03. CONCIENCIA Y AUTORIDAD

La autoridad de la verdad

     La relación entre conciencia y autoridad es uno de los temas de actualidad más delicados e importantes. No cabe separarla de la que existe entre conciencia y verdad, relación que ya hemos examinado (en el cap. I).

     El hombre que reconoce que, aunque su mente sea el único medio por el que puede llegar a la verdad, la verdad es mayor que su mente, reconoce la autoridad de la verdad. Es evidente que la verdad, así entendida, posee una autoridad absoluta y exige una sumisión total por parte de la mente. A ésta le puede resultar difícil aceptar la verdad; puede sentir la tentación de resistirla y luchar contra ella. Pero si la ve así, como la verdad, no tiene otra alternativa - si no quiere engañarse - que la de rendirse ante ella, aceptarla.

     En este sentido, la verdad enseña por su propia autoridad, y una mente sincera no puede sustraerse a su imperio. En palabras del Concilio Vaticano II: "La verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y, a la vez, fuertemente en las almas" [9]. La verdad está en las cosas, en la realidad misma y, después, en mi mente. Las cosas mismas producen la verdad en mi mente [10]. La verdad es el acuerdo del juicio de mi mente con el ser de las cosas conocido en él [11]; es decir, la inteligencia no se limita a hacer una simple hipótesis de las cosas, sino que las conoce o puede conocer tal como son. Y en este hecho está, reside, la "autoridad" de la verdad, pues la realidad está por encima de mi fantasía.

     "Dos y dos son cuatro", "hay un árbol junto a la casa", "esto es un libro", etc., son verdades con autoridad. Exigen que mi mente las acepte. Basta reflexionar un momento para que me dé cuenta de que una verdad no es un producto de mi mente. Aunque yo no existiera, seguiría siendo verdad. Es anterior a mí mente; está por encima de mi mente. La mente es capaz de elevarse hacia ella, de alcanzarla. En cuanto la ve, en cuanto está convencida de su verdad, la acepta. De hecho, como hemos notado, no puede negarse a aceptar la verdad una vez que la ha visto, si no es a costa de perder su propia sinceridad, de mentirse a sí misma.

     Se puede decir que la verdad exige adhesión y tiene autoridad; que tiene poder sobre la mente del hombre, que la dirige desde arriba... O esto puede expresarse de otra manera. Puede decirse que la mente del hombre es capaz de elevarse hacia la verdad, de alcanzarla, de adueñarse de ella de tal modo que llegue a ser algo propio... Quizá es más importante - y más atrayente - enfocar el asunto de esta manera. Volveremos sobre este punto.

¿Fiarse únicamente de uno mismo?

     En todo caso, cuando la mente se rinde ante la verdad, esta rendición no representa una derrota, sino una victoria. La mente que ha estado buscando la verdad y, por fin, la descubre, la acepta con una sensación de desahogo y de alegría. Es algo semejante a la experiencia del que está examinándose de matemáticas y, tras una larga lucha con un problema, de pronto ve la solución. Había estado parado, paralizado; ahora ve la verdad y puede continuar. ¡Cuántas personas que han estado luchando con el problema de la vida han tenido esta experiencia! Primero no veían explicación ni solución, o las que veían no les satisfacían. No se sentían tranquilos con esta solución o aquélla, porque no cuadraba con todos los aspectos del problema; no sonaba del todo a verdad. Ahora han visto una solución que realmente parece resolverlo todo, que realmente parece verdad. Lógicamente, la aceptan con alegría.

     Existe hoy la impresión - que está en la base de muchas actitudes contestatarias - de que el hombre maduro sólo debe fiarse de lo que puede verificar por sí mismo, y que dejarse llevar por la palabra o la autoridad de otros es prueba de inmadurez mental o revela una personalidad insegura.

     Esto, desde luego, no es necesariamente cierto. Si existe alguna prueba de inmadurez mental o emocional, se halla ahí, en la incapacidad de distinguir una autoridad o influencia que merece confianza de las que no la merecen. El hombre que no sabe de quién ni de qué se puede fiar en la vida es una persona aislada e infeliz, lo que parece ser la triste suerte de mucha gente de hoy.

