Hemos dado un primer paso importante para especificar la naturaleza y el contenido del don conyugal de sí, que el canon 1057 § 2 presenta como objeto del consentimiento matrimonial. Quien dona —con mutua participación— la propia procreatividad, entra con la otra persona en una relación cualificada por una intimidad totalmente singular. Como hemos visto, nada puede expresar el deseo de unión interpersonal como el «participar juntos», a través del acto conyugal, en el poder generador de la sexualidad. En la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio se lee: «La sexualidad, mediante la cual el varón y la mujer se dan el uno al otro (...) no es de ninguna manera algo meramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana como tal» [39].
Al examinar en las páginas anteriores el sentido de donación del acto conyugal, lo que hemos hecho ha sido reinterpretar la expresión clásica del «bonum prolis» —entendido como «apertura a la vida» (característica o propiedad del matrimonio) y no necesariamente como procreación efectiva— en clave personalista, mostrando que no hay contradicción, sino continuidad y enriquecimiento mutuo, entre la doctrina tradicional de los bienes del matrimonio, las enseñanzas del Concilio Vaticano II y las mejores intuiciones modernas. Será oportuno dedicar ahora ya un poco de espacio a una reflexión paralela sobre los otros dos «bienes» predicados clásicamente del matrimonio: el «bonum sacramenti» —la indisolubilidad— y el «bonum fidei» —la fidelidad—, para mostrar cómo también estos dos bienes tradicionales se integran como elementos esenciales en la «entrega conyugal de sí mismo».
1. El bien de la indisolubilidad: entrega temporalmente total
Ya hemos visto que la relación sexual pierde su carácter singularísimo de acto unitivo si se le priva voluntariamente de su orientación a la vida: para que el don de sí mismos —don sexual— que los cónyuges se intercambian sea verdadero, es necesario que esté abierto a la fecundidad recíproca; pero eso no basta. El don de la sexualidad, para ser verdaderamente humano y conyugal, debe caracterizarse con dos elementos o propiedades más: la indisolubilidad y la fidelidad.
La relación sexual entre dos personas, si no posee esas tres propiedades, se convierte en una realidad banal, en una excitación pasajera. Una relación así no es, ciertamente, matrimonio.
Sin embargo, ese tipo de relación es tan frecuente como frustrante en la sociedad contemporánea, donde el concepto prevalente de sexualidad es el de una actividad casual, cuya participación implica a las personas y las relaciona de una manera sólo superficial y sin consecuencias. Hoy en día, para muchas personas, la elección de una compañera o un compañero sexual es como la elección de un amigo: sin obligaciones especiales que excluyan a una tercera persona de una relación simultánea del mismo género, o que necesariamente les vinculen a los dos durante un período de tiempo ilimitado. Estas relaciones informales —temporales o «de prueba»— obstaculizan la realización personal y tienden a dejar a los individuos aislados en una situación de inseguridad egocéntrica [40].
En efecto, el «don de sí» matrimonial significa el don de la plenitud de la sexualidad conyugal; don que no es total a menos que —además de estar abierto a la vida— sea permanente y exclusivo. Una ulterior consideración de la naturaleza de la sexualidad, tal y como ha sido creada por Dios, ayudará a profundizar en esta verdad.
Dios ha creado al hombre en una dualidad sexual; masculino y femenino. La diferenciación sexual nos muestra un designio divino: una complementariedad entre varón y mujer, que les inclina a entregarse recíprocamente con una mutua autodonación, que se expresa de un modo específico y totalmente único en el acto generativo. Este acto, debido a la orientación de los «elementos procreativos» —masculino y femenino— a la unión, es capaz de expresar la singularidad de la relación conyugal y por esto puede ser llamado acto conyugal.
Ahora bien, no existe una verdadera autodonación si el don no es permanente. Lo ha afirmado Juan Pablo II, reiteradamente: «Un don, si quiere ser total, debe ser sin retorno y sin reservas» [41]. Un don de sí por un cierto tiempo —por un día o por cinco años— no es un verdadero don: a lo sumo tiene el carácter de un préstamo. Cuando alguien hace un préstamo, se reserva el derecho de propiedad sobre la cosa prestada: quiere permanecer en situación de poder reclamarla como suya. Sólo es lícito hablar de un verdadero don cuando lo donado es irrecuperable, porque no se puede pedir, con fundamento jurídico, su restitución. En efecto, quien da, pierde todo derecho de propiedad. Por el contrario, quien se reserva un derecho a reclamar lo entregado cuando lo considere oportuno, no consiente en una verdadera donación.
