El Matrimonio como Sacramento de Santificación (Mayéutica 33 (2007) 25-38)

No pocas razones existen para opinar que el Capítulo Quinto de la Lumen Gentium encierra la doctrina más importante e innovadora - e incluso la más revolucionaria - del Concilio Vaticano II. Bajo el título de "La vocación universal a la santidad", se presenta a cada miembro de la Iglesia un mensaje totalmente personalizado. Cada uno, en efecto, cualquiera que sea su posición en la vida, está llamado a la santidad, a la plenitud de amistad e intimidad con Dios. Ayudar a cada uno a darse plena cuenta de lo que esto implica, y a ver y a utilizar los caminos y medios para responder eficazmente a esta llamada personal de Dios, continúa siendo una prioridad principal en la tarea de renovación eclesial.

            La vocación a la santidad puede parecer desalentadora, y una eficaz respuesta a ella presentarse como imposible, si se mide la empresa en términos de la propia fuerza tan sólo. Ciertamente debe haber una respuesta personal y un esfuerzo por parte de cada uno; pero es Dios quien da la fuerza - la gracia - para responder eficazmente y alcanzar la meta.

            Todos necesitamos que se nos recuerden constantemente la generosidad y el poder con los cuales Dios sale al encuentro de nuestros esfuerzos no solamente para evitar el pecado, sino para perseverar y crecer en oración y en todas las virtudes características de la vida cristiana. En particular hace falta que se nos recuerde el poder especial que se encuentra en los sacramentos - esas "obras maestras de Dios" (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1116) -, donde El comunica su gracia con poder y eficacia únicas.

            Parece particularmente importante relacionar este último punto a aquellos sacramentos que tienen un especial valor "constitucional": i.e. que confieren un carácter que configura a la persona con Cristo de un modo único e irrepetible, y así dan un título permanente a las continuas gracias necesarias para vivir de acuerdo con la propia configuración y semejanza con Cristo. La vida de cada uno según su estado (laico, religioso o sacerdote) debería estar marcada por la referencia constante a estos sacramentos y por la confianza en las gracias sacramentales específicas que ofrecen. En la práctica se observa un problema pastoral de primera magnitud en el hecho que muchos cristianos viven sus vidas con poca o ninguna conciencia o referencia a las gracias que les vienen de los sacramentos "constitucionales" [1].

            Con referencia por ejemplo al Bautismo, muchos cristianos - en la medida en que advierten a él - lo ven a menudo como algo que les compromete con obligaciones, más que como una fuente de fuerza. Pienso que es ciertamente verdad que muy rara vez notan o recuerdan el día en que fueron bautizados, cosa que probablemente se aplica aún más a la Confirmación. Quizás éstos permanecen como momentos importantes de gracia recibida en el pasado; pero raramente son recordados como ocasiones en las que una fuente de gracia para el presente fue abierta en la propia vida.

            En cuanto a la Ordenación, es sin duda más facil para el sacerdote evitar este escollo, y recordar que toda su actividad está especificada por una misión e identidad sacerdotales. Es más probable que las palabras de Pablo a Timoteo: "Reaviva la gracia que hay en tí" (cf. II Tim. 1, 6), suenan en su corazón, convirtiéndose en fuerte de fuerza. En el caso del sacramento del Matrimonio, ¿algo semejante no sería de esperar? ¿Se encuentra a menudo? ¿Cómo es que muchos cristianos casados, que quizás celebran su aniversario de bodas con alegría y gratitud, parecen raramente estar movidos por la conciencia de gracias sacramentales una vez recibidas y constantemente operativas? De haber algo inadecuado en su manera de entender este sacramento, ¿no podría ser porque la manera en la que les ha sido presentado a menudo tampoco es totalmente adecuado? Son temas y cuestiones que han inspirado las consideraciones que siguen.

¿Transeúnte, permanente, consecratorio?

            Todos los sacramentos, al aplicar los méritos de la Pasión, imparten o restituyen la vida de Cristo al alma, o la aumentan en ella. Distinguimos entre los tres sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del Orden, que imprimen "carácter" permanente - una especial configuración al sacerdocio de Jesucristo - y los restantes cuatro. Esta diferencia no debe confundirse con la diferencia entre los sacramentos que pueden llamarse "transeúntes" (porque su efecto de por sí no excede el momento de su hacerse o "confección") y aquellos otros que tienen un aspecto de "permanencia" ya que, después de la confección del sacramento (y no sólo "in usu"), una realidad sacramental permanece. En el primer caso, las realidades naturales empleadas poseen eficacia solo en el "uso"; en el segundo, son substancialmente modificadas o transformadas, y la realidad sacramental permanece después de que el sacramento mismo ha sido confeccionado o conferido.