Confianza y madurez

     Una personalidad madura acepta consejos e indicaciones de los demás, en la medida que tiene motivo para fiarse de ellos. Si existe motivo suficiente, sigue sus consejos incluso en asuntos que están más allá de sus propias posibilidades de verificación. De hecho, cuanto más importante sea el asunto que uno se siente incapaz de confirmar por sí mismo, más agradece el tener y poder seguir las indicaciones de una autoridad fiable. Nos alegra tener un médico o un abogado a quien poder consultar, y si seguimos sus consejos - en campos donde nosotros mismos somos más ignorantes - es porque nos fiamos de su competencia e integridad profesional.

     El motorista que quiere ir a Birmingham, cuando consulta un mapa, pregunta a un policía o sigue una señal de carretera, está fiándose de la autoridad, y, por supuesto, feliz de poder hacerlo. No considera como una humillación - a no ser que esté loco - el tener que depender de mapas, señales y guías para llegar a su destino. Todo lo contrario: si estaba inseguro acerca de su camino, si empezaba a sentirse algo perdido, las señales que encuentra o el guardia que pretende orientarle son para él causa de alivio y de agradecimiento.

     De hecho, la mayoría de las personas se fían más del mapa o de la señal de carreteras que de su propio sentido de orientación. Es lógico. Suponen que el mapa o la señal estará basado en conocimientos mayores de los que ellos poseen. El fiarse más de ellos es lo único razonable.

     Cuando el viajero acepta la verdad (la autoridad) de la señal de carreteras, no experimenta ninguna sensación de que se le esté imponiendo algo. Su situación es más bien la de la persona a quien se le ha suministrado una información que antes no poseía, y que, con toda libertad, la ha evaluado, aceptado y pasado a la práctica.

     Pienso que las dificultades que algunos católicos dicen tener, en cuanto a las indicaciones de la autoridad competente dentro de la Iglesia, desaparecerían si supiesen ver su situación desde esta perspectiva.

     La autoridad de la Iglesia, en sus enseñanzas de fe o de moral, es un servicio. Es la señalización del camino que lleva al cielo. Merece toda confianza, porque goza de una garantía divina [12]. No se impone a nadie. Se ofrece, sencillamente, a los hombres. Y cada uno puede, si quiere, apropiarse de ella, hacerla suya...

Convertir la verdad en algo nuestro

     Adueñarse de la verdad, para que se convierta en algo propio: ésa es la idea que debe ser subrayada. El católico, indudablemente, pone su confianza en la enseñanza de la Iglesia (de análoga manera al viajero que pone su confianza en la señalización del Ministerio de Obras Públicas), pero no sería correcto decir sólo que su mente se rinde ante ella. Ocurre también, o más bien, lo contrario. Al aceptar esa enseñanza, la incorpora - como un dato más - a su propio conocimiento de la verdad. Se hace parte de su bagaje mental; supone un incremento de su "patrimonio de verdad", de su saber.

     Esto es evidente en terrenos puramente humanos. Una vez que has comprendido, por ejemplo, el teorema de Pitágoras, o la tabla periódica de los elementos, la haces tuya: se convierte en parte de tu mente, en algo que nadie te puede quitar... Solamente la pierdes cuando te equivocas - cuando caes en el error - acerca de ella...

     Sin embargo, no eres el creador de esta verdad, lo que puede ser humillante para tu soberbia (cuántas veces el temor a esta humillación ha retrasado el progreso de la verdad y de la ciencia). Pero aunque no la hayas creado, la acabas de encontrar. No has descubierto una verdad que permanecía oculta, pero sí has hallado algo que era desconocido para ti. No tienes el mérito del primer descubridor (quien, a pesar de todo, tampoco hizo más que descubrirla; no la creó), pero sí tienes el enriquecimiento propio del que descubre por primera vez una cosa.

     Se dice que la mente ha de rendirse a la verdad. Bien. Pero, en el fondo, lo que impresiona no es tanto la rendición de la mente a la verdad como la rendición de la verdad a la mente; lo que impresiona no es el hecho de que la mente puede - y debe - rendirse a la verdad, sino el hecho de que la verdad esté "dispuesta" a rendirse a la mente... Porque también es la verdad la que se rinde: se deja alcanzar por la mente humana. Toda ciencia, en definitiva, es una persecución de la verdad. Toda investigación científica se apoya en la suposición de que la verdad puede ser alcanzada; ésta es la única esperanza que la sostiene.

