Una Posdata al «remedium concupiscentiae» (Mayéutica 33 (2007) 309-353)
Sumario y Nota Introductoria
Si este ensayo es algo largo, será porque (al menos en la opinión del autor y en la de los editores) la tesis que propone parece suficientemente innovadora para pedir una exposición tan extensa, tanto en términos del fondo histórico como de las implicaciones actuales. De todos modos, aunque desarrollado con tanta amplitud, el argumento que propone es bastante sencillo. Intentaré resumirlo brevemente.
El término remedium concupiscentiae, empleado hasta el año 1983 para describir un fin «secundario» del matrimonio, ha sido mal usado y mal aplicado durante siglos. En la práctica favorecía la impresión de que el matrimonio da una salida lícita a la concupiscencia (la lujuria) sexual, y que por tanto los casados pueden acceder a ella, ya que ahora está «legitimada». De ahí seguían otras conclusiones. Si la concupiscencia queda «remediada» por el hecho de casarse, entonces, o estaría automáticamente purificada de los elementos egoístas (y por tanto contrarios al amor) que pudiera comportar; o, si estos elementos persisten, no plantean ningún problema para la expresión y el desarrollo del amor conyugal. Respecto al propio acto conyugal, la única condición moral era que su orientación procreativa fuese respetada; cumplida esta condición, la norma - implícitamente - fue que los esposos pueden dar rienda libre a la concupiscencia, sin que esto plantease dificultades morales o ascéticas de ningún tipo para el desarrollo de una vida plenamente cristiana en su matrimonio.
Mientras el término «remedium concupiscentiae» se encuentra alguna vez en San Agustín o en Santo Tomás de Aquino, tengo para mí que no lo usaron en el sentido que después llegó a adquirir. Santo Tomás en concreto habla del matrimonio como un «remedio contra la concupiscencia», ya que ofrece las gracias para vencer el egoísmo que la concupiscencia lleva consigo. La reducción ulterior del término a «remedio de la concupiscencia» llevó a la pérdida de esta comprensión.
Intentaré mostrar que el deseo sexual y el amor sexual son, o deben ser, realidades buenas - que no deben confundirse con la concupiscencia o la libido sexual, en la que el egoísmo opera en detrimento del amor.
Si la aceptación, dentro del pensamiento eclesiástico, del matrimonio concebido como «remedio» o legitimación de la concupiscencia ha impedido durante siglos el desarrollo de una noción positiva y dinámica de la castidad matrimonial, «la Teología del Cuerpo» de Juan Pablo II, si se asimila a fondo, lleva a una manera de pensar completamente nueva y presenta la virtud de la castidad como salvaguardia del amor conyugal y medio para su crecimiento.
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1. Naturaleza humana y concupiscencia
El Cristianismo es la religión del amor y grandeza de Dios, y del potencial de hombre, lo mismo que de su debilidad, miseria, redención y elevación. En la visión cristiana, el hombre es una obra maestra - caída - de creación, capaz de hundirse de hecho todavía más, pero realmente rescatado y fortalecido para elevarse más alto. Como resultado del pecado original, dice el Catecismo de la Iglesia Católica, «la naturaleza humana no está totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado (esta inclinación al mal es llamada «concupiscencia»). El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual» (n. 405). Llamados a superarnos y alcanzar alturas divinas, estamos todavía arrastrados por esa tendencia hacia las cosas inferiores que denominamos la concupiscencia.
La concupiscencia, en su uso bíblico y teológico, cubre la tendencia inmoderada a seguir o adherir a los bienes creados. «En sentido etimológico, la «concupiscencia» puede designar toda forma vehemente de deseo humano. La teología cristiana le ha dado el sentido particular de un movimiento del apetito sensible que contraría la obra de la razón humana. El apóstol san Pablo la identifica con la lucha que la «carne» sostiene contra el «espíritu» (Gal 5:16ss)» (n. 2515).
Partiendo de la Primera Carta de San Juan, la tradición cristiana ha contemplado tres formas de concupiscencia que surgen del apego egoísta a las cosas creadas. Dos vienen del apetito sensible, el tercero del intelecto. «todo lo que hay en el mundo - la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida - no proviene del Padre sino del mundo. Y el mundo está pasando, y sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn 2:16-17). La soberbia de la vida consiste en tomar satisfacción egoísta en los propios talentos y excelencia, y surge de la apetición intelectual. El espíritu también tiene sus concupiscencias, ya que no todas sus aspiraciones son rectas, siendo con frecuencia vanas, mezquinas, vengativas, egoístas: y así tienden a torcer la verdad. Por tanto el hombre está amenazado no sólo por la rebelión de la carne, sino también por la del espíritu.
Estos breves comentarios pueden servir de introducción al alcance más limitado del estudio presente: la evaluación teológica y humana de la concupiscencia [carnal] en el matrimonio, y la historia - y también la utilidad y la misma validez - de la noción que el matrimonio es y está encaminado para ser un «remedio para la concupiscencia.»
A. Concupiscencia y matrimonio: posiciones teológicas
2. El «remedium concupiscentiae» como un fin del matrimonio
Antes de al Vaticano II, la frase remedium concupiscentiae - «remedio de la concupiscencia» - se usaba habitualmente en la literatura eclesial para describir uno de los fines del matrimonio. El Código de Derecho Canónico de año 1917, cristalizando esta visión en el canon 1013, distinguió entre un solo fin primario del matrimonio y un doble fin secundario: «El fin primario del matrimonio es la procreación y educación de la prole; el fin secundario es la ayuda mutua y el remedio de la concupiscencia» [1]. Conviene tener presente que el Código del 1917 fue el primer documento magistral a usar los términos «primario» y «secundario» respecto a los fines del matrimonio, proponiendo así una noción de estos fines jerárquicamente estructurados [2].
Los casi 50 años que siguieron la promulgación del Código Pío-benedictino testimoniaron un debate siempre in crescendo con respecto a los fines del matrimonio. El debate se centró en la relativa importancia de atribuirse a la procreación por una parte, y a un fin «personalista» (todavía más bien poco definido) por otra, que se consideraba tener poca o ninguna conexión con el fin de la procreación. Prescindiendo de las líneas principales de este debate, que hemos considerado en otra parte [3], pasamos directamente a la presentación de los fines del matrimonio que ha hecho el Concilio Vaticano II y el magisterio posconciliar.
Gaudium et Spes es el principal documento conciliar que trata del matrimonio. El único fin específico del matrimonio que menciona la Constitución es la procreación-educación de la prole [4]. El número 48 afirma que el matrimonio posee «fines varios», y el no. 50 añade que la orientación natural del matrimonio hacia la procreación no ha de entenderse en el sentido de «dejar de lado los demás fines del matrimonio» [5]. Sorprendentemente, sin embargo, en ninguna parte se especifican estos otros fines. Quizás los Padres conciliares no querían cerrar el debate ya en curso sobre los fines del matrimonio, y pueden también haber prudentemente considerado que una ulterior reflexión eclesial se haría necesaria antes de que se pudiera alcanzar un acuerdo general acerca de nuevos modos de expresar los varios fines del matrimonio y su mutua relación.
Peculiarmente, parece haber sido (inicialmente por lo menos) resultado de la reflexión canónica - más que de la teológica - que finalmente apareciese una nueva y precisa expresión de los fines del matrimonio. Esto resulta menos peculiar si se recuerda que la convocación del Concilio por Juan XXIII fue acompañada por la decisión de elaborar un nuevo Código de Derecho Canónico. Así la revisión del Código del 1917 - a fin de que reflejara más fielmente el pensamiento conciliar sobre la vida de la Iglesia y de los fieles - se convirtió en una tarea posconciliar principal. Este trabajo de revisión, hecho a fondo y sin prisas, duró más de 15 años, y desembocó en el Código de Derecho Canónico del 1983 - que Juan Pablo II, al promulgarlo, describió como «el último documento del Concilio» [6].
La revisión del derecho matrimonial de la Iglesia ocupó muchas sesiones de la Comisión Pontificia encargada de la tarea. El estudio llevado a cabo por la Comisión no fue guiado meramente en términos de derecho canónico, sino también - y muy deliberadamente - por consideraciones teológicas. Esto se hizo en conformidad con la directriz del Concilio que el derecho canónico debía presentarse a la luz de la teología y del misterio de la Iglesia [7]. Una de las novedades del Código del 1983 es de hecho la inclusión de cánones que son sencillamente afirmaciones doctrinales teológicas [8]. Por tanto, donde los cánones, al presentar el derecho de la Iglesia en temas matrimoniales, emplean términos nuevos o modificados, resulta legítimo buscar ahí un posible desarrollo en el pensamiento teológico y magistral.
