La Indisolubilidad como expresión del verdadero Amor Conyugal - Revista Española de Teología 55 (1995) 237-250

¿Negatividad de los compromisos definitivos?

            No ha habido período histórico sin sus crisis particulares. A mi parecer, una de las más grandes del día de hoy, y de las más singulares, es la creciente división entre el hombre y la mujer. La relación entre los sexos está marcada más y más por sospecha, tensión, división y hasta antagonismo. La idea de que el hombre y la mujer están hechos el uno para el otro - y concretamente para esa unión particular que se llama matrimonio, idea que ha llegado a nosotros a través de los siglos - está en peligro. Todavía se crean o se intentan uniones - en alguna forma matrimonial o cuasi-matrimonial - pero no suelen durar.

            En los países occidentales, por lo menos, se ha llegado a un gran escepticismo respecto a cualquier relación permanente de marido-mujer. Ya no se cree que vale la pena entrar en tal relación, o que puede mantenerse. Esta pérdida de fe en el matrimonio, con el pesimismo fundamental que conlleva acerca de las posibilidades de encontrar un amor feliz y duradero en la vida, constituye una crisis de máxima importancia para la entera humanidad.

            También no pocos católicos consideran que el matrimonio-abierto-al-divorcio es mejor que el matrimonio-unido-a-la-indisolubilidad; fenómeno que necesariamente hace reflexionar. En términos teológicos, se podría ver como una tentación contra la fe, ya que la indisolubilidad es dogma definido (Denz., 1807). Como tal, no se trata de una tentación pequeña; sin embargo, la posibilidad de que se produzca no nos sorprenderá tanto cuando recordamos la reacción que Jesús provocó al insistir en que, según el plan original de Dios, el vínculo matrimonial es inquebrantable. Si las cosas son así, sus mismos apóstoles pensaron, entonces es mejor no casarse (Mt 19, 10). Y, con todo, no tenían razón. Las cosas son así: y sin embargo es bueno - es un gran bien - casarse.

            Esta difidencia en torno a la indisolubilidad presenta unas implicaciones antropológicas no menos serias. Quedan reflejadas en la idea de que permanecer fiel a un compromiso duradero, por libremente que fuera aceptado, no es algo que razonablemente puede esperarse; exige demasiado de la naturaleza humana, que no tiene capacidad para ello. Tal idea, al difundirse, crea una mentalidad hostil a todo tipo de compromiso permanente: incluido el sacerdocio, y la vida religiosa, no menos que el matrimonio. La idea de que la "indisolubilidad es una carga injusta" - para la cual ha de haber un remedio - produce efectos tanto en el pueblo como en los pastores. Los que se preparan para el matrimonio lo hacen con menos seriedad; después de casados, se esfuerzan menos por mantener su unión cuando comienza a experimentar tensiones. Por lo que se refiere a los pastores y los consejeros matrimoniales, es fácil que - en cursos de instrucción pre-nupcial - preparen menos a las parejas para las dificultades que van a encontrar; y quizá tampoco serán lo suficientemente positivos en el apoyo prestado a las parejas casadas que de hecho pasan momentos difíciles. Nos enfrenta un auténtico problema cuando la "solución" que se ofrece para las situaciones maritales difíciles no es: "¡Animo!: persevera a base de rezar y de confiar en la gracia", sino cada vez más: "busca una «salida», una solución «en buena fe», una anulación..." Las cosas continuarán a deteriorar si no se logra reevalorar la indisolubilidad matrimonial. Es éste un punto central para la reflexión y la responsabilidad pastorales, como lo es de modo especial en la formación de los sacerdotes y los consejeros matrimoniales.

Antropología cristiana y antropología secular

            El Concilio Vaticano II trató de ofrecer una visión renovada del matrimonio, del amor y la entrega conyugales. ¿Como es que esta nueva visión parece pocas veces haberse llevado a la practica? Una razón, a mi entender, es que la reflexión posconciliar sobre el matrimonio no siempre ha captado la antropología cristiana que subyace el pensamiento conciliar acerca de las realidades humanas, con particular aplicación a la alianza conyugal. De ahí que tan gran parte del modo de comprender y presentar el matrimonio ha sido penetrada - aunque sea inconscientemente - por la antropología secular dominante en nuestro mundo occidental.

