La Iglesia, ¿reducto de la libertad?
Para los cristianos de los primeros siglos, la Iglesia, además de ser fuente indudable de autoridad, era también reducto de la libertad. Y gran parte del mundo pagano se sentía atraído hacia el cristianismo, entre otras cosas, por el ambiente de libertad que reinaba en él y por la promesa de libertad que ofrecía.
¿Cómo se explica que hoy, en un mundo con no menos ganas de ser libre, el último lugar hacia el que muchos de los paganos suelen mirar - como remanso de libertad - sea la Iglesia católica? ¡Peor aún! ¿Cómo puede ser que tantos católicos den la impresión de encontrar más restricciones que libertad en su vida dentro de la Iglesia?
Para una parte del mundo pagano contemporáneo, la Iglesia católica - a pesar de muchas y recientes explicaciones - sigue siendo una institución basada en la autoridad. Y puesto que muchos consideran que autoridad y libertad personal son irreconciliablemente opuestas, las tensiones en la Iglesia (como las actuales) les parecen consecuencia lógica de un sistema donde se exige de la conciencia y de la libertad personal constante sumisión a la autoridad.
Los católicos, en vez de saber contestar y apaciguar las suspicacias o críticas de los acatólicos, somos a menudo los que más nos dejamos influir por ellas. Consideremos con detalle algunas de sus críticas más radicales.
¿Violación de derechos?
En la Iglesia católica, dicen, uno está obligado a someterse a un cuerpo de doctrina dado: lo que representa una inmediata limitación de la libertad.
En consecuencia - añaden- , algunos católicos se encuentran en la intolerable posición de ver que su conciencia les dice una cosa y, sin embargo, tienen que someterse a lo contrario porque la autoridad eclesiástica lo exige; lo que constituye una violación aún más seria de los derechos de la conciencia...
Pues bien, la primera de estas críticas es una tontería. La segunda es, en parte, una tontería y, en parte, se basa en un malentendido.
La Iglesia, un sistema libre
En cuanto a la primera crítica, hay que repetir el punto - por obvio que sea - que hemos comentado antes: que no se coacciona a nadie a nada en la Iglesia católica. La Iglesia no es un campo de concentración ni un estado policíaco. Es un sistema libre. A nadie se le obliga a ser católico o a creer en lo que la Iglesia enseña. Nadie me puede forzar a ser católico, como nadie me puede forzar a pertenecer a un partido político. Soy republicano, monárquico, conservador o demócrata - o católico, protestante, musulmán - porque yo quiero, porque a mí personalmente me convencen los principios peculiares que están en juego. Y llegado el momento en que dejase de estar convencido de su verdad o validez, los abandonaría. Yo decido ser católico, o yo decido no serlo. Nadie me fuerza. No cabe mayor libertad.
El "conflicto" conciencia-autoridad
¿Pero qué hay de la situación del católico cuya conciencia le dice una cosa, mientras la autoridad de la Iglesia le exige algo distinto? ¿Acaso no se le está pidiendo que pisotee su conciencia, que renuncie a su personalidad y a su libertad y viva en una situación de absoluta insinceridad consigo mismo? ¿No es esto, además, algo corriente en la Iglesia católica? ¿No es cierto que los católicos - y más según van creciendo en madurez y experiencia - se ven enfrentados, cada vez más, a semejantes conflictos de conciencia?
Nadie negará la existencia de conflictos entre conciencia y autoridad dentro de la Iglesia y en cualquier otra parte. Sin embargo, yo sugeriría que los auténticos conflictos, por lo que se refiere a la Iglesia, son mucho menos corrientes y menos posibles de lo que cabe imaginar; que la sensación de conflicto que muchos católicos parecen tener hoy en día deriva no de una mayor "toma de conciencia", sino precisamente de la falta de una auténtica toma de conciencia personal, de una comprensión superficial de lo que significa ser católico y de la incapacidad de darse cuenta de la libertad y de la autodeterminación que su propia postura como católicos implica.
Consideremos el caso de que exista un conflicto real entre autoridad y conciencia: el caso en que la autoridad (por ejemplo, la del Papa o de un Concilio) se halle claramente de una parte, señalando el error de determinado comportamiento, mientras la conciencia de algún individuo - su conciencia "total", es decir, la totalidad de sus principios y convicciones - se encuentra en sólida oposición, afirmando que dicho comportamiento es lícito y debe seguirse... En tal caso, naturalmente, seguiría su conciencia. Debería, de hecho, seguirla, según los principios tradicionales de la moral católica [15].