            En este sentido, el Bautismo es un sacramento "transeúnte"; porque, al conferirlo, un determinado uso de realidades naturales - una ablución con agua - tiene el efecto inmediato de limpiar el alma del pecado original, y el efecto ontológico permanente de hacer del sujeto un hijo de Dios. Pero, una vez conferido el sacramento, la realidad natural empleada - el agua - no retiene ningún atributo o virtud sobrenatural.

            La Eucaristía es el ejemplo más notable de un sacramento "permanente". Para confeccionarlo, se emplean realidades naturales: pan y vino. Sin embargo, a éstos no se les confiere eficacia sobrenatural tan sólo en el momento de uso, sino que son substancialmente cambiados. Cuando se ha efectuado el sacramento, la realidad que queda es totalmente sobrenatural, aunque siga acompañada por las apariencias - nada más - de las realidades naturales que se emplearon. Pero de hecho estas realidades ya no están ahí.

            En el pasado ha habido no poca discusión teológica sobre si el matrimonio constituye un sacramento "transeúnte" o "permanente". Como bien se sabe, es una cuestión que ha provocado distintos pareceres teológicos. Una opinión que remonta a Escoto mantendría que la sacramentalidad propiamente hablando se aplica solamente al matrimonio "in fieri"; por tanto, sólo el momento del consentimiento y quizá el de la primera consumación conferirían la gracia "ex opere operato". Según Sto. Tomás, no sólo el consentimiento sino el vínculo que crea, constituyen el sacramento de matrimonio que, de este modo, se convierte en una fuente permanente de gracia (afirma que el vínculo está "dispositivamente ordinado a la gracia") [2]. Belarmino expresa la misma opinión: "Cabe considerar el sacramento del matrimonio de dos modos: primero, en su hacerse, y luego en su condición permanente; ya que, por todo el tiempo que dure la vida de los cónyuges, su unión es sacramento de Cristo y de la Iglesia" [3].

            Pío XI, en Casti Connubii, cita este pasaje de Belarmino (AAS 22 (1930) 583). John Paul II, en Familiaris Consortio, dice: El don de Jesucristo no se agota en la celebración del sacramento del matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia. Lo recuerda explícitamente el Concilio Vaticano II cuando dice que Jesucristo «permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como El mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella» (GS 48)..." (FC, no. 56).

            De acuerdo con esta opinión, por tanto [4], no es sólo el consentimiento, el simple acto de casarse, sino también el vínculo conyugal - el estado matrimonial - que es un sacramento, signo y causa de la gracia.

            A algunos les parece impropio aplicar el término "sacramento permanente" al matrimonio [5]. Puede resultar más aceptable la tesis según la cual debe colocarse entre aquellos sacramentos que se pueden llamar consecratorios. Esta tesis, propuesta en su momento por teólogos tales como Scheeben, K. Adam or D. von Hildebrand, se encuentra claramente expuesta en "Casti connubii" [6], donde Pío XI, después de afirmar que los esposos son "fortalecidos, santificados, y de cierta manera consagrados" por el sacramento del matrimonio, añade que "según enseña San Agustín, así como por el Bautismo y el Orden el hombre queda destinado y recibe auxilios, tanto para vivir cristianamente como para ejercer el ministerio sacerdotal, respectivamente, sin que jamás se vea destituído del auxilio de dichos sacramentos, así y casi del mismo modo (aunque sin carácter sacramental) los fieles, una vez que se han unido por el vínculo matrimonial, jamás podrán ser privados del auxilio y del lazo de este sacramento" (AAS 22 (1930) 555; cf. Gaudium et Spes, n. 48).

            Pío XI subraya el derecho "permanente" a gracias sacramentales que derivan de ciertos sacramentos cuyo efecto es el de constituir a una persona en un estado de vida: estado de cristiano, de sacerdote, de cónyuge. El matrimonio se parece al Orden, en cuanto se entra por él en un nuevo estado. Es a la vez singularmente distinto; en efecto, mientras no hay ningún sacerdocio natural no-sacramental, al cual corresponde el sacerdocio sacramental o en el que se basa, sí existe una alianza matrimonial natural que precisamente se sacramentaliza [7]. La realidad natural, que está a la base del sacramento, es esa alianza natural entre los cónyuges; es, en otras palabras, la natural relación matrimonial que es sacramentalizada.

            El concepto "transeúnte", que colocaría el sacramento únicamente en el intercambio de consentimiento, no parece satisfactorio. El paralelo con la Eucaristía puede ser todavía de ayuda aquí. En la Eucaristía, cabe calificar de "palabras sacramentales" las de la consagración, en el sentido que causan el sacramento; no son, sin embargo, el Sacramento. Este permanece después de que pasan las palabras por las que ha sido efectuado. Las palabras del consentimiento matrimonial pueden de modo parecido ser descritas como palabras sacramentales, por las que el sacramento mismo - que permanece - es constituido (ambos ejemplos presuponen naturalmente que la intención necesaria acompaña a las palabras). Y este sacramento también permanece aún después de que el momento del consentimiento ha pasado (y hasta en el supuesto que el consentimiento fuera posteriormente retirado).