     Lo mismo ocurre con la Revelación cristiana. La fe católica no es tanto una obligación como un privilegio: una nueva oportunidad. Nos ofrece la libertad para adoptar, en nuestro pensamiento, unas verdades con garantía divina y de hacerlas nuestras.

La fe es algo libre

     Nadie va a decir que al colocar una señal de carretera en un cruce la autoridad competente esté violando los derechos del pueblo o limitando de algún modo la libertad personal. Más bien está facilitando notablemente sus decisiones. Por tanto, es absurda - aunque no por ello menos frecuente - la acusación de que en la Iglesia católica no existe libertad verdadera porque los católicos están obligados a someterse a unas enseñanzas fijas y concretas. La Iglesia católica afirma, efectivamente, que enseña la verdad en cuanto al camino que lleva al cielo. Pero a nadie se le obliga a creer estas enseñanzas. De hecho, a nadie se le obliga a nada en la Iglesia. Al fin y al cabo, la Iglesia no es un estado policíaco, ni un campo de concentración, ni una cárcel. Es un sistema voluntario. La fe es una cosa libre. La Iglesia no me puede obligar a creer. Yo creo porque quiero, porque tengo motivos suficientes y sobrados y yo decido creer" [13].

     Yo siempre he sentido esta libertad y he decidido libremente creer las enseñanzas de la Iglesia, porque he considerado las garantías que aporta y, ayudado por la gracia, he llegado a la conclusión evidente de que su doctrina está avalada por Dios mismo y es, por tanto, verdadera. Me figuro que todos los católicos han hecho lo mismo. No concibo otra manera de ser católico (es una manera racional y libre a la vez, con la gracia de Dios).

La autoridad está al servicio de la libertad

     La autoridad de la Revelación de Jesucristo - que, como prometió, sigue presente entre nosotros en las enseñanzas de su Iglesia - es algo que se debe mirar no de mala gana y a regañadientes.. sino con gozo y agradecimiento. Cuesta entender cómo una persona puede quejarse porque se ha puesto a su alcance un camino divino y bien señalizado. Nos parecería retrógrado y obtuso el motorista que pusiese pegas a la apertura de una autopista. Nadie le obliga a utilizarla. Puede ir a Birmingham por otra ruta, si le parece mejor, o puede ir a otro sitio si no le interesa llegar a Birmingham. Pero el ciudadano normal, el hombre de la calle que sí quiere llegar a Birmingham, en general está contento de que haya autopista y la toma, en pleno ejercicio de su libertad. Sin embargo, durante todo el trayecto se está fiando de la autoridad. Es su confianza en la autoridad la que le asegura que las señales son verdaderas y que la carretera lleva, de hecho, a su destino.

     Desde este punto de vista, la autoridad de la Iglesia, lejos de restringir la libertad del hombre, facilita las decisiones de la conciencia. Señala el camino, y ofrece así una garantía - que aquellos que entienden la vida como el problema de llegar al cielo necesitan urgentemente - de que las propias decisiones les mantendrán en el buen camino.

     La libertad de las conciencias - a pesar del enorme número de malentendidos a los que se presta - es un don valiosísimo. Pero la libertad de las conciencias no se ejerce mejor en un cruce de carreteras sin señalizar. En un cruce no señalizado, la persona que quiere llegar a alguna parte - la persona que considera importante su elección - busca una brújula, un mapa, un guía. Necesita información. Necesita datos para actuar. Necesita informar su conciencia. Ahí está la maravillosa función de la Iglesia, en el campo de la salvación. La autoridad de la Iglesia, al enseñar, no fuerza a la conciencia: la informa. Ofrece una información esencial a la conciencia. Despeja las dudas, facilitando la certeza. Al hacerlo, no coarta nuestra libertad. Sencillamente, nos hace más fácil ejercerla en elegir los caminos que, si queremos, nos han de conducir con garantía divina hacia el cielo.