            La "antropología secular" a la que me refiero es una visión del hombre que parte de un concepto individualista de la vida, poniendo la clave para la realización humana en el propio yo: identificación del yo, afirmación del yo, preocupación por el yo... La crisis actual sobre la indisolubilidad - la tendencia a considerarla como un "anti-valor" - encuentra buena parte de su explicación en este individualismo, tan fuertemente presente fuera y dentro de la Iglesia. El individualismo hace que se contempla el matrimonio de un punto de vista fundamentalmente ego-centrado, pensando no en dar sino en obtener, guiado siempre por un solo criterio: ¿esta unión, este enlace, este arreglo, me hará feliz a mí?

            Entonces el matrimonio se convierte, en el mejor de los casos, en un acuerdo tentativo entre dos individuos, cada uno inspirado por el propio interés, en lugar de presentarse como una tarea común en la que dos personas desean construir juntas un hogar a compartir entre sí y con sus hijos.

Personalismo conyugal

            Cuando hablo de la antropología peculiar del Vaticano II, me refiero a ese personalismo cristiano que está tan presente en el pensamiento conciliar, especialmente en Gaudium et Spes. Poderosamente desarrollado por Juan Pablo II, continua siendo la clave para una comprensión más plena de la vida cristiana y del matrimonio en particular.

            La esencia del verdadero personalismo se expresa en Gaudium et Spes, nº 24: "el hombre no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás." Sólo podemos "realizarnos" o llevar a plenitud nuestro yo, a base de darnos. He aquí un programa evangélico - perder la vida para salvarla - , en contraste directo con la receta para vivir tan corrientemente ofrecida por la psicología contemporánea: buscarse a sí mismo, encontrarse a sí mismo, identificarse a sí mismo, cuidar de sí, agarrarse a sí, sin soltarse jamás.

            El matrimonio representa la forma más particular y natural de donación de sí para la cual fueron hechos el hombre y la mujer. Como la Gaudium et Spes también dice: "esta sociedad de hombre y mujer es la primera expresión de comunión de personas" (nº 12). Relevantes documentos del magisterio han continuado a presentar el matrimonio desde una perspectiva personalista (Cfr. Humanae Vitae, nº 9; Familiaris Consortio, nº 13; Mulieris Dignitatem, nº 7, etc). Y - cosa que a algunos les puede sorprender - la revisión de la ley de la Iglesia ha contribuido notablemente al análisis personalista del matrimonio. Dos cánones en el nuevo Código de Derecho Canónico, promulgado en el año 1983, merecen especial atención.

            El canon 1057 dice: "el consentimiento matrimonial es el acto de la voluntad por el cual el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio". Así pues, el mismo objeto del consentimiento conyugal se presenta en términos de mutua donación de sí, lo que señala un contraste total con la frase "ius in corpus", con la cual el Código del 1917 expresaba el mismo objeto [2]. El hombre se da a sí mismo como hombre y esposo; la mujer, como mujer y esposa; cada uno recibe al otro como cónyuge. Cabe preguntarse si el poder y alcance de esta nueva fórmula han sido apreciados plenamente, en particular cuando se trata de la formación de seminaristas o de consejeros matrimoniales, y también en el trabajo de los Tribunales eclesiásticos que se refiere a las causas matrimoniales.

            El personalismo conyugal caracteriza otro canon notable, el c. 1055, sobre todo cuando habla de los fines del matrimonio. "La alianza matrimonial... [está] ordenada por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole" [3]. Me parece extraordinariamente significativa esta elección por parte del magisterio de nuestros días del término "bien de los cónyuges", para expresar uno de los fines del matrimonio. Es de notar que no se presenta como un fin personalista, en contraste con el fin institucional - que sería la procreación. El bien de los cónyuges es un fin institucional, tanto como lo es la procreación. Esto queda en evidencia cuando se remonta a la doble narración dada por el Génesis de la creación del hombre y de la mujer. El primer relato - "Dios creó al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó varón y hembra; y Dios los bendijo, diciéndoles: «Procread y multiplicaos»" (Gen 1, 27-28) - es claramente procreacional. Por otro lado, el segundo relato - "Después dijo Yavé: «no es bueno que el hombre esté solo. Haré pues un ser semejante a él para que lo ayude»" (Gen 2, 18) - es claramente personalista. Por tanto, aun cuando se trata evidentemente de dos fines distintos, no se debe exagerar el contraste entre ellos, porque ambos son fines institucionales (Cfr. C. Burke: "El Matrimonio: ¿Comprensión Personalista o Institucional?": Scripta Theologica 24 (1992), pp. 576ss). Más que cualquier jerarquía entre ellos, lo que interesa comprender y acentuar es su inseparabilidad. Como el tiempo no permite el detenernos en el valor personalista de la procreación [4] , vamos a examinar brevemente la idea del 'bien de los cónyuges', bajo el prisma también de la indisolubilidad.