Significado y eficacia

            Hoy existen buenas razones para considerar que sería muy oportuno un nuevo planteamiento y ulterior desarrollo de ideas sobre la operación de la gracia sacramental en el matrimonio. Es natural que la reflexión litúrgica, respetando la sustancia esencial de cada sacramento en cuanto instituido por Cristo, ponga especial atención en los modos de perfeccionar los ritos simbólicos, de manera que favorezcan una celebración que sea mayor expresión de fe por parte del pueblo de Dios. La reflexión teológica y la ascética, sin embargo, se centran más en el ulterior fin de cada sacramento, su efecto santificante (Cf. el dicho de Sto. Tomás que un sacramento "est signum rei sacrae in quantum est sanctificans hominem" (III, q. 60, art. 2)). Para la teología sacramental, mayor importancia tiene el hecho que un sacramento es símbolo eficaz más aún que acción simbólica; efectúa lo que significa.

            Así, los tratados dogmáticos sobre la Eucaristía reflexionan sobre su eficacia - para el individuo y para la comunidad - en producir una participación real en la vida y el sacrificio de Cristo; efectuando la conformación con Cristo. Esto es verdad en general de la reflexión teológica qeu versa sobre los demás sacramentos; hace más hincapié en lo que cada uno hace y efectúa que en lo que significa. Pero, curiosamente, no ha sido éste el caso con el sacramento del matrimonio.

            La reflexión teológica sobre la sacramentalidad del matrimonio se ha centrado casi exclusivamente en su función de signo - el matrimonio cristiano que significa una gran realidad sobrenatural (la unión de Cristo y de la Iglesia) - y ha descuidado notablemente la investigación de su efecto en los contrayentes.

            Si es verdad por tanto que la reflexión dogmática en torno al sacramento del matrimonio ha quedado postergada a aquella dedicada a sus aspectos morales, canónicos y pastorales (cfr. Barberi, op. cit., pp. 6ss), parece necesario un desarrollo en la reflexión teológica. A mi parecer se debería sobre todo intentar de corregir el desequilibrio apenas indicado: la atención mucha mayor prestada al papel significador del sacramento, que a su efecto santificador; y el limitado análisis que se ha hecho en la práctica de la relación entre ambos.

            En el caso de los demás sacramentos, el aspecto de signo se relaciona directamente - aunque en clara subordinación - al efecto santificante. Lo que importa es este efecto; el signo sencillamente ilustra o clarifica la naturaleza particular del efecto. Así, el signo de ablución en el bautismo, o el de nutrición o de un banquete en común, en la recepción de la Eucaristía, sirve para ilustrar, al entendimiento humano, el modo de santificación que tiene lugar en el individuo y entre la comunidad.

            Con el matrimonio, como hemos notado, ha sido distinto. El aspecto de signo - la unión de marido y mujer en cuanto representa la de Cristo con su Iglesia - ha ocupado principalmente la reflexión teológica, mientras que se le ha prestado más bien poca atención al efecto santificador. La corriente principal del pensamiento católico ha siempre resistido las tesis (como la expuesta por Durandus) que sostienen que el matrimonio es diferente a los demás sacramentos, siendo un signo sin eficacia santificante [8]. Sin embargo, esa misma corriente principal de la teología solamente ha hecho muy ligeros acercamientos para sugerir en qué modo la "res sacra" santifica a los esposos. Belarmino, que critica duramente la visión de Durandus, es uno de los que prestan más atención a la gracia específica contenida en este sacramento. Sin embargo, también él relaciona estas gracias a la santidad objetiva (¿cabría decir "estática"?) de lo significado por la unión matrimonial, más que a la santidad subjetiva alcanzada progresiva y dinámicamente en el vivirse de la misma vida matrimonial. Con referencia a Efesios 5, expone el significado demostrativo y continúa: "El matrimonio no podría significar eso [la unión de Cristo y la Iglesia] a menos que entre el esposo y la esposa, por encima y más allá del contrato civil, hubiera también una unión espiritual de almas... Si Dios une al hombre y a la mujer para este fin, que por su unión espiritual deberían significar la unión espiritual de Cristo y la Iglesia, entonces indudablemente les da la gracia sin la cual no podrían lograr esa unión espiritual" [9].

            Puede ser que los teólogos, poco acostumbrados - al menos hasta nuestros días - a considerar que el matrimonio suponga una llamada específica a la santidad, hayan pasado demasiado ligeramente sobre éste como "sacramento de santificación" [10]. En todo caso, parece detectarse aquí una falta de equilibrio que pide corrección, sobre todo a la luz de las enseñanzas del Concilio Vaticano Segundo sobre la llamada universal a la santidad, a la santidad de las personas casadas no menos que los demás cristianos (Cf. con Lumen Gentium, Ch. V, nos. 39-42, Gaudium et Spes, nos. 48ss).

