San Agustín, Matrimonio y Sexualidad

San Agustín, Matrimonio y Sexualidad, en El pensamiento de San Agustín para el hombre de hoy, Valencia 2010 (Tomo III, 601-649)
¿Cuál sería la reacción de san Agustín si volviese al mundo en este comienzo del tercer milenio, y tuviera que valorar la actitud moderna hacia el matrimonio y hacia la sexualidad humana?
Creo que constataría, con sorpresa o sin ella, dos fenómenos que (si bien con otros matices) él experimentó en su tiempo; dos actitudes que combatió; dos valoraciones, aparentemente situadas en polos opuestos y sin embargo íntimamente relacionadas entre sí.
Minusvaloración del matrimonio; exaltación del sexo
Por una parte está la minusvaloración del matrimonio, que parece desestimarse cada vez más hoy día. Ha perdido prestigio en la opinión pública moderna; merece menos confianza; se duda progresivamente de su valor, de sus posibilidades de éxito. Abundan sucedáneos (matrimonios libres, matrimonios a prueba...) hasta el punto de que la misma noción de matrimonio va perdiendo todo contenido objetivo ("matrimonios" homosexuales). Ciertamente la mayoría de nuestros contemporáneos no diría - todavía - que el matrimonio es malo; pero quizá experimentaría alguna dificultad para precisar por qué es bueno.
Por otra parte, esta desestimación del matrimonio va acompañada de una cierta omni-presencia de la sexualidad en casi todos los aspectos de la vida que, si a primera vista podría sugerir una aparente re-valoración del sexo, un análisis más atento indicar la absoluta trivialización del mismo.
Ya no hay norma para el sexo: un cauce en el que encuentra su pleno y singular sentido, y fuera del cual ha de considerarse a-normal. En efecto, hoy parece considerarse como normal - para todos - una "activa" vida sexual, sea cual sea la forma que tome esa actividad. La unión física sexual ya no se contempla como algo sagrado, cargado de sentido, que caracteriza una singular relación humana - la conyugal - quedando reservada para quienes sean esposos. La actividad sexual no implica una profunda entrega de la persona; puede ser casual, temporánea, promiscua. Cualquier persona - aun del mismo sexo - puede ser un buen y legítimo "partner" sexual.
La renovada visión personalista
No todo para san Agustín sería constatar cómo errores y aberraciones del pasado se van repitiendo en estos tiempos de hoy. Quizá lo más interesante para él sería la nueva visión personalista del matrimonio que se ha abierto camino en la Iglesia en los últimos decenios. Pienso que la comprendería en profundidad y (lo que puede interesar más) señalaría - ya sus enseñanazas lo señalan - tanto las vías auténticas por las que debe desarrollarse como las posibles desviaciones o interpretaciones superficiales que ha de evitar.
Recordemos una vez más esa renovada visión de la dignidad de matrimonio, en los términos en los que la presenta el Concilio Vaticano II: visión que pretende ofrecer una respuesta a la moderna minusvaloración del matrimonio; visión impregnada de un claro personalismo apto para atraer e inspirar lo mismo a católicos y a no-católicos.
En la Constitución Gaudium et spes (n. 48), el Concilio describe el matrimonio como "íntima comunidad conyugal de vida y amor"; habla de las relaciones íntimas de los esposos como expresión del mutuo "darse y recibirse". Insiste en como "el marido y la mujer, con la unión íntima de sus personas y actividades se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la logran cada vez más plenamente". Y añade: "Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad".
El mismo número de la Gaudium et spes subraya a la vez (cosa digna de notarse) la conexión natural entre la procreación de los hijos por una parte y, por otra, tanto la misma institución matrimonial como el amor personal de los cónyuges: "Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia" (cfr. Ibid. N. 50).
En los últimos cuarenta años ha sido constante la invocación del personalismo conciliar en escritos sobre el matrimonio. Sin embargo no todo lo que se ha escrito parece haber comprendido cabalmente las múltiples facetas de este personalismo matrimonial, y - sobre todo - de haber percibido la íntima relación que une las más esenciales de estas facetas entre sí. En especial, se nota a veces una tendencia a minusvalorar el aspecto procreativo del matrimonio, y a contrastarlo precisamente con el aspecto de realización personal (identificado éste con el amor). A la vez, se ve reflejada en algunos autores católicos la moderna difidencia hacia el concepto de un vínculo matrimonial indisoluble, como si este vínculo necesariamente comprometería el proceso de realización personal.
Aunque la dirección del pensamiento de san Agustín, y también el modo y tono de su exposición, corresponden naturalmente a los acontecimientos eclesiales de su tiempo y las controversias en los que se vió envuelto, él sigue siendo siempre un doctor universalis. Muchos aspectos de su doctrina anticipan nuestras percepciones modernas; y, lo que es aún más importante, las amplian y maduran, demostrando así la capacidad de salvarlas de juicios parciales y de falsas oposiciones, y de llevarlas a una síntesis más plena y profunda. En relación al tema que nos ocupa, me parece que, en la riqueza del pensamiento augustiniano, cabe descubrir mucho que nos puede ayudar a alcanzar una comprensión más honda del personalismo conyugal y de la sexualidad humana, tal como el Concilio Vaticano Segundo y el Magisterio posterior los presentan.
Esta idea puede chocar, en vista de la frecuencia con la que se le acusa a san Agustín no sólo de estar imbuido de una actitud negativa y pesimista hacia la sexualidad, sino también de ofrecer una visión fundamentalmente deficiente del mismo matrimonio, dando importancia y valor tan sólo a su función procreativa y pasando completamente por alto sus aspectos personalistas. No comparto esta crítica, considerando que se basa en una lectura inadecuada del Santo, acompañado en muchos casos de una comprensión deficiente de la misma sexualidad conyugal y, posiblemente, de lo que representa el verdadero núcleo del personalismo cristiano. Pero tanto se ha repetido la crítica que parece razonable permitir que de alguna manera condicione nuestro estudio.
San Agustín, ¿pesimista?, ¿anti-personalista?
Centremos nuestras consideraciones en dos cuestiones. Primero, ¿tenía san Agustín un concepto exclusivamente procreativo del matrimonio, o cabe hallar también en sus escritos aspectos que de alguna manera merecen la calificación de personalista? Segundo, ¿poseía una visión pesimista de la actividad sexual, o podemos descubrir en esa visión elementos valederos para lograr una comprensión más exacta de la sexualidad, sobre todo en cuanto expresión del amor matrimonial?
Nuestro propósito pide que tengamos en especial cuenta dos de las grandes controversias en las que san Agustín se metió a fondo: con los maniqueos, hacia el comienzo de su vida católica, y con los pelagianos, más tarde. Las doctrinas maniqueas constituían un ataque frontal contra el matrimonio. Las ideas pelagianas representaban un ataque más camuflado contra la norma cristiana para la sexualidad en nuestra condición humana actual. Aquéllos eran abiertamente anti-matrimonio; éstos eran aparentemente pro-sexualidad, pero tendían de hecho a minar la capacidad del hombre de mantener y respetar la dignidad del sexo. Las polémicas de san Agustín con los maniqueos reflejan su defensa del matrimonio en general y de la procreatividad en particular; las con los pelagianos descubren sus reservas acerca de posturas que quieren presentar la sexualidad humana como algo que, en el fondo, no ofrece aspectos problemáticos.
Siendo el cuerpo, en la visión dualista de los maniqueos, obra del demonio, la propagación del cuerpo es mala; y el matrimonio, en cuanto medio de la procreación, es también un mal [1]. Ante esta peculiar posición maniquea, resulta natural la contestación de san Agustín: el matrimonio y la cópula conyugal son buenos, precisamente porque es buena la procreación [2]. De ahí su insistencia en la finalidad generativa de la sexualidad [3].
Sin embargo, no es verdad que el único valor que ve en el matrimonio sea la procreación. Ya en De bono coniugali - su primer tratado sobre el matrimonio escrito en el período de controversia anti-maniquea - amplía su visión de modo que cabe calificarse de personalista: "puede razonablemente preguntarse - escribe - por qué es bueno el matrimonio. A mí me parece que no radica en la sola procreación de los hijos, sino también en la sociedad natural constituida por uno y otro sexo" [4]. Y describe la mutua fidelidad como "la primera sociedad de los hombres en este mundo visible y perecedero" [5]. Insiste en el valor del amor entre marido y mujer, y en cómo el "ordo caritatis" une incluso a aquellos a quienes la edad o la suerte puede haber privado de hijos: "En el verdadero y óptimo matrimonio, a pesar de los años, y aunque entre el hombre y la mujer el ardor de la juventud se haya desvanecido, sigue en pleno vigor, entre esposo y esposa, el orden de la caridad" [6]. Presenta la fidelidad como un intercambio de mutuo respeto y servicio [7], e insiste también que "son santos los cuerpos de los cónyuges cuando guardan fe entre sí y para con Dios" [8]. Y, en su tratado posterior sobre la viudez, afirma: "El bien del matrimonio es siempre algo bueno. En otro tiempo, en el pueblo de Dios, era obediencia a la ley, mientras que ahora es remedio de la flaqueza, y, para algunos, consuelo de la naturaleza humana" [9].
Va más allá. Al defender la bondad del matrimonio, ofrece un análisis, nunca superado, de los valores esenciales - valores profundamente humanos y bendiciones divinas- que caracterizan y muestran la belleza, la nobleza y lo atractivo del matrimonio. Es la doctrina augustiniana de los bona matrimonialia, que él presenta una vez y otra en forma de un gran canto en loor de tres valores o propiedades esenciales por los que la bondad del matrimonio queda manifiesta: la fidelidad, la procreatividad, y la naturaleza irrompible del vínculo conyugal.
Para san Agustín, cada una de las propiedades esenciales de la sociedad conyugal es un bien que confiere dignidad al matrimonio y demuestra cuán profundamente responde a las aspiraciones innatas de la naturaleza humana, que puede por tanto gloriarse de esta bondad: "Es éste el bien del cual el matrimonio deriva su gloria: la prole, la casta fidelidad, el vínculo irrompible" [10].
Los tres bienes: el bonum fidei, el bonum prolis, y el bonum sacramenti... Análisis típicamente agustiniano en su brevedad y hondura. Durante los siglos los comentaristas se han acostumbrado a repetirla en su brevedad, quizá sin esforzarse suficientemente para penetrar su profundidad y descubrir su riqueza antropológica. No tiene la culpa san Agustín si la reflexión eclesial posterior, concentrándose en la finalidad procreativa del matrimonio que para él fue tan clara, apenas ha mantenido y no ha desarrollado su comprensión positiva de los bona, entendidos (como evidentemente hay que entenderlos) en la línea no de finalidad sino de propiedad [11].
