El Concilio Vaticano II, que es el gran concilio de la Iglesia considera- da como comunión (communio), es también a la vez, desde muchos puntos de vista, un Concilio de fuerte inspiración personalista.
Como ya he observado en otra ocasión [1], entre comunión - dimensión comunitaria de la Iglesia - y personalismo cristiano no existe oposición, sino complementariedad. Por lo que se refiere al objetivo que aquí se pretende, es interesante recordar que existe un personalismo verdadero y otro falso; o, más exactamente, existe el personalismo cristiano - que caracteriza al Concilio y al magisterio de Juan Pablo II sobre el hombre y sobre el matrimonio - y el individualismo humanista y ateo. Es importante tener en cuenta esta distinción, porque algunas tendencias que han influido en el pensamiento y en la praxis eclesial posterior al Concilio (incluso en el campo canónico) se han inspirado - tal vez de manera inconsciente - más bien en principios individualistas que en principios verdaderamente personalistas.
El verdadero personalismo cristiano exalta la dignidad de cada persona, creada a imagen de Dios. Subraya por tanto los derechos de cada uno, pero también sus obligaciones; su libertad, pero también su responsabilidad. La filosofía personalista, atribuyendo a todos los individuos la misma dignidad e iguales derechos, tiende hacia la auto-donación. En efecto, el principio básico del personalismo cristiano viene enunciado de la siguiente manera en la Constitución Pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II: «el hombre no puede encontrarse plenamente a sí mismo si no es a través de un sincero don de sí» [2]. Con esta tendencia a la donación, el personalismo se abre a la creación de una «communio» o de una comunidad: es como su aplicación y extensión natural en la dimensión social.
El individualismo, por el contrario, se centra esencialmente sobre el propio yo (el culto psicológico del yo es su expresión más característica), preocupándose fundamentalmente de la autosuficiencia y de la autoprotección; es rápido en reivindicar los derechos y lento en reconocer las obligaciones; y es constitutivamente hostil a cualquier idea de un compromiso o ligamen permanente, especialmente en relación con cualquier comunidad que no se considere ventajosa para el propio interés.
El personalismo cristiano puede renovar la comunidad conyugal, así como la más amplia comunidad eclesial; el individualismo secular tiende, por el contrario, a la destrucción de ambas.
En efecto, puede ocurrir que el fin personalista del matrimonio no sólo sea entendido en términos exclusivamente «terrenos», sino que además sea valorado desde el punto de vista de la satisfacción personal de cada esposo individualmente considerado, más que desde el punto de vista de su maduración como persona y de su apertura a la comunidad, según el designio de Dios para los que se unen en matrimonio.
Cuando se da semejante visión, ajena al verdadero personalismo cristiano, ejerce una indudable influencia sobre las personas que se casan, con la posibilidad de alterar radicalmente no sólo su concepción del matrimonio, sino el mismo consentimiento matrimonial que emiten o deben emitir, y ello con profundas repercusiones antropológicas y jurídicas. Es igualmente cierto que esa visión —más individualista que personalista— puede influir sobre los mismos canonistas, llevándoles a interpretar el matrimonio y particularmente el consentimiento necesario para la constitución del «consorcio conyugal» de un modo no del todo adecuado, lo que podría conducir a encontrar supuestas patologías en un consentimiento matrimonial fundamentalmente firme y válido, o a exigir para el consentimiento válido algunos requisitos que, desde una perspectiva verdaderamente humana y cristiana, no son necesarios.
La Constitución Pastoral Gaudium et spes presenta una concepción del matrimonio altamente personalista. Y era tan inevitable como justo que este personalismo conyugal tuviera una fuerte influencia en los cánones que tratan sobre el matrimonio en el nuevo Código de 1983, «el último documento del Concilio Vaticano II», como lo ha definido Juan Pablo II [3].
Dicho personalismo se refleja de modo particular en el enfoque del Código sobre el acto del consentimiento, fundamental para la constitución del matrimonio. Los cánones que tratan del defecto de consentimiento han sido redactados desde una perspectiva más personalista. Pero es en el canon 1057 § 2 donde el personalismo matrimonial se introduce en la ley codifica- da con particular fuerza y vigor: «El consentimiento matrimonial es el acto de la voluntad, por el cual el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio».
Este canon, que constituye una gran fuente de inspiración para los estudiosos del matrimonio desde el punto de vista pastoral o teológico, representa también un desafío para el canonista que se proponga determinar su objeto y aplicación jurídica; objetivo que sobrepasa con mucho mi intención en este volumen, y que exigirá, indudablemente, recorrer todavía un largo camino. En las páginas que siguen, me propongo únicamente ofrecer una posible vía de estudio en este sentido, que merecerá, sin duda, un posterior desarrollo.
NOTES
[*] Para la elaboración de este cuaderno se ha extractado y adaptado a las características de la Colección el libro de C. Burke, L'oggetto del consenso matrimoniale. Un'analisi personalistica, Ed. G. Giappichelli, Torino 1997, 111 pp., donde se desarrollan las cuestiones que aquí se han recogido simplificadamente. La traducción de los textos extractados del original italiano se debe a la Dra. Teresa Cervera Soto.
[1] Cfr. mi estudio: Personalismo, individualismo, «communio», «Studi Cattolici» 396 (febrero, 1994) 85-90.
[2] Concilio VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 24.
[3] AAS 76 (1984) 644.