Desde esta perspectiva, examinemos el primer canon en la sección del Código que trata del matrimonio [9]. El canon 1055, 1 § dice: «La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados». Nuestra atención va centrada en las palabras puestas en cursiva.
Leemos, sin sorpresa, que un fin del matrimonio es la procreación y educación de la prole. La sorpresa puede surgir sin embargo cuando volvemos al otro fin especificado - el «bonum coniugum», o el «bien de los esposos» - sorpresa que queda justificada por el hecho de que aquí por primera vez en un documento magistral se usa un término completamente nuevo para describir un fin del matrimonio.
Once años después, esta novel manera de expresar el ordenamiento o finalidades del matrimonio fue aceptada, de manera además que le dio nueva autoridad, en un documento magistral que puede considerarse aún más importante, el Catecismo de la Iglesia Católica del año 1994. El número 1601 del Catecismo repite el canon 1055, § 1 palabra por palabra [10]. El número 2363 expresa esto específicamente en términos de fines: «Por la unión de los esposos se realiza el doble fin del matrimonio: el bien de los esposos y la transmisión de la vida» (Este punto del Catecismo, podemos notar de paso, confirma que la expresión «se ordena a» (en el Código y en no. 1601 del Catecismo) equivale sencillamente a «tiene como fin»).
Indudablemente el tema más importante planteado por esta nueva formulación de los fines del matrimonio es la naturaleza del «bonum coniugum» o el «bien de los esposos.» No es ésta una cuestión fácil, sobre todo cuando se tiene en cuenta que el término bonum coniugum es de muy reciente acuñación. Apenas se encuentra en la literatura eclesial anterior al Concilio Vaticano Segundo. Sólo en el año 1977 fue usado por primera vez por la Comisión Pontificia para la Revisión del Código para describir un fin del matrimonio. En otra parte he escrito largamente sobre esto; y referiré el lector interesado a estos estudios [11]. También pasamos por encima del hecho de que ni el Código del 1983 ni el Catecismo del 1994 expresan los fines del matrimonio en términos de jerarquía sino que los ponen juntos como - así parece - de igual rango. Mi impresión es que hemos pasado a una nueva fase donde la Iglesia no desea acentuar una posible clasificación jerárquica de los fines, sino la interconexión entre ellos [12].
Con respecto al mutuum adiutorium, anteriormente un fin secundario, no me propongo estudiar su lugar en el esquema actual de los fines del matrimonio. Parece haber poco desacuerdo entre los autores en el sentido de que, aun cuando no específicamente mencionado en estos recientes textos magistrales, la «ayuda mutua» ha de incluirse dentro del sentido propio del «bien de los esposos» [13].
Para el estudio presente, un punto de particular interés es la ausencia, en los documentos del Concilio Vaticano Segundo y en el magisterio posterior de la Iglesia, de cualquier mención directa o indirecta del anterior remedium concupiscentiae o «remedio de la concupiscencia» [14]. Que esta omisión sea deliberada no puede dudarse. Además, mientras el otro fin secundario, el mutuum adiutorium, encaja a nuestro parecer bastante fácilmente dentro del nuevo concepto del «bonum coniugum» [15], consideramos que en el caso del remedium concupiscentiae no es así. Más que postular (como se ha hecho) una presencia implícita del remedium concupiscentiae dentro del nuevo esquema de los fines del matrimonio - y así intentar mostrar una cierta continuidad en el pensamiento eclesial -, prefiero sugerir que, a pesar de la larga presencia del concepto del remedium concupiscentiae en buena parte de la literatura eclesial y de su aceptación durante más de 50 años en el Código del 1917: a) le falta sustancia teológica y antropológica (y, contrariamente a la opinión generalizada, tiene muy poco apoyo en el pensamiento de San Agustín o de Santo Tomás); b) su difusión, durante siglos, ha acompañado (y posiblemente explica en gran parte) el hecho de que los moralistas nunca hayan logrado desarrollar una consideración teológica y ascética del matrimonio como camino de santificación.
Mientras desarrollo mi argumento, le pediré al lector que tenga dos cosas presentes. La primera es que la concupiscencia o la libido sexual, como yo uso el término, no ha de tomarse en el sentido de sencilla atracción sexual ni siquiera del deseo de la unión corporal entre los esposos y del placer que la acompaña. La lujuria o la concupiscencia corporal es el elemento desordenado que tiende en nuestro estado presente a acompañar el acto matrimonial, amenazando el amor que debe expresar, con un egoísta afán de poseer. En esta suposición, mi argumento principal es que el uso (por prolongado que haya sido) del término remedium concupiscentiae - para significar un fin del matrimonio - ha tenido un efecto profundamente negativo en la vida conyugal, ya que sugiere que la concupiscencia se «remedia» o por lo menos se «legitima» por el matrimonio; bien en el sentido de que la lujuria desaparece automáticamente al casarse, bien de que ya no es un elemento egoísta a tener constantemente en cuenta si el amor conyugal ha de crecer. Sostengo que todo esto deriva de un razonamiento defectuoso que ha creado un obstáculo principal para la comprensión de cómo el amor en el matrimonio se halla en constante necesidad de purificación si ha de lograr su plenitud humana y su meta sobrenatural de fusión en el amor de Dios. Procuraré justificar mi posición en ambos puntos.
3. La concupiscencia: ¿un mal presente en el matrimonio?
No es posible estudiar el desarrollo de pensamiento cristiano acerca del matrimonio sin referencia a San Agustín. El carácter matizado y tan variado del pensamiento agustiniano en este campo probablemente no ha de atribuirse tanto a la experiencia personal de Agustín en materia sexual, cuanto a su haber estado metido durante unos cuarenta años en controversias acerca del matrimonio muy particulares y muy contrastantes. La parte más temprana de su vida católica le vio comprometido en conflictos con el pesimismo de los maniqueos; en sus años tardíos tuvo que combatir el optimismo naturalista de los pelagianos. Los maniqueos vieron el matrimonio y la procreación como principales expresiones de la creación material y corporal, y por tanto como males, mientras él defendió la bondad de ambos. Los pelagianos, en su optimismo excesivo sobre el presente estado del hombre, tomaron poca o ninguna cuenta del elemento desordenado ahora fuertemente presente en el área sexual, también en la sexualidad conyugal; y San Agustín buscó alertar a las personas en cuanto a este desorden [16].
El más grande de los legados de San Agustín en este campo es su doctrina de los «bona» matrimoniales. Él ve el matrimonio como caracterizado esencialmente por tres elementos o propiedades principales cada uno de los cuales muestran la bondad y grandeza de la relación matrimonial [17]. Tan convencido está de que cada una de estas características apuntala la bondad del matrimonio, que se refiere a cada una no meramente como una «propiedad» o una «característica», sino como un bonum, como algo bueno, como un valor singularmente positivo: «Que estas bendiciones nupciales sean objeto de amor: la prole, la fidelidad, el vínculo irrompible..... Que quien quiere alabar las nupcias, elogie estas bendiciones nupciales» [18].
Esta doctrina de los «bona» es sin duda la contribución principal de San Agustín al análisis del matrimonio en su belleza divinamente instituida, y nos ha llegado a través de más de 1500 años de tradición ininterrumpida [19].
Otro legado importante de San Agustín ha colorado la reflexión eclesial sobre la sexualidad y el matrimonio: su enseñanza sobre la presencia y efecto de la concupiscencia en toda la actividad sexual, incluyendo el trato matrimonial - las relaciones físicas - entre los mismo esposos. Es este aspecto de su pensamiento el que nos interesa aquí. Es importante procurar entender su mente con exactitud.
Poner el mal a buen uso
Uno de las muchas ideas seminales en el pensamiento agustiniano es que 'el mal puede usarse para una finalidad buena' [20]. Dios, señala, hace uso positivo de esos aspectos de la creación que parecen haber ido mal; tenemos que aprender a hacer lo mismo. La idea se expresa repetidamente: «Dios incluso usa bien las cosas malas»; «Dios sabe no sólo poner las cosas buenas, sino también las malas, a buen uso»; «Dios Omnipotente, el Señor de todas las criaturas que, como está escrito, hizo todo muy bien, las ordenó de manera que pudiera hacer uso bueno tanto de las cosas buenas como de las malas»; «así como está mal hacer mal uso de lo que es bueno, es bueno hacer buen uso de lo que es malo. Cuando éstos por tanto - lo bueno y lo malo; el buen uso y el uso malo -, se reúnan, dan lugar a cuatro diferencias. Lo bueno se usa bien por quien jura continencia a Dios, mientras lo bueno se usa mal por quien jura continencia a un ídolo; lo malo es usado mal por quien satisface la concupiscencia por medio del adulterio, mientras lo malo es usado bien por quien restringe la concupiscencia al matrimonio» [21].