Bajo este aspecto, habría que ver si la teología, y de modo especial el derecho canónico, no han fomentado una visión restringida y a veces hasta aparentemente negativa de las propiedades del matrimonio, poniendo especial hincapié en el aspecto de obligación que comporta cada "bonum", e interesándose principalmente por las consecuencias jurídicas de su exclusión (invalidez del consentimiento). Me parece indudable que esta preocupación por la obligatoriedad de los bona ha contribuido a oscurecer su real bondad. san Agustín no presenta los bona principalmente como obligaciones, sino como valores, como bendiciones. "Que estas bendiciones nupciales sean objeto de amor: la prole, la fidelidad, el vínculo irrompible..... Que quien quiere alabar las nupcias, elogie estas bendiciones nupciales" [12]. Para él, cada una de las propiedades esenciales de la sociedad conyugal - la exclusividad, la permanencia, la procreatividad - es un bien con el que Dios ha conferido dignidad al matrimonio y demuestra cuán profundamente responde a las aspiraciones innatas de la naturaleza humana, que puede por tanto gloriarse de esta bondad: "Es éste el bien del cual el matrimonio deriva su gloria: la prole, la casta fidelidad, el vínculo irrompible" [13].
No hay nada que se puede caracterizar de deficiente o negativo en este poderoso análisis. Por el contrario, la tesis de san Agustín - que la relación conyugal es buena a causa de tres valores excepcionales que le son intrínsecos - se presenta como enormemente atrayente para quienes no hayan perdido su natural sentido de la vida. Podemos considerar esto un poco más de detenimiento.
Nuestros contemporáneos, o al menos los que conservan algún aprecio hacia el matrimonio, probablemente tendrán poca dificultad para aceptar que la "fides" encierra un claro valor. Es algo bueno y positivo que los esposos se empeñen mutuamente en una fidelidad exclusiva, demostrando de esta manera la singular estima que cada uno tiene del otro. La bondad o valor de la fidelidad es obvio. "Tu eres único para mí": es la primera afirmación verdaderamente personalizada del amor conyugal, que es un eco de las palabras que Dios dirige a cada hombre, a través del profeta Isaías: Meus es tu - Eres mío [14].
Hoy en día puede costar algo más comprender y reconocer que esta mutua fidelidad cobra aún mayor valor por el hecho de ser permanente, plasmado en un vínculo irrompible. El hombre contemporáneo se ha hecho con una idea de la propia libertad que le hace desconfiar de cualquier tipo de entrega definitiva. Siempre prefiere estar en condiciones para retractarse de sus decisiones, incluso de una decisión tan natural como la matrimonial. Es por esto que la indisolubilidad - un bonum esencial para san Agustín - , ha llegado a parecer un malum para nuestros contemporáneos para quienes una relación "a tiempo" y rompible es mejor que un vínculo irrompible. En contra de san Agustín y de la enseñanza perenne de la Iglesia, gran parte de la modernidad mantiene que solamente el matrimonio soluble es bueno y aceptable, siendo un vínculo indisoluble malo e inaceptable. Sin embargo, es san Agustín quien tiene razón, y el hombre moderno quien yerra y a quien le urge superar esta desconfianza paralizante, y volver a una comprensión renovada y rejuvencida de las tendencias y exigencias positivas de su propia naturaleza.
Insisto que para quien no ha perdido contacto con su propia humanidad, la bondad o valor del vínculo indisoluble es también claro. Poseer un hogar y un refugio estables, saber que el mutuo pertenecerse ha de durar toda la vida, son valores que resultan naturales y altamente atrayentes para la persona humana. Sabe que exigirá sacrificio, pero a la vez siente que ese esfuerzo vale la pena. Juan Pablo II afirma: "Resulta natural para el corazón humano aceptar exigencias, incluso cuando resultan difíciles, por amor hacia un ideal, y sobre todo por amor hacia una persona" [15].
Juan Pablo II, de hecho, en plena consonancia con las ideas de san Agustín, va más allá y habla de la indisolubilidad como una buena noticia: "a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal" [16]; "La familia realiza, ante todo, el bien del «estar juntos», bien por excelencia del matrimonio (de ahí su indisolubilidad) y de la comunidad familiar" [17].
El matrimonio es bueno; se trata de un bien profundo y exigente, merecedor de fidelidad, no de una vivencia superficial que se toma a prueba y se abandona en cuanto aparezcan sus exigencias.
Como ya queda dicho, no es verdad que san Agustín contemplase el matrimonio exclusivamente bajo una luz procreativa. A la vez, sin embargo, está claro que el bonum prolis o la procreatividad constituía, para él, un valor matrimonial principal y, con el bonum fidei y el bonum sacramenti, un valor esencial. Quizá aquí es donde al hombre moderno le cuesta más comprender el pensamiento de san Agustín, y donde a la vez podría sacar mayor provecho si llegara a comprenderlo. ¿Constituye la procreatividad un valor para nuestros contemporáneos? ¿Logran ver la dignidad personalista de la procreación, captando a la vez lo falaz de los argumentos que clasificarían como mero "biologismo" cualquier defensa de la conexión intrínseca y inseparable entre los aspectos procreativo y unitivo de la cópula conyugal [18]? ¿Se dan cuenta no sólo que el matrimonio está naturalmente pensado para ser fecundo, sino que esta fecundidad es algo bueno, un quid bonum; porque, como enseña el Concilio Vaticano Segundo, "los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres"? [19] ¿Se dan cuenta, por consiguiente, que la práctica de la contracepción - o incluso el recurso no adecuadamente motivado a la planificación familiar natural - empobrece la vida personal y conyugal de los esposos y su realización humana? Si a estas preguntas pocas personas contestarían con un Sí sin titubeos, y muchas con un No cualificado o sin cualificar, hénos aquí delante de una generalizada mentalidad moderna que no está de acuerdo con el pensamiento de san Agustín ni, así parece, con el juicio del Vaticano Segundo sobre el enriquecimiento que la procreación aporta a la vida matrimonial.
Los "bona" agustinianos y el personalismo cristiano
Por muchos años después del Concilio Vaticano II abundaban escritos teológicos y canónicos que parecían haberse basado en la presunción de que el pensamiento eclesial preconciliar había sido dominado por una comprensión institucional del matrimonio y que, de acuerdo con el espíritu del Concilio, tal comprensión habría que dar lugar a una comprensión más personalista. Según esta tesis, la comprensión institucional enfatizó el aspecto social del matrimonio y concretamente su carácter como institución para la propagación de la raza humana. Por contraste - siempre de acuerdo con este modo manera de pensar - el Concilio pedía una manera renovada de contemplar el matrimonio en una línea más personalista: con mayor énfasis en la relación entre marido y mujer, en el papel y en las aspiraciones del amor conyugal, y en la realización personal; con mayor libertad, por consiguiente, de las limitaciones institucionales. Como parte de este proceso, así se sugería, habría que desplazar, quitándoles importancia, los tradicionales bona augustinianos que de un modo muy particular se consideraban elementos institucionales del matrimonio desfavorables al desarrollo del personalismo.
Tanto las presuposiciones de esta tesis como los contrastes que pretende hacer, siempre me han parecido carecer de suficiente base. A fin de cuentas, el matrimonio para un cristiano debe ciertamente verse siempre como una institución - no de ley humana positiva, sino de ley divina. En otras palabras, el matrimonio no es una mera invención histórica o un arreglo temporal inventado por los hombres - apto quizás para las mores humanas o sociales de algún momento particular pero que en cualquier época posterior se podría modificar o desechar - sino una realidad dada por Dios que corresponde a la naturaleza del hombre y al plan divino para su desarrollo y destino.
Es de hecho esta institución, el matrimonio mismo, que cabe verse desde una variedad de ángulos: desde el ángulo de los valores personalistas (la auto-realización, el amor conyugal, etc.) o desde el de las realidades jurídicas (validez de consentimiento, capacidad, etc.). En tal caso se puede ciertamente contrastar los dos análisis presentados. Ahora bien, mientras se puede legítimamente establecer un contraste entre una comprensión personalista y una jurídica (o incluso, si se desea, una "juridicista") del matrimonio, me resulta del todo confuso y erróneo querer postular un contraste entre una comprensión "institucional" y una "personalista".
Debido a esto, durante los años que serví en la Rota Romana, publiqué varios estudios canónicos y teológicos, intentando demostrar que la "visión institucional" y la "visión personalista" del matrimonio se prestan a la síntesis más que al contraste; y - lo que es de mayor interés para el presente estudio - que los bona augustinianos son profundamente personalistas, reflejando las aspiraciones del amor conyugal y favoreciendo la verdadera realización humana de los esposos [20].
Para mí, sostener que una comprensión procreativa del matrimonio no puede ser personalista, evidencia una antropología gravemente defectuosa. Si se ha perdido contemporáneamente la conciencia de la bondad de la procreatividad humana - de la singularidad de cada ocasión cuando dos céllulas se convierten en un ser humano, o cuando un conyuge se convierte en padre o madre - esto denota un concepto devalorizado de la vida misma y del privilegio de ser colaboradores con Dios en la tarea de perpetuarla. Precisamente durante sus años maniqueos san Agustín tuvo su único hijo, no planificado y no deseado. Pero mueve a la reflexión el hecho que aún entonces, a pesar del principio maniqueo que la procreacion es un mal, acogiera este hijo como un don supremo, dándole el nombre de Adeodatus - "Dado-por-Dios".
Vista bajo estas perspectivas, la doctrina agustiniana de los tres bona resulta verdaderamente personalista. Si hemos perdido en gran parte esta conciencia tan positiva de los valores fundamentales del matrimonio, si tendemos con demasiada facilidad a considerar lo gravoso, y no lo bueno y lo atrayente, de la unión exclusiva, permanente y fecunda entre el hombre y la mujer, es a nosotros, y no a san Agustín, a quienes hay que achacar un posible pesimismo, o al menos una manera empobrecida de contemplar la realidad.
A fin de cuentas, la idea clave en la que se edifica todo verdadero personalismo cristiano, es la conocidísima frase de la Gaudium et spes: "el hombre no puede encontrar su propia plenitud [plene seipsum invenire non posse] si no es en la entrega sincera de sí mismo" (n. 24) [21]. Si el hombre no se entrega de verdad a otro, se queda solo, y no es bueno que el hombre esté solo (Gen 2:24); así no se realiza. Esa entrega a otro puede ser directamente a Dios [22]; o bien (y por supuesto se trata del caso más común), es precisamente la entrega en el matrimonio. Pero tiene que ser una entrega de verdad - una auténtica donación total y sin reservas - y es ahí donde el amor-entrega y el matrimonio-institucional se encuentran y coinciden.
Si hoy en día una entrega sin reservas para con la otra parte ya no se considera como un valor esencial de la relación matrimonial, tampoco se lo considera un compromiso sin reservas hacia la prole, posible fruto de la unión matrimonial. En general todavía se espera que el matrimonio sea fiel y exclusiva; en cambio se acepta que puede ser temporal y estéril.
