1. Aspecto procreativo y aspecto personal del matrimonio: los términos de un debate
A raíz del intenso debate, aún no cerrado del todo, que se produjo en torno a los años 70, se observa en nuestra época cómo se ha difundido la tendencia a contraponer el aspecto procreativo y el aspecto personal del matrimonio. Muchas personas los entienden como dos modos distintos de enfocar el matrimonio que no tienen nada o casi nada en común: existirían, en su opinión, por una parte, una comprensión procreativa ya superada y, por otra, una nueva o renovada comprensión personalista. Es, sin duda, importante tener una idea clara de lo qué está en juego en este debate.
Por una parte, se asume el matrimonio como una institución primaria y esencialmente orientada hacia la procreación. Esta es la visión que común- mente se ha denominado «tradicional» (o también «institucional»). Por otra parte, se contempla como una alianza de amor entre el varón y la mujer, orientada igualmente, al menos, hacia el amor o «realización» personal de los cónyuges. Con una aproximación simplista, parece a primera vista fácil distinguir y contraponer las dos posiciones, más o menos así:
Visión procreativa -> La procreación, como fin primario del matrimonio
Visión personalista -> La «realización» personal como fin de igual o incluso superior importancia
Sin embargo, la cuestión no es tan sencilla. Y tampoco parece acertado pensar que toda la razón está del lado de una u otra de esas visiones, tal como se presentan. Aquí procuraremos más bien tratar de armonizarlas y llegar a una síntesis entre ellas.
2. Una comprensión personalista de la «procreatívidad»
No es correcto, a mi juicio, contraponer una comprensión personalista y una comprensión procreativista-institucionalista del matrimonio. Los motivos son dos:
a) El matrimonio —considerado institucionalmente— está ordenado a los fines personalistas y a los procreativos.
b) La procreación, entendida adecuadamente, se corresponde con valores altamente personales.
El primer motivo tiene gran interés por sí mismo, tal como he señalado en otras ocasiones [26]. Y considero que tiene particular importancia para la correcta comprensión de un concepto de carácter evidentemente personalista introducido en el canon 1055 del Código de 1983: el «bien de los cónyuges». Sin embargo, por el momento, el aspecto que debemos abordar es el segundo: esto es, la relación entre «procreatividad» y valores personalistas.
Sin duda, la fórmula del «ius in corpus» («derecho sobre el cuerpo»), utilizada anteriormente para expresar el objeto del consentimiento matrimonial, ofreció un amplio flanco a las críticas personalistas; y no pocos quisieron ver en la omisión de esta fórmula por el actual Código la confirmación de que la Iglesia (a través de su legislación) quiere reclamar una mayor atención hacia el aspecto personal del matrimonio. En cualquier caso, la hostilidad manifestada hacia el «ius in corpus» podría entenderse como una reacción contra una fórmula técnica y relativamente reciente, lo cual resultaría bastante comprensible en sí y sin mayor importancia. Cosa muy distinta su- cede cuando es el «bonum prolis» («bien de la prole») —uno de los tres bienes del matrimonio, expresados en la clásica fórmula de San Agustín, que la Iglesia ha enseñado y defendido desde hace 1500 años— el que pasa a ser objeto de críticas y hostilidades en nombre de un cierto tipo de personalismo conyugal.
Digo un cierto tipo de personalismo, porque creo que aquí no se trata, ciertamente, del verdadero personalismo conyugal cristiano, sino de un pseudo-personalismo, que es en realidad una modalidad del individualismo, a la que ya me he referido, que pretende que el matrimonio pueda ser plenamente humano e incluso personalista aun sin referirse a la prole, esto es, aunque se excluya la procreación.