La indisolubilidad y el 'bien de los cónyuges'

            Dios podría haber creado el género humano según un modelo "unisex" - no sexuado - proveyendo, para su continuación, de otro modo que no fuera el sexual. El libro de Génesis parece dejar claro que, en tal caso, la creación habría sido menos buena; "no es bueno que el hombre - o la mujer - esté solo". Así que la sexualidad aparece en la Biblia como parte de un plan para la realización de las personas, como factor orientado a contribuir al perfeccionamiento del ser humano. Aquí se nos presenta un hecho antropológico fundamental: la persona humana no es autosuficiente; necesita de otros, con una necesidad especial de un "otro", un compañero, un esposo.

            Cada persona humana, al tomar conciencia de su contingencia, desea ser amada: ser de alguna manera única a ojos de alguien. A cada uno, si no encuentra nadie que le ame, le acecha la tentación de sentirse mermado, sin valor. Pero, hay más; no es suficiente ser amado; es necesario amar. Una persona que es amada no será feliz, si ella misma es incapaz de amar. Cada uno es amado (por lo menos por Dios); no todos saben amar. Aprender a amar es una necesidad humana tan fundamental como la de saberse amado; sólo así puede uno librarse de la auto-compasión o del auto-aislamiento, o de los dos.

            Aprender a amar exige salir de sí mismo; por una dedicación constante - cuando las cosas van bien y cuando van mal - al otro, a los demás. Lo que cada uno tiene que aprender no es un amor pasajero, sino un amor comprometido. Todos necesitamos un compromiso de amor; como lo es el sacerdocio, o una vida entregada directamente a Dios. Y como lo es el matrimonio - la dedicación a la que Dios llama a la gran mayoría. Vincular a los cónyuges a un permanente aprendizaje de amor fue el designio original para el matrimonio, confirmado por Nuestro Señor (Mt. 19, 8ss.). El compromiso matrimonial es por naturaleza algo exigente. Esto se desprende de las palabras con las que los esposos expresan su recíproca aceptación, por un "consentimiento personal irrevocable" (Gaudium et Spes nº 48), cada uno prometiendo aceptar al otro "en las buenas y en las malas, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad... todos los días de mi vida." (Ordo Celebrandi Matrimonium, nº 25).

            Aunque este compromiso es sin duda alguna exigente, es también profundamente natural y atrayente. El amor auténtico es - quiere ser - sincero cuando afirma: «Te querré para siempre». De ahí, entre otras cosas, la conveniencia de acentuar, en la educación de los jóvenes, el hecho que los seres humanos, a diferencia de los animales, somos creados no sólo con un instinto sexual, sino también con un instinto conyugal (Cfr. C. Burke: "Personalism and the bona of Marriage": Studia Canonica 27 (1993), 411-412).

Instinto sexual: instinto conyugal

            El instinto sexual es natural, desarrollándose por sí mismo y rápido para hacerse sentir. Más que desarrollo, necesita control; es con frecuencia más intenso hacia una persona concreta, pero normalmente no está limitado a una. El instinto conyugal es también natural, aunque es más lento en hacerse presente; necesita ser desarrollado; a penas necesita ser controlado; generalmente se limita a una sola persona.