            Si nos volvemos hacia la Escritura, pienso que se puede encontrar apoyo para esta opinión precisamente en Efesios 5, 21-33. La exégesis de este pasaje ha tendido a centrarse en la presentación paulina del aspecto de signo que ofrece el matrimonio: imagen de la amorosa relación y unión entre Cristo y su Iglesia. Posiblemente no se ha prestado suficiente atención al hecho de que Pablo presenta esta verdad dentro de un contexto preeminente práctico, donde se muestra preocupado sobre todo por la exhortación y la catequesis pastorales. La doctrina del Apóstol - que el matrimonio significa la unión de Cristo con su Iglesia - aparece como consecuencia y resumen de sus reflexiones sobre la llamada conyugal al mutuo amor, sacrificio y fidelidad. "Varones, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia... Así deben los maridos amar a sus mujeres... Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. Gran misterio es éste, me refiero a Cristo y a la Iglesia. En todo caso que cada uno de vosotros ame a su mujer como a sí mismo, y que la mujer reverencie al marido" (vv. 25; 31-33).

            En este pasaje, Pablo considera el esposo claramente como figura de Cristo, y la esposa, de la Iglesia. Quizás ha sido demasiado acentuada la subordinación que podría verse en esto, prestando insuficiente atención en cambio al comentario paulino acerca de "nadie aborrece su propia carne", en la base del cual cabe encontrar la idea de que el amor conyugal está destinado a ser en cierta manera una forma purificada de amor propio. Cristo es realmente el modelo para ambos esposos. Citando Efesios 5,21, "sujetaos los unos a los otros en el temor de Cristo", el nuevo Catecismo (n. 1642) lo aplica a la relación matrimonial sin ninguna distinción [11].

            De todos modos, San Pablo está llamando la atención no solamente a la significación del sacramento del matrimonio, sino también a su poder santificador, a su eficacia. Parece no sólo legítimo sino obligatorio leer detrás de las exhortaciones al amor y unión conyugales que hace el Apóstol, una promesa de que la alianza matrimonial confiere gracias - sacramentales - hacia ese fin. El balance del pensamiento paulino parecería ser que: a) el aspecto significante del matrimonio en cuanto sacramento consiste en que la unión conyugal es imagen del amor de Cristo hacia su Iglesia; b) el aspecto santificante consiste en que, al amarse con la ayuda de la gracia sacramental, los esposos se conforman a Cristo en la entrega generosa de su amor. Se ve, por tanto, que pone acento sobre ambos aspectos [12]. Sto. Tomás, como se recordará, rechazó la opinión de quienes vieron solamente el aspecto-signo del matrimonio, y negaban su eficacia en causar la gracia ("Quidam dixerunt quod matrimonium nullo modo est causa gratiae, sed est tantum signum. Sed hoc non potest stare" Suppl., q. 42, art. 3).

            La concreta conveniencia de que el matrimonio haya sido elevado a la dignidad de sacramento no resulta tan evidente cuando se mantiene que su «raison d'être» consiste en ser imagen del amor sacrificado de Cristo hacia su Iglesia; siempre cabe sostener que esa imagen se ve mejor en la Eucaristía. Es desde la perspectiva de su eficacia, más que de su significación, donde aparece la importancia singular de la sacramentalidad del matrimonio. La particular conveniencia de que el matrimonio sea sacramento queda patente en el hecho de que está dirigido a santificar la forma más alta de comunidad humana; comunicando gracias con el fin de que la unión fructífera de los sexos, reflejo trinitario de Dios, pueda llenar, de amor sobrenatural, la relación conyugal y familiar entre cristianos.

            En la misma línea podemos notar que mientras todos los sacramentos son sacramentos de unión, la Eucaristía y el Matrimonio lo son especialmente. La Eucaristía hace a cada individuo uno con Cristo; el Matrimonio hace uno a dos individuos entre sí, identificándolos al mismo tiempo con Cristo. El amor y la unión de personas constituye el por qué y el fin de la existencia; su modelo está en la Santísima Trinidad. Cristo viene para incorporarnos a todos en esta unión amorosa. Pero, para nosotros, una tal unión sólo puede ser alcanzada a través de una auto-donación que exige generosidad, i.e., a través del sacrificio. Así Cristo se une a Sí mismo con su Iglesia. Aunque el sacerdocio también refleja el amor sacrificado de Cristo por su Iglesia, Pablo no hace hincapié en él, sino más bien en el Matrimonio, el camino común de los cristianos. El sabe que el amor y la unión entre los cónyuges es difícil, pero es también salvífico. Seguramente su idea es que, en el presente estado de la humanidad y en el plan de salvación, el amor y la unión de personas debe ser sacrificial.