Por tanto, el valor principal que muchos de nuestros contemporáneos ven en la relación hombre-mujer parecería ser simplemente alguna forma de compañerismo sexual, formalizado o no en el matrimonio. La sexualidad, y no la conyugalidad, se ha convertido en el punto de referencia. Como resultado, la distinción entre las relaciones sexuales lícitas y ilícitas (o sea, en términos más tradicionales, entre el matrimonio y la fornicación, etc.) se hace cada vez más borrosa y al final llega a carecer de sentido. No pocos sostienen que - con tal de existir un amor sincero - , las relaciones matrimoniales y las extra-matrimoniales son casi indistinguibles desde el punto de vista moral. Supuesta la presencia del amor, ambos son "buenas" (aunque quizás se concede que aquéllas bajo cierto punto de vista sean preferibles) [23]. Pero la base de esta "bondad" ya no reside en la total auto-donación mutua, caracterizada por los bona conyugales. Se coloca en la tenue bondad del "amor", privada de todo aspecto real de auto-entrega: un amor transitorio, sin ninguna promesa de fidelidad, y cerrado a su posible fruta en una nueva vida. Semejante amor realmente no une - más que por un momento y de paso - ni tiene la capacidad de sacar a una persona de su soledad existencial. La expresión física del amor, ya no restringida a una relación verdaderamente conyugal, puede fácilmente llegar a ser sojuzgada por una fuerza - la de la sexualidad incontrolada - que aisla el individuo y tiende a deshumanizar y desvitalizar el amor mismo.
A mi entender, por tanto, sólo se sabrá apreciar la contribución al personalismo matrimonial hecha por san Agustín, si se sabe interpretar su doctrina de los bona en clave personalista, y no - como suele hacerse - en clave jurídica o bajo una perspectiva que algunos tachan de meramente "institucional". La doctrina de los bona es el gran legado del Obispo de Hipona en apoyo de la bondad del matrimonio. El pensamiento cristiano actual - en respuesta al reinante pesimismo acerca del matrimonio - debería plantearse el reto de indagar y exponer más a fondo el contenido y la belleza de estos valores humanos.
San Agustín y el amor conyugal
¿Qué lugar ocupa el amor conyugal en el pensamiento de san Agustín? Sin duda, como hombre de su época, no daba al amor afectivo o sentimental la misma importancia que se les suele dar hoy. Para él, la verdad del amor conyugal hay que buscarla, no en el área de los sentimientos, sino dentro del ordo caritatis donde se subraya la entrega fiel con independencia de las variaciones o vaívenes del amor pasional o afectivo. Para él, la esencia de la alianza matrimonial consiste en la recíproca donación de sí [24]. Pero la calidad de esta mutua donación tiene que pasar por la prueba del tiempo, y no cabe duda que el bonum et annosum coniugium - el matrimonio fiel, cargado de años - impresionaba más al Hiponense que el encuentro conyugal entre jóvenes: romántico pero todavía no sometido a la prueba [25]. Podemos tan sólo imaginar con qué elegancia latina san Agustín habría expresado la idea de que "ver a una pareja joven enamorada siempre es agradable; ahora bien, ver a una pareja vieja enamorada es una maravilla".
La fidelidad es fruto de una auténtica caridad conyugal. El amor, como toda virtud, es difícil y padece momentos de tentación. La esposa fiel y casta es superior en su amor a quien se presta a un amorío pasajero. "Y ¿en qué es superior la esposa si no es por el amor a la fidelidad, por el amor al matrimonio, por el amor más sincero y más casta [para con su marido]?" [26]. Su amor es más auténtico porque más fiel.
En su gran catequesis sobre la "Teología del Cuerpo", Juan Pablo II ofrece un análisis personalista de la sexualidad y del matrimonio, contemplándolos como medios divinamente instituidos para ayudar al hombre a superar su "soledad originaria". En relación con esto, es interesante notar que en una obra tan importante y tan temprana como el De bono coniugali, san Agustín abre su exposición subrayando la naturaleza sociable del matrimonio. Él ve la bondad de la unión conyugal demostrada, entre otros motivos, por el hecho de ser el primer cumplimiento natural de la necesidad humana de vivir en sociedad. En el primer capítulo expone con claridad la base sobre la que desea asentar la bondad del matrimonio: la condición sociable de la naturaleza humana y el vínculo solidario de la amistad entre los hombres. Sólo después de haber aclarado que la sociabilidad humana encuentra su primera expresión natural precisamente en la sociedad conyugal, indica lo que distingue la relación matrimonial: une al hombre y a la mujer no con mera amistad, sino en una sociedad procreativa [27]. Hemos ya notado arriba (notas 4-8) pasajes de la misma obra que cabe legítimamente calficar de "personalistas". Recordemos también los términos según los que, en la De civitate Dei, concibe el matrimonio en el Edén: "una alianza fiel entre los cónyuges basada en el amor y en el respeto mutuo" [28].
San Agustín y la sexualidad conyugal
Esto nos lleva al segundo aspecto de nuestras consideraciones. Aunque la bondad del matrimonio ha sido relativizada y puesta en tela de juicio en los tiempos modernos, paradójicamente la bondad del sexo parece seguir un proceso de absolutización, quedándose fuera de toda cuestión. Atreverse a sugerir que "algo en el sexo no está bien", probablemente provocará un arranque de ira ante lo que se considera un puritanismo reavivado. Y si en un artículo como éste, se me ocurriría sugerir (que así en efecto hago) que san Agustín sostiene que hay algo que no va bien en el ejercicio de la sexualidad, ciertamente la contestación inmediata sería, "Afirmando esto, Vd. concede que es verdadera la crítica que afirma el pesimismo de san Agustín respecto del sexo - reliquia de sus años maniqueos".
¿Era pesimista la visión del Hiponense acerca de la sexualidad, sobre todo en su contexto conyugal? ¿O es posible que contenga intuiciones capaces de proporcionar una comprensión más profunda y positiva de cómo la sexualidad debería ser, y seguir siendo, una expresión del amor matrimonial?
No cabe duda que la extraordinaria percepción de san Agustín en cuanto a la santidad y majestad de Dios haya intensificado su conciencia de la pecaminosidad del hombre. Si a nosotros nos parece que exagera ésta, es quizás porque somos deficientes en la percepción de aquéllas. Además, si el Obispo de Hipona ve y pondera la pequeñez del hombre, lo hace precisamente a la luz de la majestad infinita y la misericordia redentora de Dios. Así se explica por qué no es pesimista acerca de las posibilidades y la dignidad del hombre, sino todo lo contrario. Este optimismo de san Agustín sobre la llamada que viene dirigida al hombre y el destino que le espera - sobre el valor último de la vida humana - explica cómo su pensamiento ha atraído y ha inspirado a incontables personas durante los siglos. Su optimismo resulta más evidente y más atrayente precisamente a aquéllos que entienden el realismo en el que está tan firmenente cimentado.
Aplicamos esto en particular a ese aspecto tan importante de la vida que es la sexualidad humana. Cualquier imputación de pesimismo aquí - en el Agustín católico - también ha de rechazarse firmemente. Su forcejeo con sus propios impulsos sexuales era duro y largo. Indudablemente, y más a la luz de sus anteriores tendencias maniqueístas, una persona de temperamento tan sensible debía de haber experimentado muchas tentaciones para ceder al pesimismo. Sin embargo salió victorioso en su lucha para controlar su sexualidad; y a mi parecer también venció cualquier visión pesimista de la sexualidad en general. Augustín no fue pesimista en cuanto al sexo. Tampoco era optimista. Fue realista; se daba cuenta que algo no estaba bien.
Aquí las necesarias distinciones van precisadas y observadas con todo cuidado. Recordemos de nuevo que no fue en sus polémicas contra los maniqueos cuando Agustín mantuvo que hay algo malo en nuestro instinto sexual (los maniqueos lo consideraban no tanto malo como carente de importancia), sino en su controversia con los pelagianos. Fue precisamente en la madurez de su pensamiento que, habiendo defendido la sexualidad como dádiva divina y noble, se opuso a aquellos que se negaron a reconocer que esta dádiva esté amenazada por algún elemento negativo que había llegado a afectarla.
El pensamiento católico (y precisamente también por la influencia de san Agustín) ha siempre defendido la proposición que "el sexo es bueno". Con todo, sostener que "el sexo es bueno" no es lo mismo que afirmar "no hay nada malo en el sexo". La Iglesia católica defiende la primera proposición, y rechaza la segunda. Toda su visión de la creación en general y del hombre en particular es que, en cuanto obra de Dios, son buenos. Pero la Iglesia contempla la obra buena de la creación como amenazada por el mal, que a veces procede desde dentro, sobre todo por el mal que el mismo hombre puede libremente producir o escoger. Entre la bondad de la Creación y la necesidad de la Redención se coloca la realidad de la Caída. Así la Iglesia, sosteniendo que la naturaleza humana es buena, también sostiene que algo ha ido mal dentro de esa naturaleza; y que si no se tiene en cuenta ese "algo-que-ha-ido-mal", si no se lo trata y si es posible se lo remedia, puede frustrar y destruir el desarrollo del hombre en cuanto hombre. Es evidente, además, que mientras este "algo-que-ha-ido-mal" hace notar su presencia en todos los aspectos de la actividad humana, perturba especialmente el área de la sexualidad.
Este "algo-que-ha-ido-mal" es una extraña tendencia del hombre a centrarse en las cosas de la creación, sobre todo en sí mismo, como si su felicidad y realización habría de encontrarse en bienes creados y perecederos, y no en el Bien increado (cf. Santo Tomás: I-II, q. 82, art. 3). San Juan, preveniéndonos contra el poder de esta atracción potencialmente fatal, distingue tres realidades peligrosas: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos, y la soberbia de la vida (1 Jn 2:16). El Hiponense está imbuído de una aguda conciencia de las tres; pero es su comprensión de la concupiscencia o lujuria de la carne - la concupiscentia carnalis - que nos interesa en particular. Porque efectivamente es verdad que su pensamiento en esto ha tenido una profunda influencia que ha dotado la comprensión católica de la sexualidad de su poderoso y exigente realismo.
Lo mismo que combatió las opiniones negativas de los maniqueos, también se opuso a las demasiado optimistas de los pelagianos. Al tratar de sus obras anti-pelagianas, es no menos importante tener en cuenta la naturaleza y los términos de una controversia en la que san Agustín se proponía defender una comprensión cristiana de la moral sexual contra una exaltación naturalista.
