01. SECCIÓN PRIMERA: TEMAS DE CONCIENCIA

I. CONCIENCIA Y VERDAD

     "¿Qué es la verdad?" (lo 18, 38). La pregunta que Poncio Pilato hizo a Jesús expresa el escepticismo no sólo de un romano del siglo I, sino de tantos hombres del siglo XX. "¿Qué es la verdad?"; por el mismo tono de la pregunta, Pilato probablemente intentó dejar claro que realmente no buscaba una respuesta. En el fondo de su corazón quizá no deseaba ninguna. El hecho es que no la esperó - "salió" (lo, ibídem) - y, de este modo, privó a la humanidad de lo que hubiera sido uno de sus tesoros: la definición de verdad de labios de la Verdad misma (pues, en otra ocasión, el Señor ya había dicho: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida", Jo 14, 6).

     Al leer el relato evangélico de esta escena de la Pasión, nos entra como la sensación de que Pilato había empezado a sentir la atracción de la personalidad de Jesús. Si rompe la conversación de repente y se refugia en el escepticismo es porque Jesús - en el preciso momento en que su vida depende de si gana o no el favor del gobernador romano - había sacado este tema de la verdad, y lo había hecho, además, del modo más directo y tajante: "Para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad oye mi voz" (lo 18, 37).

     Las palabras del Señor, delante del hombre que está a punto de sentenciarle, son muy claras. Cuando habla de la verdad, quiere referirse (y da la impresión de que Pilato así lo entiende) a algo real y objetivo, no a algo sólo subjetivo; no a la mera opinión que pueden discutir los hombres, sino a la verdad que es válida para todos. Hace que la verdad (la revelación de la verdad) sea la finalidad de su misión entre los hombres; de la misma manera que hace que la verdad (la aceptación de la verdad) sea la prueba de adhesión a El.

     Sus palabras son muy claras, tan claras que todos los que entienden el cristianismo como el seguimiento de Jesucristo deben darse plena cuenta de que seguir a Jesús significa aceptar y seguir un criterio o criterios objetivos de verdad, basados en la realidad y en la capacidad que el hombre tiene de conocerla tal como es. La gracia y la fe vienen a reconocer y fortalecer esa capacidad del hombre para la verdad (es decir, esa capacidad para conocer y juzgar la realidad tal como es).

     Las palabras del Señor son muy claras. Muy claro también es el contraste entre su postura y la de Pilato. De hecho, El invita a Pilato - como invita a todos los hombres - a aceptar Su criterio de la verdad. Pero la invitación era demasiado para Pilato. En su escepticismo no cabía tal "dogmatismo" o, quizá, en sus prejuicios no había lugar para el menor intento de comprensión. El - como tanta gente de hoy - pensaba que no existe tal cosa como la verdad, al menos en cuestiones de creencia religiosa o de conducta moral; que no hay nada que sea la verdad acerca de la naturaleza del hombre o acerca de su origen, su destino o el valor de sus acciones. Que no existe verdad objetiva o criterios permanentemente válidos en estas cuestiones; lo único que existiría sería la opinión subjetiva, la elección individual, la preferencia personal. Según esto, nadie tiene derecho a decir que las creencias o las acciones de otra persona sean mejores o peores, más verdaderas o más falsas, que las suyas propias.

Derechos de conciencia y verdad objetiva

     Cristo y Pilato estaban hablando en ondas distintas. Entre las mentes de ambos había un abismo inmenso. Si muchos hombres modernos son tan escépticos como Pilato acerca de la existencia de una verdad religiosa o moral objetiva, ¿no significa esto que entre la mente de Cristo y la de estos modernos hay un abismo igualmente inmenso?

