06. EL CONSENTIMIENTO MATRIMONIAL Y LOS FINES DEL MATRIMONIO

            El consentimiento matrimonial debe abrazar plenamente —esto es, sin exclusiones voluntaria y positivamente queridas— el matrimonio con sus propiedades esenciales. Si es así, el consentimiento es válido; sin embargo no garantiza por sí solo la obtención de los fines del matrimonio: la procreación y el bien de los cónyuges. Cada esposo puede reivindicar como derecho propio que el otro ofrezca y acepte el matrimonio, en su integridad esencial. Pero ninguno puede reclamar la efectiva obtención de los fines del matrimonio como un derecho, de tal modo que, si no se llegaran a alcanzar, el matrimonio sería inválido.

1. La procreación

            En relación con el fin procreativo del matrimonio, como hemos visto, el consentimiento conyugal válido supone dar-aceptar el derecho al «bien de la prole», esto es, el derecho a los actos físicos ordenados de suyo a la procreación y, también, a una positiva disposición de ánimo hacia la efectiva posibilidad de la procreación. La jurisprudencia ha recordado a menudo que el consentimiento matrimonial implica el intercambio de un derecho-obligación no sólo a los actos conyugales «abiertos a la vida», sino también a la aceptación de la prole que pueda ser concebida mediante estos actos [63]. Sobre todo en este ámbito es necesario que las ideas y la terminología usadas sean extremadamente precisas. En efecto, existe un «derecho al bien de la prole», esto es un derecho al don de la procreatividad; pero no existe un «derecho a la prole», a tener hijos [64].

            En efecto, el matrimonio en cuanto institución tiende a determinados fines y los cónyuges deben aceptar los elementos constitutivos esenciales que están orientados, por sí mismos, hacia dichos fines; pero, en cambio, no hay ninguna razón para sostener que los cónyuges, para contraer válidamente matrimonio, deban poseer la efectiva capacidad para alcanzar esos fines. Nadie puede reclamar a otro —como algo que le es debido— lo que no entra propiamente o plenamente entre las posibilidades del otro. Por eso he indicado que cada parte posee propiamente el derecho a que la otra parte acepte el matrimonio en su integridad esencial (con las propiedades esenciales), pero nadie puede reivindicar la consecución del fin o los fines del matrimonio como algo debido. Esta idea es pacífica y evidente en relación con la procreación: no existe obligación absoluta o jurídica de obtener la procreación. Puede existir un matrimonio válido a pesar de que no se llegue a dar la efectiva procreación, como es evidente, por ejemplo, en el caso de la esterilidad, de la que el canon 1084 § 3 afirma, coherentemente, que ni prohibe ni hace inválido el matrimonio.

2. El «bien de los cónyuges» [65]

            Volvamos ahora nuestra atención sobre el «bien de los cónyuges», que el canon 1055 presenta como otro de los fines del matrimonio. Si seguimos el razonamiento que acabo de exponer, parece que no se debe hablar propiamente de un derecho al «bien de los cónyuges» [66]. Pero antes de examinar la cuestión - si el «bien de los cónyuges» origina algún derecho-deber esencial y constitutivo, que se derive del consentimiento, distinto de los derechos-deberes esenciales que hemos individuado más arriba - es oportuno que nos centremos en determinar el concepto, la situación en la estructura del matrimonio y el contenido jurídico del «bien de los cónyuges» mismo, ya que el uso de esa expresión, empleada por el canon 1055 para describir uno de los fines del matrimonio, es completamente nuevo en el lenguaje jurídico.

            a) El concepto de bien de los cónyuges y su situación en la estructura del matrimonio

            Es, por tanto, importante determinar dónde y cómo se debe introducir este término en el esquema clásico que distingue entre esencia, fines y propiedades (o «bienes») del matrimonio. Algunos autores han querido ver en el «bien de los cónyuges» un cuarto «bien» del matrimonio que debe añadirse a los tres «bienes» tradicionales que hemos estudiado [67], con lo que encuadran claramente el «bien de los cónyuges» entre las propiedades esenciales del matrimonio.