La controversia pelagiana obligó a Agustín a exponer los defectos de la condición actual de la sexualidad. Le resulta muy difícil aceptar que la sexualidad, tal como ahora la experimentamos, corresponda al orden creado por Dios. Encuentra un desorden - el de la concupiscencia carnal- en la sexualidad; y lo considera, no como de institución divina, sino como resultado del pecado [29]. Una comprensión adecuada de esta controversia - y de su efecto posterior en la moralidad católica - depende de la noción de la concupiscencia, siendo a la vez esencial darse cuenta de las posiciones netamente diferentes sostenidas por los pelagianos y por Agustín. Ellos sostuvieron que la concupiscencia es un bien natural [30], y que sólo sus excesos son malos [31]. El Hiponense mantiene que es en sí misma una enfermedad o desorden [32] que acompaña al hombre como consecuencia del pecado original.
Agustín considera las imperfecciones del hombre, en su estado actual, a la luz de su primera creación y de su destino eterno. En este punto de su doctrina - y es importante recordarlo - sigue los pasos de san Pablo quien, en su Carta a los Romanos, se había quejado tan vivamente de la concupiscencia, fruto del pecado que le mantenía cautivo, y manifestaba con tanta expresividad sus ansias de verse liberado de la ley de pecado que moraba en sus miembros [33].
San Agustín lo mismo que san Pablo no expone ni maniqueismo ni pesimismo sino doctrina revelada y realista, al afirmar que nuestro cuerpo grava sobre el alma [34]. Como Pablo, también anhela la liberación. Es consciente, de modo particular, que la sexualidad está desordenada en relación a su plan original, y añora aquella situación del Paraíso donde el apetito sexual no estaba sujeto a la libido [35], y las relaciones maritales habrían sido posibles sin que el instinto dominara sobre la mente, la voluntad, y el amor.
Una vez y otra repite que la concupiscencia es un mal en sí, un mal que tiene sin embargo un uso bueno, uno sólo, que es dentro del matrimonio en la cópula conyugal dirigida a la procreación. Mantiene que en ese uso lícito del matrimonio un mal está presente, un mal que los cónyuges castos emplean bien [36].
Son vigorosos estas opiniones sobre la concupiscencia, y sin duda se prestan a ser mal entendidas si se sacan de contexto y sobre todo si no se capta bien en qué cosa consiste la concupiscencia, por qué es mala, y cómo se distingue de un sano instinto sexual y conyugal [37].
Agustín y el placer sexual
En primer lugar, hay que reconocer que algunas expresiones menos exactas de Agustín al hablar de la concupiscencia parecen sugerir que su misma presencia implica cierta culpa personal; pero en realidad, ya adelantamos, no es así; solamente se le podría llamar pecado en cuanto proviene del pecado e induce al pecado, pero no es propiamente pecado: "Su reato ha sido perdonado por la regeneración, aunque permanece el combate como prueba" [38]. Lo da a entender suficientemente en la definición que nos da de la misma: "La concupiscencia es cierta inclinación que proviene de una mala cualidad, una cierta flaqueza" [39]. Esta misma visión se deduce claramente de los varios textos en que Agustín nos dice que todos los pecados se perdonan en el bautismo y que la concupiscencia permanece después de la recepción del mismo [40]. A esta doctrina le pone precisión terminológica santo Tomás, quien enseña que la concupiscencia permanece en nosotros como un defecto (poena) que acompaña nuestro estado posterior a la caída, y no como una falta moral (culpa) [41].
Sin embargo, hay que aclarar la cuestión de sí en la mente de san Agustín, la concupiscencia queda sencillamente identificada con el placer sexual en cuanto tal, y si, en el matrimonio concretamente se identifica con ese placer que acompaña la unión física entre los cuerpos de los esposos al realizar el acto conyugal.
Aquí, conviene que vayamos por partes. Primero, tengamos en cuenta que el pensamiento de los grandes pensadores está en constante ebullición, progresa, madura; muchas veces incluso cambia, sobre todo (como por lo demás es lógico) en el caso de personas que han experimentado una conversión radical, pasando de un concepto de la vida y de la misma naturaleza humana a otro completamente diversa. Pensemos a san Pablo, por ejemplo. Pensemos a tantas figures notables de la época más moderna, especialmente desde mediados del siglo XIX.
Pues bien, de esto no hay ejemplo más notable que san Agustín. Por eso, si queremos apreciar a fondo su concepto (negativo, desde luego) de la concupiscencia, hay que ponderar sobre todo los escritos de sus últimos años - de su época más madura, digamos - , en los que estudia y analiza a fondo la naturaleza de la concupiscencia: la época de sus escritos anti-pelagianos.
Aquí destaca su larga controversia con el obispo pelagiano Julián de Eclana, que de algún modo merece nuestra gratitud porque sus polémicas provocaron la obra de san Agustín, De nuptiis et concupiscentiis, donde el afán del Santo para aclarar no pocos aspectos más delicados de su pensamiento nos facilita el captarlo con mayor precisión..
Julián había tergiversado la censura de la concupiscencia hecha por Agustín como si implicara un juicio negativo sobre la atracción entre los sexos, o sobre el placer sexual experimentado en la relación marital. Agustín rechaza enérgicamente la acusación de que él hubiese condenado las diferencias sexuales, su unión o su fecundidad: "Nos pregunta si son las diferencias entre los sexos, o su uníon, o su misma fecundidad, lo que atribuimos al diablo. Respondemos que ninguna de estas cualidades, ya que la diferenciación sexual corresponde a los cuerpos de los padres, mientras la unión entre ellos corresponde a la procreación de los hijos, y su fruto a la benedición otorgada a la institución del matrimonio. Pero todas estas realidades son de Dios....." [42]. Y más tarde repite que no tiene nada que objetar a la alabanza hecha por Julián (por medio de la cual quisiera ganar a los espíritus menos maduros) "de las obras de Dios; a saber, su alabanza de la naturaleza humana, del semen, del matrimonio, de la unión de los sexos, y de sus frutos: porque todas estas obras son buenas" [43]. Cuando Agustín condena la concupiscencia, por tanto, no condena ninguno de estos valores - dados por Dios - de la sexualidad. Ahora bien, hay otro punto que interesa notar. San Agustín deja claro que lo que él considera el desorden de la concupiscencia tampoco puede identificarse con el placer sexual.
Conviene hacer especial hincapié en este punto, ya que, en vista del vigor con que Agustín critica a quien se deja arrastrar por la concupiscencia, un lector superficial podría concluir que está criticando la búsqueda del placer en la unión conyugal. Una lectura más atenta muestra que no es así.
En un pasaje del De bono coniugali en el que compara la nutrición y la generación, había insistido en que el placer sexual, temperada y racionalmente buscado, no es ni puede ser concupiscencia [44]. En otro lugar, hablando de los placeres de los sentidos, insiste en que hay gustos o placeres lícitos y otros que son ilícitos [45], y concluye oponiendo el placer lícito del abrazo conyugal al placer ilícito del abrazo fornicario [46]. En su controversia con Julián, aclara que no es el placer lo que critica, "ya que el placer también puede ser honesto" [47]. Además, se declara contento de que Julián admita que el placer puede ser tanto lícito como ilícito [48].
Hay un pasaje de especial interés que manifiesta la manera metódica en la que responde a su adversario, sin permitirle que le atribuya afirmaciones que no ha hecho o posturas que no sostiene. Está de acuerdo con la enumeración juliana de los aspectos de la relación sexual que, siendo parte de la creación divina, merecen alabanza; pero no está dispuesto a conceder más. Cuando Julián afirma - como si Agustín lo hubiera negado - que el trato sexual conyugal, con sus aspectos de intimidad, de placer, y de seminación, son de Dios y deben ser alabados, Agustín señala estos "argumentos" - dixit "cum calore"; dixit "cum voluptate"; dixit "cum semine" - que no hacen al caso, ya que Agustín está plenamente de acuerdo en que se trata de realidades buenas dadas por Dios. Pero - añade - Julián, al afirmar todo esto (intentando marcarse puntos que yo nunca he puesto en duda), no se atreve a mencionar lo que yo digo que es malo en ese trato conyugal: la concupiscencia carnal o libido [49].
Sus reservas por tanto, versan no sobre la bondad del matrimonio, ni sobre la intimidad y el placer de la cópula conyugal, sino sobre la fuerza y efecto de la libido o la concupiscentia carnis que, afirma, "no es un bien procedente de la esencia del matrimonio, sino un mal, consecuencia del pecado original" [50].
La concupiscencia en el matrimonio
Entonces, ¿qué es para Agustín la concupiscencia carnal si no es el placer de la cópula sexual [51]? Es aquella "desobediencia de la carne", por la que la voluntad humana "ha perdido hasta el imperio que le es propio sobre sus propios miembros" [52]: "aquel apetito carnal que obliga al hombre a buscar sensaciones, por el placer que proporcionan, tanto cuando el espíritu consiente a ello como cuando se opone" [53]. Es ese aspecto desordenado del deseo sexual que se desgaja de la voluntad del hombre y del ordenamiento racional del apetito sexual: que hace que experimente el deseo sexual en momentos cuando es imposible o ilícito satisfacerlo; que confunde su sentido moral, inspirándole acciones que su mente reprueba: comportamientos que habrían de ser juzgados non concupiscendo, sed intelligendo [54]. En una palabra, la concupiscencia es la tendencia negativa de buscar el placer con independencia de la razón o de la voluntad.
Repetimos que, al tratar de este tema, hay que buscar la máxima exactitud al definir los términos. A nosotros, confesamos, nos parece más acertado describir la concupiscencia como "una falta de control de la razón y de la voluntad sobre los movimientos de los órganos sexuales" (Schmitt, E.: Études Augustiniennes, Paris, 1983, 95), que sencillamente como "the passionate, uncontrolled element in sexuality" (Bonner. G.: St Augustine of Hippo, Canterbury Press, 1986, 375). Las pasiones del hombre forman parte de su naturaleza, también en su estado original. El elemento que caracteriza la concupiscencia no es el pasional, sino la falta de control.
Pocos seguramente se habrían enfrentado al Obispo de Hipona si se hubiese contentado con poner, como ejemplos de la concupiscencia, el fenómeno de la fornicación o el del adulterio. La piedra de tropiezo para muchos es que habla de la concupiscencia dentro del matrimonio mismo, en el ejercicio de las relaciones conyugales. Para algunos esta sola idea basta para justificar la afirmación de que san Agustín mantiene una postura maniquea en relación a la sexualidad. Sin embargo, considero que puede demostrarse no sólo que su tesis es genuinamente cristiana, sino que contiene verdades de gran perspicacia y utilidad para la orientación tanto de los casados como de los célibes.
Una parte del argumento de Agustín consiste en que nadie tiene vergüenza de lo que es totalmente bueno [55], y se sirve de este punto para demostrar que algún elemento de desorden acompaña el acto conyugal, tanto en su preparación como en su consumación. Razona que, aun cuando a todos les resulta conveniente cumplir sus acciones honestas a la luz del día, no es éste el caso del acto conyugal que - siendo honesto - los cónyuges tendrían vergüenza de realizar en público: "Y ¿de dónde nace esto sino de que lo naturalmente honesto va de brazo, aunque como pena, con lo vergonzoso?" [56].