     Quizá. Pero es posible que el hombre moderno, o por lo menos el occidental, tenga una ventaja importante sobre Pilato, una ventaja que vale la pena considerar. No sabemos nada acerca de los puntos de vista de Pilato sobre la conciencia y, más específicamente, sobre los derechos de la conciencia individual. En cuanto gobernador romano - que regía su provincia con una autoridad cuasi absoluta- , lo más probable es que no creyese en ellos. Es evidente que en el caso que le había sido presentado - el caso mismo de Nuestro Señor - no los respetó. En cambio, el hombre moderno, aunque tiene por costumbre decir que no cree en ninguna verdad objetiva, dice creer firmemente en los derechos de la conciencia.

     Ahora bien, si uno reflexiona sobre esto, descubre una inconsecuencia, una inconsecuencia muy esperanzadora, que sugiere precisamente que, en la práctica, el hombre moderno no es tan absolutamente escéptico acerca de la posibilidad de una verdad objetiva o de una ley moral inmutable como él mismo cree, o como, a veces, puede parecer que cree.

     En efecto, todos los que invocan los derechos de la conciencia - en contra, por ejemplo, de la autoridad del Estado - están apelando a una norma de justicia que, para ellos, está por encima - por ser más verdadera - de cualquier disposición o ley humana.

     Aquellos que militan contra los prejuicios de clase, la discriminación racial, el genocidio en masa, el colonialismo, el imperialismo o la guerra atómica, actúan con la firme convicción de que estas cosas están mal, aun cuando un grupo particular o un gobierno o una ley las apruebe; que están mal siempre y en todas partes; que están mal en sí y que ninguna voluntad - ni colectiva ni individual - puede hacer que estén bien.

     Pero no es posible mantener esta postura a no ser que uno crea en una verdad superior - objetiva - que está por encima de las leyes humanas y de los parlamentos; que está igualmente por encima de la voluntad de cualquier individuo, y que exige respeto tanto de unos como de otros.

     Hay que subrayar este último punto. Los movimientos en favor de los derechos humanos o de conciencia no pueden interpretarse como una campaña para librar al individuo de toda lealtad o sujeción hacia el Estado y hacer que la voluntad individual sea suprema. Si cupiese tal interpretación, nadie tendría derecho a protestar, por ejemplo, contra las acciones de Pilato o de Hitler, quienes, a fin de cuentas, indudablemente seguían su voluntad individual y, si - como es muy posible - eran fíeles a su propia "verdad" subjetiva, habrían hecho bien - según tal interpretación - de actuar así.

     Las auténticas protestas en pro de los derechos humanos o cívicos se hacen en nombre de la humanidad, o sea, en nombre de una verdad superior válida para toda la raza humana, que todos los hombres deben respetar. La filosofía esencial de los movimientos en favor de los derechos humanos exige un tribunal superior de apelación - un tribunal regido por una verdad última- , donde la moralidad (la verdad o la falsedad, lo justo o lo injusto) de las leyes y de las acciones puede ser juzgada definitivamente.

La conciencia católica y la conciencia protestante

     Esta idea - que existe una verdad superior a las leyes hechas por los hombres o a las voluntades de los individuos (y que debe ser respetada por ellas) - fue universalmente aceptada en el mundo cristiano hasta el siglo XVI. El protestantismo, en un principio, no parecía rechazar esta afirmación cristiana de la existencia de una verdad objetiva y última, fuera de la mente humana, que está por encima de ella, y que existe aun cuando muchos hombres no la vean o no la respeten. Pero siendo el protestantismo, más que nada, un movimiento de rebelión contra la autoridad, necesariamente y a la larga, tenía que llegar a una crisis acerca de la naturaleza objetiva de la verdad (puesto que verdad y autoridad están íntimamente ligadas, como veremos en el capítulo III). Sin embargo, al principio la rebelión protestante no parecía afectar a esta confianza cristiana fundamental en la verdad objetiva. Parecía no pretender más que modificar los medios por los que, en cuestiones religiosas y morales, cada individuo debería alcanzar esta verdad. De manera que podrían distinguirse como dos modos, uno católico y otro protestante, de enfocar la cuestión; venían a existir, en la esfera de la moralidad, la conciencia católica y la conciencia protestante [1].

