzo y lucha constantes, con los altibajos correspondientes. El amor crece sólo si disminuye el egoísmo; si el egoísmo permanece, el amor no puede aumentar. Si crece el egoísmo, el amor se debilita y puede llegar a morir. Al amor pocas veces le alcanza una muerte natural. Suele morir asesinado: víctima del amor propio.

     El egocentrismo es muchas veces fuerte. Pero junto a él, nos acompaña una auténtica necesidad de amor verdadero, un profundo anhelo de centrarnos en los demás. Y, sin embargo, en casi todos los matrimonios, es normal que cada uno de los esposos comience la vida conyugal más centrado en sí que en el otro.

     Sin embargo —se dirá—, ya que las personas que se casan suelen estar enamoradas, ¿no está cada una de ellas muy centrada en la otra? Puede ser, pero pienso que la veracidad de sus disposiciones sólo la confirmará el paso del tiempo. Si no, ¿cómo es que son tantas las personas para quienes su pareja, en el momento de casarse, era «única en el mundo», y unos años más tarde la misma persona resulta inaguantable? Se dice que su amor se extinguió, que «murió»; y que el divorcio es el único paso lógico una vez que el amor ha muerto. Examinaremos en su momento cuál puede ser la mejor reacción, si el amor «ha muerto». Pero vamos por partes. Pienso que resultará útil someter a un examen ese amor conyugal que —se nos asegura— acaba de morir, recordando, como hemos dicho, que, si el amor muere, pocas veces lo hace repentinamente.

     El amor, en el momento de la boda, parecía rebosante de salud. ¿Cuál ha sido el singular proceso de deterioro por el que ha pasado, para que uno de los cónyuges, o los dos, quieran redactar su nota necrológica al cabo de algunos años? ¿Será que, después de todo, no era tan fuerte y sano como parecía al principio? Podría ser. El amor rara vez comienza fuerte, porque al comienzo habitualmente no se conoce a la otra persona con total profundidad: esto es, cómo él o ella realmente es (una mezcla, como toda criatura humana, de aspectos positivos y negativos).

     Lo que comienza fuerte es el sentimiento. Pero el sentimiento —que siempre contiene aspectos de romanticismo— tiende a idealizar a la otra persona; y, por consiguiente, no está realmente centrado en «el otro». Está orientado hacia un «otro» contemplado a través de «lentes rosadas» que proporcionan una imagen particularmente agradable al que contempla. De hecho, el sentimiento es compatible muchas veces con una buena dosis de egocentrismo.

     El sentimiento, fácil y agradable, puede dar un empujón inicial al amor para ponerlo en marcha; pero no es el amor. Cuando ese impulso acaba, el amor —si está presente— tiene que seguir solo. Es fácil sentirse enamorado; permanecer en el amor es mucho más difícil.

     Las primeras impresiones del sentimiento no permiten ver defectos en la otra persona, o sólo dejan entreverlos difuminados entre multitud de virtudes. El amor auténtico debe ver los defectos, o al menos ser consciente de que existen y a la larga aparecerán. Como es evidente, el amor auténtico debe amar a la otra persona con sus defectos: querer a esa persona tal como realmente es. Y esto no es fácil [7].

     Una declaración del tipo «Te amo con tal de que no tengas defectos» no es una verdadera afirmación de amor. Es como decir: «Te amaré con tal de que no seas una persona real...»; el amor que esté dispuesto tan sólo a amar a una persona inexistente, no es tal. De otro modo: «Te amaré con tal de que no tengas defectos» es como afirmar: «Te amaré con tal de que no tenga que esforzarme para amarte». Eso es puro egoísmo, y poco más.

Añadir condiciones al amor

     Cualesquiera condiciones que se desee agregar al amor (de modo especial su no permanencia definitiva, su revocabilidad) son señal de que el egocentrismo está presente. «Te amaré hasta el 31 de diciembre de 1995; y siempre que no encuentre, antes de esa fecha, a nadie que me atraiga más», suena a un trato comercial, no a amor.

     Si se contempla el matrimonio como una «máquina» de fabricar satisfacción, en cuanto no la produzca, habrá fallado y habrá que sustituirla, como se reemplazaría cualquier otra máquina —un televisor, un coche...— que no funcionase de modo satisfactorio. Pero, ¿es el matrimonio que ha fracasado, o es el marido o la mujer, o los dos?... Cuando un coche se estropea, ¿tenía un defecto de fábrica o ha sido sencillamente víctima de la falta de pericia del conductor? Podemos incluso preguntarnos cuánto tiempo durará otro coche en las manos del mismo conductor si no aprende a conducir correctamente.