¿Cómo es que los esposos, que no tienen inconveniente en expresar públicamente su mutuo cariño por medio de una mirada o de una sonrisa, se avergonzarían de realizar el acto conyugal delante de los demás, incluso - el ejemplo es también de san Agustín - delante de sus propios hijos?
La explicación se halla en parte en el índole imperioso del impulso sexual, a raíz del cual un elemento ambivalente entra incluso en la más íntima relación matrimonial. La ambigüedad aparece en el mismo acto conyugal: en el hecho que lo que debe ser un acto total de amor puede ser sólo un acto de egoísmo: lo que debe ser la máxima expresión física de la auto-donación y de la entrega al otro - llena por tanto de delicadeza - puede reducirse a un acto esencialmente en sí y empeñado en satisfacer un poderoso impulso hacia el placer que reside simplemente en la mera posesión física del otro.
De ahí debe estar claro que, aún en el matrimonio, buscar satisfacer la concupiscencia de manera egoísta (y por tanto sin auténtico amor), con propósito de usar al cónyuge, sometiéndole a los propios deseos carnales y sin ánimo de entregarse a él o a ella en el amor, es una falta contra la esencia de la entrega y el respeto matrimoniales.
Los cónyuges que se aman sinceramente no tienen dificultad para reconocer este elemento que - dentro de su relación mutua - pide purificación [57]. Sienten la necesidad de moderar y refrenar la fuerza que les atrae, de tal modo que puedan unirse en un acto que sea de verdadera donación mutua y no de mera conquista simultánea. No pueden por tanto abandonarse demasiado ligeramente a la intimidad, ya que en ella son puestos a la prueba [58], al menos ante sus proprios ojos. Es natural y lógico que no quieran someter esa prueba al escrutinio de los demás.
Hay que tener también en cuenta que el impulso sexual, además de ser imperioso, tiende a ser indiscriminado; fácilmente se desconecta del amor, llevando a la persona en una dirección que el amor no puede o no debe seguir. Podría ser el caso, por ejemplo, de la persona célibe que se siente poderosamente atraída hacia el marido o la mujer de un amigo. No por casarse quedan eliminadas estas dificultades. Una persona casada también puede de pronto ser tentada por un deseo sexual - no buscado y sin embargo quizá aparentemente incontrolable - hacia una tercera. Dentro de la misma vida matrimonial, entre marido y mujer, el deseo puede sobrevenir en un momento en el que no se puede satisfacer, o puede derivar hacia una dirección que no es lícito seguir. El marido que ama a su mujer puede encontrarse a veces en este trance. Es consciente que su mujer no desea tener relaciones sexuales, y sin embargo, él sí; o, para decirlo con más exactitud, su instinto las desea. Quisiera tener la tendencia sexual más sometida a la voluntad, al control de la razón; pero experimenta que su instinto no obedece tan fácilmente. El debe sobreponerse al instinto y hacer que se someta. Esta dificultad, "esta lucha entre la voluntad y la libido" [59], esta presencia amenazadora - también dentro del matrimonio - del egoísmo sexual constituye el mal de la concupiscencia que, según san Agustín, los casados deben aprender a usar bien.
La castidad conyugal
Este desorden de la concupiscencia, que en nuestro estado actual acompaña al bien del matrimonio, es redimido por la virtud de la castidad. Cabe condensar el pensamiento del Obispo de Hipona a este respecto en una sola frase en la que distingue "la bondad de las nupcias del mal de la concupiscencia carnal, que la castidad conyugal usa bien" [60].
Lo que la castidad conyugal significa para Agustín se desprende de sus comentarios en torno al relato - del libro de Génesis - que nos narra el comportamiento de Adán y Eva antes y después de la caída. Antes, estaban desnudos y, sin embargo, no sintieron vergüenza (Gn. 2, 25): "No porque no pudiesen ver, sino porque al contemplar sus miembros no sintieron nada de lo que avergonzarse" [61]. En aquel estado de naturaleza íntegra, Adán y Eva no experimentaron nada desordenado - ningún elemento de egoísmo - en la atracción conyugal entre ellos. Las ocasiones de tener relaciones maritales habrían sido determinadas no por el mero instinto, sino por su inteligencia y voluntad, y habrían correspondido plena y connaturalmente al propio sentido de donación mutua en el ejercicio del poder procreador. "Si ningún pecado hubiera precedido, el hombre habría sido engendrado por los órganos de generación, no menos obedientes que los demás miembros a una voluntad tranquila y ordenada" [62].
San Agustín subraya la reacción de nuestros primeros padres cuando, después de pecar, descubrieron que el deseo sexual parecía haberse desgajado de la conyugalidad: la vergüenza les hicieron cubrir sus miembros, y se vistieron. Es importante señalar que, pese a que fuesen marido y mujer y se encontrasen solos, fue entre los dos - en su relación mutua - que la vergüenza se hizo presente. No se trataba de vergüenza de ser marido y mujer, ni era tampoco vergüenza de dar expresión a su cariño conyugal; versaba sobre un elemento nuevo que amenazaba la pureza que habían experimentado en su relación original.
Como efecto de la concupiscencia el hombre y la mujer se quedan demasiado absorbidos por los aspectos físicos de la sexualidad y por su atracción exterior. Resulta entonces más difícil alcanzar, "ver" y comprender el sentido interior, la verdadera sustancia y auténtico valor de las diferencias y de la complementariedad sexuales. Nuestros primeros padres, en el estado de la primitiva creación, tenían una visión más profunda y más plena. Cada uno estaba en condiciones de contemplar la desnudez del otro con tranquilo gozo, sin que la atracción o la comprensión sexual - el enriquecimiento sexual - fuese turbado por un impacto corporal excesivo. El acto de cubrir su desnudez tras la caída fue una reacción natural dirigida a defender la claridad de su visión, su capacidad de contemplar la recíproca sexualidad en la plenitud de su significación "esponsal", sin correr el riesgo de ser cegados por su aspecto físico tan sólo [63].
En la reacción de Adán y Eva se descubre la pudicitia coniugalis: una cierta modestia o reserva entre marido y mujer nacida de su vigilancia ante aquello que no honra el misterio de su reciproca sexualidad y no actúa conforme a las leyes que su razón descubre en ella; una tendencia que es tentación de usar, y no respetar, al otro. Adán y Eva - la primera pareja, y la única, en experimentar la sexualidad tanto antes como después de la Caída - dan un primer ejemplo de la castidad conyugal, tomando precauciones para preservar su mutuo amor del egoísmo de aquel instinto "que no obedece con prontitud a la voluntad ni siquiera de los cónyuges castos" [64].
La acción de Adán y Eva ejemplifica aquel sentido de vergüenza que, dada el estado actual de nuestra naturaleza, es ahora natural a todos los hombres [65]. Su acción puede también servir de clara lección: si los casados no observan una cierta moderación en sus relaciones conyugales, pueden minarse tanto el mutuo respeto que debe caracterizar su amor como la auténtica libertad con la que su recíproca donación esponsal debería efectuarse. No sólo antes de casarse, sino dentro también del matrimonio, el amor mismo inspirará a los esposos a proteger o fortalecer esa libertad. Juan Pablo lo explica así: "Aquella libertad interior del don, que por su naturaleza es explícitamente espiritual y depende de la madurez del hombre interior. Esta libertad presupone una tal capacidad de dirigir las reacciones sensuales y emotivas que haga posible la donación de uno al otro, en base a la madura posesión de sí mismo ..." (Audiencia General, 7 noviembre 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII, 2 (1984), 1174-1175; y véase en particular las reflexiones sobre la vergüenza y la desnudez, en las audiencias del 13 de febrero de 1980 y siguientes de Juan Pablo II).
Si el hombre moderno se resiste a admitir que algo no va bien - que algo ha caído y se ha roto - en las relaciones entre los sexos, nunca comprenderá la importancia de la castidad, la clave para la salvación sexual. Dicho de otra manera, quien tiene en más el sexo que el amor, se irá sometiéndose cada vez más al dominio del primero y será cada vez menos capaz de experimentar y vivir el segundo. La exaltación del sexo implica en efecto una desestimación del amor y, a la larga, la pérdida de la misma capacidad de amar. Todos pueden advertir, reflexionando, esta verdad en el fondo de su corazón; y, pienso, son pocos los que no anhelan lograr o recuperar la capacidad de un amor sexual más humano, más verdadero, más casto. Cuanto les puede remover aquel grito de Agustín: "Señor, hazme casto, pero todavía no..." [66], grito de un espíritu dividido entre la esclavitud de la carne - cuya tenaz fuerza al menos reconocía - y el sueño y deseo de un amor limpio que hasta el final queda a todo hombre, por depravado que se vea. Se explica, por tanto, que no sólo la doctrina de san Agustín sino sobre todo su vida - narrada con tanta sinceridad en sus Confesiones - sigue siendo fuente de inspiración y de esperanza para quienes, en un mundo dominado por el erotismo, lleguen a conocerla.
La tradición católica y el mal uso del cuerpo
Un cierto paralelo a la experiencia de Adán y Eva, podría encontrarse quizá en la de una pareja adolescente en quienes la primera atracción de un amor completamente idealista de pronto deja paso a la conciencia del elemento turbador de la carne. Es preciso reconocer entonces que esta nueva atracción también es natural, a la vez que se descubre que no es buena en todos sus aspectos. De modo parecido, unos novios preparándose al matrimonio pueden tener la convicción de que no todo es bueno en el instinto que les mueve tan poderosamente; y pueden mantener esta convicción aun cuando reconozcan la bondad de la unión a la cual les atrae. No es malo sentir la atracción de esa unión; pero no es bueno dejarse arrastrar a ella en contra de la conciencia, que aquí equivale a decir en contra de la autenticidad y sinceridad del amor.
Gran parte de la moderna "educación sexual" parece querer convencer a los jóvenes de que no existe un uso bueno y otro malo de la sexualidad, esto es, que cualquier uso del cuerpo es de hecho indiferente. San Agustín, con toda la tradición moral católica, insiste que precisamente porque el cuerpo es bueno, es por lo que se puede hacer mal uso de él. Así, en un pasaje típico, compara el uso virtuoso del mal de la libido (es decir, el uso ordenado de la sexualidad a pesar del desorden de la concupiscencia), por parte de los casados, y el uso malo del bien del cuerpo por parte de los impúdicos [67]. La concupiscencia amenaza constantemente con dominar tanto a los casados como a los solteros; es necesario, como dice Agustín, que "los castos la dominen" [68]; siendo la castidad además "un don de Dios" [69].