     La conciencia católica, para complementar sus esfuerzos íntimos en distinguir el bien y el mal, se atenía a unas normas que venían del exterior de la voluntad humana, es decir, que venían de la realidad misma de las cosas, y, por tanto, en definitiva, de Dios a través de su creación (revelación natural) y de su redención (revelación sobrenatural): normas que - por proceder del mismo Dios (que habla, con autoridad, no sólo en su Encarnación, sino también en esa prolongación de su vida que es la Iglesia) - aceptaba como infaliblemente verdaderas.

     La conciencia protestante, en su sensibilidad a la verdad moral, reconocía aparentemente la ayuda y garantía de una norma externa, objetiva: la de las enseñanzas divinas de las Sagradas Escrituras. Pero, en la práctica, esto iba a tener cada vez menos valor, porque la norma "objetiva" del Evangelio fue subordinada al principio protestante del llamado "libre examen" (al menos en la mayoría de los grupos o sectas protestantes).

     A pesar de este principio, se puede afirmar que en el momento de la rebelión protestante, y por largo tiempo después, la ética de las diversas sectas no pretendía negar la existencia de la verdad objetiva de las normas de la moralidad, sino que se limitaba a decir que el conocimiento de estas normas se puede alcanzar por una interpretación personal o privada - y, por tanto, y en última instancia, por una interpretación subjetiva - de la doctrina de Cristo.

     En otras palabras - simplificando y tratando de resumir los puntos opuestos- , el católico creía que la norma última y suprema por la que afán de interpretar y seguir el Evangelio y la ley natural, reside en una autoridad y una tradición externas y garantizadas por Dios; mientras que el protestante, o la mayoría de ellos, creía que esa norma suprema reside en la conciencia misma.

     Nos hallamos, por tanto, ante dos conceptos contrapuestos de la conciencia y de la relación entre la conciencia y la verdad. Dos conciencias que contrastan entre sí. Cada una se presenta como norma de la verdad, ¡pero qué diferencia! La conciencia católica, que tiende a carear cualquier juicio que se alce desde dentro como voz de la verdad con una autoridad externa y objetiva; y la conciencia protestante, que tiende (en última instancia) a carear cualquier voz que le hable con autoridad desde fuera (la Sagrada Escritura, la Tradición) con su interpretación interior y personal. La conciencia católica, con una tendencia a mirar no sólo hacia dentro, sino también hacia fuera (y hacia arriba): hacia normas externas que constituyen un tribunal de última instancia mantenido por garantía divina; y la conciencia protestante, con una tendencia, en definitiva, a mirar sólo hacia dentro, donde, en última instancia, la voz de Dios habla en lo más profundo de cada alma individual.

     Es enorme la diferencia entre estos dos conceptos de conciencia. Sin embargo, coincidían en un terreno importantísimo, en la medida en que ambos no solamente reconocían la existencia de una verdad objetiva, sino que miraban la conciencia como una facultad capaz de alcanzar esta verdad. Ambos conceptos, en otras palabras, consideraban la conciencia como una facultad hecha para buscar la verdad (y hecha, naturalmente, para hallarla) [2].

     Es un terreno de acuerdo verdaderamente importante. Quizá no nos damos cuenta de su importancia hasta observar la situación que se crea cuando desaparece, cuando la filosofía del "libre examen" (de la total "independencia" del juicio privado) llega a un punto (al que tiende inevitablemente) en el que toda creencia en la existencia dé una verdad objetiva ha desaparecido.

¿Puede la conciencia crear la verdad?

     Es esencial darse cuenta de esta diferencia entre la postura protestante original y lo que podría denominarse la actitud moderna posprotestante, que prevalece en sociedades occidentales liberales (o posliberales) e influye, más o menos, en la manera de pensar de todos nosotros. La posición protestante original mantenía, sencillamente, que la mente o la conciencia humana es capaz de hallar la verdad - religiosa y moral - "por su cuenta", sin ninguna necesidad de seguir una norma que consideraba externa. Lo que es de notar aquí es que esta posición aún admite, al menos en teoría, la existencia de una verdad con la que la conciencia puede relacionarse. Acepta, por decirlo así, la preexistencia de la verdad con relación a la conciencia.