El ejemplo anterior puede ilustrar el hecho de que en la autodonación matrimonial, el don de sí es permanente; de lo contrario no subsiste de ninguna manera. Y así, quien consiente en el matrimonio emite, necesariamente, un consentimiento irrevocable. «La íntima comunidad de vida y de amor conyugal (...) se establece (...) mediante el personal consentimiento irrevocable» [42], de modo que consentir sólo en una relación revocable significa no consentir al matrimonio. Como afirma Santo Tomás: «el consentimiento para un tiempo no produce el matrimonio» [43].
Todo el análisis que estamos realizando muestra que el instinto sexual-conyugal conduce al varón y a la mujer a un compromiso y a una autodonación total, que responden a las más íntimas aspiraciones del ser humano. Así se comprende la lógica de la permanencia o indisolubilidad del matrimonio, que corresponde a las aspiraciones del mismo amor humano: «Te amo, te amaré siempre». Desear una unión conyugal permanente es algo profundamente natural. Por tanto, la indisolubilidad no constituye sólo una obligación que haya que aceptar como si viniera impuesta desde fuera; sino que atrae, porque representa un valor, un bien, para aquellos que tienen una visión normal de la vida humana [44].
«Sólo desde esta óptica es posible justificar intrínsecamente, como exigencia jurídica propia de la relación producida por el acto, de acuerdo con la dignidad personal, la perpetuidad del vínculo (y la indisolubilidad, que deriva de ella en el plano jurídico positivo); la cual, si no, aparecería como una imposición de una ley extrínseca, justificable sólo mientras esa ley exista y, si es ley divina, mientras sea creída» [45].
La Exhortación Apostólica Familiaris Consortio afirma que la sexualidad «se realiza de un modo verdaderamente humano sólo si es parte integral del amor con el que el varón y la mujer se comprometen totalmente el uno con el otro hasta la muerte. La donación física total sería una mentira, si no fuese signo y fruto de la donación personal total, en la cual está presente toda la persona, también en su dimensión temporal: si, por el contrario, la persona se reservase alguna cosa o la posibilidad de decidir sobre el futuro, por esto mismo no se donaría totalmente» (n. 11); y en otro momento describe la indisolubilidad como «radicada en la personal y total donación de los cónyuges» (n. 20).
Como no existe término medio entre lo permanente y lo transitorio, no es posible una elección intermedia entre la relación duradera e inescindible del matrimonio y una relación sexual temporal: entre el cónyuge, al que uno se entrega para toda la vida, y el «partner» sexual, que se puede cambiar según se quiera. En efecto, si la norma para la convivencia sexual es que depende de la voluntad de una u otra parte no sólo el iniciarla, sino también el disolverla, entonces el «matrimonio» no tiene ningún significado; o, si se prefiere, no significa nada importante.
El «matrimonio», en esa hipótesis, simplemente dota de una forma legal a una alianza transitoria; pero no se puede decir que justifique —salvo por «convencionalismos» sociales— por qué se debe respetar esa forma o por qué dos personas no deberían considerar preferible permanecer en una relación sin forma legal.
El ser humano siempre ha sido llamado a la donación conyugal, pero al mismo tiempo, debido a la propia naturaleza caduca y deficiente, la teme; y hoy más que nunca. No es posible predecir qué elegirá cada persona en la angustia de esta situación existencial (miedo a la donación comprometida, por una parte; miedo de permanecer solo, por otra), pero en todo caso, el deseo de una donación conyugal corresponde a uno de los niveles más profundos de las necesidades del ser humano.