            Pero esa tesis no resiste un análisis riguroso. Es particularmente importante no confundir la semejanza de los términos con su configuración jurídica. En la doctrina agustiniana, los tres «bienes» se refieren al «bien» del mismo estado matrimonial; son características o valores positivos que posee el mismo matrimonio. El matrimonio es bueno porque se caracteriza por la fidelidad, la perpetuidad del vínculo y la fecundidad. Por eso, acertadamente, San Agustín habla de valores del matrimonio, de sus propiedades; no de sus fines. Cada «bien» se predica del matrimonio, se le atribuye: la procreación es un «bien del matrimonio»; como lo son asimismo la fidelidad o la perpetuidad.

            Puede ayudar a entender este aspecto la siguiente presentación esquemática:

            — Bien de la fidelidad: la «fidelidad» es un «bien» o atributo que caracteriza al matrimonio.

            — Bien de la prole: la «prole» —entendida en el sentido en que hemos hablado de la procreatividad— es del mismo modo un «bien» o atributo característico del matrimonio.

            — Bien de la indisolubilidad: la indisolubilidad es también un «bien» o atributo propio del matrimonio.

            A la vista de esto, resulta obvio que no se puede entender el «bien de los cónyuges» como un cuarto elemento de este elenco: sería un contrasentido afirmar que los cónyuges son un «bien», un atributo del matrimonio. Es evidente que la expresión «bien de los cónyuges» no designa un valor, o propiedad, o atributo del matrimonio [68]. El «bien», en esta nueva expresión, no es del matrimonio (como si fuera un valor que confiere bondad al matrimonio), sino de los cónyuges (en cuanto que el matrimonio es una cosa buena para ellos); no denota una propiedad del matrimonio, sino más bien algo que el matrimonio tiene que causar u originar.

            Por tanto, parece evidente que el «bien de los cónyuges» no se sitúa en el plano de las propiedades, sino más bien en el de los fines. El matrimonio, institución que se caracteriza por la exclusividad, por la permanencia y por la procreatividad, tiende al bien de los cónyuges como tiende a la efectiva procreación de la prole.

            La misma redacción del canon 1055 no deja dudas sobre este punto: el matrimonio está «ordenado por su misma naturaleza al bien de los cónyuges y a la procreación y educación de la prole». Y la ordenación de la que se habla es una ordenación a los fines naturales e inherentes del matrimonio.

            Resulta claro, por cuanto se ha dicho, que es inaceptable identificar el «bien de los cónyuges» con el amor conyugal. El amor no es un elemento constitutivo del «bien de los cónyuges» entendido como supuesta propiedad esencial del matrimonio, sino un factor que, si se vive adecuadamente, tiende al bien de los cónyuges.

            En efecto, el matrimonio es normalmente una consecuencia del amor; por esta razón, el amor puede ser motivo y fin. En otras palabras, el amor y el matrimonio se colocan en el mismo orden operativo, en cuanto se dirigen hacia los mismos fines. La Constitución Gaudium et spes lo afirma claramente, en relación con la procreación: «Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal, generoso y consciente, están ordenados a la procreación y educación de la prole...» (n. 48); «El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su naturaleza a la procreación y educación de la prole» (n. 50).

            El magisterio posterior, de modo particular en la formulación del canon 1055, parece legitimar claramente la adopción de estas palabras de la Gaudium et spes en el sentido de que el matrimonio y el amor conyugal están ordenados, al igual que a la procreación, al bien de los cónyuges, el otro fin institucional del matrimonio.

            b) El contenido jurídico del «bien de los cónyuges» Por lo que respecta al contenido jurídico del «bien de los cónyuges», me limitaré a señalar aquí algunas reflexiones provisionales [69]. Una sentencia coram Pinto del 18 de diciembre de 1979, encuadró el «bien de los cónyuges» como «el fin personal secundario del matrimonio», avanzando la tesis de que los derechos y deberes que constituyen dicho bien «se recogen en el Código [en el anterior] como "ayuda mutua" y "remedio de la concupiscencia" o, en el proyecto del derecho matrimonial para el nuevo Código, como el "derecho a la comunión de vida" que comprende aquellos derechos que hacen referencia a las esenciales relaciones interpersonales entre los cónyuges» [70]. De forma semejante, una sentencia coram Pompedda de 11 de abril de 1988, sostiene que el «"bien de los cónyuges" debe ser entendido y visto como un derecho (con su correlativa obligación) a la comunión de vida: tal comunión de vida, inspirada idealmente en el amor conyugal sobre el que tanto ha insistido el Concilio Vaticano II, debe ser entendida en su significado más amplio y traducida jurídicamente a través de aquellos derechos y deberes que hacen referencia al comportamiento particular y específico, esencialmente necesario y suficiente en razón de la misma naturaleza del matrimonio, de las relaciones interpersonales propias de los cónyuges y con relevancia jurídica» [71]. Otra sentencia coloca el «bien de los cónyuges» en la constitución de la comunidad de vida y amor: «aquella incapacidad recae sobre el bien de los cónyuges, o sea, la imposibilidad de constituir aquella comunidad de vida y de amor de la que habla la Gaudium et spes» [71]