Rechazar la Iglesia
Evidentemente, el asunto no acaba ahí. Al resolver de este modo el conflicto, uno ha variado radicalmente su postura como católico; la ha vaciado de su contenido esencial y, casi ineludiblemente, la ha convertido en algo insostenible. El quid de la cuestión - lo vea él o no - está en que, al resolver su problema de conciencia de esta manera, está rechazando la Iglesia. Está rechazando la Iglesia, en efecto, en su esencia, por mucho que pueda decir que no tiene ninguna intención de abandonarla. Está rechazando la significación de la Iglesia, aun cuando insista en que no pretende apartarse de ella. La conclusión a la que ha llegado - que, de hecho, es negar la protección de Cristo a la Iglesia, en un punto claro o importante de su doctrina - implica precisamente el rechazo del concepto católico de Iglesia y de Magisterio. El concepto católico del Magisterio - instrumento de enseñanza garantizado por Dios (cfr. Lc 10, 16) - se ha derrumbado en su mente.
El hombre cuya conciencia ya no tolera el concepto católico de Iglesia puede seguir aún adscribiéndose externamente a algunas de las prácticas de un católico: frecuentar los sacramentos, por ejemplo. Pero la suya será una práctica vacía. Su vida religiosa perderá esa dimensión de alegría propia del que sabe que es imposible que esté engañado en cuanto al modo de vivir cristianamente en esta tierra, en cuanto al camino que lleva al cielo... En la práctica, todo su encuentro con Cristo se hará inseguro, porque si Cristo no está presente en la voz y la enseñanza vivas de la Iglesia, no existe garantía alguna de su presencia en los Sacramentos, en la Eucaristía, en la Misa... Si un hombre concluye que Cristo no garantiza la doctrina de la Iglesia sobre los hijos como fin fundamental del matrimonio, entonces no tiene ningún motivo para creer en sus enseñanzas acerca del divorcio, la eutanasia, el aborto o las relaciones sexuales prematrimoniales. En lo que a él respecta, todos estos temas se convierten en cuestiones abiertas; son cruces de carreteras - puntos de decisión - sin señalizar, donde las preferencias de cualquier hombre no tienen mayores probabilidades de ser acertadas que las de cualquier otro.
En su mente ya no existe un criterio cristiano. Sólo una opinión humana, sin más. No sólo se ha soltado su amarre a la roca de la verdad cristiana, la ha perdido de vista.
Lo que significa ser católico
Hoy día, muchos sostendrían que uno tiene derecho - por motivos de conciencia y en alguna cuestión fundamental - a escoger un punto de vista contrario al que enseña la Iglesia [16]. Pero debe quedar claro que uno no tiene derecho, después de tal decisión, a insistir en ver su nueva postura como una postura católica. Tal insistencia no equivale a reclamar libertad; a lo más, significa pedir la libertad de vaciar conceptos y posturas de su auténtico contenido.
Arrogarse el derecho de llamarse católico y, al mismo tiempo, de ser totalmente subjetivo en cuanto a lo que ser católico significa, es un fenómeno quizá peculiarmente moderno. Fenómeno que, si no se debe a la falta de sinceridad, debe ser atribuido a un defecto de ejercicio mental, a la incapacidad de entender que ser católico significa pertenecer - voluntariamente - a un Cuerpo que, en lo que concierne a los principios fundamentales, piensa y enseña con la mente de Cristo.
Conflictos autocreados
Parece que hay algunos católicos que sienten, a veces, que su conciencia les dice una cosa y la Iglesia les dice otra. En la disyuntiva siguen a la Iglesia, pero a regañadientes, con una sensación de coacción...
Como comentario, diría que esta sensación de conflicto - entre conciencia y autoridad - está autoinducida, creada por ellos mismos. Deriva, como dije antes, no de un enfrentamiento real, sino de un hábito de pensar superficial, de la ausencia de una auténtica toma de conciencia, de la incapacidad de comprender sus propios valores.
Les debería bastar a tales católicos reflexionar un poco sobre esa sensación de coacción para darse cuenta de que esa violencia que sienten, sea de la naturaleza que sea, no viene desde fuera... Viene de dentro. No están siendo violentados por la autoridad de la Iglesia; están siendo violentados por su propia y defectuosa creencia en la autoridad de la Iglesia. A fin de cuentas, la fuerza que para mí tenga la enseñanza de la Iglesia depende de mi convicción personal (ésta, a su vez, de varias cosas: sinceridad interior, conocimiento de Jesucristo y de su doctrina, rectitud de conducta, gracia de Dios); de modo que el Magisterio de la Iglesia sólo influye sobre la mente que está convencida de su verdad. Aquellos católicos, por tanto, están siendo coaccionados por su propia y libre convicción - o por lo que queda de ella - de que la enseñanza de la Iglesia goza de una garantía divina. De hecho, están siendo coaccionados ¡por su propia conciencia! ".