Se ejerce hoy una presión constante sobre la juventud para que actúe como si la inmodestia, y no la modestia, fuera lo natural; como si un hombre y una mujer, o un chico y una chica, no sintiesen un reproche natural ante determinadas maneras de hablar, o de vestirse, o de comportarse; como si la pasión nunca fuera egoísta y calculadora, con la consiguiente obligación de juzgarla como tal y de oponerle resistencia. Todo esto, lleva a un progresivo embotamiento del sentido moral, y termina en una situación antinatural e inhumana en la que el ambiente reinante entre los sexos es de suspicacia, recelo o miedo, donde la falta de respeto actúa como un poderoso factor de inhibición en el desarollo y maduración del afecto y del amor.
La conciencia de que un elemento egoísta está presente en el campo de la sexualidad, no es el resultado de una determinada formación religiosa. Al contrario, es natural que cada uno tenga conciencia de este problema [70], lo mismo que es natural que cada uno sea consciente de ese desequilibrio en su propia naturaleza, que los cristianos tradicionalmente han atribuido al pecado original, y que provoca "deseos contra los que también los fieles han de dar batalla" [71]. La Iglesia no es pesimista cuando insiste en que hay que luchar contra las malas tendencias de la naturaleza caída; esto no es pesimismo sino realismo. Sería pesimismo creer (como creyó Agustín durante largo tiempo) que no es posible vencer en la lucha. La Iglesia proclama que podemos ser vencedores con Cristo [72], aunque no sin Él. Al otro extremo, sería irreal y una forma de pelagianismo, sostener que no existe batalla en este campo.
Los fieles reconocen sin gran dificultad las verdades que subyacen la doctrina de la Iglesia. Preferirían, sin duda, que no hubiese necesidad de luchar: "no hay ningún cristiano en búsqueda de la santidad que no quisiera lograr que la carne con sus malos deseos no militasen contra el espíritu" [73]. Pero, ante la inevitabilidad de la batalla, se agradece una orientación positiva sobre esta guerra que todos debemos librar, y sobre los medios espirituales que se nos ofrecen (la oración y los sacramentos, en particular) para no salir derrotados en la lucha, o para remediar las derrotas que pueden sobrevenir, y asegurar así la victoria definitiva.
En este contexto el Obispo de Hipona recuerda las tentaciones de la carne que san Pablo experimentó y el remedio que supo encontrar. Agustín cita aquel grito del corazón, ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Rm 7:24) - palabras de quien batalla en la angustia, pero aprende a vencer - , y comenta que también nosotros hemos de comprender estas palabras y aplicárnoslas porque, como Pablo, estamos metidos en la misma batalla y poseemos los mismos medios para vencer [74].
Conocimiento sexual y verdad
Hagamos una breve referencia a otra cuestión que ocupó a san Agustín (aunque desde un ángulo netamente distinto del que exponemos aquí): por qué Adán y Eva (como parece) no tuvieron relaciones sexuales en el Paraíso [75]. Sólo - de acuerdo con el término bíblico - se conocieron después de la caída [76].
Según el derecho de la Iglesia (can. 1057) el consentimiento personal y mutuo es esencial para la constitución de la alianza matrimonial, y no existe ningún poder humano que puede suplir este consentimiento. No es necesario postular que el poder divino - la Voluntad de Dios - habría reemplazado el consentimiento humano de Adán y Eva. Más bien parece razonable suponer que ellos - al darse cuenta que han sido creados por Dios para ser marido y mujer - aceptaran y ratificaran con gozo esta divina elección. Si en el Paraíso, sin embargo, no tuvo lugar ningún trato sexual entre sí, fue sin duda porque no estaban todavía "preparados para ello"; se encontraban, por decirlo así, todavía en el período de los esponsales, en el proceso de llegar a conocerse como esposos; y la cópula marital - en cuanto pone en juego la auto-donación definitiva, la plenitud de la auto-revelación y del conocimiento conyugales - no habría tenido sentido aún.
La tendencia hacia la unión sexual cuando ésta "no tiene sentido" es la expresión práctica de la concupiscencia carnal, presente en los solteros y en los casados. Para quienes no están unidos en matrimonio, la cópula no tiene ningún sentido: ellos no pueden hacerse mutamente partícipes del conocimiento esponsal que está implícito en la cópula, que se convierte por tanto en un acto sin sentido para ellos. En el caso de marido y mujer, la cópula tiene sentido; pero lo tiene plenamente sólo si el acto constituye una ratificación de la orientación procreativa de la relación conyugal. Por eso el trato sexual conyugal contraceptivo es un sin sentido; "contradice la verdad del amor conyugal" [77], y es prueba del dominio de la concupiscencia carnal. Por eso también, la cópula marital restringida sin suficiente causa a los períodos infértiles, tiene poco sentido, mientras que la restricción de la cópula a esos períodos, con suficiente causa, tiene sentido, y demuestra el dominio de la razón sobre el instinto.
La imperfección del trato sexual conyugal no procreativo
¿Qué debe pensarse de la opinión de san Agustín, frecuentemente expresada, en que afirma que el trato sexual conyugal está justificado sólo si es realizado con la intención de que sea procreativo, y que tiene un elemento de imperfección o de falta venial, si se realiza en la búsqueda del solo placer [78]? Agustín se basa en I Cor. 7:5-7, donde san Pablo aconseja a los cónyuges que no se abstengan demasiado tiempo de las relaciones maritales, y añade que esto lo dice secundum veniam (en la Vulgata se lee secundam indulgentiam). Ya que Pablo evidentemente está hablando de lo que se les puede permitir a los casados, cabe, desde luego, discrepar de la exégesis de Agustín según la cual les estaría imputando un pecado. Me parece que la diferencia de acento, entre Pablo y Agustín, pero a la vez la estrecha conexión entre el pensamiento de uno y de otro, se ve en la tesis de que el buscar la cópula conscientemente desconectada de su finalidad procreativa es, para los esposos, egoísmo excusable (Pablo), pero, con todo, egoísmo (Agustín), y, en este último sentido, una falta venial.
Hoy en día es sin duda difícil defender esta tesis, que parece dejar de lado el aspecto de humanitatis solatium que el mismo Agustín asigna al matrimonio [79]. Algunos quizá la rechazarían alegando que pasa por alto el poder y la función unitivos que tiene, en sí, el acto conyugal. Vale la pena detenerse en este punto.
Agustín, si viviese hoy (y el Aquinate, con él), quizá nos insistiría en la doctrina esencial de la Humanae Vitae - que el aspecto unitivo y el procreativo del acto conyugal son inseparables - y nos invitaría a ponderar si realmente cabe afirmar que la cópula tiene un sentido unitivo, "en sí", o sea, sin referencia a su función procreadora. Si la Humanae Vitae dice que los dos aspectos o significaciones del acto son inseparables, ¿no implica que la exclusión del sentido procreativo - incluso en un nivel puramente intencional - frustra la singular capacidad del acto de expresar y efectuar la unión conyugal? En términos humanos, el significado de "tú eres mi esposo", es: "tú eres único para mí; y la prueba de tu singularidad está en el hecho de que contigo, y solo contigo, estoy dispuesto a compartir mi poder procreativo". La función y el sentido unitivos del acto conyugal consiste precisamente en este compartir la procreatividad recíproca; no puede identificarse ningún otro elemento en el acto que lo haga ser verdaderamente expresivo de la singularidad de la relación conyugal [80].
Si los esposos no buscan, de modo consciente, la experiencia unitiva de compartir su procreatividad complementaria, ¿qué es sino el placer (divorciado del sentido) lo que buscan? No digo que hagan mal al buscar este placer; pero sugiero que este compartir sólo el placer es un sustituto imperfecto (y no-conyugal) de la experiencia veraderamente unitiva que implica el trato sexual abierto a la vida.
La castidad conyugal se basa necesariamente en la comprensión y el respeto de la orientación procreativa del acto conyugal. San Agustín señala cómo la concupiscencia es templada por el parentalis affectus. "Al ardor de la voluptuosidad", dice, "se le añade una cierta gravedad y sentido profundo cuando el hombre y la mujer consideran que la unión conyugal tiende a convertirles en padre y madre" [81]. Vemos de nuevo que no dice nada contra el placer, pero insiste en cómo debe reflexionarse sobre el sentido que subyace a un acto tan placentero como la cópula [82]. La insistencia del Hiponense en que el trato sexual conyugal sólo es racional si está abierto a la procreación puede parecer, a primera vista, que descuida el factor personalista de la sexualidad. Esta conclusión no es del todo clara. Antes hemos citado ese pasaje de De bono coniugali [83] donde el Santo afirma que el placer de la cópula conyugal, contenido por la temperancia dentro de su "uso natural", no es concupiscencia. Tengo firmemente para mí que san Agustín, si viviese hoy, comprendería en profundidad y abrazaría con gozo los análisis que el magisterio reciente ha hecho del aspecto personalista de la unión matrimonial. Concretamente opino que ampliaría su modo de expresarse para admitir y sostener que el acto conyugal y su placer concomitante se realizan y se experimentan según su uso natural cuando lo que mueve a los esposos es el natural deseo de reafirmar su amor espiritual e interpersonal a través de esta unión corporal, sin que vaya necesariamente acompañado de un deseo positivo por su parte de engendrar prole.
Pero el Obispo de Hipona se mantendería firme, como lo hace el Magisterio hoy, que los cónyuges, al buscar y experimentar esa gozosa unión corporal, para protegerse contra el efecto egoísta de la concupiscencia, han de respetar la naturaleza íntegra del mismo acto conyugal; esto es, sin desnaturalizarlo artificialmente por medios contraceptivos. Con la visión ampliada y madura que los siglos le darían, opino que san Agustín sostendría que el placer que acompaña el auténtico affectus maritalis tampoco es libido. Pero él también, como el Magisterio, pondría una condición sine qua non: que sea un acto conyugal verdadero por el que los esposos devengan efectivamente una caro; lo que solamente ocurre cuando no se separe el aspecto procreativo del aspecto unitivo del mismo acto.
Quizás requiere una naturaleza tan profunda y tan sensible como la de Agustín para apreciar plenamente la amenaza a la dignidad del amor humano presentada por la pérdida del control racional y espontáneo del apetito sexual. Se requiere un esfuerzo constante para dotar la relación entre los sexos - y entre los esposos - del respeto debido siempre a las personas. La vida humana, para solteros o casados, se perturba al no hacerse este esfuerzo; y está en peligro de rápida deterioración si se desprecia el esfuerzo mismo.
Ni pesimismo maniqueo ni engaño pelagiano; ¡optimismo cristiano y realista!