     Lo cual es totalmente distinto a mantener, aunque sea de una manera velada, que la conciencia determina o crea la verdad. Esta, sin embargo, es la postura actual de muchas personas. La libertad de las conciencias - libertad para buscar la verdad - se está convirtiendo hoy en sinónimo de "autonomía" de la conciencia - libertad para "crear" la verdad...

     Desde luego es intrínsecamente absurdo el concepto de una facultad "creadora" de verdad. Por eso, en la medida en que se emplea, se hace más patente el enorme abismo que existe entre la mente positivista-escéptica o voluntarista-subjetívista y la mente católica. En cuanto se empieza a concebir la verdad como algo que se puede crear a gusto de cada uno, está claro que se está hablando de algo totalmente distinto de lo que entiende un católico por la verdad (y distinto, incluso, de lo que el sentido común del lenguaje ordinario entiende por verdad).

     La verdad no la crea ni la puede crear el hombre. La verdad está en las cosas y en Dios tal como son. No es un invento del hombre. El la puede descubrir, la puede encontrar, pero no la puede producir. No está subordinada al hombre ni a su conciencia. La verdad se halla por encima de la conciencia y es independiente de ella. El hombre que niega esto, que de algún modo quiere subordinar la verdad a su propia mente, que está dispuesto a tratarla como creación subjetiva de su propia mente, no habla en absoluto de la verdad. El que piensa o habla sólo de sus verdades, de lo que es "verdad" para él, debería emplear otros términos o expresiones: juicio subjetivo de valor, norma personal o, quizá, interés o preferencia o comodidad personales...

Para ver la verdad, la conciencia debe mirar "hacia arriba"

     La verdad es independiente de la conciencia. Pero la conciencia no es independiente de la verdad. En las elecciones que realmente sean de conciencia, uno no elige la verdad como si fuera una verdad de entre otras posibles verdades. Una verdad, y una sola, se presenta a la mente como real y verdadera, y ésta o se acepta o se rechaza. Pero incluso una vez rechazada sigue presentándosenos como verdad. El hombre no puede deshacerse de ella. Por mucho que intente someterla a su mente, fracasa. Porque la verdad es más fuerte que la mente del hombre.

     Frente a su fuerza, uno sólo puede esquivarla, apartando su mente de ella, declarándola fuera de juego, cerrada a cualquier consideración mental posterior... Pero, si lo hace así, la que, de hecho, queda descalificada y, sobre todo, dañada es su propia mente. No se puede manipular la verdad. Un hombre no puede ir creando sus "propias" verdades. Esto sólo lo puede hacer con el error.

     Desde luego, son muchos los hombres que fabrican sus propios errores y los llaman verdades. Porque el error sí que se puede manipular. El error es totalmente maleable. Es fácil subordinarlo a la mente humana, porque es producto de la mente humana. Pero la verdad está por encima del hombre. La verdad está ligada al ser y obrar de Dios. La verdad, por tanto, la verdad auténtica, siempre es algo más grande que la mente humana. Debe ser respetada y buscada con humildad. Para verla, hay que mirar hacia arriba. Un hombre, de hecho, actúa según su conciencia solamente cuando está mirando "hacia arriba" en sus acciones, cuando está siguiendo una norma de verdad que está por encima de él, y que intenta respetar y alcanzar [3].

     Si la conciencia ha de conservar su auténtica naturaleza como facultad para buscar y alcanzar la verdad, sobre todo la verdad moral, debe conservar esta actitud de humildad. La soberbia siempre está intentando imponerse. Si se le permite, tenderá a adoptar una actitud de dominio hacia la verdad. Y es entonces cuando emerge la conciencia con pretensiones de "facultad creadora de verdad".