Lo cierto es que, durante los últimos decenios, se ha desarrollado una completa «filosofía contraceptiva». Es necesario dedicar aquí algo de espacio a analizar esa filosofía, lo cual conduce a un análisis personalista del significado y del valor del «bonum prolis» y, en particular, del mismo acto conyugal. A pesar de algunas sugerencias poco objetivas, parece justo señalar que ese significado personalista nunca ha sido ignorado por el magisterio de la Iglesia. Por el contrario, el valor personal del acto conyugal, aunque no se haya hecho una exposición profunda de él, ha sido siempre reconocido. Es interesante, a este propósito, recordar este fragmento de una alocución de Pío XII a las comadronas italianas: «El acto conyugal, en su estructura natural, es una acción personal, una cooperación simultánea e inmediata de los cónyuges, la cual, por la misma naturaleza de los agentes y las propiedades del acto, es la expresión de su don recíproco, que, según las palabras de la Escritura, efectúa la unión "en una sola carne"»27.
Pasemos ya al anunciado análisis, que —anticipo— nos permitirá en- tender que sin una orientación procreativa, esto es, sin una apertura a la vida: a) no existe verdadero acto conyugal ni verdadera relación conyugal capaz de significar y expresar la autodonación —el «darse»— conyugal;
b) el matrimonio mismo se ve privado de un bien: del «bonum prolis» (y, si esa falta de apertura a la vida se hace mediante un acto positivo de voluntad, que al contraer matrimonio excluya el «bonum prolis», el consentimiento matrimonial es nulo).
a) El significado del acto conyugal Examinemos ante todo la aparente base personalista de la cual pretende partir la filosofía contraceptiva. Considerando el acto conyugal como una expresión singular de la unión matrimonial, dicha filosofía quiere atribuir al acto, en sí mismo, un sentido y un valor plenamente personalista y unitivo, incluso en el caso de que sea contraceptivo. Podemos exponer el argumento en estos términos; el acto conyugal une a los esposos, expresando su amor recíproco de un modo singular, en esto consiste su función personalista. Este acto puede, sin duda, tener un efecto «colateral» —engendrar un hijo— pero como ese efecto depende de factores biológicos que hoy en día están bajo el control de la ciencia, se puede anular la función procreativa del acto conyugal, dejando intacta su función unitiva.
Así pues, para quienes sostienen esta visión individualista, la contracepción, aunque frustra el aspecto biológico o procreativo del acto conyugal, respetaría, sin embargo, plenamente el aspecto espiritual y unitivo.
Como es evidente, el argumento de los defensores de la contracepción parte de este presupuesto esencial: el aspecto procreativo y el aspecto unitivo del acto conyugal son separables; esto es, el aspecto procreativo se puede anular sin viciar el acto conyugal y sin lesionar su capacidad de expresar —de manera propia y singular— la realidad del amor y de la unión conyugal. Pero esta tesis ha sido explícitamente rechazada por la Iglesia. La razón principal por la cual la contracepción es inaceptable para la conciencia cristiana es, tal y como afirmaba Pablo VI en la encíclica Humanae vitae, «la conexión inescindible, que Dios ha querido (...) entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreativo» [28]. Pablo VI enseñó que esta conexión no se puede romper, si bien no llegó a precisar por qué estos dos aspectos del acto conyugal están tan inseparable- mente unidos, o por qué esta conexión es tal que viene a ser el fundamento mismo de la valoración moral del acto. No obstante, pienso que una serena reflexión puede llevarnos a descubrir la razón por la cual las cosas son así: a descubrir que la conexión entre tos dos aspectos del acto conyugal es tal que, en efecto, la destrucción de su capacidad procreativa destruye necesariamente su significado unitivo y personal.
El Concilio Vaticano II se expresaba así al respecto: «Los actos con los que los esposos se unen en casta intimidad (...), realizados de un modo verdaderamente humano, favorecen la mutua donación que expresan» [29]. ¿Por qué el acto conyugal es considerado el acto de autodonación, la expresión más peculiar del amor conyugal? ¿Por qué en este acto —al fin y al cabo algo transitorio y fugaz— se reconoce un acto de unión [30].
A fin de cuentas, los enamorados expresan su amor y su deseo de unión de muchas maneras: viéndose, escribiéndose cartas, intercambiandose regalos, caminando de la mano... ¿Qué es lo que confiere su singularidad al acto sexual? ¿Por qué este acto une a los esposos de una manera irrepetible, como ningún otro acto? ¿Qué hay en ese acto que lo transforma no sólo en una experiencia física, sino en una experiencia de amor —y, más concretamente, de unión— conyugal?