En todo caso, sin intentar forzar la mente y los textos de san Agustín, cabe preguntarse si hoy no existe una tendencia a enseñar a los casados que no hay nada que necesite ser moderado en su relación física, que no tienen por qué tener en cuenta ese elemento egoísta, dentro de la sexualidad, que es capaz de minar su amor mutuo. Un auténtico servicio pastoral hacia las personas casadas debería lógicamente ayudarles a reflexionar sobre ese potencial egoísmo que puede estar presente en sus relaciones íntimas, y que tiende a hacerse más presente en la medida en que el acto conyugal es separado deliberadamente de su orientación procreativa. En la enseñanza de san Agustín, la castidad conyugal mantiene a los esposos más acá del "limes mali" [84], la frontera del mal: si se va más allá, se entra en el área de la culpa moral.
Si los cónyuges permiten que el placer les importe demasiado, corren el riesgo de tomar antes de dar, y de perder así el sentido de su entrega mutua. La castidad conyugal les ayudará a dar prioridad a los valores verdaderamente personalistas y a tenerlos presentes: la reafirmación, por medio del acto conyugal, de su relación esponsal, que se hace viva en este compartir una procreatividad abierta a la vida. Estas miras más altas expresan y mantienen su buena voluntad. Entonces, como afirma san Agustín, la buena voluntad de los esposos conduce y ennoblece el placer subsiguiente (que buscan y experimentan), y evita el peligro de que se dejen dominar por el placer [85].
Al entrar en contacto con las ideas ajenas, suelen impactar más las que armonizan con nuestras propias ideas y nuestro modo de pensar, o también las que se oponen a ellas. Sin duda es ésta la razón por la que un intelecto tan rico como el de san Agustín suscita reacciones tan diversas, y se le ha interpretado de maneras tan diferentes.
Con respecto a la sexualidad en general, no considero que el Hiponense en su pensamiento maduro fuese pesimista; aunque sí me parece que algunos de sus comentaristas lo han sido o lo son; y que los juicios que ofrecen, así como las citas selectivas que sacan de sus obras, reflejan este pesimismo. ¿Podría ser que ellos estén de hecho imfluidos con algunas de las tendencias maniqueas de las que el Santo logró liberarse?
San Agustín tenía que combatir tanto el pesimismo maniqueo (que él había compartido), cuanto el engañoso optimismo de los pelagianos. Su batalla con los maniqueos inspiró su encomio del matrimonio, ese análisis de su grandeza, de sus valores esenciales, que nunca ha quedado superado. Su forcejeo con los pelagianos fomentó su realismo acerca de la sexualidad, también dentro del matrimonio, y acerca de la necesidad de un esfuerzo constante para que la sexualidad no pierda su carácter humano.
La actitud contemporánea occidental hacia el matrimonio va de la simple pérdida de estima hasta el pesimismo, llegando incluso al franco desprecio. Un retorno al análisis de san Agustín de los bona ofrece la única base amplia y sólida para una re-apreciación del matrimonio en todo su atracción y valor humanos. Pero, volvemos a insistir, una pre-condición de tal retorno será saber superar los clichés acerca de los bona, que intentan encuadrarlos dentro de una anticuada visión "institucional" del matrimonio; así como apercebirse de que, en consonancia con la armonía de la obra creadora de Dios, el análisis de san Agustín subraya precisamente esos aspectos de la institución que están dotados de mayor valor humano y personalista.
El hombre moderno se ufana de tener una visión sencilla del sexo. Más que simple, es simplista; y a lo largo destructiva. Aparentemente optimista, tiende en realidad al pesimismo; pelagiano en origen, tiende cada vez más al maniqueísmo. La sexualidad es una realidad mucho más compleja, que puede influir en la vida personal de cada uno para gran bien o para gran mal, según la medida en que se entienda su verdadera importancia humana y se logre subordinar sus exigencias instintivas a su finalidad racional, tanto de expresar cuanto de perpetuar el amor a la vida y la vida del amor.
NOTAS
[1] "¿No sois vosotros quienes consideráis la procreación de los hijos como algo aún más criminal que la misma cohabitación?": "nonne vos estis que filios gignere, eo quod animae ligentur in carne, gravius putatis esse peccatum quam ipsum concubitum?" De moribus Manich. 18, 65.
[2] "Non enim concubitum, sed ut longe ante ab Apostolo dictum est (I Tim. 4, 3), vere nuptias prohibetis, quae talis operis una est honesta defensio" De moribus Manich. 18, 65; cfr. Contra Faustum Manich. 30, 6.
[3] cfr. Covi, D.: "El fin de la actividad sexual según san Agustín" Augustinus 17 (1972), p. 58; Samek, L.E.: "Sessualità, matrimonio e concupiscenza in sant'Agostino": Studia Patristica Mediolanensia, 5, Milano, 1976, p. 232.
[4] "bonum coniugii... Cur sit bonum merito quaeritur: Quod mihi non videtur propter solam filiorum procreationem, sed propter ipsam etiam naturalem in diverso sexu societatem" De bono coniug., 3, 3.
[5] "quae prima est humani generis in ista mortalitate societas" 6, 6 (PL 40, 377).
[6] "Nunc vero in bono licet annoso coniugio, etsi emarcuit ardor aetatis inter masculum et feminam, viget tamen ordo caritatis inter maritum et uxorem" 3, 3 (PL 40, 375).
[7] "fides honoris et obsequiorum invicem debitorum" ibid.
[8] "Sancta sunt ergo etiam corpora coniugatorum, fidem sibi et Domino servantium" 11, 13 (Pl 40, 382).
[9] "Nuptiarum igitur bonum semper est quidem bonum; sed in populo Dei fuit aliquando legis obsequium; nunc est infirmitatis remedium, in quibusdam vero humanitatis solatium" De bono vid., 8, 11.
[10] "illud esse nuptiarum bonum unde gloriantur nuptiae, id est, proles, pudicitia, sacramentum" De pecc. Orig., 37, 42 (PL 44, 406).
[11] "saint Augustin envisage plutôt les éléments qui constituent le mariage sous l'angle de la bonté morale ou de la valeur et non de la finalité, formalité sous laquelle les trois biens en question seront repris dans la théologie ultérieure" (R. Simon, "Sexualité et mariage chez saint Augustin" Le Supplément n. 109 (1974), p. 158.
[12] "In nuptiis tamen bona nuptialia diligantur, proles, fides, sacramentum... Haec bona nuptialia laudet in nuptiis, qui laudare vult nuptias" De nupt. et conc. 1, 17, 19 (PL 44, 424-425); cf. 21, 23.
[13] "illud esse nuptiarum bonum unde gloriantur nuptiae, id est, proles, pudicitia, sacramentum" De pecc. Orig., 37, 42 (PL 44, 406).
[14] Is. 43, 1.
[15] Juan Pablo II, Audiencia General, 28 de abril del 1982. Cfr. Insegnamenti di Giovanni Paolo II, V, 1 (1982), p. 1344.
[16] Familiaris Consortio, n. 20.
[17] Carta a las Familias, n. 15.
[18] Humanae vitae, n. 12; cfr. C. Burke: "Inseparabilidad de los aspectos unitivo y procreativo del matrimonio": Scripta Theologica, 21 (1989), 197-209.
[19] Gaudium et spes, n. 50.
[20] cfr. "El Matrimonio: ¿Comprensión Personalista o Institucional?": Scripta Theologica 24 (1992), 569-594; "La Indisolubilidad Matrimonial y la Defensa de las Personas" Scripta Theologica 22 (1990) 145-155; "Personnalisme et jurisprudence matrimoniale" Revue de Droit Canonique, vol. 45 (1995) pp. 331-349; "Personalism and the bona of Marriage": Studia canonica 27 (1993), 401-412; "Personalism and the traditional goods of marriage": Apollinaris, 70 (1997) 305-314; "Personalism and the Essential Obligations of Marriage": Angelicum 74 (1997), 81-94; "La Indisolubilidad como expresión del verdadero amor conyugal" Revista Española de Teología 55 (1995), pp. 237-250; "Marriage: a personalist focus on indissolubility": Linacre Quarterly, vol. 61 (1994), pp. 48-56.
[21] "... La antítesis entre individualismo y personalismo. El amor, la civilización del amor, se relaciona con el personalismo. ¿Por qué precisamente con el personalismo? ¿Por qué el individualismo amenaza la civilización del amor? La clave de la respuesta está en la expresión conciliar: «una entrega sincera». El individualismo supone un uso de la libertad por el cual el sujeto hace lo que quiere, «estableciendo» él mismo «la verdad» de lo que le gusta o le resulta útil. No admite que otro «quiera» o exija algo de él en nombre de una verdad objetiva. No quiere «dar» a otro basándose en la verdad; no quiere convertirse en una «entrega sincera». El individualismo es, por tanto, egocéntrico y egoísta. La antítesis con el personalismo nace no solamente en el terreno de la teoría, sino aún más en el del «ethos». El «ethos» del personalismo es altruista: mueve a la persona a entregarse a los demás y a encontrar gozo en ello": Juan Pablo II, Carta a las Familias (1994), n. 14.
[22] Sería tentador, pero demasiado largo, abarcar aquí una consideración del personalismo representado, y de modo eminente, por la entrega a Dios en el celibato. Entregarse a otro, saliendo de sí, es clave del personalismo; y en definitiva lo es por ser el modo de la salvación del género humano obrada en la Encarnación. Si Dios se entrega al hombre es para que el hombre se una con él, para realizarse, y en definitiva para salvarse, en unos desposorios eternos. El matrimonio, sacramentum magnum (Ef. 5:32), es figura de esta unión de Cristo con su Iglesia, y con cada cristiano. Dios quiere "casarse", contraer un matrimonio o con-iugium verdadero con cada alma en particular ("vocamur ad coniugium Dei": Contra Adimantum Manichaei Discipulum, 13,3; maius coniugium est animae cum Christo": Sermo 335/G, 1). Dios es fiel y cada uno es llamado a serle fiel; fidelidad que caracteriza al auténtico esposo. Todos estamos llamados a ser esposos fieles; ahí de modo especial se descubre la profunda conexión entre el matrimonio cristiano y el celibato cara a Dios. El peligro que achaca al casado tanto como al célibe es volver a adentrarse en el egoísmo, abandonando la entrega amorosa y fiel a la cual se ha comprometido. En este tema también san Agustín muestra un espíritu altamente personalista. Al ensalzar la fidelidad matrimonial añade que el célibe por Dios está también en un estado conyugal: "Nec illae quae virginitatem Deo vovent, quamquam ampliorem gradum honoris et sanctitatis in Ecclesia teneant, sine nuptiis sunt: nam et ipsae pertinent ad nuptias cum tota Ecclesia, in quibus nuptiis sponsus est Christus" (In Ev. Joannis tractatus, 9, 2). La persona que ha escogido el celibato en Dios no se encuentra solo (erróneo supuesto moderno); está más inmerso que nadie en el amor de los amores. Nada más personalista (y "realizante") que se entrega esponsal a Dios.