Esta conclusión, aparentemente paradójica, se hace más evidente si se recuerda que la conciencia es una facultad de juicio moral profundamente arraigada, que juzga de acuerdo con sus propios términos de referencia, a partir de los principios que mantiene y según la evidencia propia de cada caso. Lo que le ocurre al católico, en los casos que estamos considerando, es que su conciencia puede estar viendo, por una parte, razones que parecen favorecer una postura, y su misma conciencia ve, por otra, razones que parecen favorecer la postura contraria. Supongamos que el tema en cuestión es el del control artificial de la natalidad. Por una parte, ve argumentos que parecen sostener la tesis de que la anticoncepción es necesaria y, por tanto, lícita (argumentos económicos, psicológicos, etc.), y su mente siente la aparente fuerza de estas consideraciones. Por otra parte, ve argumentos que le dicen que la anticoncepción es inmoral (la enseñanza constante de la Iglesia confirmada, una vez más, en la encíclica Humanae vitae [18]), y su mente también se ve afectada por estas consideraciones, pero en sentido contrario. A él le toca juzgar cuál de estas razones tiene más peso. Si juzga en favor de la doctrina de la Iglesia es porque su conciencia - libre - sigue aceptando que la Iglesia está sostenida por Jesucristo.
No es correcto, en este caso, decir que su conciencia está en contra de la autoridad. El creer en la fiabilidad de la autoridad de la Iglesia forma parte de su conciencia, porque él aceptó libremente que fuera así. Todo el asunto está en que la autoridad de la Iglesia le influye sólo en la medida en la que él libremente la acepta.
Lo que estamos contemplando, pues, no es tanto una coacción a la conciencia, cuanto un conflicto dentro de la conciencia: dentro de una conciencia con criteros inmaduros. No es un conflicto entre la conciencia personal y un principio externo e impuesto; es un conflicto entre principios que la conciencia mantiene libremente, pero que le resulta difícil conciliar. Si existe un conflicto de conciencia es precisamente porque la conciencia está dividida contra sí misma. No es conciencia contra Iglesia, sino conciencia contra conciencia. La consecuencia está clara: el que quiera protestar acerca de un conflicto interior, provocado por principios que él ha aceptado personal y libremente, no debe presentar sus protestas a nadie más que a sí mismo (a su propia inmadurez, a su propia defectuosa creencia en la Iglesia, a su propio desconocimiento, a su propio intento de mantener una división o compaginación engañosa dentro de sí, etc.).
Libertad y autoridad fiable
Por tanto, los dos términos - libertad y autoridad - no se encuentran necesariamente en irreconciliable oposición, a no ser que se entiendan o se vivan mal.
Si por autoridad se entiende voluntad arbitraria, entonces sí que hay que colocarla en oposición clara a la libertad individual. Pero si se entiende - como debe entenderse en relación con el Magisterio de la Iglesia - como una fuente de información segura, como servicio, como guía autorizado y fiable en cuanto a la meta de nuestra vida, entonces se ve no como un enemigo de la libertad personal, sino como clave para su más pleno ejercicio [19].
Si como libertad se entiende posibilidad de actuar siempre a capricho, como capacidad de decidir lo que es bueno o malo según el gusto, la comodidad o la opinión personal, también se encontrará necesariamente en oposición a toda idea de autoridad. Pero si se entiende como capacidad de hacer el bien según la naturaleza de las cosas, y como posibilidad de amor y de entrega a Dios y a los demás, la libertad se comprenderá bien como la única forma posible de verdadera cooperación con la autoridad, con Dios y con los demás, la única forma posible de obedecer realmente (y se comprendería que la obediencia verdaderamente sólo es posible en el ser humano racional y libre, que la obediencia es una muestra de libertad y de responsabilidad).