            Ya he mencionado que la propuesta de un «derecho a la comunión de vida» no fue recogida en el nuevo Código porque se consideró una redundancia, ya que equivale al «derecho al matrimonio mismo». No parece, por tanto, que un análisis jurídico de dicho «derecho» pueda revelar nuevos derechos y deberes esenciales provenientes del consentimiento. Añadir simplemente que este «derecho» comprende aquellos que hacen referencia a las «relaciones interpersonales esenciales» tampoco parece una especial profundización jurisprudencial, a menos que se especifique qué relaciones interpersonales —más allá de las comprendidas en los tres «bienes»— son jurídicamente esenciales para el matrimonio: tarea ésta que todavía no ha sido realizada.

            Algunas sentencias coram Pinto ofrecen ulteriores especificaciones, pero me parece que no profundizan mucho más. Utilizando un sorprendente singular («bien del cónyuge»), se dice que consiste en la mutua «integración» psico-sexual [73]. En otros lugares, se coloca el «bien de los cónyuges» entre las obligaciones esenciales del matrimonio y se describe como «la íntima unión de las personas y de los comportamientos en los que los cónyuges descubren la complementariedad psicosexual sin la cual no puede subsistir el consorcio de vida matrimonial» [74]; o se afirma que consiste en el derecho de cada esposo a encontrar en el otro «su complemento psicológico psicosexual específico de verdadero cónyuge» [75]. Este análisis parece atribuir una finalidad muy circunscrita y provisional —el logro de una complementariedad relativa— al bien que debe derivar del matrimonio para los esposos.

            Otra opinión hace depender el «bien de los cónyuges» de la realización, en un grado al menos mínimo, de una aceptable relación interpersonal entre los esposos: «(...) el bien de los cónyuges es un elemento esencial del matrimonio, que implica la capacidad de alcanzar una relación interpersonal al menos tolerable con un futuro cónyuge» [76]; pero se puede dudar de la exactitud de este análisis.

            Otros sostienen que la «mutua ayuda» y el «remedio de la concupiscencia», catalogados anteriormente como «fines secundarios» del matrimonio y que no se recogen en el nuevo Código, están incluidos en el «bien de los cónyuges» [77]. Por mi parte, prefiero pensar que se ha abandonado el concepto de «remedio de la concupiscencia» y que el «bien de los cónyuges» resulta en realidad mucho más extenso que la «mutua ayuda» [78].

            Como se trata, repito, de un concepto nuevo en el uso canónico, los intentos de establecer su contenido y su preciso significado jurídico (tarea de sumo interés) deben tener en cuenta primariamente el lugar de donde proviene, oportunamente indicado en el volumen anotado que señala las fuentes del nuevo Código [79]. Entre las correspondientes al canon 1055, se cita en primer lugar la Encíclica Casti connubii; y también varios documentos del magisterio de Pío XII (entre ellos el discurso del 29 de octubre de 1951, en el que el Papa habla del «perfeccionamiento personal de los esposos» como fin del matrimonio, aunque secundario) [80]. Como es lógico, la Const. Gaudium et Spes, n. 48 se cita también como fuente; y también los nn. 11 y 41 de la Const. Lumen Gentium; y el n. 11 del Decreto Apostolicam Actuositatem.

            La Gaudium et Spes se refiere a la realización humana y sobrenatural de los cónyuges: marido y mujer «se prestan mutuamente ayuda y servicio mediante la unión íntima de sus personas y de sus obras, experimentando d sentido de su unidad y lográndola más plenamente cada día (...) Y, cumpliendo su deber conyugal y familiar (...), tienden cada vez más a alcanzar su propia perfección y su santificación mutua».