     Hay que aprender a amar. Esa lección requiere tiempo, y puede resultar incluso más dura cuando uno progresa. Pero si se persevera, se aprende. A fin de cuentas, es así como enfocamos otros aspectos importantes de la vida: un negocio o una profesión, por ejemplo. La gran mayoría de las personas están convencidas de que, para salir adelante como médico o abogado, es preciso estudiar durante años en una universidad o en una escuela especializada y, después de sacar un título, hay que seguir formándose. Incluso entonces, tras años de constante esfuerzo, tal vez no se logra el éxito profesional esperado. Resulta curioso que las mismas personas, en ocasiones, esperan el triunfo fácil en el matrimonio; y cuando la necesidad del esfuerzo se impone, tienden a pensar —si han asumido la mentalidad divorcista— que lo mejor es echarlo todo a rodar. Pero esta reacción no es razonable, como no lo sería la de quien abandonase el estudio de la Medicina en una determinada universidad, porque le resulta demasiado fatigoso el aprendizaje de la Fisiología o de la Farmacología, y pensase en matricularse en otra universidad donde sacar el título de médico sin necesidad de cansarse con el estudio de tales materias. Aun cuando tal persona, por azar, saliese graduado, ¿podría evitar el fracaso como médico? De modo semejante, la persona que no esté dispuesta a realizar el esfuerzo de amar —para aprender a amar— irá inevitablemente hacia el desastre como marido o esposa.

     La felicidad en el matrimonio exige esfuerzo. Cuando una persona, ante las dificultades, permite el pensamiento: «Conseguiré un divorcio, y me casaré con tal hombre o con tal mujer, porque así seré más feliz», lo que está realmente diciendo, tal vez sin ser plenamente consciente, es: «Mi felicidad depende de que no se me pida demasiado. Seré feliz sólo si no tengo que entregar demasiado, sólo si no he de salir de mí mismo, sólo si no tengo que sacrificarme para amar»... La persona que piensa así nunca será feliz, porque la felicidad es consecuencia de la entrega [8]. La felicidad no es posible —ni dentro del matrimonio, ni fuera de él— para quien está empeñado en recibir más de lo que da.

     La indisolubilidad forma parte del plan de Dios para quienes fácilmente se darían por vencidos [9]: para quienes se cansan de las exigencias del amor y de la fidelidad, y sienten la tentación de abandonar la lucha. Dios les dice que no, que deben seguir con esa tarea. Dios es árbitro del gran juego de la felicidad. No es un juego fácil; pero si se juega según las reglas, siempre puede ganarse. Una de las principales normas del juego, para quienes lo juegan dentro del matrimonio, es la indisolubilidad: no se abandona la partida, aun cuando se haga dura; quien abandona, pierde.

     Repito: no existe un camino fácil hacia la felicidad. Quienes buscan un divorcio a causa de las dificultades que el matrimonio lleva consigo, están sencillamente rindiéndose ante los obstáculos que se presentan para lograr la felicidad. Ese camino las apartará cada vez más de la verdadera felicidad.

     En el matrimonio, el mayor enemigo del amor es el egoísmo; no el de la otra parte, sino el propio. Uno puede huir de la otra persona, pero el propio egoísmo siempre le acompañará... Amar a una persona egoísta siempre es posible (Dios lo hace con cada uno); lo que puede resultar imposible es que la persona egoísta ame...

     A pesar de los cuatro lustros transcurridos, los juicios de un artículo de la revista Newsweek, del año 1967, titulado «La Mujer Divorciada», siguen siendo actuales. Se escribió entonces que la mujer divorciada reconoce ser más egoísta e independiente, más preocupada de su propia imagen, y socialmente más inadaptada; más a la defensiva, con menos esperanzas de la felicidad, más triste... «Su "tristesse", decía el artículo, se manifiesta también por el número de divorciadas que recurren al psicoanálisis, por el número de alcohólicas (una de cada cuatro), y por el número de suicidios (tres veces mayor que el de mujeres casadas)» [10].

Hacer revivir el amor

     El instinto conyugal que impulsa al matrimonio, y que hace esforzarse para que éste sea feliz, tiende también al esfuerzo de sanarlo cuando está herido o de rehacerlo cuando está roto.