En su escritos acerca del matrimonio, Agustín refiere este principio particularmente a la presencia de la concupiscencia en el trato conyugal. Tal trato es bueno, pero la concupiscencia carnal o la lujuria que lo acompaña no lo es. No obstante, los esposos en su trato usan bien este mal [22]; y él quiere que sean conscientes de esto. «Hagan los esposos buenos buen uso del mal de la concupiscencia, como un hombre sabio usa a un sirviente imprudente para tareas buenas»; «mantengo que usar la lujuria no siempre es pecado, porque usar el mal bien no es un pecado»; «en cuanto a la guerra experimentada por las personas castas, célibes o casadas, afirmamos que no podía haber tal cosa en paraíso antes del pecado. El matrimonio sigue siendo el mismo, pero al engendrar la prole nada de malo se habría entonces usado; ahora el mal de la concupiscencia se usa bien»; «este mal está bien usado por los esposos fieles» [23].
Así que para Agustín la lujuria es un mal - que los esposos pueden no obstante usar bien en su trato verdaderamente conyugal; mientras que las personas solteras que ceden al pecado de lujuria usan mal este mal [24]. Sigue, dentro de esta lógica, que la persona casada que toma parte en el trato ilícito usa la lujuria mal y por tanto peca. El trato ilícito evidentemente comprende el adulterio; y no se puede duda de que, en el pensamiento de Agustín, incluya también la contracepción.
Agustín va todavía más lejos y propone una opinión que indudablemente choca frontalmente con el concepto moderno de la sexualidad conyugal. Sostiene que el trato matrimonial es «excusable» (y totalmente conyugal) sólo cuando se lleva a cabo para el fin consciente de tener hijos [25]. Si se practica sólo para satisfacer la concupiscencia, siempre lleva consigo algún elemento de falta, por lo menos de tipo venial.
En su visión, la intención de los esposos en su unión no debe ser el placer por sí mismo sino la procreación, añadiendo que si en su trato los esposos se proponen más de lo hace falta para la procreación, este mal [«malum»], que él no admite como propio del matrimonio, queda excusable [«veniale»] a causa de la bondad del matrimonio mismo [26]. En otro lugar expresar aun más claramente su opinión: si la búsqueda del placer es el fin principal de los esposos en su trato, pecan; pero tan sólo venialmente a causa de su matrimonio cristiano [27].
En apoyo de esta visión Agustín cita una vez tras otra el pasaje en el séptimo capítulo de I Corintios, donde San Pablo «permite» a los esposos cristianos abstenerse de las relaciones conyugal por mutuo consentimiento y durante un tiempo, pero recomienda que no sea demasiado largo, «para que no os tiente Satanás a causa de vuestra incontinencia», añadiendo que da este consejo suyo no como mandato, sino secundum indulgentiam o, como Agustín lo traduce, secundum veniam.
I Corintios 7: 1-9
Los primeros versos de I Corintios, capítulo 7, han tenido extraordinaria (y posiblemente desproporcionada) importancia en el desarrollo del pensamiento moral cristiano que trata de las relaciones conyugales. Con el texto completo delante, será más fácil considerar hasta qué punto las interpretaciones agustinianas y las paralelas posteriores están justificadas. Agustín por supuesto escribe en latín, así que reproducimos la versión latina que ha estado en común uso durante tantos siglos - la traducción Vulgata de su contemporáneo, San Jerónimo. «Bonum est homini mulierem non tangere; propter fornicationes autem unusquisque suam uxorem habeat, et unaquaeque suum virum habeat. Uxori vir debitum reddat; similiter autem et uxor viro. Mulier sui corporis potestatem non habet sed vir; similiter autem et vir sui corporis potestatem non habet sed mulier. Nolite fraudare invicem, nisi forte ex consensu ad tempus, ut vacetis orationi et iterum sitis in idipsum, ne tentet vos Satanas propter incontinentiam vestram. Hoc autem dico secundum indulgentiam, non secundum imperium. Volo autem omnes homines esse sicut meipsum; sed unusquisque proprium habet donum ex Deo: alius quidem sic, alius vero sic. Dico autem innuptis et viduis: Bonum est illis si sic maneant sicut et ego; quod si non se continent, nubant. Melius est enim nubere quam uri» (I Cor 7:1-9).
Centramos nuestra atención en las palabras, «Hoc autem dico secundum indulgentiam, non secundum imperium.» Notamos que Agustín traduce como «secundum veniam» lo que San Jerónimo vierte como «secundum indulgentiam», y entiende «venia» en el sentido de gracia o perdón para lo que lleva culpa [28]. El argumento de Agustín descansa totalmente de hecho en esto traducción, ya que sostiene que si algo requiere una «venia», lleva necesariamente consigo una falta en el sentido de un pecado [29].
Sin embargo no está claro que Agustín esté justificado en su modo de traducir; en tal caso se puede, por supuesto, poner un duda toda su argumentación. Sugerir que San Pablo en este pasaje propone perdonar el pecado, parece a todas luces forzar el texto original. La palabra griega usada por San Pablo, suggnome, tiene de hecho el sentido de 'licencia' o 'concesión' [30]. La mente de San Pablo no es ciertamente que se pueda dar a las personas licencia para pecar, sino más bien que puede concedérseles seguir un modo de vida menos perfecto. Esto es precisamente lo que a continuación dice en el verso que sigue: «quisiera que todos los hombres fuesen como yo; pero pero cada uno tiene su propio don procedente de Dios: uno de cierta manera, y otro de otra manera». Está claro que Pablo considera el celibato que él mismo ha escogido como una manera de vivir más deseable; al mismo tiempo sin embargo presenta el matrimonio también como un «don de Dios.»
Todo considerado, el pensamiento de San Pablo parece más bien pasar de un sencillo consejo ascético para los casados (podría ser bueno abstenerse de las relaciones conyugales durante un tiempo), a una clarificación que él considera su propia opción del celibato por Dios superior al estado conyugal, y finalmente a la concesión (con una visión «indulgente») que los que escogen el matrimonio también escogen un don de Dios.
Si nos volvemos a Santo Tomás, comprobamos que entiende I Cor 7:6 en la línea del «secundum indulgentiam» de la Vulgata, y no del «secundum veniam»; en el fondo sin embargo interpreta el pasaje de la misma manera que San Agustín [31]. Sin embargo, modula la posición más. Comentando tranquilamente que el Apóstol parece expresarse «de manera algo descuidada» [inconvenienter], en cuanto implica que el matrimonio es pecaminoso [32], propone dos posibles lecturas. Una es que «secundum indulgentiam» se referiría no a un permiso para pecar, sino a lo que es menos bueno; i.e. Pablo afirma que es bueno casarse, pero menos bueno que quedar célibe. Ésta me parece la mejor interpretación. Sin embargo, Santo Tomás permite otra lectura según la cual el pecado puede estar presente en las relaciones matrimoniales; es decir, cuando se buscan por lujuria - pero por lujuria restringida por lo menos al propio esposo. En este caso hay pecado venial, que sería mortal en el caso de estar indiferente si el objeto de la lujuria fuera el propio esposo o no [33].
4. Transición: del matrimonio afectado por la concupiscencia, a la concupiscencia 'remediada' por el matrimonio
¿Cómo y cuándo se estableció - en el pensamiento de la Iglesia - la noción de que el matrimonio está dirigido al remedio de la concupiscencia? Mientras pueden encontrarse raíces de la idea en San Agustín y Santo Tomás, no considero que ninguno de los dos la sostuviese o propusiese en el sentido vigente durante los siglos antes del Concilio Vaticano Segundo - un sentido establecido por escritores de esos siglos.
Agustín y Tomás son conscientes de que la concupiscencia tiene un efecto negativo y empañante, también en el trato conyugal. Los dos intentan mostrar que el acto conyugal está no obstante «justificado» [34] por su conexión natural con los bona del matrimonio. Para San Agustín lo que fundamentalmente justifica la cópula conyugal es el bonum prolis. Santo Tomás alarga esta perspectiva y relaciona esta justificación también con el bonum fidei [35], y con la singular naturaleza irrompible del vínculo conyugal [36].