2. El bien de la fidelidad: entrega personalmente única
La fidelidad y la exclusividad conyugales poseen una lógica similar y corresponden igualmente a la naturaleza del amor humano. El «yo» es indivisible e irrepetible, por lo que no se puede donar a varias personas simultáneamente; sólo se puede donar a una. «Te entrego mi yo», es la afirmación conyugal. Pero si un esposo se propone conferir el mismo don del «yo conyugal» también a otra persona —se propone compartirlo— entonces, como mucho, lo que da a cada uno es sólo una parte del propio «yo» conyugal. En otras palabras, quien dona la propia sexualidad conyugal a varias personas al mismo tiempo, la da a cada una de un modo dividido, y no se la da a ninguna totalmente.
Von Hildebrand explica que el amor conyugal —no sólo el verdadero matrimonio— excluye cualquier tipo de poligamia, ya que forma parte de la esencia del amor conyugal entregarse sólo a uno [46]. Como señala este mismo autor, no hay nada malo en querer a varios amigos con amor de amistad; pero repugnaría tratar de amar a varias mujeres o a varios hombres con amor conyugal.
El valor —la específica bondad— del «bien de la fidelidad» consiste en el hecho de que cada uno sea cónyuge único del otro. Como se sabe, el consentimiento matrimonial válido requiere la intención de vincularse precisamente en una relación exclusiva. Si se excluye esa intención, el consentimiento matrimonial resulta inválido. Es éste un principio que nadie pone en duda; pero más difícil y controvertida es la cuestión de si es válido el consentimiento cuando una parte tiene la positiva voluntad de romper—al menos periódicamente— la fidelidad.
En mi opinión, el «bien de la fidelidad» se excluye sólo si la intención del sujeto, en el caso, es reservarse el derecho a tener una relación conyugal con una tercera persona; conferir derechos conyugales a otro. La simple intención de tener o mantener una relación sexual con otro, aun siendo inmoral, no provoca necesariamente la exclusión, a efectos jurídicos, del aspecto de un único cónyuge que constituye la esencia del «bien de la fidelidad» [47].
3. Procreatividad, perpetuidad y exclusividad son «valores» del matrimonio
Así pues, si se excluye la unidad o la indisolubilidad, no se realiza un don esponsal de sí. Mi «yo conyugal» no se convierte en «tuyo»; a lo sumo pasa a ser parcialmente tuyo o temporalmente tuyo.
Merece la pena subrayar una vez más que al referirme a las propiedades que llamo procreatividad, exclusividad y perpetuidad, estoy hablando de valores del matrimonio, de elementos que lo hacen atrayente a la naturaleza y a la comprensión humana. San Agustín, en su defensa del matrimonio frente a la visión pesimista de los maniqueos, describió esas propiedades esenciales precisamente como «bienes», como valores; esto es, como cosas buenas. En cuanto bienes, estos valores son deseables; y resulta natural desearlos. Son naturales, porque corresponden a la naturaleza del amor humano. La exclusión de uno de estos valores matrimoniales muestra una actitud antinatural, incluso patológica, hacia el matrimonio, que contradice de modo profundo y sorprendente la comprensión natural que el hombre posee de la unión conyugal.
La exclusión sorprende precisamente porque no es natural: por eso la Iglesia, aun aceptando que la exclusión pueda darse, exige su debida prueba, antes de emitir una declaración de nulidad del matrimonio causada por lo que técnicamente se llama «simulación» del consentimiento, es decir: un consentimiento aparentemente completo, pero en realidad simulado, porque el sujeto, al consentir, estaba excluyendo positivamente algún aspecto propio y esencial del matrimonio y quería, por tanto, otra cosa.
4. La donación de la sexualidad
El análisis de qué implica la expresión «don de sí» conyugal, consagrada por el Concilio para presentar el matrimonio, nos va conduciendo a esta conclusión: en lo que consienten los cónyuges es en la donación permanente y exclusiva, no de sí mismos, sino de la sexualidad complementaria, personal y conyugal [48]: esto es, de la sexualidad, en el preciso aspecto en que es más íntima a cada uno y en cuanto completa conyugalmente la sexualidad del otro.
En ese sentido se ha escrito: «El consentimiento matrimonial (...) implica integralmente, no toda la humanidad de un varón y de una mujer, sino su dimensión sexual» [49]. Con palabras de otro canonista: «varón y mujer se convierten en esposo y esposa cuando, mediante un determinado tipo de alianza, de compromiso, se donan realmente el uno al otro en toda su masculinidad y feminidad, formando de esta manera una única unidad en el aspecto conyugable de sus personas» [50].