La libertad se encuentra en Cristo
Los primeros cristianos eran hombres y mujeres que, tras haber errado largo tiempo en la oscuridad, habían recibido inesperadamente la oferta de una meta extraordinaria para su vida, y habían visto abierto y señalizado delante de ellos el camino hacia ella. Por fin poseían libertad, no para ir de un lado a otro sin rumbo, sino para caminar hacia un objetivo, ¡un Destino! Cierto que nunca habrían adquirido este sentimiento de libertad - la libertad de un camino - si no hubiesen estado buscando, desde el primer momento, una meta válida para su vida. Pero el carácter sorprendentemente alegre de su libertad se debía, sobre todo, a la confianza absoluta que ellos decidieron poner en las indicaciones de Aquel que había señalizado su camino. El no podría engañarles.
El hombre para quien la libertad significa seguir los impulsos o instintos de cada momento, haría bien en preguntarse si no está abogando por la libertad de perderse en las tinieblas o la de dar vueltas cada vez más cerradas sobre sí mismo; la libertad de esclavizarse, de renunciar a su libertad. Para tal hombre, en cualquier caso, es obvio que toda voz exterior que le hable de una verdad objetiva, que proponga una meta válida y obligatoria para todos los hombres, le parecerá como enemiga de su "libertad".
En cambio, para quienes la vida es un camino hacia arriba, hacia un destino muy concreto (Dios, el cielo, la felicidad) - para quienes, por consiguiente, la libertad implica el hallar ese camino y el poder seguirlo- , la mera posibilidad de que, en un momento determinado del transcurso de la historia, llegase Alguien desde ese destino, para señalarles el camino, les resulta electrizante. Y si, al verificar la vida de ese Alguien y sus credenciales, llegan a la convicción de que sus indicaciones son de fiar, de que lo que El ha dicho es verdad, porque El es la misma verdad - ¡porque El es Dios!- , entonces estas indicaciones suyas aparecen no como restricciones impuestas al hombre, no como cargas u obligaciones, sino como inmensos rayos de luz que iluminan nuestro camino, para que lo podamos ver, para que lo podamos recorrer con energía, confianza y libertad.
En Cristo se halla la libertad. Al escuchar su voz, uno ve, por fin, claro su camino. La autoridad de Jesucristo no oprime, porque merece confianza, porque se ve que es fiable. Su autoridad enseña, mucho más de lo que una señal de carretera enseña, y el hombre se siente feliz de poder seguirla, y lo hace libremente.
Los que no creen en la verdad, o no creen en Jesucristo - o los que, aunque se consideren cristianos, no saben encontrar a Cristo en la Iglesia- , pensarán ver en todo ejercicio del Magisterio un atentado contra su libertad. Los que ven motivos para fiarse de la autoridad de la Iglesia - porque ven en ella la voz de Cristo ("El que a vosotros escucha, a Mí me escucha, y el que a vosotros rechaza, a Mí me rechaza". Le 10, 16) y creen que la voz de Cristo no engaña, sino que dice la verdad - verán en el Magisterio de la Iglesia un aliado de su libertad: "Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (lo 8, 32).
NOTAS
[14] No usamos la expresión "libertad de conciencia", sino "libertad de las conciencias", que nos parece más correcta. En efecto, la conciencia no puede definir lo que es malo o bueno a capricho, según gustos personales, sino que tiene obligación de buscar la verdad (obligación de la conciencia), como se tiene obligación de actuar según la conciencia (obligación hacia la conciencia) : "De acuerdo con su dignidad, todos los hombres, por ser personas, son impulsados por su misma naturaleza a buscar la verdad, y, además, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo en lo que se refiere a la religión. Están obligados también a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad... Todo esto se hace más evidente aún para quien considera que la norma suprema de la vida humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo y el destino de la comunidad humana, según el designio de su sabiduría y de su amor. Dios hace partícipe al hombre de esta ley suya, de manera que el hombre, por suave disposición de la providencia divina, puede conocer más y más la verdad inmutable. Por tanto, cada cual tiene el deber y, en consecuencia, también el derecho de buscar la verdad en materia religiosa, a fin de que, utilizando los medios adecuados, se formen con prudencia juicios de conciencia rectos y verdaderos" (Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanae, n.E 2 y 3). Por tanto, en este sentido, el hombre no tiene "libertad de conciencia" como tiene, por ejemplo, "libertad de opinión" en muchas cosas de la vida; la conciencia no puede decidir lo que es bueno o malo, sino que su misión