Sin tener que ponderar el mérito de este punto de vista, se puede señalar que una cosa es sostener que la concupiscencia del trato matrimonial está «justificada» o «excusada» a través del matrimonio, y otra mantener que está «remediada» por él. Según mi lectura de estos dos doctores, la idea posterior de ser el matrimonio remedium de la concupiscencia no está directamente propuesta por ninguno de los dos. Por tanto hay que considerarla más bien un desarrollo ulterior.
La idea del matrimonio como un «remedio» sólo aparece una o dos veces en las obras de San Agustín; y él no usa nunca la precisa frase «remedium concupiscentiae». En uno de sus pasajes más atrayentes en defensa de la bondad del matrimonio, escribe: «La bondad del matrimonio siempre es de hecho una cosa buena. En el pueblo de Dios fue una vez un acto de obediencia a la ley; ahora es un remedio para la debilidad, y para algunos un solaz de la naturaleza humana» [37].
Es verdad que en otra de sus obras, donde combate puntos de vista pelagianos, parece encontrarse una referencia más directa al matrimonio considerado como remedio a la libido o deseo sexual desordenado. El obispo pelagiano Juliano de Eclano había escrito que la santa virginidad, deseosa de buscar contiendas mayores, había hecho caso omiso del «remedio» del matrimonio. Agustín no deja pasar la ocasión y pregunta a Julián: ¿contra qué desorden consideras el matrimonio como remedio? Evidentemente - contesta él mismo - contra el desorden de la lujuria. Entonces, concluye Agustín, los dos estamos de acuerdo que matrimonio es un remedio; entonces, ¿por qué defiendes el mismo desorden de lujuria contra el cual se dirige el «remedio conyugal»? [38]. El peso de este pasaje es discutible, pero el contexto sanciona interpretarlo en el sentido de que Agustín usa la idea del matrimonio en cuanto remedio - propuesta descuidadamente por Julián - , para apuntarse un tanto contra la lógica pelagiana más que para proponer una ponderada mente propia en la materia.
Con respecto a Santo Tomás, por dos veces expresa brevemente la noción de que el matrimonio existe también para el remedium concupiscentiae [39]. Pero habría que dirigir particular atención a otro pasaje donde su mente aparece con más precisión. Ante la sugerencia de que el matrimonio no confiere gracia sino que existe sencillamente como «remedio«, contesta, «esto no parece aceptable; porque implica que el matrimonio es remedio de la concupiscencia, bien porque la refrena - lo que no puede ser sin la gracia; bien porque satisface la concupiscencia en parte, cosa que hace por la misma naturaleza del acto conyugal con independencia de cualquier sacramento. Además, la concupiscencia no se reprime por el hecho de satisfacerse sino más bien se aumenta, como dice Aristóteles en su Ética» [40]. Aquí no se encuentra la menor sugerencia de que el matrimonio sea en sí un sencillo «remedio» de la concupiscencia. Santo Tomás insiste más bien en dos alternativas: o el remedio en cuestión se refiere al refrenamiento de la concupiscencia - lo que no es posible sin la gracia - ; o hay que tomarlo en el sentido de la simple satisfacción de la concupiscencia, y entonces no la remedia en absoluto, sino que tiende a su aumento.
Más tarde, siempre tratando de la cuestión si el matrimonio confiere gracia, ahonda en el argumento. Ponderando la objeción de que el matrimonio, precisamente porque tiende a aumentar la concupiscencia, no puede ser vehículo de gracia, da la vuelta a la pega afirmando que de hecho la gracia se confiere en el matrimonio precisamente para ser remedio contra la concupiscencia, a fin de reprimirla en su raíz (o sea, su tendencia egoista) [41]. Está claro que reprimir la concupiscencia no es lo mismo que «remediarla».
En mi opinión por tanto, faltan motivos sólidos para atribuir a San Agustín y a Santo Tomás de Aquino la doctrina según la cual el matrimonio se dirige al «remedio de la concupiscencia». El sencillo término, remedium concupiscentiae, no aparece en ninguna parte en las obras de San Agustín. Él considera la concupiscencia como un factor malo que afecta la vida humana, opinando no obstante que las personas casadas lo pueden usar bien en sus relaciones maritales ordenadas a la procreación. Después de describir el matrimonio como un 'remedio para la debilidad', acepta que es también un remedio contra la concupiscencia. En un par de ocasiones y hablando en términos generales, Santo Tomás aplica la frase remedium concupiscentiae al matrimonio; pero la expresión más precisa de su mente demuestra que para él también el matrimonio debe ser un remedio contra la concupiscencia. Comparte claramente la convicción de Agustín que la concupiscencia es un elemento negativo, también en la vida conyugal, y hay que oponerle resistencia. Exponiendo cómo cada sacramento se nos ha sido dado como remedio contra la deficiencia del pecado, dice que se nos da el matrimonio como «remedium contra concupiscentiam personalem», un remedio contra la concupiscencia en el individuo (III, q. 65, art. 1; cfr. In lib. IV, d. 2, q. 2; d. 26, q. 2). La concupiscencia es siempre enemigo de la santidad personal; cada cristiano tiene que combatirla. El matrimonio, sobre todo en su naturaleza sacramental, nos ayuda a luchar contra este enemigo.
En ninguna parte en las enseñanzas de Santo Tomás, encontramos cualquier sugerencia que la concupiscencia sea «neutralizada», y menos todavía «emancipada», por el hecho de casarse. Sigue siendo una amenaza para los casados, lo mismo que para los célibes. Aquéllos que se casan tienen una gracia especial en su lucha contra esta amenaza para purificar sus relaciones matrimoniales del egoísmo y convertirlas cada vez más en acto de autodonación amorosa. Pero la concupiscencia sigue siendo una realidad negativa, un «malum», un mal que hay que usar bien, es decir, que se debe purificar.
En el siglo ante Tomás de Aquino, Hugo de San Víctor (1096-1141) sigue San Agustín al presentar el «bien» del matrimonio como opuesto al «mal» de la concupiscencia (De Sacramentis, Lib. II, Pars XI: Migne PL, vol. 176, 494), mientras Pedro Lombardo (1100-1160) dice sencillamente que el matrimonio es «ad remedium» o «in remedium», sin especificar como funciona este remedio (Sententiarum libri quattuor, en Lib IV, d. 26,: Migne PL, vol. 192, 908-909).
San Buenaventura [1217-1274] es tan preciso en su enseñanza como su contemporáneo Santo Tomás: «El uso del matrimonio... actúa como remedio contra la concupiscencia, cuando la aminora como una medicina» [42]. Pero esta precisión se respetará cada vez menos en los siglos siguientes, y cada vez menos parece entenderse la importancia que habría que atribuirle. Ya justo antes de Buenaventura, Alejandro de Hales [1170-1245], había escrito: «El matrimonio... que es remedio de la concupiscencia lujuriosa» [43]. Es ésta, más que la precisión de Santo Tomás, la línea que se seguirá en los siglos posteriores [44]. Los teólogos, uno tras otro y sin calificación o explicación, afirman llanamente que el matrimonio existe (también) para el «remedio de la concupiscencia.»
En el siglo XVII, el jesuita Busenbaum escribe que los esposos están unidos «ad remedium concupiscentiae» [45]. San Alfonso María Liguori (1696-1787), el mismo Patrono de los teólogos morales, enseña, «Los fines intrínsecos accidentales del matrimonio son dos: procreación de la prole, y remedio de la concupiscencia» [46].