            El instinto conyugal atrae al hombre y a la mujer a un compromiso por el que libremente quieren asumir un vínculo permanente en una asociación o alianza de amor; y a ser fieles a ese compromiso libremente asumido. La frustración sexual tan generalizada que se ha producido hoy, es frustración sobre todo en las áreas conyugales o conyugables de la sexualidad. A la par que se comprende el instinto conyugal, y en la medida en que se desarrolle y madure, tiende a facilitar notablemente el control sexual, a base de crear un actitud de respeto hacia el misterio de la sexualidad. Es normal que el matrimonio se presente como un ideal ante una pareja de enamorados: cada uno ve el otro como posible compañero para toda la vida: como madre o padre de mis hijos en el futuro, como alguien que puede ser absolutamente único en mi vida. Estas son verdades primarias de la sexualidad conyugal que nuestro mundo moderno parece ya no saber captar; de ahí la pérdida gradual de estima mutua entre los sexos. Mientras esto tiene aplicación recíproca en la relación sexual, se aplica de modo particular al hombre en la relación que debe mantener hacia la mujer. Si nada tanto como la maternidad - actual o potencial - hace al hombre respetar a la mujer, es porque la maternidad la eleva por encima de la categoría de objeto que se quiere poseer, estableciéndola en la de sujeto que debe ser respetado.

Amor conyugal y defectos maritales

            Es fácil amar a las personas "buenas". El programa del cristianismo es que aprendamos a amar también a los "malos", es decir, a quienes tienen defectos: en otras palabras, a todo el mundo. En nuestro contexto, el programa concreto es que quien libremente contrae el compromiso conyugal de vida y amor con otro - sin duda porque ve una bondad singular en esa persona - debe estar pronto para mantenerse fiel a esa alianza, aunque consideraciones - objetivas o subjetivas - le lleven más tarde a pensar que el otro ha perdido toda bondad excepcional, estando ya más bien caracterizado por una larga lista de defectos.

            Aun cuando el descubrimiento mutuo de defectos es inevitable en el matrimonio, no es incompatible con la realización del bien de los esposos. Por el contrario, cabe afirmar que la experiencia de los defectos del otro es esencial si la misma vida conyugal ha de conseguir el verdadero ideal divino del "bien de los cónyuges". La ineludible desaparición del primer amor romántico - fácil y sin esfuerzo - , deja a cada cónyuge antes la tarea de aprender a amar al otro, tal como realmente es. Entonces es cuando se crece como persona. En esto consiste la seriedad y la belleza del reto contenido en el matrimonio: se trata de un tema central que los educadores y consejeros en el campo matrimonial deben comprender y exponer a fondo.

            El aspecto "romántico" de una relación casi siempre suele morir; el amor, sin embargo, no tiene que morir con él. El amor está destinado a madurar, lo que puede acontecer si la prontitud para el sacrificio presente en los primeros momentos de la auto-donación matrimonial vive todavía o puede ser activada. Que el verdadero amor está preparado para el sacrificio es un tema que quizá nuestra predicación necesita tocar más. Como dice Juan Pablo II: "Resulta natural para el corazón humano aceptar exigencias, incluso cuando resultan difíciles, por amor hacia un ideal, y sobre todo por amor hacia una persona" [5].

            La naturaleza humana es mezcla y choque entre tendencias buenas y malas. ¿Apelamos suficientemente a las tendencias buenas? ¿O a veces cedemos a la tentación de pensar que las malas son más poderosas? Necesitamos fortalecer nuestra fe, no sólo en Dios sino también en la bondad de su creación, recordando lo que Santo Tomás de Aquino enseña, "bonum est potentius quam bonum" (Summa Theol. I, q. 100, art. 2); el bien es más poderoso que el mal, y mueve resortes más profundos en nuestra naturaleza. También la Veritatis Splendor se mueve en la línea de este principio; efectivamente, la Encíclica, para su presentación del esplendor y atracción de la verdad, parte de nuestra natural hambre o sed del bien (cfr. cap. I, "¿Qué bien he de hacer?").

            Las tendencias contrarias pueden ser naturales. Frente al peligro es natural sentir la tentación de ser cobarde y huir. Pero también es natural querer ser valiente y enfrentarse con el peligro. Una madre o un padre puede tener una tendencia natural hacia el egoísmo; tienen sin embargo una tendencia no menos natural a cuidar de sus hijos: un instinto maternal o paternal. De manera semejante, aunque es natural que se produzcan fricciones entre los esposos, también es natural que ellos quieran preservar su amor del peligro que deriva de esas fricciones. Ese instinto conyugal del que hemos hablado les invita a ser fieles; en cambio, quien se niega a afrontar la lucha por la fidelidad, no podrá evitar el convencimiento de haber actuado de modo blando, calculador y egoísta.