            La Lumen Gentium, de modo particular en el n. 11, insiste sobre el aspecto sobrenatural de esta realidad: «Los cónyuges cristianos se ayudan recíprocamente a alcanzar la santidad mediante la vida conyugal y en la aceptación y educación de la prole»; en este mismo sentido el n. 11 del Decreto conciliar Apostolicam actuositatem afirma: «Los cónyuges cristianos son el uno para el otro (...) cooperadores de la gracia y testigos de la fe».

            c) La esencia del «bien de los cónyuges» Pienso, a la vista de las fuentes magisteriales de las que procede la expresión, que la esencia del «bien de los cónyuges» debe buscarse en la línea de la maduración de los esposos [81], en esta vida y en la futura vida eterna; esto es, siguiendo las expresiones de la Encíclica Casti connubii, la «mutua formación interior» de los cónyuges, su «constante esfuerzo por ayudarse mutuamente a conseguir la perfección» [82]. Por eso no parece que la idea de identificar el «bien de los cónyuges» con la mera «compatibilidad» de caracteres entre los esposos [83], o —menos aún— con una vida cómoda, libre de tensiones, sea conciliable con la concepción cristiana del auténtico bien de los cónyuges. Más sólida parece, por el contrario, la tendencia a armonizar el «bien de los cónyuges» con las exigencias de la mutua donación fiel, permanente y abierta a la paternidad. Así, se libra al «bien de los cónyuges» de peligrosas interpretaciones humanamente reductivas, que tienden a considerarlo únicamente desde una perspectiva subjetiva e individualista.

            En efecto, el «bien de los cónyuges», en el sentido más objetivo, es promovido por el esfuerzo de los esposos por vivir el mutuo compromiso matrimonial en la plena fidelidad conyugal, amándose con perseverancia todos los días de su vida, con la generosidad exigente que este compromiso implica entre sí y con los hijos que Dios les dé.

            Como es evidente, el «bien de los cónyuges» se realiza no sólo a través de las satisfacciones de la vida conyugal, sino también, y de un modo especial, a través de sus exigencias. Entonces, se intuye que el «bien de los cónyuges» (como fin del matrimonio) se relaciona de un modo natural con los «bienes» agustinianos (como propiedades del matrimonio). De hecho, parece correcto afirmar que la aceptación de esos bienes y el compromiso personal respecto a las obligaciones que de ellos derivan crea, más que cualquier otra cosa en el matrimonio, las condiciones que favorecen el bien de los cónyuges. Por tanto, se puede concluir que los «bienes» agustinianos, que caracterizan de un modo fundamental al matrimonio, forman la estructura básica para que se pueda realizar el «bien de los cónyuges» [84].

            La Constitución Gaudium et Spes, en sintonía con la Encíclica Casti connubii, enseña que la indisolubilidad favorece el «bien de los cónyuges» [85], en el sentido de que todo el esfuerzo y el sacrificio que comporta la fidelidad al carácter inescindible del vínculo matrimonial —en las alegrías y en las penas, etc.— sirve para madurar y perfeccionar la personalidad de los esposos. Pablo VI insistió incisivamente sobre el hecho de que Dios ha dotado al matrimonio «con leyes propias, que los esposos son felices de reconocer y exaltar y que de todos modos deben aceptar para su propio bien» [86]. Y Juan Pablo II, en un discurso a la Rota Romana, ha afirmado que, según la concepción cristiana, «la realización del significado de la unión conyugal mediante el don recíproco de los esposos, es posible sólo a través de un continuo esfuerzo, que incluye también renuncia y sacrificio» [87].

            En efecto, las crisis por las que pasan todos los matrimonios se pueden superar sólo si los esposos llegan a entender adecuadamente la verdadera naturaleza de su «bien» —el «bien de los cónyuges»—, comprendiendo que ese bien depende íntimamente de la naturaleza y las exigencias de los tres «bienes» del matrimonio.

3. Relación entre los fines del matrimonio: «bien de los cónyuges» y procreación

            La Constitución Gaudium et Spes establece una conexión directa entre el «bien de la prole» y el «bien de los cónyuges», cuando afirma que «los hijos contribuyen notablemente al bien de sus progenitores» [88]. Los hijos enriquecen la vida de los padres de muchas maneras, sobre todo en virtud de la entrega generosa que reclaman de ellos.

            El personalismo de la cópula conyugal abierta a la vida, como hemos visto antes, une a los esposos de una manera singular. Dado que no se pone ningún obstáculo a la genuina unión de la sexualidad complementaria entre ellos, este personalismo conduce a una profundización en la unión entre el marido y la mujer y favorece su bien. La cópula contraceptiva, por el contrario, viene infectada por un individualismo que los separa, frustrando el verdadero «bien de los cónyuges».