            Cabría proponer aquí otra consideración de naturaleza muy práctica. Aun cuando el aspecto de signo del matrimonio preste amplios horizontes para la reflexión teológica, ofrece poco que sirve de motivación a la mayoría de las personas casadas en el concreto vivir de se vida conyugal. En estos tiempos que piden tan urgentemente la renovación de la vida matrimonial, la teología podría prestar un notable servicio si atendiese más a ese concreto aspecto del sacramento del matrimonio que, con una adecuada catequesis, fácilmente puede inspirar a los casados: el efecto del sacramento al comunicar gracias que permiten a los cónyuges convivir en un amor conyugal fiel y fecundo, para engendrar Cristo, el uno en el otro [13], y para engendrar hijos en Cristo.

            Sto. Tomás, como hemos visto, coloca claramente el sacramento no en el consentimiento, sino en el vínculo que deriva de él; en otras palabras, pone la sacramentalidad principalmente en el aspecto "in facto esse" del matrimonio: opinión que, después de la "Casti connubii", la mayor parte de los teólogos consideran común [14]. Opino que la presentación del matrimonio que se hace en el Concilio Vaticano II, da fuerza a esta tesis según la cual toda la alianza matrimonial - tanto el matrimonio "in facto esse" como el "in fieri" - es sacramental. El matrimonio como sacramento no está dirigido a santificar un momentáneo encuentro de voluntades, sino una relación, un estado. La relación natural adquiere un permanente poder sobrenatural.

Naturaleza y gracia.

            El sacramento del matrimonio ofrece un ejemplo singular del principio según el cual "la gracia perfecciona la naturaleza": las realidades ordinarias siendo transformadas sobrenaturalmente desde dentro. El matrimonio no crea nuevas obligaciones substancialmente distintas de las que caracterizan el matrimonio no-cristiano (La obligación de santidad, común a todos los cristianos, deriva del bautismo, no del matrimonio), sino que sencillamente presta ayuda y fuerza a los esposos, para que puedan cumplir sus obligaciones conyugales naturales y lograr su fin cristiano. Como enseña Pío XI, los cónyuges son "no ya encadenados, sino adornados; no ya impedidos, sino confortados con el lazo del sacramento" (AAS 22 (1930) 555). Si los que tienen cargo pastoral insistiesen más en esta verdad, seguramente lograrían disipar mejor los prejuicios que algunos cristianos albergan contra el matrimonio "sacramental". Cuando se contempla el matrimonio como medio y fuente de la gracia, se aprecian sus exigencias como algo positivo, exhibiendo tal grandeza de fin que aparezca digno de atención en un nivel totalmente nuevo y bajo una luz igualmente nueva.

            Nuestra exposición necesita aquí mantener un justo equilibrio. Si la gracia construye sobre la naturaleza, deberemos entonces no solamente acentuar el privilegio y la riqueza de las gracias sacramentales del matrimonio cristiano, sino hacerlo sobre la base de una renovada apreciación de la bondad y atraccción naturales del matrimonio mismo. Solamente entonces las indudables exigencias del matrimonio - sacramental o no-sacramental - pueden ser enfrentadas con optimismo y empeño.

            El matrimonio es uno de los dones grandiosos de Dios a la humanidad. Cualquier análisis particularizado de su bondad se centra necesariamente en tres valores: el carácter exclusivo de la fidelidad que los esposos se prometen el uno al otro; la irrompible naturaleza del víncolo que establecen entre ellos mismos; la prontitud para compartir juntos su poder procreativo, de engendrar hijos que serán el fruto de su unión y de su amor. Aquí tenemos los tres "bona", enunciados por primera vez por San Agustín [15] para demostrar la bondad básica de la institución del matrimonio.

            La actual acentuación en una filosofía personalista peculiarmente cristiana es especialmente útil para nuestro análisis. La regla del Evangelio - "perderse a sí para encontrarse" - se halla de modo equivalente en ese axioma del Vaticano II que expresa la esencia del personalismo cristiano: "el hombre no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás" (GS, 24). Una fuerza natural de primera importancia para sacar a la persona humana del egoismo y del auto-aislamiento debe verse en el matrimonio y en lo que puede con propiedad ser llamado el instinto conyugal (Un instinto que es sobreañadido en lo humano al mero instinto sexual. Los animales buscan una pareja. El hombre y la mujer, si entienden su propia naturaleza, buscan un esposo).

            El amor conyugal, además de ser natural al hombre y a la mujer, es la forma más íntima de relación humana, con sus impulsos, satisfacciones y dificultades. El don de sí conyugal es por eso un gran acto de amor - independientemente de la presencia o ausencia de sensaciones y sentimiento. Pero exige auto-donación, una disposición comprometa que saca a la persona de su solitud y aislamiento, dirigiendo su vida a la preocupación por "el otro" y por los otros, queriéndoles bien, deseando lo que es "bueno" para ellos: lo cual, según Santo Tomás, es la verdadera esencia del amor ("Amare est velle alicui bonum": I-II, q. 26, art. 4).