            Dicho esto, podemos añadir que hay poco de natural, y nada de inevitable, en el fenómeno de dos personas que habiéndose en un momento tenido por absolutamente únicas, acaben cinco o diez años después incapaces de tolerarse. "Mi amor por él o por ella ha muerto"... Si esto hubiera llegado a pasar, habría sido una muerte gradual, que tantas veces podría haberse evitado con el buen consejo de familiares, amigos, pastores.

Entrega "a prueba"

            No es bueno para el hombre estar solo; ni es bueno que se entregue "a medias". De aquí deriva la naturaleza radicalmente insatisfactoria y frustrante de los lazos 'cuasi-maritales': donde no hay un compromiso que vincula. Me refiero aquí no a la simple promiscuidad, sino a las parejas que quieren alguna clase de relación semi-conyugal, donde haya un cierto sentido de mutua pertenencia; pero no definitivamente, siempre dejando una salida...

            Tal relación está tan por debajo del matrimonio, que quienes "prueben" con ella no es probable que se casen nunca; o si se casan, no es probable que su matrimonio dure. Se tratan con una mutualidad demasiado endeble. Cada uno en definitiva no supera el proyecto del propio "yo"; no hay empresa compartida. El "yo" - y no el "nosotros" - sigue siendo el punto de referencia y el centro para cada uno. La otra persona nunca pasa de ser un compañero "a prueba".

            No se dan a sí mismos; cada uno sólo presta al otro, da sólo en parte. Después raramente pueden deshacerse del convencimiento: "nunca he conocido a nadie que valiese la pena me diera a él o ella; o nunca he sido capaz de darme a mí mismo"; o quizás sencillamente: "nunca he sido aceptado; nadie jamás me ha considerado digno de una aceptación incondicional" [6].

            Quien no ama, no puede encontrar amor; quien no se da a sí mismo, no puede encontrase a sí. El camino de la cuasi-entrega es camino de auto-frustración.

Preparación pastoral para el matrimonio

            Debemos procurar que la educación de los jóvenes, al menos en las instituciones católicas, esté inspirada en una verdadera antropología cristiana que restaura el sentido de lo natural y lo atractivo de la llamada al matrimonio, con especial insistencia en la bondad del compromiso a un inquebrantable vínculo de amor. Podríamos distinguir dos aspectos o momentos de esta educación.

            a) Educación en el amor; que es realmente educación en el dar. Si la frustración es inevitable, si la realización personal no es posible, sin darse a sí mismo, entonces son tres los grandes problemas que se plantean en cada vida: (i) encontrar algo - algún ideal, alguna persona - por el que vale la pena darse; (ii) saber darse realmente (para esto, uno debe primero poseerse); (iii) saber permanecer fiel al don (porque la realización de sí no es proceso de un momento; dura toda la vida).

            En la línea de estos problemas, cabría proponer a los jóvenes tres normas. Primero, no tener miedo de dar de lo suyo, ahora. Practicar este darse ahora, en tus años de adolescente, en casa, en actividades de servicio. Segundo, no entregarse sexualmente hasta que llegue el momento apropiado; momento que es el matrimonio. Quien se entrega antes, se entrega de manera parcial y demasiado fácil, y tendrá poco o nada que dar cuando llega al matrimonio (un argumento poderoso en favor de la castidad pre-matrimonial). Tercero, cuando el momento del matrimonio llegue, para quien tenga esa vocación, entregarse de verdad, en el don pleno del propio ser conyugal.

            b) Educación sexual. Aunque algunos quizá no estén dispuestos a reconocerlo, la actitud contemporánea no sólo hacia el matrimonio, sino también hacia la sexualidad, está teñida de profundo pesimismo. Cuando el sexo se presenta como placer fácilmente asequible, se hace muy difícil comprender tanto su importancia como su fragilidad en tantos aspectos del desarrollo humano. Una educación sexual adecuada debe ayudar a los jóvenes a:

            (i) entender el aspecto verdaderamente humano de la sexualidad: no sólo la igual dignidad de los sexos, sino especialmente el valor de la complementariedad sexual. Aquí tenemos que enfrentarnos con una cultura y filosofía unisexual muy extendida.