Con los siglos XIX y XX, esta forma de expresión está ya firmemente establecida. Los manuales de teología moral de uso más común antes del Concilio Vaticano II proponen unánimemente el remedium concupiscentiae como uno de los fines secundarios del matrimonio, sin someter la idea a cualquier verdadero análisis crítico. Vale la pena dar una extensa, aunque no exhaustiva, lista: A. Ballerini, S.J. Opus Theologicum Morale, 1892, VI, 167; J. Bucceroni, S.J.: Institutiones Theologiae Moralis secundum doctrinam S. Thomae et S. Alphonsi. 1898, II, 334; C. Marc, C.SS.R. Institutiones Morales Alphonsianae, 1900, II, 447; C. Pesch, S.J. Praelectiones Dogmaticae, 1900, De Sacramentis, Pars II, n. 691; A. Lehmkuhl, S.J.: Theologia Moralis, 1914, II, 616; F.M. Cappello, S.J.: Tractactus Canonico-Moralis, Romae, 1927; III, 39; L. Wouters, C.SS.R.: Manuale Theologiae Moralis, 1933, II, 542; E. Genicot, S.J. Institutiones Theologiae Moralis 1936, II, 410; Aertnys-Damen, C.SS.R.: Theologia Moralis, 1950, II, 473; H. Noldin, S.J.: Summa Theologiae Moralis, 1962, 429; B.H. Merkelbach, O.P.: Summa Theologiae Moralis, 1956, III, 759; E.F. Regatillo et M. Zalba, S.J.: Theologiae Moralis Summa, Madrid, 1954, III, 582; G. Mausbach: Teologia Morale, 1956, vol. III, 144; Ad. Tanquerey: Synopsis Theologiae Moralis et Pastoralis, 1955, 381; T. Slater, S.J. [«una salida legítima para la concupiscencia»]; H. Davis, S.J.: A Manual of Moral Theology, New York, 1925, 200 [«salida lícita para la concupiscencia»]; etc. El Dictionary of Moral Theology (Newman Press, 1962, pág. 732) dice que «el fin secundario es el remedio de la concupiscencia.»
La Ley de Cristo de Bernard Häring, aunque puesta profesamente al día a la luz del Vaticano II, repite lo mismo: «el sacramento del matrimonio tiene un fin o función secundario o subordinado (finis secundarius): el sanear la concupiscencia (remedium concupiscientiae)» [47]. La New Catholic Encyclopedia [48] del año 1967 reitera esta doctrina tradicional; lo mismo hace la Biblia Comentada de la Universidad de Salamanca [49]. La edición de 1963 de la conocida obra Contemporary Moral Theology de Ford-Kelly enumera «el remedio de la concupiscencia» entre los fines esenciales del matrimonio [50]. Los autores observan: «El remedio de la concupiscencia empieza ahora a ser llamado, o al menos parcialmente explicado, como la realización sexual de los cónyuges, dándole así un contenido más positivo» (pág. 48); «ahora entre los teólogos se considera que la actividad y el placer sexuales tienen un valor positivo. Anteriormente la actitud hacia el sexo era negativa y peyorativa. A la actividad sexual, incluso en el matrimonio, se le concedía su lugar un poco a regañadientes. Necesitaba ser «excusada» por los tria bona del matrimonio. Hoy los teólogos católicos atribuyen unos valores positivos al sexo que habrían sorprendido a San Agustín, y posiblemente a Santo Tomás» (pág. 97) [60]. No obstante, los autores afirman que prefieren continuar usando la expresión tradicional del remedium concupiscentiae (pág. 99).
Es justo observar que, más que en enseñanzas específicas de San Agustín o Santo Tomás, esta visión tradicional de siglos ha buscado su justificación en la difícil frase - melius est nubere quam uri - usada por San Pablo en I Cor 7:7-9. Pablo comenta primero, «quisiera que todos los hombres fuesen como yo [es decir célibe]; pero cada uno tiene su propio don procedente de Dios: uno de cierta manera, y otro de otra manera», y entonces se dirige a aquéllos que no están casados: «Digo a los no casados y a las viudas que les sería bueno si se quedasen como yo. Pero si no tienen don de continencia, que se casen; porque mejor es casarse que quemarse» [con pasión]» [61].
La última frase de este pasaje parece dirigirse de modo explícito a personas concretas: no al soltero en general, sino a aquéllos entre ellos a quienes falta autodominio sexual. No obstante, toda una tradición de pensamiento moral, centrándose en estas palabras y sacándolas de su limitado contexto bíblico, las ha empleado para edificar una amplia doctrina generalizada con una doble implicación: el matrimonio es para aquéllos a los que falta el autodominio [62]; por tanto el autodominio en el matrimonio, por lo menos en las relaciones sexuales entre esposos, no es de importancia especial.
Es difícil decir cuál de estas dos proposiciones haya de considerarse más perjudicial. La primera está en la base de la secular mentalidad que considera el matrimonio como una opción cristiana de segunda clase. La otra constituyó verosímilmente el mayor obstáculo al desarrollo de un ascetismo o espiritualidad propiamente conyugal; es decir, un enfoque espiritual para los casados lo suficientemente eficaz y profundo como para ayudarles a buscar la perfección dentro - y no a pesar - de las condiciones peculiares de su propio estado de vida.
Parece inegable que la Iglesia, durante siglos y hasta nuestros tiempos, ha desatendido las posibilidades espirituales del matrimonio. El escaso número de personas casadas entre los santos canonizados (extraordinariamente pocos en comparación con los célibes) reflejaba o quizás provocaba la idea extendida de que «casarse» era la alternativa normal a «tener vocación.» El matrimonio no era para aquéllos que fuesen llamados; más bien era para los desfavorecidos.
No sólo eso. El handicap principal que aparentemente sufrían quienes escogieron el matrimonio - su falta de autodominio - o se consideraba automáticamente remediado por el acto de casarse, o en todo caso ya no tener gran importancia. No es que al casarse se detenía el «arder» de la concupiscencia, sino que, una vez casado, se podría ceder tranquilamente a este «arder», cuya satisfacción quedaba legitimada por el hecho de estar casados. Aceptado este modo de ver las cosas, las relaciones conyugales, justificadas por estar orientadas a la procreación, quedan exentas de cualquier ulterior cuestión moral o ascética de control o de purificación. La concupiscencia - remediada - ya no constituye un factor molesto para las personas casadas, ni hace falta considerarla como fuente de imperfección, o enemigo al crecimiento del amor conyugal de los esposos o de su santificación ante Dios.
En la práctica, la idea de que el matrimonio era el remedium concupiscentiae parecía sugerir a muchos - a los fieles corrientes y a los pastores - que en el matrimonio se podría ceder a la concupiscencia con toda libertad. El único requisito para la satisfacción del apetito sexual dentro del matrimonio, era el de respetar la orientación procreadora del acto conyugal. Con tal de cumplir con esa condición, ni la moralidad ni la espiritualidad tenían ulteriores directrices que ofrecer.
Considero que la evaluación moral de la concupiscencia quedó parada en este punto: la indulgencia de la concupiscencia, siempre gravemente pecaminosa fuera del matrimonio, es legítima para los esposos - simplemente con tal que la orientación procreadora del acto matrimonial se respete. Éste aparece como el análisis moral casi universal de la concupiscencia sexual: hay un sólo lugar apropiado y lícito para su indulgencia, y ese es el estado matrimonial. El matrimonio, en otras palabras, legitima la concupiscencia. Ésta es la comprensión del «remedium concupiscentiae» que se ha establecido entre los teólogos y moralistas católicos - al punto de ser considerado casi axiomático.
La concupiscencia en el matrimonio por tanto no se considera como una fuerza que debw ser resistida, sino como algo sencillamente «remediado» por el matrimonio mismo. Ésta, sostengo, fue la actitud corriente, incluso bien entrado el siglo XX cuando se comenzaba en serio a proponer la idea de una «espiritualidad conyugal». Además, a pesar de la clara enseñanza del Concilio Vaticano II sobre la llamada universal a la santidad, incluyendo en particular a las personas casadas, la actitud sigue prevaleciendo hoy.
El siglo XX: optimismo poco realista - y realismo «pesimista» (?)
Con el vigésimo siglo, aparecen señales de un deseo de renovar la reflexión teológica y ascética acerca del matrimonio. En una línea «personalista», escritores como Herbert Doms y Bernard Krempel procuraron subrayar el valor humano de la cópula matrimonial como expresión del amor entre los esposos, aunque quedan en un nivel muy inadecuado de análisis antropológico. Doms vio la esencia del matrimonio en la unión física conyugal, que tendría como finalidad la realización de los esposos en cuanto personas. Negó que, para ser unitivo, el trato conyugal debe retener su orientación intrínseca a la prole, manteniendo que «el acto conyugal está lleno de sentido y lleva su propia justificación en sí mismo, independientemente de su orientación hacia la prole» [63]. Krempel no presta consideración a la prole como fin del matrimonio; el fin sería más bien la «unión vital» del hombre y la mujer, siendo el hijo sencillamente la expresión de esta unión [64].