¿Es el placer singular que lo acompaña? ¿El significado unitivo del acto conyugal está contenido sólo en la sensación que es capaz de producir, en tanto en cuanto ésta es intensa?
Si la intimidad sexual une a dos personas simplemente porque produce un placer especial, podríamos entonces llegar a admitir que uno de los cónyuges pudiera experimentar una unión más profunda en ese sentido fuera del matrimonio, De donde se deduciría que una relación sexual sin placer carece de significado, y que la sexualidad acompañada de placer —incluso en una relación homosexual— tiene, por el contrario, pleno significado, Pero no es así: el acto conyugal puede ir acompañado o no de placer; pero el sentido del acto no consiste en el placer. Es necesario, por tanto, seguir buscando el sentido. ¿Por qué razón, entonces, ese acto tiene especial significado comparado con cualquier otra manifestación de afecto entre los esposos? ¿Por qué este encuentro conyugal es la expresión más intensa de amor y de unión?
Evidentemente, es por lo que acontece en ese encuentro, que no es un simple contacto, ni una mera sensación, sino una comunicación, un intercambio, una entrega y aceptación de lo que representa de manera completamente singular el don de la persona y la unión de dos personas.
Es importante no olvidar que el deseo de los esposos de entregarse recíprocamente, de unirse, pertenece sólo al plano de la intención. Cada es- poso puede y debe vincularse al otro; pero, como hemos visto, no puede darse realmente al otro. Por esto es necesario advertir que en la expresión «entrega de sí mismo» hay un aspecto de metáfora. La expresión más concreta del deseo de darse a sí mismo es dar la semilla de sí, entendiendo aquí por «semilla» tanto el elemento generativo femenino como el masculino: el «elemento procreativo» de cada esposo [31] (por tanto, uso el término no sólo en un sentido amplio biológico, sino también con connotaciones jurídicas) [32].
b) Significado personalista de la procreatividad
La donación y aceptación de la semilla es una manifestación incomparable de la comunión personal y del amor humano, del amor conyugal encarnado en una singular y privilegiada acción física a través de la cual se expresa la intimidad —«Te doy lo que no doy a nadie»— y se alcanza la unión: «Recibe lo que te doy: la semilla de un nuevo yo. Unido a ti —a lo que tú me das, a tu semilla—, se convertirá en un nuevo «tú-y-yo», fruto de nuestro recíproco conocimiento y de nuestro recíproco amor». En términos humanos, ésta es la máxima aproximación al don conyugal de sí mismo y a la aceptación de la recíproca donación entre los esposos.
No se trata de un mero intercambio de dones entre marido y mujer, como es por ejemplo el intercambio de los anillos. Lo que uno da al otro no es recibido por el otro simplemente como algo que va a convertirse en su propiedad. Es, por el contrario, un intercambio singular, en el cual los dones se necesitan mutuamente y se unen; y donde las categorías de «mío» y «tuyo» desaparecen, o, más bien, son superadas y trasformadas. Se funden para dar lugar a un nuevo ser, que no es ni tuyo ni mío, sino nuestro: nuestro hijo.
Por tanto, lo que hace que el acto conyugal sea una relación y una unión singular, no es la participación en una sensación, sino más bien la participación en un poder, un poder físico y sexual, que es extraordinario, ya que posee una orientación intrínseca a la creación, a la comunicación de la vida. En la auténtica relación conyugal, cada esposo dice al otro: «Yo te acepto como no acepto a ningún otro. Tú eres único para mí, como yo para ti. Tú, y sólo tú, eres m< marido; tú sola eres mi mujer. Y la prueba de tu singularidad para mí es el hecho de que contigo, y sólo contigo, estoy dispuesto a ser partícipe de este poder dado por Dios y orientado a la vida».
En otras palabras, el don de sí está representado y, por así decirlo, materializado de manera singularmente expresiva en el don de la participación complementaria en la capacidad procreativa.