            Al estudiar anteriormente el acto conyugal con el que los esposos llegan a ser «una sola carne», he intentado hacer un análisis profundo de la verdad fundamental recordada por Pablo VI en la Encíclica Humanae Vitae: no es lícito separar el aspecto unitivo del acto conyugal y su aspecto pro- creativo. El verdadero personalismo cristiano lleva a una conclusión similar en relación con los fines institucionales del matrimonio: el «bien de los cónyuges» y la procreación. Existe una conexión natural e intrínseca entre estos dos fines; están íntimamente vinculados entre sí, de tal modo que la búsqueda de cada uno de ellos debe ayudar a alcanzar el otro, y a la vez está condicionada y ayudada por él [89].

            El deseo de auto-afirmación y el de auto-perpetuación son comunes a todas las personas. Estos deseos poseen indudablemente fuertes connotaciones personalistas; pero es también cierto que el personalismo a menudo se ve amenazado por el egocentrismo. En el acto conyugal, que tiende de un modo especial a la auto-afirmación y a la auto-perpetuación, estos deseos, en virtud de la naturaleza generosa y oblativa del acto, son fácilmente conducidos a un nivel superior: el acto no tiende a la afirmación o perpetuación de cada «yo» conyugal aisladamente considerado, sino a la perpetuación de un algo común entre los dos cónyuges, y totalmente íntimo entre ellos: el amor que los une y vincula.

            La unión de dos «yos» en «una sola carne», por medio del acto conyugal, tiende a encarnarse en un «yo» nuevo, espejo y expresión de su amor marital. ¿Qué hay tan singular, en cuanto modo de auto-realización, como la generación del propio hijo —otra persona en toda su irrepetibilidad— fruto del don de sí que cada esposo hace al otro?

            Así, la conciencia del carácter procreativo de la cópula conyugal y el respeto por la integridad de su naturaleza contribuyen singularmente al «bien» de cada esposo, madurando y «realizando» a cada uno y vinculándolos entre sí. Por otra parte, el hijo es una realidad visible y encarnada, que refuerza el vínculo conyugal, cuya firmeza resulta esencial para la «realización» de los esposos y para su auténtico «bien».

            La cópula conyugal, cuando se realiza «de modo humano» [90], responde al «bien de los cónyuges» de un modo eminente. Este carácter «humano» de la relación sexual conyugal exige ante todo una comprensión verdaderamente humana del modo en el que el acto sexual une a los cónyuges y, además, un respeto hacia la naturaleza y la función intrínseca del acto. Por el contrario, el «bien de los cónyuges» resulta destruido por la relación sexual antinatural, que contradice tanto el significado específico y la dignidad de la relación conyugal, como la identidad esponsal propia del marido y la mujer.

            Si se considera, no sólo la procreación, sino también la educación de la prole, se entiende rápidamente cómo el papel de educadores promueve, por su propia naturaleza, el bien de los cónyuges. La educación no puede ser - no debe ser - una actividad de uno solo de los cónyuges. Debe implicar a ambos, en una cooperación constante y armoniosa. Esta cooperación es expresión del «consorcio de vida», representado por el común compromiso familiar. Exige de los progenitores una comunidad de actuación, de puntos de vista, de criterios, de orientaciones, en el proceso continuo de educar —en la libertad y responsabilidad personales— a cada hijo (respetando siempre la personalidad peculiar que Dios ha dado a cada uno) y de mantener un hogar unido.

            Como es evidente, tal comunidad familiar - tal unidad en las ideas y en la práctica - no se alcanza sin el ejercicio constante de la voluntad por parte de cada uno de los esposos, subordinando los intereses estrictamente personales al bien de la familia; y lo mismo puede decirse de los esfuerzos —que no pocas veces exigen una generosidad heroica— para hacer frente a las necesidades materiales o económicas de la familia. Los cónyuges están llamados a un proceso constante de maduración personal.

            Llegados a este punto, tal vez convenga referirse, siquiera brevemente, al «bien de los cónyuges» en algunas situaciones matrimoniales particulares.