Éste era un personalismo que operaba a un nivel muy superficial. Quizás en reacción, la Encíclica Casti connubii de Pius XI del año 1930, mientras daba nueva prominencia a la importancia del amor en el matrimonio, insistió que el «amor» es secundario al fin principal de la procreación. En línea con la establecida tradición, la Encíclica enseña que la satisfacción de la concupiscencia también es un fin que los esposos pueden buscar; pero no aborda el tema de la relación entre concupiscencia y amor matrimonial. En el matrimonio, dice, «hay, pues, tanto en el mismo matrimonio como en el uso del derecho matrimonial, fines secundarios -verbigracia, el auxilio mutuo, el fomento del amor recíproco y la sedación de la concupiscencia-, cuya consecución en manera alguna está vedada a los esposos, siempre que quede a salvo la naturaleza intrínseca del acto y, por ende, su subordinación al fin primario» [65].
Mientras avanzaba el siglo XX, hacía su aparición un nuevo (y quizás no suficientemente calificado) énfasis sobre la dignidad de la relación física sexual en el matrimonio. Sin duda esto dejó a muchos moralistas no demasiado contentos con la anterior opinión de que hay 'pecado venial' en el trato conyugal hecho sólo por placer. Más que buscar una posible solución de la cuestión a través de un análisis más profundo de la relación entre el amor y el impulso sexual, la tendencia era esquivar el tema. Por ejemplo, en la última edición de un manual extensamente usado antes del Vaticano II, se puede leer: «en la práctica no hace falta preocupar a los esposos si ejercen el acto conyugal en un modo normal y recto sin pensar de hecho en un fin particular. La razón es que el acto conyugal realizado de una manera natural fomenta el amor matrimonial, y este amor favorece el bien de prole, por lo que, como todos los autores enseñan, el trato conyugal es lícito» [66]. Esto evita la cuestión de si la cópula, para que sea una expresión verdaderamente natural del amor matrimonial, necesita ser purificada, hasta donde sea posible, de la concupiscencia que la acompaña.
En todo este tema, por contraste, el magisterio del tardío vigésimo siglo ofrece nuevas y imprevistas perspectivas. Juan Pablo II abrió su pontificado con una catequesis semanal detallada y sorprendente, ahora normalmente conocida como «la Teología del Cuerpo». Se prolongó desde septiembre del 1979 a noviembre del 1984. Ofrece una visión extremadamente profunda del fin y la dignidad de la sexualidad humana y la unión conyugal. También se explaya en la presencia y los peligros de la concupiscencia dentro del matrimonio.
En julio del 1982, tratando tanto del celibato virginal como del matrimonio como «dones de Dios», Juan Pablo II abordó ese pasaje difícil de Primera Carta de San Pablo a los Corintios: «es bueno para el hombre no tocar a una mujer. Pero a causa del peligro de incontinencia, cada hombre tenga su esposa y cada mujer su esposo»; y «digo a los no casados y a las viudas que les sería bueno si se quedasen como yo. Pero si no tienen don de continencia, que se casen; porque mejor es casarse que arder» [67]. El Papa planteó la cuestión: «¿Acaso en la primera Carta a los Corintios considera el Apóstol el matrimonio exclusivamente desde el punto de vista de un «remedium concupiscentiae», como se solía decir en el lenguaje teológico tradicional? Las citas hechas podrían dar la impresión de atestiguarlo. En proximidad inmediata a las formulaciones precedentes, leamos una frase que nos lleva a enfocar de manera diferente el conjunto de enseñanzas de San Pablo contenidas en el capítulo 7 de la primera Carta a los Corintios: «Quisiera yo que todos los hombres fuesen como yo (repite su argumento preferido en favor de la abstención del matrimonio); pero cada uno tiene de Dios su propia gracia: éste, una; aquél, otra» (1 Cor 7, 7). Por lo tanto, incluso los que optan por el matrimonio y viven en él, reciben de Dios un «don», «su don», es decir, la gracia propia de esta opción, de este modo de vivir, de dicho estado. El don que reciben las personas que viven en el matrimonio es distinto del que reciben las personas que viven en virginidad y han elegido la continencia por el reino de Dios; no obstante, es verdadero «don de Dios», don «propio», destinado a personas concretas, y «específico», o sea, adecuado a su vocación de vida. Así, pues, se puede decir que mientras en la caracterización del matrimonio en su parte «humana» (...) el Apóstol pone muy de relieve la motivación que tenía en cuenta la concupiscencia de la carne, a la vez con no menor fuerza persuasiva, destaca su carácter sacramental y «carismático». Con la misma claridad con que ve la situación del hombre respecto de la concupiscencia de la carne, ve también la situación de la gracia de cada hombre, en quien vive en el matrimonio e igualmente en el que ha elegido voluntariamente la continencia» (Audiencia General, 7 de julio del 1982).
De una lectura de este pasaje lo menos que puede decirse es que Juan Pablo II, aún no rechazando explícitamente el concepto del remedium concupiscentiae, sugiere que la enseñanza tradicional en la materia ha quedado unilateral, precisamente por no haber pesado las implicaciones del matrimonio en cuanto sacramento.
Algunos meses después, en 1982, la catequesis del Papa se volvió más directamente a la sacramentalidad del matrimonio. Una vez más mostró una clara reserva con respecto al concepto del matrimonio como remedio para la concupiscencia, e insistió más bien en que la gracia sacramental del matrimonio permite a los esposos dominar la concupiscencia y purificarla de su egoísmo dominante. «Basándose en estas fórmulas paulinas, se ha formado la opinión de que el matrimonio constituye un específico remedium concupiscentiae. Sin embargo, San Pablo, que, como hemos podido constatar, enseña explícitamente que el matrimonio corresponde un «don» particular y que en el misterio de la redención el matrimonio es concedido al hombre y a la mujer como gracia». Dentro de este misterio de redención, como lo ve el Papa, las gracias sacramentales del matrimonio, al apoyar la castidad conyugal, tiene un efecto especial para lograr la redención del cuerpo por el vencimiento de la concupiscencia. «Como sacramento de la Iglesia, es también palabra del Espíritu, que exhorta al hombre y a la mujer a modelar toda su convivencia sacando fuerza del misterio de la «redención del cuerpo». De este modo, ellos están llamados a la castidad como al estado de vida «según el Espíritu» que les es propio (cf. Rom 8, 4-5; Gál 5, 25). La redención (del) cuerpo significa, en este caso, también esa «esperanza» que, en la dimensión del matrimonio, puede ser definida esperanza de cada día, esperanza de la temporalidad. En virtud de esta esperanza es dominada la concupiscencia de la carne como fuente de la tendencia a una satisfacción egoísta (...) Los que, como esposos, según el eterno designio divino se unen de manera que, en cierto sentido, se hacen «una sola carne», están llamados también, a su vez, mediante el sacramento, a una vida «según el Espíritu», capaz de corresponder al «don» recibido en el sacramento. En virtud de ese «don», llevando como esposos una vida «según el Espíritu», son capaces de volver a descubrir la gratificación particular de la que han sido hechos participes. En la medida en que la «concupiscencia» ofusca el horizonte de la visual interior, quita a los corazones la limpidez de deseos y aspiraciones, del mismo modo la vida «según el Espíritu» (o sea, la gracia del sacramento del matrimonio) permite al hombre y a la mujer volver a encontrar la verdadera libertad del don, unida a la conciencia del sentido nupcial del cuerpo en su masculinidad y feminidad» (Audiencia, 1 de diciembre del 1982).
Este denso pasaje enseña en resumen que a través de la gracia específica del matrimonio, los esposos pueden purificar el acto conyugal del espíritu avaro y egoísta que inhiere en la concupiscencia, y así reafirmar la experiencia y el placer del trato matrimonial en sentido verdaderamente donativo. Esto señala un paso hacia adelante en la doctrina del magisterio de importancia extraordinaria. Volveremos a verlo en la sección séptima.
Posiciones e intuiciones nuevas continúan a aparecer en el magisterio de estas últimas décadas. En 1994 el Catecismo de la Iglesia Católica enseñó con toda claridad que, como resultado del pecado original, un mal operativo está presente en la naturaleza humana, y no en menor lugar en la atracción sexual entre el hombre y la mujer, también dentro del matrimonio. En una sección que lleva el título «El matrimonio bajo el régimen del pecado», el Catecismo insiste, «Todo hombre, tanto en su entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del mal. Esta experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura» (n. 1606). «Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos; su atractivo mutuo, don propio del creador, se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia» (n. 1607).