            Es natural que los cónyuges quieran profundizar ese primer amor que los impulsó a escogerse mutuamente como esposos. Aun cuando perseverar y crecer en ese amor exigen un esfuerzo constante, sería anormal para los cónyuges concluir que la primera apariencia de dificultades señala el fin del amor, o que el esfuerzo para mantenerlo y reforzarlo no vale la pena. El sentir humano siempre ha visto el matrimonio como un empeño para "mejor o peor"... En los peores momentos, existe por tanto una base natural para la evocación de una llamada a ser fiel. Es sabiduría pastoral recordar a los casados que tales reacciones del "instinto conyugal" no son menos naturales y nobles que las disposiciones similares que se encuentran en el amor o instinto paterno. Hay algo profundamente anormal, y aún desnaturalizado, en la reacción del padre o de la madre que tranquilamente pierde su amor por sus hijos, o no se preocupa si ellos ya no le aman. Es igualmente anormal, desde el punto de vista conyugal, no querer proteger o hacer revivir el amor por el propio cónyuge, ante la primera señal de que comienza a estar en peligro.

            Los cristianos, al igual que los no-cristianos, se casan porque son atraídos por las cosas buenas que el matrimonio ofrece: amor, compañía, apoyo, un hogar estable, hijos... Estos son grandes valores, tanto para recibir como para dar. Pero, a la vez que siempre son valores amenazados por el egoísmo del individuo, hoy en particular no reciben apoyo - más bien lo contrario - del ambiente prevalente en la sociedad. Semejante relación íntima y perpetua no es posible sin desarrollar un corazón abierto y generoso, lo que es condición para la caridad humana y sobrenatural. En nuestro estado actual, esto sólo puede alcanzarse con una especial ayuda de Dios. La consideración de esta verdad ayuda a percibir la lógica divina de que el matrimonio haya sido elevado al nivel de un sacramento. Cuando se casan, los cristianos, quizás sin darse cuenta, reciben gracias - dones [16] - que les fortalece para vivir el matrimonio en la plenitud del compromiso conyugal y de este modo alcanzar sus verdaderos fines.

IV. Las gracias específicas del matrimonio

            La autodonación conyugal y familiar aparecen por consiguiente como una forma de alcanzar la unión con Dios. Amándose el uno al otro y a sus hijos, los cónyuges aprenden a amar a Dios. Cualquier amor genuino - que siempre implica una respuesta a los valores - conduce a la persona a Dios. Así el nuevo Catecismo dice: "La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino" (Catecismo de la Iglesia Católica, no. 1827).

            A continuación sugerimos algunas posibles especificaciones de las gracias que este sacramento ofrece, sin pretender exponer su contenido en profundidad:

            - La primera gracia, como es natural, está dirigida a reforzar el amor de los cónyuges, de manera que no ceda ante las inevitables dificultades de un compromiso de toda la vida, sino que sea reforzado y crezca con el paso de los años. "Esta gracia propia del sacramento del Matrimonio está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges, a reforzar su indisoluble unidad. Por medio de esta gracia 'se ayudan recíprocamente a sanctificarse con la vida matrimonial conyugal' (LG 11)..." (ib. 1641).

            - El amor significa amar al otro así como es él o ella; i.e. en cuanto persona real, con sus defectos. Las pruebas más difíciles de la vida matrimonial llegan cuando, al desvanecerse el "romance", los cónyuges comienzan a descubir la extensión de los defectos de cada uno. El sacramento debe ofrecer gracias especiales y particularmente fuertes para sobrevivir tales momentos, aprendiendo a perdonar, a pedir perdón, a desarrollar la aptitud para centrarse en las características positivas del propio cónyuge y evitar obsesiones con aquéllas que aparecen negativas: en una palabra, a continuar amándose el uno al otro en una auténtica entrega de sí mismo, a semejanza de Cristo.

            - Parece legítimo sugerir que la gracia matrimonial está también especificada por el modo en que refuerza a cada esposo en la identidad y donación sexuales: ayudando al hombre a desarrollar su distintiva auto-donación esponsal en un modo y dedicación masculinas, y a la mujer igualmente en un modo y dedicación femeninas. Conviene tener en cuenta que la unidad del matrimonio no es sólo indisoluble, ni simplemente interpersonal; es intersexual. Pide un crecimiento en la identidad sexual, tan amenazada hoy por aquellos que parecen menospreciar el don de Dios que constituyen las diferencias, carácter y función sexuales (cf. el estudio del autor: "Sexual Identity in Marriage and Family Life": The Linacre Quarterly, vol. 61/3 (1994), pp. 75-86).

            - Una particular tarea del amor matrimonial - para la cual el sacramento proporciona gracia - es purificar la relación sexual entre el esposo y la esposa de los elementos de egoísmo y de posible explotación que, en el estado actual de la naturaleza humana, pueden afectarlo. El nuevo Catecismo es muy explícito al hablar de los peligros que pueden presentarse aquí: "Esta experiencia [del mal] se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura" (n. 1606). "Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y la mujer, ni de la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocas; su atractivo mutuo, don propio del Creador, se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia..." (n. 1607).