La tentación original

     El mayor dilema humano consiste, de hecho, en cómo enfocar la verdad: si tratarla humildemente o arrogantemente. Aquí radica la tentación más básica. Lo mismo que aquí se encuentra el pecado más básico: el pecado original, que está en el origen de todo pecado, y que consiste en dejarse llevar por la tentación de manipular, de dominar la verdad.

     Es curioso el que algunos cristianos modernos encuentren - según dicen - tanta dificultad en el relato bíblico del pecado original. El relato - la doctrina entera- , naturalmente, parece absurdo si uno lo interpreta como un castigo colosal de un insignificante acto de desobediencia hacia un mandato arbitrario. Todo entonces queda reducido a una trampa intencionada puesta por Dios en el ridículo asunto de un manzano protegido.

     Pero no es así, desde luego, como aparece en el Génesis. Dentro de la historicidad del relato, la Biblia emplea algunos términos simbólicos; de esto no cabe duda. Pero emplea términos simbólicos acerca de cuestiones - históricas y doctrinales - que difícilmente podrían ser más claras o más radicales.

     Recordemos la situación. Dios ha mandado a Adán y Eva que no coman el fruto de un árbol: no un manzano, sino el árbol "de la ciencia del bien y del mal". Este árbol - de una especie tan desconocida como significativa - es claramente un símbolo. Y el coger y comer de su fruto es claramente un símbolo. ¿Símbolos de qué?

     Consideremos la tentación. Dios ha advertido a Adán y Eva que no comiesen o tocasen el fruto prohibido, "para que no muráis". El diablo les dice: "No moriréis. Porque Dios sabe que cuando comáis de ello, vuestros ojos se abrirán y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal." Estas últimas palabras encierran la verdadera tentación, y sugieren la enormidad del pecado al cual estaban siendo tentados.

     ¿Cuál es el significado exacto de estas palabras? Adán y Eva es claro que ya conocían el bien. Sabían que Dios es bueno, y que todo lo que Dios quiere debe ser bueno, y que cualquier cosa en contra de su voluntad debe ser malo. Sabían, por tanto, que desobedecerle sería un mal. Pero la tentación que les fue presentada no fue sencillamente la tentación de desobedecer una expresión aislada y aparentemente nimia de la voluntad de Dios. Estaban siendo tentados en su mente, y al máximo pecado posible de soberbia contra la Verdad divina e increada. Estaban siendo tentados a rechazar (o, mejor dicho, a pensar que podrían rechazar) las limitaciones de la condición de criatura, la necesaria subordinación de la mente de la criatura a la verdad objetiva y a las cosas tal como son en sí. Estaban siendo tentados a manipular y abusar de la verdad, a creer que la verdad se puede dividir, que se puede separar de su única fuente y adquirir una nueva y autónoma existencia; que puede haber varias verdades, una frente a otra; que la "verdad" de la criatura puede o debe poseer los mismos y "democráticos" derechos que la Verdad del Creador. Fue la tentación de adoptar su propia norma del bien y del mal, de convertir a su propia mente (quizá sería mejor decir su propio capricho) en norma del bien y del mal. Fue la tentación de ser "como Dios", determinando, legislando, creando, en definitiva.

     Fue la tentación de la conciencia "autónoma". Fue una tentación muy particularmente "moderna".

     Que este punto quede claro. La tentación de Adán y Eva no fue la simple sugerencia de que ellos podrían conocer - es decir, descubrir - la verdad "por su cuenta". La tentación no fue la de ser "descubridores" de la verdad (la verdad descubierta lleva al verdadero Dios), sino de ser "creadores", "inventores" de la verdad (la "verdad" inventada - es decir, la falsedad - es un dios falso o sirve a un dios falso).

Haciendo que el aborto esté "bien"

     ¡Cuan claramente se puede ver hoy muchas voces esta idea falsa de la verdad, que la convierte en un producto arbitrario de la voluntad humana! (¡o incluso que la mira como si fuera un producto arbitrario de la voluntad divina!, ¡qué idea tan falsa de la relación entre Dios y la verdad!).