¡Una relación de concupiscencia! Realmente son palabras fuertes para describir una distorsión que tiende a afectar las relaciones entre los sexos desde la adolescencia a la vejez, también, como el contexto deja claro, en las relaciones entre cónyuges. Como es evidente, el Catecismo no aporta ningún apoyo a la idea de que la concupiscencia esté de alguna manera remedida - eliminada o dejada como algo sin importancia - por el hecho sencillo de casarse; más bien lo contrario.
Con toda ponderación, el Catecismo de la Iglesia propone ideas poco aptas para recibir una acogida fácil entre nuestros contemporáneos. Algunos las pueden tomar como muestra de que la Iglesia está todavía imbuida con un pesimismo agustiniano (o tomista) sobre la sexualidad. Tesis que habrá que rechazar firmemente: lo que aquí se enseña no es pesimismo sino realismo. Al señalar dificultades reales que acompañan el amor sexual y lo pueden amenazar, estos textos más bien llaman a los cristianos a una reflexión más profunda sobre los modos de resolver estos peligros, para que el mismo amor pueda crecer.
B. La concupiscencia y el amor conyugal: un análisis más profundo
5. Lujuria; simple deseo sexual normal; deseo conyugal
Interesa aquí trazar unas distinciones muy finas: para empezar, entre lujuria y deseo sexual 'normal'. Cabe objetar: ¿pero no es cierto que el 'deseo sexual normal' es inseparable del algún elemento de lujuria? La misma objeción apunta a la necesidad de profundizar en el análisis de tres realidades: sexualidad, reacción sexual, y atracción sexual.
El concepto de 'normal' no debe referirse tanto a frecuencia como al orden. El desorden civil puede ser frecuente en ciertas situaciones; pero sólo un uso impropio del idioma lo clasificaría como normal. En la mayoría de las relaciones inter-sexuales la lujuria concupiscente se encuentra justo debajo de la superficie, presente y preparada para asentarse. Su constante presencia sugiere un desorden y indica de hecho un estado de anormalidad.
La moderna dificultad para entender la enseñanza de la Iglesia acerca de la sexualidad conyugal deriva en gran parte de no distinguir entre la lujuria y lo que es (o debe ser) el deseo sexual normal, es decir, entre el deseo sexual pujante y no regulado, dirigido principalmente a la autosatisfacción física, y la sencilla atracción sexual, que puede incluir un deseo de unión, y se caracteriza por el respeto y se deja regular por el amor. No se pueden equiparar estas dos tendencias. Juan Pablo II insiste en la distinción: «La llamada perenne (...) y, en cierto sentido, la perenne atracción recíproca por parte del hombre hacia la feminidad y por parte de la mujer hacia la masculinidad, es una invitación por medio del cuerpo, pero no es el deseo en el sentido de las palabras de Mateo 5, 27-28. El «deseo» [que], como actuación de la concupiscencia de la carne (también y sobre todo en el acto puramente interior), empequeñece el significado de lo que eran (...) esa invitación y esa recíproca atracción» (Audiencia, 17 de septiembre del 1980) [68].
La concupiscencia sexual es un desorden y por tanto siempre un mal. El deseo sexual (así como el placer sexual) no es un mal sino un bien, siempre que se dirija al amor conyugal, se le subordine, y así se convierta en parte propia de ese amor. El deseo sexual es parte del amor conyugal; la concupiscencia, aunque también presente en el matrimonio, no lo es. Por tanto su evaluación moral es totalmente distinta. La distinción debe ser evidente - pero sólo para quien pondere el tema concienzudamente y respete lo propio de los términos.
La concupiscencia sexual. La lujuria o la concupiscencia carnal se puede describir como el impulso absorbente hacia el placer y la posesión explotadora que, en nuestra condición presente, casi siempre acompaña al deseo sexual y tiende a dominarlo. Del punto de vista moral, es una fuerza negativa y un enemigo poderoso del verdadero crecimiento humano y espiritual.
La noción cristiana de la concupiscencia sexual sólo puede entenderse a la luz de la Caída. Los cristianos sostienen que el estado original del hombre y de la mujer en su mutua relación, era de gozosa armonía: con particular respecto a su sexualidad recíproca con su potencial para el aprecio y enriquecimiento mutuos, y para el amor unitivo y fructífero. La atracción mutua entre el hombre y la mujer naturalmente tiene su aspecto físico, y ésta también, como dice el Catecismo, es parte del «don propio del Creador» (n. 1607).
El pecado hizo naufragar esta paz fácil y armoniosa de la relación hombre-mujer. Después de la Caída, dice el Catecismo, «la armonía en la que [Adán y Eva] se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra» (no. 400); y, añade, este desorden marca la misma relación matrimonial: «la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones (cf. Gn 3,11-13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo [cupidine, en la versión latina] y el dominio» (ib.; cfr. 409).
Atracción sexual normal. No cabe hacer una sencilla equiparación entre la concupiscencia sexual por una parte y, por otra, la atracción sexual física o incluso el deseo de unión genital. Al amor romántico o idealista entre un muchacho y una muchacha adolescentes (que incluso en nuestro mundo moderno sensualizado todavía se encuentra frecuentemente) también puede acompañar un deseo de mostrar afecto corporal - un deseo lleno de una ternura y respeto que opera como una restricción poderosa no sólo sobre la concupiscencia, si busca afirmarse, sino también sobre expresiones corporales de amor que no serían adecuadas a la relación existencial real entre la pareja. Ésta es parte de la castidad que es natural a la incipiente sexualidad juvenil. No debe infravalorarse su vigor, también porque quienes en la adolescencia comienzan a despertarse a la sexualidad pueden tener un sentido más puro del misterio del cuerpo y una comprensión espontánea de la verdadera relación de las acciones corporales al amor humano.
Atracción (deseo) sexual, y atracción conyugal. En virtud de su complementariedad, los sexos naturalmente experimentan una mutua atracción que no siempre toma la forma de un deseo físico (aunque, como hemos mencionado, en nuestro estado presente el deseo desarreglado puede estar justo debajo de la superficie). La capacidad de apreciar y admirar características masculinas o femeninas bien desarrolladas es una señal de creciente madurez humana. Al irse conociendo las personas jóvenes, en el contexto del trato social normal entre hombres y mujeres, se desarrollan relaciones más particularizadas, de uno-a-uno, en correspondencia con lo que podría llamarse el instinto o atracción «conyugal». En su esencia este «instinto conyugal» es más espiritual que físico; en la comprensión cristiana corresponde al deseo natural de formar un compromiso y una sociedad vitalicia exclusiva con un esposo [69]. Cuando es el instinto conyugal lo que inspira a dos personas a prepararse para el matrimonio, las lleva a evitar cualquier relación física que de por sí expresaría una unión permanente que sin embargo no han aún libre y mutuamente ratificado. Es éste el sentido humano y antropológico de la castidad pre-matrimonial. En cuanto se casen, su unión conyugal física se convierte entonces en el acto conyugal que, realizado de una manera humana, da verdadera y singular expresión a su relación matrimonial. Al participar en este acto, en toda su significación, expresan la castidad matrimonial.
El choque entre el amor y la concupiscencia. Hemos mencionado antes el aire puro de un primer amor adolescente. A la atracción sexual le resulta desgraciadamente cada vez más difícil seguir respirando tal aire. El amor debe ser de hecho muy fuerte si ha de permanecer puro y delicado, generoso en el darse y no acaparador en el poseer, incluso cuando, en definitiva, tiene el derecho de poseer. Esto se aplica a toda amistad premarital entre los sexos, al noviazgo, y al mismo matrimonio.
Una amistad normal entre un chico y una chica adolescentes sólo puede ser sincera y crecer si los dos están en guardia contra la lujuria. Cuando la atracción entre adolescentes o entre un hombre y una mujer que han dejado la adolescencia, toma la forma de un amor más particularizado, entonces es aún más importante mantener el amor libre de toda lujuria. Para lograrlo, hacen falta claridad de mente y firmeza de voluntad. Cuando el amor es sincero, no resulta difícil detectar las diferencias que pueden surgir. Por una parte el instinto indiscriminado de la concupiscencia que impele a satisfacerse con la primera persona atrayente disponible; por otra, el instinto humano particularizado (el instinto conyugal ya presente) que invita a guardar el don de la sexualidad para una sola persona; y a respetar ese «uno» cuando se encuentre si todavía no se haya constituido un compromiso conyugal mutuo. Por supuesto que no es fácil seguir este instinto de respeto; pero cuando se trata de un amor verdadero, el instinto también será presente.