El derecho que cada esposo adquiere no es, y no puede ser, un derecho sobre todos los aspectos de la persona o de la vida del otro cónyuge. Existen aspectos de cada persona que son absolutamente inalienables, como la dignidad, la libertad o la responsabilidad personales, etc. [51]. Prescindiendo del grado de compenetración o de unión espiritual que los esposos pueden tratar de alcanzar o incluso conseguir, es evidente que el consentimiento no confiere un derecho sobre los aspectos personales, que se pueden considerar como por encima o al margen de la dimensión conyugal. Así. por ejemplo, cada esposo —junto con los derechos y deberes propios del compromiso matrimonial— conserva el deber intransferible de alcanzar su propia salvación, deber cuyo cumplimiento puede y debe ser fuertemente facilitado en el matrimonio, pero no puede quedar absorbido en él.
El consentimiento implica a la persona en su dimensión conyugable. El pacto conyugal convierte la inclinación natural a la unión con el otro en algo debido; así pues, los derechos que derivan de la alianza matrimonial son derechos sobre aspectos o atributos conyugales de la persona. Santo Tomás enseña que el objeto del consentimiento matrimonial de la mujer no es tanto el marido, como la unión conyugal con el marido; y, del mismo modo, el consentimiento del marido se refiere a la unión conyugal con la mujer [52].
El matrimonio se caracteriza necesariamente por ser un compromiso sexual. Los derechos y deberes que surgen —entregados y aceptados— con el consentimiento matrimonial deben ser exclusivos y perpetuos. Pero, insisto, deben ser sobre todo sexuales: deben corresponder al carácter procreativo o co-creativo de la complementariedad sexual, de cuya relación sexual física, como hemos visto, deriva la capacidad de expresar la singularidad de la relación y donación conyugal.
Está claro que la sexualidad conyugal no se agota en la cópula corporal; pero es también evidente que encuentra en ella una expresión tan singular que bien puede decirse que el primero y más fundamental derecho que confiere el consentimiento matrimonial es el derecho a una verdadera relación sexual, esto es, a toda ¡a verdad de la cópula conyugal, también en sus consecuencias naturales.
El análisis del compromiso o de la donación sexual que caracteriza de manera fundamental a la alianza matrimonial, a la luz de lo ya explicado, podría resumirse del siguiente modo:
a) Una persona puede proponerse hacer partícipes de su sexualidad a diversos individuos y establecer con ellos una relación permanente, caracterizada por derechos y deberes sexuales (por ejemplo en la poligamia). En tal caso existe una donación sexual, pero no es apta para constituir el matrimonio: los derechos intercambiados podrían llamarse «cuasi-conyugales», ya que no son verdadera- mente conyugales. La donación sexual que esta persona quiere hacer es real, pero defectuosa; no está dispuesta a limitar dicha donación a una sola persona: rechaza la unidad o la exclusividad.
b) Puede también tener la intención de conceder verdaderos derechos sexuales a otra persona, incluso de un modo exclusivo, pero haciéndolo sólo por un cierto tiempo o con la condición de que quepa la posibilidad de una disolución voluntaria. En este caso, la persona dona de algún modo la propia sexualidad (o, mejor dicho, como hemos visto, la presta), y hace un intercambio de derechos y de obligaciones sexuales; pero también aquí lo hace de una manera que no constituye verdadero matrimonio. Se excluye la perpetuidad.
c) Por el contrario, si lo que la persona rechaza y excluye es precisa- mente la donación y la aceptación de la procreatividad, entonces, no dona verdaderamente su sexualidad y no concede verdaderamente derecho a la sexualidad. En los dos primeros casos, hay una verdadera —aunque limitada— unión sexual. En el tercer caso, no hay verdadera unión sexual, y por tanto no existe donación humana de la propia sexualidad, ya que —según hemos visto— la sexualidad humana es conyugal.
Como se ve, la contracepción destruye la conyugalidad de un modo más radical que la exclusión de la unidad o de la perpetuidad. Es precisamente debido a la importancia de la «intentio prolis» (hoy diríamos de la «apertura a la prole») por lo que Santo Tomás afirma que el «bien de la prole» es «esencialísimo» entre los «bienes» del matrimonio [53].