     ¡Con qué facilidad quisieran resolverse los problemas morales y sociales! "Que esto sea verdad. Que esto esté bien. No; ahora que sea esto otro..." Esta actitud subjetivista está profundamente enraizada en tantas maneras actuales de pensar.

     El aborto estaba "mal" en Inglaterra hace sólo unos años. En el año 1967, el Parlamento británico (por un voto de menos del 50 por 100 de los representantes elegidos por el pueblo) lo legalizó. Por tanto, el aborto ahora está bien. Ha aparecido una nueva verdad. Una nueva verdad ha sido creada, y ha desplazado a la verdad de antes, a la vieja verdad. La vieja verdad ha sido abolida.

     Si la encíclica Humanae vitae fue causa de tropiezo para muchas personas - incluyendo a algunos católicos- , no fue necesariamente porque estuvieran convencidos por los argumentos a favor del control de natalidad, sino más bien porque les escandalizaba la idea de que un solo hombre con el poder (así les parecía) de legislar "la verdad", de cambiar lo que había estado mal para que ahora estuviera bien - todo con un mero fíat, por un sencillo acto de su voluntad...- , ¡se negara a hacerlo!

¿Conciencia contra comunidad?

     La idea de que la conciencia individual está por encima de la verdad y de que cada hombre, por tanto, puede construir su propio mundo del bien y del mal, su propio sistema de lo que es moral o inmoral dentro de esa conciencia falsamente "autónoma", lleva al egoísmo, al individualismo, a la falta de solidaridad, al rechazo de la comunidad: y es al cabo, inevitablemente, destructora de la misma idea de humanidad y de los mismos "derechos humanos".

     Si la mente de cada hombre es, para él, suprema, entonces todos los hombres poseen normas de conducta potencialmente diferentes; desaparecen los vínculos de una humanidad compartida; no existe nada común entre ellos. El diálogo y la confianza se hacen imposibles. La humanidad se fragmenta.

     Si los hombres no saben mirar juntos "hacia arriba" - hacia Dios o, al menos, hacia una verdad superior- , entonces no sabrán durante mucho tiempo pensar, trabajar, actuar o vivir juntos. Si los hombres modernos - cada vez en mayor número - parecen desesperar de ese sentimiento de solidaridad que se veía como meta posible hace muy pocos años, si se fían cada vez menos de las más amplias comunidades, eclesiásticas o civiles; si clasifican tantos aspectos de la vida contemporánea como encerronas, si miran con recelo a los demás, si parecen más escépticos incluso respecto a la vida dentro de aquella comunidad más íntima que es la familia, si se sienten cada día más marginados o si ven, sencillamente, que están yendo irremediablemente a la deriva, cabe preguntarse si ésta no podría ser la etapa final de la desintegración de una humanidad donde las mentes, tras haber perdido el respeto por su lugar esencial de común encuentro, han acabado por perderlo de vista. Y ese lugar de encuentro - único lugar también de reencuentro - es la verdad.

 

NOTAS

[1] En realidad nos referiremos a un sector amplio o mayoritario dentro del dividido y caótico mundo protestante, en el que no hay la unidad de la verdadera Iglesia de Cristo que se da en la Iglesia Católica.

[2] Estrictamente hablando, la conciencia es el juicio sobre la bondad o maldad de nuestra conducta, según una verdad moral práctica. La conciencia no puede actuar, por tanto, si no es basándose en la posesión de esa verdad (o de lo que ella tome por verdad), lo que significa que en la práctica debe adoptar una postura activa hacia el problema de la verdad. Por ello quiero introducir - y también subrayar - la distinción fundamental entre la actitud que busca la verdad y la actitud que "crea" la verdad: actitud de respeto o actitud de dominio, en relación a la verdad.

[3] No actúa según conciencia el que actúa sencillamente según su comodidad, modelando sus acciones en función de su soberbia, su interés, su placer..., y aun quizá modelando sus principios para que convengan a sus acciones. El hombre de principios flexibles corre el peligro constante de llegar a ser un hombre sin ninguna clase de principios.