[23] Qué distante está la visión actual con respecto a la de los maniqueos contra quienes san Agustín sostuvo que el matrimonio "es un bien en sí mismo y no sólo comparado, por confrontación, con el mal de la fornicación. Es decir, que no es que matrimonio y fornicación sean dos males, entre los que el matrimonio es menor, sino que el matrimonio es un bien..." P. Langa: "Equilibrio agustiniano entre matrimonio y virginidad": Revista Agustiniana 21 (1980), 110
[24] cfr. Decretales Gregorii IX: "... et mutuo se concedunt unus alii, et mutuo se suscipiunt" (lib. IV, 4,1 [Augustinus de fide pactionis et consensus]).
[25] cfr. texto de De bono coniug., 3, 3, citado arriba en la nota 6.
[26] "Ubi vincit uxor, nisi affectu fidei, affectu coniugii, affectu sincerioris castiorisque caritatis?" Sermo 51: 16,26.
[27] "Sociale quiddam est humana natura, magnumque habet et naturale bonum vim quoque amicitiae... Prima itaque naturalis humanae societatis copula vir et uxor est... Consequens est connexio societatis in filiis, qui unus honestus fructus est, non coniunctionis maris et feminae, sed concubitus. Poterat esse in utroque sexu, etiam sine tali commixtione... Amicalis quaedam et germana coniunctio" (De bono coniug., 1.
[28] "inter se coniugum fida ex honesto amore societas..." (lib. XIV, 26).
[29] cfr. Contra duas Ep. Pel. 1, 17, 34; Contra Julianum IV, 13, 63.
[30] Contra Jul. IV, 21.
[31] De nupt. et conc. 2, 19, 34.
[32] cfr. De nupt. et conc. II, 32, 55; Contra Jul. V, 39.
[33] Rm. 7: 8, 23-24.
[34] "Ubi quid intellecturi sumus, nisi quia corpus quod corrumpitur, aggravat animam?" (De nupt. Et conc. I, 31, 35).
[35] De nupt. Et conc. I, 27, 30; De civ. Dei XIV, 23, 24; Contra Jul. Pel. III, 25, 57; De Gen. Ad litt. IX, 10, 18.
[36] cf. De nupt. et conc. II, c. 21, n. 36; De pecc. Orig. C. 37, n. 42; De cont. C. 12, n. 27; Contra Iul. Pel. V, c. 16, etc.
[37] cfr. C. Burke: "Una Posdata al remedium concupiscentiae", en Mayéutica 33 (2007) 309-353.
[38] Contra Jul. Opus imperf. 1, 71.
[39] De nupt. et conc. 1, 25, 28.
[40] De pec. mer, 2,4,4; 2,28,45; De nupt. et conc. 1, 23,25; C. ep. pelag. 1, 13,27; C. Iul. 2,9,22; Retr. 1, 15,2; C Iul. op. imp. 2, 226, S, 155, 1-15
[41] "non est malum culpae, sed poena tantum, quae est inobedientia concupiscentiae ad rationem" Suppl. q. 49, art 4 ad 2).
[42] De nupt. et conc., 2, 5.
[43] ibid. 2, 26, 42.
[44] "et utrumque non est sine delectatione carnali, quae tamen modificata, et temperantia refrenante in usum naturalem redacta, libido esse non potest" (De bono con. 16, 18 (PL 40, 9385).
[45] Delectant enim quaedam naturaliter infirmitatem nostram, ut cibus et potus delectant esurientes atque sitientes...; delectant etiam tactum nostrum quaecumque pertinent ad carnis aliquam voluptatem. Et haec omnia, quae nos delectant in sensibus corporis, aliqua licita sunt... Delectant olfactum flores et aromata, et haec Dei creatura; delectant olfactum etiam thura in aris daemoniorum. Hoc licite, illud illicite. Delectat gustum cibus non prohibitus; delectant gustum etiam epulae sacrilegorum sacrificiorum. Hoc licite, illud illicite (Sermo 159, 2, 2).
[46] "Delectant coniugales amplexus: delectant etiam meretricum. Hoc licite, illud illicite": ibid.
[47] "potest voluptas et honesta esse": De nupt. et conc. 2, 22.
[48] "Satis est nobis, quod confitearis aliam esse illicitam, aliam licitam voluptatem. Ac per hoc mala est concupiscentia quae indifferenter utrumque appetit, nisi ab illicita voluptate licita voluptate frenetur" (Contra Jul. Pel. 6, 16, 50; cf. ibid. 4, 2, 7).
[49] "«Ista», inquit, «corporum commixtio, cum calore, cum voluptate, cum semine, a Deo facta, et pro suo modo laudabilis approbatur» ... Dixit «cum calore»; dixit «cum voluptate»; dixit «cum semine»: non tamen dicere ausus est, Cum libidine: quare, nisi quia nominare erubescit, quam laudare non erubescit?" De nupt. et conc. 2, 12, 25.
[50] ibid. 1, 17, 19.
[51] Y si, por tanto, tampoco es el deseo racional del placer.
[52] De nupt. et conc. 1, 6, 7; cf. De Gen. ad litt. 9, 10, 16ss.
[53] Contra Iul. 4, 14, 65.
[54] Op. Imp. c. Jul., 4, 69.
[55] "cum debeat neminem pudere quod bonum est" (De nupt. et conc. 2, 21, 36).
[56] De civ. Dei, 14, 18; cfr. Contra duas Ep. Pelag. 1, 16, 33.
[57] Que hay algo que debe purificarse en la sexualidad conyugal, es una verdad expresamente recordada por el Concilio Vaticano II cuando habla de cómo "el Señor se ha dignado sanar este amor" - también en sus expresiones físicas - "perfeccionarlo y elevarlo" (Gaudium et Spes, 49; cf. Familiaris Consortio, 3). Recuérdense también las afirmaciones del Catecismo de la Iglesia Católica (en la sección entitulada "el Matrimonio bajo la esclavitud del pecado"): La experiencia del mal "se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura" (n. 1606). "El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos; su atractivo mutuo, don propio del creador, se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia" (n. 1607).
[58] Esta prueba la llama Juan Pablo II, en su Teología del Cuerpo, "prueba de la vida y de la muerte" (Audiencia del 27 de junio de 1984).
[59] De civ. Dei, 14, 23, 3.
[60] De nupt. et conc. 2, Prefacio; cfr. Op. Imperf. c. Jul. Prefacio.
[61] De nupt. et conc. 1, 5, 6.
[62] ibid. 2, 7, 17; cf. 22, 37; 31, 53.
[63] cfr. Juan Pablo II, Audiencia General, 2 de enero, 1980: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 1 (1980), 11-15.
[64] De nupt. et conc. 2, 35, 59.
[65] "Hoc pudoris genus, haec erubescendi necessitas certe cum omni homine nascitur, et ipsis quodammodo naturae legibus imperatur, ut in hac re verecundentur etiam ipsa pudica coniugia" (Contra Duas Ep. Pelag. 1, 16, 33 (PL 44, 565).
[66] "At ego adulescens miser valde, miser in exordio ipsius adulescentiae, etiam petieram a te castitatem et dixeram: "Da mihi castitatem et continentiam, sed noli modo". Timebam enim, ne me cito exaudires et cito sanares a morbo concupiscentiae, quem malebam expleri quam extingui. Et ieram per vias pravas superstitione sacrilega non quidem certus in ea, sed quasi praeponens eam ceteris, quae non pie quaerebam, sed inimice oppugnabam": Confessionum, lib. VIII, 7, 17.
[67] "bonum opus est bene uti libidinis malo, quod faciunt coniugati, sicut e contrario malum opus est, male uti corporis bono, quod faciunt impudici" Contra Jul. Opus imperf. 5, 13.
[68] "... de libidine imperiosa impudicis, domanda pudicis" De nupt. et conc. 2, 35, 59. Santo Tomás de Aquino enseña que la continencia "lleva consigo la resistencia de la razón a las concupiscencias malas" (II-II, q. 155, art. 4).
[69] De bono vid. 3, 5-4; cf. De nupt. et conc. 1, 3, 3.
[70] cfr. Thonnard, F.-J.: "La notion de concupiscence en philosophie augustinienne", Recherches Augustiniennes 3 (1965) 95.
[71] "desideria, contra quae dimicant et fideles": Contra Jul. Pel. 2, 3, 5.
[72] "Todo lo puedo con aquel que me da fuerzas" (Flp 4:13).
[73] "Nullus quippe sanctorum est, qui non velit facere ne caro adversus spiritum concupiscat" (Op. Imperf. Contra Iul. 6, 14).
[74] "Simul itaque cognoscamus verba pugnantium, si pugnamus. Hoc enim modo non vivimus nos, se vivit Christus in nobis, si et ad pugnam contra concupiscentias exercendam, et ad victoriam usque ad consumptionem eorumdem hostium capessendam, in illo fidimus, non in nobis. Ipse quippe factus est nobis sapientia a Deo, et iustitia, et sanctificatio, et redemptio" (Contra Iulianum, 6, 23, 70).
[75] cfr. Santo Tomás: Prima Pars, q. 98, art. 2 ad 2.
[76] cfr. Gen. 4, 1.
[77] Juan Pablo II, Audiencia, 17 septiembre, 1983.
[78] "Numquid hoc non est peccatum, amplius quam liberorum procreandorum necessitas cogit, exigere a coniuge debitum? Est quidem peccatum, sed veniale" Sermo 51, 13, 22; cfr. De bono con. 6, 6; De nupt. et conc. 1, 14, 16; Contra Jul. Pel. 5, 16, 63; Op. Imperf. c. Jul. 1, 68, etc.
[79] De bono vid., 8, 11.
[80] cfr. C. Burke: "Inseparabilidad de los Aspectos Unitivo y Procreativo del Acto Conyugal": Scripta Theologica, 21 (1989), 197-209.
[81] "Intercedit enim quaedam gravitas fervidae voluptatis, cum in eo, quod sibi vir et mulier adhaerescunt, pater et mater esse meditantur": De bono coniug. 3, 3.
[82] Santo Tomás también indica que el defecto de la cópula conyugal no está en la intensidad del placer que la acompaña (y que él defiende), sino en el hecho que este placer no sigue la guía de la razón: Suppl., q. 49, art. 4 ad 3.
[83] c. 16, 18; ver nota 45.
[84] cf. Contra Jul. Pel. IV, c. 8, n. 49.
[85] "bona voluntas animi, sequentem ducit, non ducentem sequitur corporis voluptatem" De nupt. et conc. 1, 12, 13. Cabe notar aquí cómo el Aquinate hace resaltar, audazmente, la actitud católica hacia el placer. Enseña que en el estado de inocencia el placer de la cópula conyugal habría sido aún mayor, como consecuencia de la posesión de una naturaleza más pura, dotada de un cuerpo más sensible (Prima Pars, q. 98, art. 2 ad 3).