Ya debería ser evidente la conclusión a la que conduce este razonamiento: si se anula deliberadamente la apertura a la vida, propia del acto conyugal, se destruye su poder intrínseco de significar la unión conyugal.
En efecto, la contracepción transforma el acto conyugal en una forma de auto-engaño o en simple mentira: «Te amo tanto que contigo, y sólo contigo, estoy dispuesto a participar de este singularísimo poder»... ¿Pero qué poder singular? En un acto contraceptivo no se participa de ningún poder peculiar, excepto de la posibilidad de producir placer. Pero entonces la singularidad del acto conyugal se reduce al placer: su significado ha desaparecido.
La contracepción no es, pues, una acción neutra, carente de sentido: contradice el significado esencial que la verdadera relación sexual esponsal debe tener, para poder significar la mutua autodonación total e incondicionada [33]. Los esposos que hacen uso de los contraceptivos, en lu aceptarse en su totalidad, se rechazan en parte, porque la fecundidad es parte de cada uno de ellos. Rechazan un componente de su amor mutuo: la propia capacidad de dar fruto. El amor de cada uno hacia el otro es un amor in- completo [34]
Cuando se trata de analizar el concepto de don conyugal de sí mismo, ni la antropología ni la ciencia jurídica pueden olvidar que la masculini- dad y la feminidad comprenden la paternidad y la maternidad potenciales, como elementos constitutivos de la persona sexuada. Un amor entre personas sexuadas que excluya este elemento, puede ser amor verdadero, pero no amor conyugal, ya que, excluyendo este aspecto concreto de la identidad del otro o de la propia identidad, ni se acepta al otro totalmente, ni se hace un don total de sí mismo: se ama a la otra persona sólo de un modo parcial. Una verdadera comprensión de la conyugalidad, por tanto, armoniza el amor conyugal y la procreación: «La procreación (...) significa la aceptación plena del otro» [35]. Por el contrario, la separación, o —peor todavía— la oposición entre estos dos elementos constituye una falsa comprensión de la relación conyugal.
El consentimiento matrimonial se dirige a la otra persona en su dimensión conyugal de masculinidad o feminidad. Con el consentimiento a la alianza matrimonial, la atracción sexual natural se convierte en una obligación de justicia referida a los fines del matrimonio (de los cuales no se puede excluir la paternidad y la maternidad potenciales).
Podemos, por tanto, afirmar ya que el intercambio mutuo del «elemento procreativo» propio del marido y de la mujer confiere una absoluta singularidad al amor conyugal y lo diferencia de otros tipos de amor: amor de amistad, amor platónico, amor meramente sentimental, etc.
En la verdadera relación sexual matrimonial cada cónyuge renuncia a cualquier actitud de auto-posesión defensiva, con el fin de poseer plenamente al otro y de ser plenamente poseído por el otro. Esta plenitud del auténtico don sexual y de la auténtica co-posesión sexual sólo se realiza en el acto conyugal abierto a la vida. Y sólo en la relación sexual procreativa se intercambian los cónyuges —según la expresión bíblica [36]— un verdadero «conocimiento» conyugal recíproco; donde se comunican humana e inteligiblemente; donde realmente se revelan en la plenitud de su propia actualidad y potencialidad humana. La relación sexual normal entre los cónyuges realiza plenamente la masculinidad y la feminidad. El hombre se afirma como varón y como esposo; la mujer, como mujer y como esposa: cada uno da y acoge el pleno conocimiento conyugal del otro.
En la relación contraceptiva, por el contrario, sólo se expresa una sexualidad disminuida: la contracepción constituye una negación a dejarse conocer, no representa un verdadero conocimiento camal.
Por tanto, aunque pueda sonar a paradoja, la relación sexual contraceptiva no es relación sexual verdadera. Entiéndase bien: claro está que hay una relación en la que interviene el sexo, pero a esa relación le falta verdad, es decir, capacidad de expresar verdaderamente la plena unión de los esposos: no hay verdadera comunicación sexual de sí, ni se realiza la «entrega conyugal de sí», en la medida en que, de hecho, uno o los dos cónyuges se reservan la entrega efectiva de la sexualidad conyugal en todas sus dimensiones [37].