Aunque son múltiples las relaciones —más o menos fuertemente caracterizadas por el sexo— que se pueden establecer entre el varón y la mujer, sólo hay una en la que la distinción sexual resulte realmente necesaria. La distinción no es absolutamente necesaria para la amistad, para el amor, para la ayuda recíproca, ya que todas estas finalidades pueden conseguirse con personas del mismo sexo.
Es la procreación, en último término, lo que explica, especifica, y singulariza la relación sexual, haciéndola capaz de fundar la conyugalidad misma. Ya he explicado más arriba la afirmación, quizá chocante a primera vista, de que un acto contraceptivo no es ni verdaderamente sexual ni verdaderamente conyugal: no es —y no puede ser— el acto conyugal. Mediante tal acto los cónyuges no «se conocen» verdaderamente, y no se hacen «uno».
Sólo un acto de verdadera relación sexual, que no esté truncado en su naturaleza, hace que los cónyuges lleguen a ser «una sola carne», según la expresión bíblica de la verdad del matrimonio. Y esta verdad natural está en la base del principio jurídico formulado en el canon 1061, según el cual sólo una cópula sexual verdadera —esto es, «apta de por si para la generación de la prole», y realizada «de modo humano»— consuma el matrimonio. Por tanto, cuando la jurisprudencia canónica reitera que el matrimonio confiere un «derecho a los actos de suyo aptos para la generación de la prole», no se está refiriendo a una potestad meramente biológica o física, sino a un verdadero derecho personal: un derecho a llegar a hacerse «uno».
A veces se sugiere que la unión entre los esposos es más espiritual que corporal. Conviene decir al respecto que ambas realidades deben estar presentes en la unión conyugal. No se debe exagerar el contraste entre la una caro (el hacerse una sola carne) y el unus spiritus (un solo espíritu). Ambas expresiones son metafóricas, ya que no se realiza en el matrimonio una unión real de cuerpo y espíritu. En cambio, se puede realizar una unión de la fecundidad complementaria sexual (unión que tiene una encarnación físico-real en el hijo). Pero es evidente que, por una parte, la sexualidad es un asunto del espíritu no menos que del cuerpo y, por otra, el don y la unión de la sexualidad corporal son un «compromiso» de donación efectiva, más que un platónico deseo de unión que permanezca a un nivel puramente espiritual, sin «encarnarse».
NOTES
[39] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris consortio, n. 11.
[40] La ciencia psiquiátrica enseña que la elección de la mera convivencia, en lugar del matrimonio, induce fácilmente a la ansiedad y a la inseguridad radical: Cfr. Nadelson-Notman, To Marry or Not to Marry: a Choice, «American Journal of Psychiatry» 138 (1981) 1354.
[41] Alocución a la Rota Romana, 1982, AAS 74 (1982) 451.
[42] Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 48.
[43] Suppl, q. 49, art. 3, ad l4.
[44] Cfr. Sentencia coram Burke, 19 abril 1988; RRD, vol. 80, pp. 231-236.
[45] Cfr. G. Lo Castro, Tre studi sul matrimonio, Giuffre, Milano 1992, p. 34.
[46] Cfr. D. von Hildebrand, Il Matrimonio, Brescia 1931, p. 41.
[47] Cfr. Sentencia coram Burke, «Monitor Ecclesiasticus» CXV (1990-IV) 502-520; y mi artículo El contenido del 'bonum fidei', «Apollinaris» 64 (1991) 649-666.
[48] « (...) en las enseñanzas del Concilio la totalidad personal de lo que es recíprocamente donado no puede entenderse sino como la sexualidad». P.A. Bonnet, L'Essenza del Matrimonio Canonico, Cedam, Padova 1976, p. 157.
[49] P.A. Bonnet, op. cit., p. 180.
[50] P.J. Viladrich, L'habitat primario della persona in una società umanizzata, «Anthropotes» IV, n. 1 (1988) 178.
[51] Cfr. U. Navarrete, Structura iuridica matrimonii secundum Concilium Vaticanum II, Periodica. 57 (1968) 135-137.
[52] Cfr. Suppl., q. 45, art. 1.
[53] Cfr. Suppl., q. 49, art. 3.