            (ii) conseguir una adecuada identificación sexual, de modo que se considere el desarrollo de la masculinidad y de la femineidad como objetivos o metas a conseguir. Hoy día (para poner un ejemplo), muchas chicas parecen tener poca conciencia de aquellos rasgos de la naturaleza femenina que pueden cautivar a un hombre, y mantenerle cautivado, aún cuando disminuyan los atractivos físicos.

            (iii) comprender la delicadeza de la relación sexual (cfr. Cat. de la Igl. Cat., 1607). El sexo solía ser un área de felicidad - una promesa o una esperanza de felicidad - rodeada de peligro. Se ha querido eliminar el peligro, pero con él parece haberse esfuminado también la esperanza de felicidad.

            En esta tarea, los educadores han de ser los primeros en comprender que, al reducirse la sexualidad al nivel de las solas diferencias físicas, es la mujer que más pierde; porque al nivel meramente físico, el hombre es el más fuerte y fácilmente puede dominar. En cambio, cuando los aspectos más verdaderamente humanos y espirituales de la sexualidad son operativos, la mujer tiende a adquirir un predominio y superioridad especiales.

            Los educadores han de darse cuenta también que un énfasis excesivo en la independencia, acompañado de poco o ningún énfasis en la complementariedad, puede hacer casi imposible el logro de una verdadera identidad sexual. Muchos matrimonios fracasan hoy porque falta la masculinidad o la femineidad necesarias para mantenerlos en pie. Ningún curso pre-matrimonial puede ser adecuado si no ayuda a la identificación con el propio rol conyugal.

Cuidado pastoral durante el matrimonio

            - hacia la pareja como esposos. Es fácil hacer un compromiso marital. No es fácil mantener y perfeccionarlo, para así alcanzar, como señala la Veritatis Splendor, "aquella madurez en el darse a sí mismo, a que está llamada la libertad del hombre..." (VS, no. 17). Debe recordarse constantemente que, sobre la base de la oración y los sacramentos, una condición principal del éxito en el amor conyugal (es decir, en ese amor capaz de vincular a dos personas con sus defectos) consiste en el aprender a perdonar y a pedir perdón. Cada vez que el cónyuge reconoce sus defectos a su partner, se hace más humano; y, por tanto, más amable. El esposo o la esposa que niega sus defectos o busca justificarlos, se hace más orgulloso, más aislado; menos capaz de amar y menos digno de ser amado.

            No sólo ante los esposos mismos, sino también ante sus familiares y amigos, hay que proponer el deber de comprender y respetar la exigente belleza de la relación conyugal, con ese aprendizaje de amor que propone para la vida entera. Los matrimonios necesitan apoyo: por parte de parientes y amigos en primer lugar, y después por parte de pastores y consejeros. Urge una catequesis caracterizada de un nuevo aprecio del compromiso conyugal, en especial de la bondad del vínculo; de manera que en el mismo principio de los problemas, la persona se encuentre ayudada con unos consejos positivos, en lugar de ser animada a buscar una anulación (que al final podría no ser concedida). Amigos y vecinos, todos necesitan que se les recuerde su grave responsabilidad de ser ayuda y no obstáculo para la perseverancia de las personas casadas.

            - hacia la pareja como padres. Es sabiduría en los esposos saber distribuir sus roles de padres. Como pasa en todo equipo, este enfoque de complementarse uno al otro evita dificultades en el trato. Pero si se pierde el espíritu de equipo, si se dejan empujar hacia una lucha por el poder, es casi seguro que la empresa familiar terminará en fracaso.

            El apoyo a la familia no puede venir sólo desde fuera, ni será suficiente si es a un nivel meramente colectivo o social: por ejemplo, días de familia o actividades organizadas por la parroquia. Es en el hogar mismo donde las familias han de desarrollar su personalidad y su entereza. La vida de familia de cada hogar cristiano necesita asumir una cualidad vigorosa, expresada en conversaciones, planes e iniciativas de familia, que son humanamente atrayentes. ¿Tarea nada fácil, dada la atracción de otras fuerzas? De acuerdo; pero es ahí donde los padres se enfrentan con el desafío de ser creadores de algo único. En esto, necesitan encontrar apoyo de parte de sus pastores, así como ciertamente encontrarán la gracia de Dios.