es juzgar lo que es bueno o malo en cada caso, según las verdades y las leyes morales objetivas, inmutables y universales. "Pero los hombres no pueden satisfacer esta obligación de forma adecuada a su propia naturaleza si no gozan de libertad psicológica, al mismo tiempo que de inmunidad de coacción externa... La verdad debe buscarse de modo adecuado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social, es decir, mediante una libre investigación, con ayuda del magisterio o de la educación, de la comunicación y del diálogo..." (Concilio Vaticano II, ib.). Es decir, no se puede coaccionar la conciencia; es la conciencia de cada uno la que ha de ver el propio deber en cada situación (con los consejos y ayudas que sean, incluso con la obediencia; pero ha de verlo cada uno, o ver que ha de obedecer, si es el caso). Y asi, por ejemplo, no hay autoridad en la tierra que pueda obligar a nadie a casarse, o a ser religioso, a tener fe o a dejar de tenerla, etcétera. Por tanto, en este sentido, se puede y se debe hablar de "libertad de las conciencias" (en plural). Esta expresión es la que Pió XI y los Papas en general han considerado como resumen de la doctrina, y la más correcta: "Decíamos hace poco estar alegres y enorgullecidos por combatir la buena batalla por la libertad de las conciencias, pero no (como alguno, tal vez inadvertidamente, Nos hizo decir) por la libertad de conciencia, frase equívoca y de la que se ha abusado demasiado para significar la absoluta independencia de la conciencia, cosa absurda en el alma creada y redimida por Dios" (Pío XI, encíclica Non abbiamo bisogno, 50: AAS 23 [1931] 300). Libertad de las conciencias es la expresión utilizada también por Monseñor Escrivá de Balaguer en sus escritos, y la utilizada, en general, por los autores católicos para evitar los equívocos de la <dibertad de conciencia". En este punto, además de los documentos citados, es fundamental la encíclica Libertas, de León XIII. Puede verse también: Pío XI, enc. Firmissimam constantiam, 33 (AAS 29 [1937] 196); Pío XII, La decimaterza, 49 (AAS 44 [1952] 15); Ci torna, 10 (AAS 39 [1947] 496); La festività, 12-13 (AAS 40 [1948] 10); juan XXIII, Pacem in terris, 14 (AAS 55 [1963] 260-261), etc.
[15] Uno debe seguir su conciencia, aunque sea errónea, a no ser que uno sea consciente de, o sospeche, el error. El error, en el caso que contemplamos aquí, consiste en Iglesia. En cuanto a las consecuencias, cfr. no sólo lo que el no reconocer a Cristo presente en la enseñanza de la sigue en el texto, sino también el apartado b) de la nota 13.
[16] Al hablar de la autoridad para enseñar de la Iglesia - el Magisterio - quede claro que me refiero a la enseñanza - en cuestiones de fe o de conducta - que el Papa o un Concilio Ecuménico con el refrendo del Papa, en orden a la misión que han recibido de Cristo, presentan como verdadera y necesaria para todos los fieles. Naturalmente, no me refiero a la enseñanza de cualquier ministro o teólogo - aunque se presente con gran apariencia de autoridad- , que no pasa de ser un punto de vista personal y privado.
[17] En este caso, como se ve enseguida, por su conciencia mal formada y mal informada.
[18] Muchas personas que se sienten atraídas por la aparente fuerza de unos argumentos humanos en favor de la anticoncepción (por ejemplo, la llamada explosión demográfica) sienten también la fuerza de los argumentos humanos en contra (por ejemplo, el argumento que si una relación sexual contraceptiva es licita dentro del matrimonio, no se puede aducir ninguna razón clara ni convincente para probar que no sea lícita fuera del matrimonio, o el argumento de que un acto sexual contraceptivo supone, evidentemente, un acto limitado de autodonación o entrega, hasta el punto que ya es imposible encontrar en él los elementos que podrían constituirlo en expresión propia de la entrega ilimitada que caracteriza el matrimonio). En el texto principal, arriba, sin embargo, estamos considerando el caso extremo de aquella persona que no ha sabido ver o no ha pensado en las objeciones naturales a la anticoncepción, y no le queda más que lo que podríamos llamar la objeción teológica: si la Iglesia lia estado equivocada durante tantos años en su enseñanza ordinaria sobre el control de natalidad, entonces Cristo no ha sabido cumplir sus promesas a su Iglesia.
[19] Cuando se habla de autoridad, se puede estar hablando de una fuerza que restringe la libertad física del individuo. Pero no se debe confundir esta forma de "autoridad" coercitiva con la autoridad moral, que influye en la mente de acuerdo con su garantía y fiabilidad y con la capacidad persuasiva de sus principios. Este tipo de autoridad es verdaderamente libre y democrático. Tal es la autoridad de la Iglesia.