Este análisis antropológico justifica una primera conclusión acerca del contenido jurídico de la autodonación conyugal, que constituye el objeto del consentimiento matrimonial; una de las expresiones esenciales de esta donación consiste en la entrega a la otra parte de un derecho a participar en la propia y personal capacidad de procreación. O, usando términos más tradicionales, la donación conyugal se caracteriza esencialmente por tener como propiedad el «bonum prolis». No hay duda, por tanto, de que urge recuperar el sentido del valor personalista del «bonum prolis»: no interpretándolo única o principalmente desde la perspectiva de las obligaciones que impone, sino más bien entendiendo que, por ser un valor—un bien—, resulta deseable y es natural desearlo y antinatural excluirlo.
Por otra parte, el amor conyugal normalmente necesita del apoyo que significan los hijos. Los hijos refuerzan la bondad del vínculo conyugal, de modo que el ánimo de perpetua fidelidad —de amor— de los esposos no ceda ante las tensiones que siguen al inevitable decaer o incluso a la desaparición del amor romántico y fácil, que normalmente está presente en los primeros momentos de la vida en común. La unión de los esposos no depende entonces sólo de los factores afectivos cambiantes, sino que se va estrechando y robusteciendo por los hijos, siendo cada uno un nuevo lazo de unión.
Las parejas que, temiendo quizá en exceso el peso de la prole, se ven fácilmente tentadas a limitar el número de hijos, deberían recordar las enseñanzas del Concilio Vaticano II cuando dice que «los hijos son el don más precioso del matrimonio y contribuyen de gran manera al bien de los padres» [38]. En determinadas circunstancias, ciertamente, la decisión de privarse de nuevos hijos será correcta; pero en todo caso se trata de una privación. Por tanto, conviene no perder la conciencia de que es propiamente así: en esos casos, los mismos esposos, junto con los hijos que ya tienen, se ven en la necesidad de privarse de un «bien» único, de un don precioso, de una experiencia singular de la vida humana: el fruto natural del amor de los esposos.
NOTES
[26] Cfr. C. BURKE, I fini del matrimonio, «Annales Theologici» (1992-2); cfr. también Marriage: a personalist or an institutional understanding, «Communio» 19 (1992) 278-304.
[27] AAS 43 (1951) 850,
[28] Encíclica Humanae vitae, n. 12.
[29] Concilio Vaticano) II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 49. Cfr. también Sentencia coram Colagiovanni. 13 junio 1989; RRD, vol. 81, p. 413.
[30] Cfr. Sentencia coram Burke, 1 marzo 1990: RRD, vol. 82, pp. 177ss.
[31] Sentencia coram Stankiewicz, 29 octubre 1987; RRD, vol. 79, p, 398.
[32] Cfr, Sentencia coram Burke, 11 abril 1988, n. 2, «Monitor Ecclesiasticus» CXIV (1989) IV, 468-477; RRD, vol. 80, pp. 212 ss.: y mi estudio, Procreativity and the Conjugal Self-Gift, «Studia Canónica» 24(1990) 43-49.
[33] Cfr. Juan Pablo II, en Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VI, 2 (1983), p. 563.
[34] Cfr. Janet E. Smith, "Humanae Vitae": a Generation Later, Catholic University of America Press, 1991, pp. 250-256.
[35] Juan Pablo II, Encíclica Evangelium Vitae, n. 23.
[36] La Biblia, al referirse a la relación sexual, dice que marido y mujer «se conocen»; Adán conoció a Eva, afirma el libro del Génesis (4,1).
[37] Cfr. C. Burke, La felicità coniugale, Milano, 1990, pp. 33-30 v 63-65; Covenanted Happiness, Ignatius Press, 1990, pp. 30-41 y 51-52; La inseparabilidad entre los aspectos unitivo y procreativo del acto conyugal, «Scripta Theologica» XXI-I (1989) 197-209.
[38] Concilio VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 50.