     «Yo ya no amo a mi marido (a mi mujer); mi amor hacia él (o hacia ella) ha desaparecido...» Puedes volver a encontrar ese amor que ha desaparecido; pero, para esto, tienes que aprender a perdonar. Si hubieses perdonado antes (y quizás también si hubieses pedido perdón), tu amor no habría muerto. El amor conyugal no fallece a causa de las riñas entre marido y mujer, sino por no saber repararlas. Lo que mata el amor es la incapacidad de perdonar y de pedir perdón. Las disputas que se reparan —aunque sean grandes— no destruyen el amor: pueden incluso cimentarlo. Las que no se solucionan —aunque sean pequeñas— poco a poco van envenenando la vida matrimonial y pueden llegar a hacerla intolerable.

     El amor ha muerto... ¿Qué valor tenía para ti en el pasado? ¿Con qué sacrificios demostraste tu conciencia de su valor? ¿Qué hiciste para protegerlo? Y, de modo especial, ¿cuánto estás dispuesto a dar ahora para devolverle la vida? Puede mantenerse el amor en vida, pero no sin sacrificio. Puede devolverse el amor a la vida, pero no sin renuncia.

     «Pero... no me interesa lo más mínimo hacer revivir ese amor. Mi matrimonio fue un fracaso, y mi marido (o mi mujer) me trae totalmente sin cuidado» Probablemente eso no es verdad. El amor matrimonial es un tesoro demasiado grande como para que se pierda sin pesar. Hay que reactualizar ese instinto conyugal que te llevó a casarte, e intentar hacerlo revivir en su pureza, su idealismo y su generosidad.

     El instinto conyugal, a fin de cuentas, no es egoísta, y son pocas las personas que se casan por puro egoísmo. El matrimonio debe ser edificado sobre la generosidad que está presente en ese marido o una buena esposa, que aprenda a amar a la otra persona, tal como es, con sus defectos; el deseo generoso de superar el orgullo, de pasar por alto las ofensas, de perdonar, de olvidar... No es cristiano, ni siquiera humano, pensar que la vida está gobernada por el instinto de vengarse, por la necesidad, ante lo malo, de reaccionar mal.

     En cierta ocasión, visité el Gran Cañón del Colorado. Entre los recuerdos que conservo, hay uno que no tiene que ver con el grandioso espectáculo en el que se han plasmado millones de años. Tiene que ver con una parcela muy pequeña de humanidad cuyos chillidos llenaban el autobús que nos llevaba al borde sur del Cañón. Una madre gastaba en vano su paciencia intentando pacificar a su hijo de tres o cuatro años. Sea cual fuere la causa de la ira, explotó contra ella. Cada sílaba del chillido venía articulada con maligno énfasis: «Yo - a - ti - te - odio...». El autobús quedó como envuelto en un espíritu de malevolencia; pero duró tan sólo un instante. Lo disipó la madre con una contestación inmediata: «Y - yo - a - ti - te - AMO».

     Se dirá que así es la naturaleza humana —que forma parte del instinto maternal reaccionar así—. De acuerdo; y también forma parte de la naturaleza humana —del instinto conyugal— desear ser fiel en el matrimonio, a pesar de los pesares: reaccionar con amor hacia la otra parte aun cuando haga algo ofensivo u odioso.

     Quien responde al desprecio o al odio con el amor, vence. El amor es siempre el arma secreta, es siempre el instrumento más potente, porque comparte el poder de Dios.

     Para hacer revivir el amor de los esposos, hay que retomar las buenas características que en su momento se pensaba que el cónyuge poseía, y por las cuales se le amaba. Es improbable que hayan desaparecido del todo; pero habrá seguramente que empeñarse en volver a hallarlas. Para eso, será preciso el esfuerzo de desterrar del pensamiento la conciencia de sus defectos.

     Puede ser también de gran utilidad intentar identificar las buenas características que los amigos del marido (o las amigas de la mujer) piensan que él o ella todavía posee. En momentos de crisis, no hay que preguntar a los amigos personales lo que piensan del cónyuge, sino a los amigos de él, a las amigas de ella. Es posible que los amigos personales no sepan ayudar a ver al esposo o a la esposa bajo mejor luz; en cambio, es bastante probable que los amigos o amigas de él o ella —si se sabe escucharles— sí podrán ayudar.

¿Uniones sin sentido?