            Pensemos, por ejemplo, en una situación en la que el amor no resulta ya fácil —es más, parece que ha cesado o «muerto»— y los esposos tienen la tentación de abandonar todo esfuerzo para sacar adelante la vida conyugal. En estos casos, el bien de los cónyuges resulta fortalecido por el esfuerzo de cada uno de comprenderse mutuamente y de mantener la vida en común, rechazando la tentación de buscar la «salida rápida». Justamente ceder a esa tentación es lo que puede frustrar la maduración de los cónyuges como personas; en cambio, la elección más comprometida es la que favorece su madurez.

            Las palabras de Pablo VI según las cuales, en el matrimonio, «el amor pasa, de ser un sentimiento espontáneo, a ser un deber comprometido» [91], ofrecen la clave para comprender de qué modo el bien de los cónyuges se realiza plenamente cuando responden adecuadamente a las exigencias de tales situaciones. Cada uno de ellos debe pasar, de la facilidad de un amor sentido espontáneamente, a la madurez de una dedicación plenamente querida, con todas sus consecuencias y vicisitudes. Si son capaces de avanzar en esta dirección, el bien de los cónyuges ciertamente se desarrollará con gran eficacia.

            El matrimonio significa una elección y un compromiso; y la elección matrimonial no debe ser egoísta sino generosa. Ya se ha citado más arriba la enseñanza de Juan Pablo II, en su discurso a la Rota Romana del año 1987: «La realización del significado de la unión conyugal mediante el don recíproco de los esposos sólo resulta posible a través de un esfuerzo continuo, que incluye también renuncia y sacrificio» [92].

            Dios ha querido que la fidelidad y la indisolubilidad sean propiedades esenciales del matrimonio. Para entregarse al otro cónyuge en la fidelidad, se requiere sacrificio; también es necesario para entregarse para toda la vida y para procrear y educar a los hijos. En su conjunto, estos sacrificios son un componente importante del designio y de la providencia de Dios para el bien de los cónyuges, para su perfeccionamiento a través del matrimonio. En resumen: los esposos que han alcanzado una madurez conyugal superando dificultades y obstáculos y aprendiendo a vivir juntos, son fieles a su bien como cónyuges tal como Dios lo ha querido.

            Pero ¿qué puede decirse del matrimonio fracasado, en el que uno de los cónyuges, traicionando la donación conyugal que prometió, abandona al otro? ¿Qué relación puede existir entre el bien de los cónyuges y la situación de un matrimonio roto? ¿Se debe afirmar simplemente que el bien de los cónyuges ha resultado aquí totalmente frustrado? En cuanto al cónyuge que ha abandonado el compromiso conyugal parece, a primera vista, que el matrimonio no puede ya obrar en favor de su bien. Sin embargo puede obrar eficazmente, ante todo para el bien del otro esposo, si permanece fiel al vínculo nupcial; y entonces, en virtud de esa fidelidad, puede actuar también —en la providencia de Dios— como una llamada al arrepentimiento, como un ancla de salvación para el esposo infiel, incluso hasta el último momento de su vida en la tierra, cuando el «bien» de cada uno va a decidirse definitivamente.

            El hecho de que la potencialidad positiva de semejante situación sola- mente se pueda comprender a la luz del desafío cristiano de la Cruz, no quita rigor al análisis. Y el hecho de que esa potencialidad positiva no llegue siempre a realizarse en la práctica, simplemente refleja el riesgo y el misterio de la libertad humana.

            En conclusión, el bien de los cónyuges, sobre todo, es el resultado al que tiende el matrimonio vivido según las propiedades esenciales que caracterizan el vínculo con el que los esposos se unen libremente: la permanencia, la exclusividad, la procreatividad. No existe, por tanto, un derecho al «bien de los cónyuges»; existe en cambio el derecho a un consentimiento matrimonial que acepte los tres «bienes» del matrimonio: aquellas propiedades esenciales de las que depende principalmente la realización del bien conyugal.

            Al término de este breve estudio, se puede afirmar que el personalismo matrimonial, introducido por la doctrina conciliar en el derecho canónico, denota un claro progreso —no una ruptura— respecto al pasado. Con las reflexiones apuntadas, he pretendido sugerir que la nueva fórmula empleada por el Código de Derecho Canónico, a la vez que mantiene inalterado el objeto del consentimiento matrimonial —la esencia de lo que se incluye en él—, facilita la comprensión del matrimonio como autodonación sexual personal, permanente y exclusiva. No hay duda de que la nueva formulación del canon 1057 conduce a una comprensión más profunda de los aspectos personales de los tres bienes del matrimonio formulados tradicionalmente a partir de la doctrina de San Agustín.