            Como efecto del pecado original el hombre y a la mujer tienden a quedarse absorbidos de modo demasiado inmediato por los aspectos físicos exteriores y por la atracción del sexo, impidiéndoles alcanzar, "ver" y comprender el significado más profundo, y la sustancia y el valor reales de las diferencias y la complementariedad sexuales; y especialmente participar en el pleno significado de la auto-donación conyugal-sexual.

            El sacramento del matrimonio, por consiguiente, da gracias especiales para vivir la castidad conyugal. Esta castidad pide una cierta fortaleza y moderación entre el esposo y la esposa, nacidas de su vigilancia con respecto a la tendencia a no honrar el misterio de su recíproca sexualidad, y a no actuar de acuerdo con las leyes que su mente descubre en ese misterio: tendencia que es tentación de usar, y no de respetar, al otro. Es natural que cada persona se dé cuenta de la presencia de un elemento de egoísmo en el ámbito de la sexualidad, así como es natural los cónyuges quieran liberar y purificar su mutuo amor del egoísmo que puede estar presente en sus relaciones íntimas. Poco se habla hoy de la castidad conyugal; y sin embargo su ausencia conduce al socavamiento del respeto mutuo que debería caracterizar el amor de los esposos, así como de la verdadera libertad con la que su recíproca donación esponsal debería realizarse [17]. La castidad conyugal es una salvaguardia esencial para la fuerza y permanencia del amor conyugal. Pero no es probable que se alcance sin la ayuda de especiales gracias. "Para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado. Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó «al comienzo»" (Catecismo: no. 1608).

            La abundancia de placer en la cópula conyugal seguramente habría de corresponder a la gozosa conciencia de la mutua entrega y posesión esponsales. Pero si los esposos permiten que el placer les absorba demasiado, si actúan como si nada en sus mutuas relaciones físicas pide la moderación, o como si su amor mutuo no corre ningún riesgo a causa del elemento de egoísmo que habitualmente amenaza a la sexualidad, entonces se colocan en peligro de tomar en vez de dar, y así de perder el sentido y la realidad de la donación mutua. La castidad conyugal les ayudará a mantener una clara idea de los verdaderos valores personalistas de la sexualidad física: i.e. la reafirmación de su don conyugal y de su mutua aceptación a través de la cópula marital que, al hacerles partícipes en la procreatividad abierta la vida, expresa la unidad, totalidad y exclusividad de su autodonación (cf. C. Burke: Felicidad y Entrega en el Matrimonio, Rialp, 1990, pp. 44ss).

            - El matrimonio como pareja suele convertirse de modo natural en una familia. El amor esponsal está normalmente pensado a volverse amor paterno, y el sacramento del matrimonio indudablemente ofrece gracias particulares para ese desplegarse de las personalidades, reorientación de los afectos y adquisición de nuevas habilidades que deben señalar ese proceso gradual y vital, tan poderosamente dirigido hacia la maduración de las personas.

            - Es misión particular de los padres ser mediadores del amor paterno y materno de Dios. El sacramento del matrimonio debería por consiguiente conceder a los cónyuges gracias especiales para crecer en la identidad y el amor paternos; de tal modo que cada uno aprenda a ser un verdadero padre o madre, según el caso. Un matrimonio santificado significa un matrimonio en el que los cónyuges han aprendido a ser esposos santos y padres santos.

            - Desde el punto de vista puramente natural, la familia, con sus funciones singulares de humanizar y de socializar, se llama con razón la primera célula vital de la sociedad. Desde el punto de vista cristiano, los cónyuges con sus hijos son llamados a ser también levadura del Evangelio en el mundo. Las gracias sacramentales peculiares del estado matrimonial deben comunicar un poderoso estímulo y fuerza para este apostolado. Si un matrimonio no es consciente de estas gracias - si no se les recuerda a menudo en la predicación y catequesis pre y post matrimonial - pueden dejar de activarlas o, no confiando en ellas, perder una gran parte de la misión cristiana evangelizadora tan propia de ellos. Nada puede contribuir tanto a llevar el mundo a Dios como el ejemplo de los cónyuges que, penetrados por la conciencia de las gracias que les llegan del específico sacramento que han recibido, están viviendo su vida conyugal y familiar, fiándose activamente en estas gracias.

            Estas son algunas de las gracias que el sacramento del matrimonio ofrece. La reflexión teológica, y la predicación y la atención pastoral en particular, pueden ayudar a los casados a comprender la potente manera en que Dios quiere trabajar en sus vidas, a través de este sacramento específico con sus gracias peculiares, con el fin de ayudarles a lograr las aspiraciones de su amor conyugal natural, siendo llevados por y a través de él tanto al desarrollo personal y a la madurez en Cristo, como a la realización del potencial evangelizador de su vocación.