     Para terminar, veamos un poco las situaciones «desesperadas». ¿Qué puede hacerse, por ejemplo, si parece que a la otra persona no le queda ya ninguna virtud? ¿Qué hacer si el marido es un alcohólico o la mujer tiene una enfermedad psíquica? Incluso en tales circunstancias he conocido casos, y no pocos, de personas que se han mantenido fieles, sin olvidar las promesas que, por amor, hicieron años antes —«para bien o para mal..., en la enfermedad como en la salud»—; contemplando la otra parte reducida a tal estado de enfermedad o de bajeza, han sabido estar a la altura de las circunstancias, alcanzando grados heroicos de amor.

     No es verdad que la Iglesia, cuando dice no al divorcio en tales casos, esté condenando al marido o la mujer a una vida infeliz. Tales personas no serán desgraciadas —aun cuando tendrán indudablemente que sufrir— si procuran llevar, en estrecha unión con Jesucristo, la cruz que su situación implica. Evidentemente hay que hacer una ulterior precisión. Si una persona piensa que lo que se le pide en tal situación es demasiado —si la mujer, por ejemplo, cree que ya no es capaz de convivir con un marido borracho que la maltrata físicamente—, entonces, como último recurso, puede concederse la separación.

     La Iglesia no niega el derecho a la separación. Lo que afirma es: puedes separarte de tu marido o de tu mujer; pero quedas todavía vinculada a él o a ella. Desde otro punto de vista, el Señor dice a esa persona: «Puedes separarte de tu marido o de tu mujer; pero no te separes de Mí. Quizá piensas que ya no es posible ser feliz con tu cónyuge; pero puedes ser feliz conmigo. Sé fiel a lo que Yo te pido. Procura administrar bien el talento de fidelidad que Yo te he entregado. Tu recompensa será grande».

     Aquí no hay condena a la infelicidad, sino una llamada especial a la santidad. Algunas personas, es verdad, corresponden bien a tal llamada; otras, en cambio, no saben hacerlo. De manera parecida a como algunos —por ejemplo, a quienes inesperadamente les diagnostican un cáncer— aceptan su enfermedad, elevándose a nuevas alturas del amor de Dios, mientras otros se hunden en la amargura. Se toca entonces el profundo misterio de la libertad humana y de la capacidad del hombre de responder de maneras diversas a la gracia divina.

     La tesis según la cual un matrimonio, desde que empieza a ser gravoso, ha comenzado a «carecer de sentido», y hay que ponerle fin por medio del divorcio, participa de la misma actitud desesperanzada hacia la vida que está dispuesta a declarar «carentes de sentido» los sufrimientos de un paciente incurable y a acabar con ellos a través de la eutanasia. Todos los matrimonios, como todas las enfermedades, tienen que llegar algún día a su fin. En ese sentido, todos son «terminales». Pero ninguno carece de sentido. Todas las experiencias terrestres, buenas o malas, llegan a su fin: un fin que, si hemos procurado asumir generosamente la cruz, marca el comienzo de la auténtica felicidad, del premio eterno.

 

Referencias

1 Cfr. Mat 19, 8-9.

2 Cfr. Concilio de Trento, Sess. 24; Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, nn. 48-50.

3 Colliers Encyclopedia, vol. 8, p. 281 (edición de 1968).

4 National Center for Health Statistics, Washington, D. C.

5 Véase el capítulo I.

6 Si un hombre y una mujer viviesen siempre «felizmente» en el matrimonio, sin haber tenido jamás que dedicar un auténtico esfuerzo, probablemente su matrimonio —por cuanto «feliz» (y pienso que se trataría de una felicidad mediocre)— no habría logrado uno de sus objetivos, porque no les habría madurado como personas.

7 Incluso amar a Dios, que no tiene defectos, es difícil; porque aun cuando Él no los tenga, nosotros sí los tenemos. Resulta difícil salir de sí mismo y entregarse a otro, que es lo que el amor implica. Y nos resulta difícil incluso si el Otro es perfecto. Cuando no lo es, como pasa en las relaciones humanas —el matrimonio incluido—, es más difícil aún.

8 «Mayor felicidad hay en dar que en recibir»: Actos, 20, 35.

9 Si «sentirse» siempre enamorado formara parte de la naturaleza humana, la ley de la indisolubilidad no haría falta... En ese sentido, se puede decir que la ley está destinada precisamente para quienes ya no sienten el amor.

10 Newsweek, 13 de febrero de 1967.