En resumen:

            El matrimonio, en la verdad del compromiso y en la permanencia de la relación, atrae poderosamente, porque se presenta come algo profundamente natural. Sin embargo, para nuestra naturaleza en su estado caído, se presenta también como algo profundamente difícil. Convertir en realidad las promesas del matrimonio, no es posible sin la gracia; con la gracia es posible (cfr. Veritatis Splendor, nn. 102ss).

            Nuestra presentación pastoral del matrimonio debe ser optimista: mostrando la atracción natural, sin quitar importancia a las dificultades naturales, y poniendo acento en la ayuda sobrenatural.

            El verdadero cuidado pastoral del matrimonio debe estar basado en:

            - una sana antropología, que por una parte subraya la complementariedad de los sexos y de los roles sexuales, no menos que la dignidad del hombre y de la mujer; y que después recalca los principales aspectos que hacen el matrimonio atrayente y valioso, especialmente la prole y la indisolubilidad;

            - una sana psicología, que insiste en que las dificultades - incluso en grado serio - deben necesariamente aparecer en todo matrimonio; y es ahí que el amor, que significa dar, es puesto a la prueba; y sale madurado o fracasado;

            - una sana teología pastoral y sacramental, que prepara a los casados para enfrentar las dificultades, poniendo su confianza de lleno en la gracia sacramental, en la oración y el consejo [7].

            - una sana teología ascética, que recuerda a los que se preparan para el matrimonio, y a los que están ya casados, lo que el Vaticano II tanto subraya: que el matrimonio en definitiva es fundamentalmente una vocación a la santidad (cfr. Lumen Gentium, nn. 39-41; Gaudium et Spes, nn. 48-49); pide ejercicio constante en el amor verdadero, que consiste en donación de sí, sacrificio de sí, perderse por los demás para así hallarse de nuevo.

            En última análisis, no podemos ni debemos esquivar el hecho que la felicidad no es posible sin generosidad y sacrificio. La felicidad, solía decir el Beato Josemaría Escrivá, tiene sus raíces en forma de Cruz (cfr. Forja, n. 28). Todo esfuerzo de catequesis o de ayuda pastoral será ineficaz si pierde de vista esta verdad. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, "Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces, los esposos podrán "comprender" el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana" (n. 1615).

NOTAS

[1] Conferencia pronunciada en el 13º "Workshop" para Obispos de América Septentrional y Central: Dallas, 2 de febrero, 1994.

[2] Siempre hay que tener en cuenta que la frase "se tradere" sólo figurativamente puede implicar un don de la persona misma. El don de que se trata es más bien la plenitud de la sexualidad conyugal complementaria.

[3] El Catecismo de la Iglesia Católica (nº 2363) insiste en "el doble fin del matrimonio: el bien de los esposos y la transmisión de la vida".

[4] aun cuando, también porque la mentalidad anticonceptiva contribuye indudablemente a que los esposos sean menos capaces de mantener su unión, es de gran importancia indagar en el tema: cfr. C. Burke: "Matrimonial Consent and the «Bonum Prolis»": Monitor Ecclesiasticus 114 (1989-III), 397-404.

[5] Juan Pablo II, Audiencia General, 28 de abril del 1982. cfr. Insegnamenti di Giovanni Paolo II, V, 1 (1982), p. 1344; cfr. Familiaris Consortio, nº 34: "el sacrificio no se puede eliminar de la vida familiar, sino que de hecho debe ser aceptado de todo corazón si el amor entre los esposos ha de llegar a ser profundo y una fuente de íntimo gozo".

[6] Los estudios psiquiátricos muestran que la decisión de convivir, en lugar de casarse, fácilmente lleva a estados de ansiedad e inseguridad profundamente arraigadas: Cfr. Nadelson-Notman: "To Marry or Not to Marry: a Choice": American Journal of Psychiatry, 138 (1981), p. 1354.

[7] Las parejas casadas "necesitan la ayuda de la gracia de Dios... Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó «al comienzo»": Cat. de la Igl. Cat., 1608).