NOTAS

[1] Consideramos el matrimonio como un sacramento "constitucional"; por supuesto no en el sentido de que confiera carácter sacramental, sino en el de que constituye una persona en un especial estado de vida: un estado humano que por voluntad divina es también un estado sacramental.

[2] "actus exteriores et verba exprimentia consensum directe faciunt nexum quendam, qui est sacramentum matrimonii; et huiusmodi nexus ex virtute divinae institutionis dispositive operatur ad gratiam" (Suppl. q. 42, art. 3 ad 2).

[3] De Sacramento Matrimonii, cap. 6; Tomás Sánchez opina de igual manera De sancto matrimonii sacramento, (Lugduni, 1739), lib. II, disp. V, p. 121, n. 7.

[4] y puede afirmarse que hoy es la opinión común: cfr. P. Barberi: La celebrazione del matrimonio cristiano, Roma, 1982, pp. 26ss.

[5] como es sin duda impropio aplicarlo al Bautismo, a la Confirmación o al Orden: cf. E. Boissard: Questions théologiques sur le mariage, Paris, 1948, p. 66.

[6] cf. G. Baldanza: "La grazia matrimoniale nell'Enciclica «Casti connubii»", Ephemerides Liturgicae, 99 (1985), pp. 43-46.

[7] "le mariage est le seul des sacrements qui transforme en instrument d'action divine une institution humaine": J. Leclercq: Le mariage Chrétien, Paris, 1950, p. 32.

G8 e.g. "Quamvis aliter sit in hoc sacramento et in aliis sacramentis: nam in aliis res sacra cuius est signum non solum est significata, sed et contenta; in matrimonio autem res sacra cuius est signum est solum significata et non contenta": Durandus de Saint Pourçain (+ 1334); Super quattuor Sententiarum, lib. IV, q. III, art. 1.

[9] "Non potest autem coniugium id significare, nisi inter virum et uxorem praeter civilem contractum, sit etiam unio spiritualis animorum... Quod si Deus virum et foeminam coniungit ad hunc finem, ut spirituali sua unione, unionem spiritualem Christi et Ecclesiae significent, sine dubio gratiam illis largitur, sine qua spiritualem illam unionem non haberent": De Matrimonio sacramento, cap. II, p. 500.

[10] Sto. Tomás, al afirmar que el matrimonio "minimum habet de spiritualitate" (III, q. 65, art. 2 ad 1), no niega su efecto santificador (al contrario); sencillamente da una razón por la que generalmente se enumera el último entre los sacramentos.

[11] Se encuentran a veces ligeras insinuaciones en este sentido en la escritura escolástica: e.g. Gulliermus van der Linden (1525-1588): "Proinde illum in mutuam corporum copulationem consensus, qui et matrimonium efficit, et est sacramentum, ita semel divino constringit animorum nexu, ut se mutuam quasi suam quisque carnem amet, ut alter superstite altero, coniugem alium non desideret quod sane non naturali sed coelesti efficitur amore. Neuter denique in universis matrimonii sive actibus sive officiis spectet aliud, quam Christum Dominum, quae copulatum ecclesiae, utque duo sint ipsi in carne una, sicuti Christus cum sua sponsa corpus facit unum" Panoplia Evangelica (Paris, 1564), lib. IV, cap. XCIV.

[12] No se trata de ignorar el valor de signo, ni negar que es el origen y la clave para el efecto santificador, sino de analizar las gracias que este signo (y los comentarios de Pablo) indican.

[13] San Bonaventura hace notar que mientras los cristianos por la Eucaristía se unen en primer lugar a Jesucristo, y en consecuencia entre sí, los cónyuges se unen en el matrimonio primeramente entre sí, y de ahí se unen a Cristo: cfr. Sent. Lib. IV, d. 26, art. 2, q. 2 (Ed. Quaracchi, vol IV, p. 668).

[14] P. Palazzini, "Il Sacramento del Matrimonio", en I Sacramenti, Roma, 1959, pp. 755-756; cfr. M. Schmaus: Katholische Dogmatik, München, 1957, § 289.

[15] cf. De bono con. c. 24, n. 32 (CSEL 41, 227); De nupt. et conc. I, c. 17, n. 19 (PL 44, 424); De Gen. ad litt., lib. IX, 7, (CSEL 28, 275), etc.

[16] "Los sacramentos son ante todo oferta gratuita de gracia hecha por Cristo. En cuanto tal, se donan antes que se eligen": Susan Wood: "The Marriage of Baptized Nonbelievers: Faith, Contract, and Sacrament" Theological Studies, 48 (1987), p. 292.

[17] "...esa libertad interior del don, que por naturaleza es explícitamente espiritual y depende de la madurez interior de la persona. Esta libertad presupone tal capacidad de dirigir las propias reacciones sensuales y emotivas que haga posible la donación de sí a la otra persona, en base a una madura posesión de sí..." Juan Pablo II, Audiencia General, 7 nov., 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII, 2 (1984), p. 1174-1175.