NOTES

[63] Cfr. Sentencias coram Bejan, 9 noviembre 1961; RRD, vol. 53, p. 496; coram de Jorio, 18 diciembre 1963: RRD, vol. 55, p. 911; 19 febrero 1966: vol. 58, p. 97; coram Pinto, 12 noviembre 1973, RRD, vol. 65, 726-727; coram Stankiewicz, 29 julio 1980, RRD, vol. 72, p, 562, ecc.

[64] Cfr. PÍO XII, Alocución, 19 mayo 1956 (AAS 1956,471). «El hijo no es algo debido y no puede ser considerado como objeto de propiedad, sino que es el don "más grande" y el más gratuito del matrimonio» (Congregación Para la Doctrina de la Fe, Instrucción "Donum vitae", sobre el respeto de la vida humana, 1987, n. II, B. 8). Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, a. 2378.

[65] Cfr. mi estudio: II «Bonum Coniugum» e il «Bonum Prolis»: fini o proprietà del matrimonio?, «Apollinaris» LXII (1990) 560-566.

[66] Aunque J. Hervada sostenga lo contrario, encuentra una cierta dificultad para asignar una categoría jurídica a las obligaciones (que derivan del «bonum coniugum», tal v como lo entiende: Cfr. Obligaciones esenciales del matrimonio, en VV.AA., Incapacidad consensual para las obligaciones matrimoniales, Eunsa, Pamplona 1991, pp. 31-39.

[67] Cfr. Sentencia coram Pinto, 27 mayo 1983, «Monitor Ecciesiasticus» (1985) 329-330. Cfr. también L.G. Wrenn, Redefining the Essence of Marriage, «The Jurist» 46 (1986) 2, 536.

[68] «El bonum coniugum no tiene nada que ver con los bienes agustinianos»: F. Bersini, Il Nuovo Diritto Canonico Matrimoniale, Torino 1985, p. 10.

[69] Cfr. Sentencia coram Burke, 26 noviembre 1992, «Ephemerides Iuris Canonici» XLIX (1993) 1-3, 303-312.

[70] Cfr. RRD. vol. 71, p. 588.

[71] RRD, vol. 80, p. 202.

[72] Sentencia coram Colagiovanni, 23 abril 1991, n. 10.

[73] Sentencia 12 febrero 1982: RRD, vol. 74, p. 67.

[74] Sentencia 20 febrero 1987: «lus Ecclesiae» 1-2 (1989), 573.

[75] Sentencia 27 mayo 1983; «Monitor Ecclesiasticus» 110 (1985) III, 329.

[76] Sentencia coram Bruno, 23 febrero 1990, n. 3; RRD, vol. 82, p. 140.

[77] Cfr. D.E. Fellhauser, The consortium omnis vitae as a Juridical Element of Marriage, «Studia Canonica» 13 (1979) 50-54; F. Bersini, II Nuovo Diritto Canonico Matrimoniale, Torino 1985, p. 18.

[78] Cfr. C. Burke, II matrimonio: comprensione personalistica o istituzionale?, «Annales Theologici» (1992) 2, 244-246.

[79] Libreria Editrice Vaticana, 1989.

[80] AAS 43 (1951) 2, 848-849.

[81] Cfr. R. Bertolino, Matrimonio canónico e bonum coniugum. Per una lettura personalistica del matrimonio cristiano, Giapichelli, Torino 1995, pp. 119 ss

[82] AAS 22 (1930) 348.

[83] Parece muy reductivo definir, como hace Mons. Pinto en la ya citada sentencia del 20 de febrero de 1987 («Ius Ecclesiae» 1-2 [1989]), el bien de los cónyuges solo en términos de mutua complementariedad, y no en función del verdadero y más profundo ohjeto de la existencia humana.

[84] Cfr. Sentencia coram Burke, 26 noviembre 1992 n. 13.

[85] Cfr. Constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 48; Encíclica Casti connubii, AAS 22 (1930) 553.

[86] AAS 68 (1976) 207.

[87] AAS 79 (1987) 1456.

[88] Constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 50.

[89] Cfr. C. Burke, I fini del matrimonio, «Annales Theologici» (1992) 2, 252-233.

[90] Cfr. canon 1061.1; Constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 49.

[91] AAS 68 (1976) 207.

[92] AAS 79 (1987) 1456.