 

NOTAS

[9] Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, n.E 1.

[10] Podríamos distinguir dos clases de verdades, simplificando un poco la cuestión. Unas, que no rebasan los confines de nuestra propia facultad de razonar; pongamos por caso un postulado aritmético o la verdad de la congruencia de dos afirmaciones supuestas: "si eres mi amigo, me harás este favor". Otras, que expresan la realidad de algo que conocemos: "ahí está una casa" o "Dios existe". Cuando el Concilio Vaticano II nos habla de la autoridad de la verdad, de su fuerza, no sólo se refiere a las primeras, sino sobre todo a las segundas: "La inteligencia no puede limitarse a estudiar solamente los fenómenos, sino que es capaz de alcanzar la realidad inteligible con certeza verdadera, aunque, como consecuencia del pecado, esté, en parte, oscurecida y debilitada" (Const. Gaudium et spes, n.E 15).

[11] Cfr., por ejemplo, Pío XII, Alocución del 7 sept. 1953.

[12] Los que no creen en la garantía divina, naturalmente, no es probable que lo vean. Pero es evidente que aquí tocamos el fondo del problema que examinamos.

[13] Aquí se deben resaltar dos puntos importantes:

     a) El lector con mayor formación teológica me recordará - con razón - que la fe no es solamente una decisión personal... La fe es, antes, una gracia, un don libre de Dios: "Nadie puede venir a mi si mi Padre no le atrae" (lo 6, 44). En el texto, como es lógico, se presupone esta gracia. Entonces, desde luego, es cada uno quien decide corresponder o no. Soy yo quien libremente acepto o rechazo la gracia de la fe. Esto está íntimamente ligado al segundo punto.

     b) El hombre "moderno" hace bien valorando tan alto su libertad. Pero no debe olvidar - ni se le debe permitir que olvide - que la libertad siempre lleva consigo unas consecuencias. Por tanto, uno no puede actuar de un modo libre y, a la vez, pasar por alto, o pretender evitar, lo que son consecuencias inevitables de sus propios actos libres. Soy libre para tirarme por la ventana del quinto piso; pero si lo hago, no soy libre de evitar la consecuencia: romperme la cabeza contra la acera.

     El autor de estos ensayos quisiera ver a los católicos, en general, más conscientes tanto de la libertad como de la racionalidad de la fe en la Iglesia que implica el ser católico. Pero a la vez, puesto que hay algunos católicos que deciden ejercer la libertad - ¡que, Dios nos ayude, todos poseemos! - de no creer en las enseñanzas de la Iglesia o de no obedecer su disciplina, quisiera llamarles la atención sobre las consecuencias ineludibles de su libre negativa a creer u obedecer.

     Y no tengamos miedo a la palabra obediencia. Fe significa dar crédito a la palabra de Jesucristo y, por tanto, estar dispuesto a obedecerle. La fe implica obediencia. La Sagrada Escritura habla de la obediencia de la fe (cfr. Act 6, 7; Heb 11, 8); Jesús pone la obediencia como prueba definitiva de amor hacia El: "El que recibe mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama" (lo 14, 21). El católico cuya fe le hace ver a Cristo en la autoridad de la Iglesia - "El que a vosotros escucha, a Mí me escucha" (Lc 10, 16) - y quien, por tanto, obedece esa autoridad, es consciente de estar obedeciendo a Cristo. Y, por supuesto, es consciente de estar obedeciendo libremente; ahí reside la dignidad y el mérito de su obediencia: se presta libremente. La persona que se niega a obedecer, que rechaza la autoridad de la Iglesia, también la rechaza libremente. Debe, pues, sopesar la responsabilidad de ese ejercicio de su libertad. Y, desde luego, debe aceptar la consecuencia principal e inevitable de ese acto libre, consecuencia que el mismo Señor subrayó: "El que a vosotros rechaza, a Mi me rechaza, y el que me rechaza a Mi, rechaza al que me envió" (Lc, ibídem).

     Resumiendo: si uno es libre de rechazar la autoridad de la Iglesia, no es libre de considerarse católico o seguidor fiel de Cristo después de tal rechazo.