Pasamos a considerar ahora el caso donde una hombre y una mujer están unidos en el matrimonio [70], que es el contexto humano en el que si sitúa el amor en su plenitud. En el matrimonio es donde el choque entre amor y concupiscencia puede ser más dramático, ya que tanto depende del resultado. Recordemos el título - «el Matrimonio bajo el régimen del pecado» - del apartado del Catecismo en el cual se insiste en que la armonía fácil de la comunión original entre el hombre y la mujer ha sido rota por un «desorden que constatamos dolorosamente», el desorden de la concupiscencia que se impone cuando la mutua atracción sexual, en lugar de mantenerse llena de respeto y amor, «se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia» (n. 1607).
No resulta difícil aquí recordar los términos en los que San Agustín describe este desorden: el mal de la concupiscencia que los esposos necesitan «usar bien», o sea, dirigir a buen uso, pero que, si lo usan mal, es capaz de frustrarles y separarles. La idea de San Agustín es matizada y compleja, pero basta ponderarla bien para concluir que ni es pesimista ni está caracterizada por una connotación «anti-sexo» [71]. Quizás se podría dar una formulación «personalista» de su opinión afirmando que los esposos usan bien la mutua atracción sexual cuando, a través de una vigilancia constante, la levantan y mantienen al nivel de la vitalidad conyugal; y la usan mal cuando permitan que decaiga al nivel de mera unión animal.
El magisterio contemporáneo insiste de continuo que a cada ser humano hay que tratarlo como persona y nunca como cosa. Es una regla que vale para todas las relaciones humanas, pero de manera especialísima para la del matrimonio. El instinto conyugal - como lo hemos llamado - quiere relacionarse con el esposo como con a una persona, nunca como a un mero objeto de uso para la propia satisfacción física. En cambio, la concupiscencia carnal, también presente en el matrimonio, tiende en su energía egoísta a perturbar la relación amorosa que debe existir entre esposo y esposa y así impedir que la sexualidad matrimonial esté completamente al servicio del amor. Pretende usar a la otra persona. Su preocupación es la posesión y la satisfacción, no el don y la unión. «La concupiscencia, de por sí, no es capaz de promover la unión como comunión de personas. Ella sola no une, sino que se adueña. La relación del don se transforma en la relación de apropiación» (Audiencia 23 de julio, 1980).
6. Una evaluación moral más integral del acto conyugal
A estas alturas de nuestro estudio se impone una valoración moral más profunda de la sexualidad conyugal. La evaluación, hasta ahora prevaleciente, de la cópula conyugal - centrada casi exclusivamente en su función y finalidad procreadora - es deficiente y obsoleta. El magisterio reciente ha aclarado que la evaluación debe hacerse también en vista de la función unitiva del acto conyugal, precisamente teniendo presente que los dos aspectos, procreador y unitivo, son inseparables (cfr. Humanae vitae, no. 12).
El intento de poner una base moral más amplia queda fuertemente respaldado por el énfasis personalista - en la dignidad de la persona, en la unidad entre el cuerpo y alma, y en la unión entre los esposos - que se encuentra en la doctrina magisterial de los últimos 40 años. Está presente de manera notable en la Gaudium et Spes [72], sobre todo en el capítulo consagrado al matrimonio [73]. La Constitución propone un nuevo y importante principio para la evaluación del acto conyugal: «los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, ejecutados de manera verdaderamente humana [«modo vere humano»], significan y favorecen el don recíproco, con el que se enriquecen mutuamente» [74]. La insistencia que el acto conyugal debe realizarse «de una manera verdaderamente humana» levanta el entero tema de la relación física conyugal por encima de cualquier análisis meramente corporal-fisiológico. El acto conyugal es efectivamente una realidad física corporal; pero según «la humanidad» con la que se realizó (o no se realiza), expresará verdaderamente, o puede negar, la donación amorosa inherente en la relación matrimonial.
La afirmación de Gaudium et Spes de que la cópula conyugal expresa amor cuando se efectúa modo vere humano ha asumido nueva importancia con el Código de Derecho Canónico del 1983. Estas tres palabras caracterizan ahora la comprensión jurídica de la consumación del matrimonio. Se considera «consumado» un matrimonio «si los cónyuges han realizado de modo humano el acto conyugal apto de por sí para engendrar la prole» (c. 1061 §1). La frase calificativa no estaba presente en el canon correspondiente del Código piobenedictino (c. 1015, §1) y la jurisprudencia, en línea con la doctrina general de la teología moral, habitualmente limitaba la consideración de lo que constituye «un acto conyugal apto de por sí para engendrar la prole» a la sencilla realización física de la cópula a través de la inseminación natural. Esto ya no es adecuado. La introducción de la frase «de modo humano» parece excluir cualquier consideración del acto que se limitara exclusivamente a su entidad física [75]. La determinación de su valor para fines de la jurisprudencia canónica plantea problemas no pequeños pero, con independencia de cómo los canonistas tratan estas cuestiones, la frase es muy sugestiva desde los puntos de vista antropológico y ascético, y pide claramente una comprensión enriquecida de la cópula matrimonial. La implicación principal sería que la relación física conyugal no se lleva a cabo humano modo tan sólo porque esté abierta a la procreación. La naturaleza humana del acto consiste en ser también un acto de íntima autodonación al esposo propio y de unión con él o ella: una reconfirmación en el cuerpo de la opción singular que se ha hecho de la otra persona, reconfirmación que se expresa humanamente no sólo en el dar y recibir placer sino aun más esencialmente en el cuidado, respeto, ternura y reverencia que acompañan el acto físico.
Cabe plantear si, en el estado presente de la naturaleza humana, el acto sexual tiende a expresar todo esto de modo espontáneo y fácil. La mayoría de las personas estaría de acuerdo en que no es así o, por lo menos, no lo es fácilmente. Puede y debe expresar estas actitudes humanas, pero sólo lo hará con un esfuerzo porque, por decirlo así, se ha perdido mucho de la humanidad del acto conyugal. Será recuperada solamente por quienes conscientemente ejercen un control sobre la disposición centrada en sí mismo que tiende ahora a dominarlo. Pero, para no anticipar conclusiones que vendrán mejor después, continuemos con las implicaciones de la frase «modo vere humano exerciti».
La misma frase sugiere la disyunción: mientras el trato conyugal puede cumplirse de una manera «verdaderamente humana», que le confiere su dignidad como medio de expresar y fomentar el amor conyugal, puede también realizarse de un modo que, siendo menos que verdaderamente humano, ni expresa propiamente el amor conyugal ni lo fomenta.
El acto conyugal es una acción físico-corpórea cargada de significado humano que - conviene subrayarlo - deriva no menos de su aspecto unitivo que del procreativo, ambos en inseparable conexión. Las medidas anti-procreativas destruyen la función unitiva del acto; pero es también verdad que las prácticas o modos de proceder anti-unitivos, aun cuando se respete la orientación procreadora, minan el significado humano del acto. Una unión efectuada con espíritu de avara apropiación expresa pobremente el mutuo don amoroso que debe señalar la verdadera conyugalidad; y lo mismo vale por una unión motivada principalmente por el egoísmo. Aquí estamos tocando las dimensiones particularmente humanas del acto conyugal. Y la moralidad (aquí 'moralidad' es tanto como decir 'calidad verdaderamente humana') del acto debe considerar la especial dimensión moral que surge del egoísmo (centrado en sí) o del altruismo (centrado en el otro) que cada uno de los esposos vive en sus relaciones íntimas conyugales.
La sola «biología» no es capaz de proporcionar la verdadera dimensión moral y humana del trato conyugal ya que no puede ser considerado exclusivamente como un acto corporal dirigido a la procreación biológica. Es de hecho un acto humano de unión entre los cónyuges, de unión no sólo de sus cuerpos sino también de sus mismas personas. El acto corporal debe en todo respeto expresar la unión amorosa de las personas. Como leemos en Familiaris Consortio: «la sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan uno a otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano, solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte. La donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona» (n. 11). La última frase de este pasaje sugiere la meta - el desafío - moral que se plantea a los esposos: que cada aspecto de su vida conyugal ha de ser señalado por una participación amorosa, que consiste en darse generosamente sin tomar de modo egoísta.
¿Qué elemento hace que el acto conyugal sea unitivo?
Es un hecho extraordinario que hasta nuestros días se haya dedicado tan poco esfuerzo en analizar y poner en claro lo que convierte la cópula sexual en una singular expresión de amor y de autodonación conyugales. El formidable y tan extendido movimiento contraceptivo del siglo pasado, con su pretensión de que el acto conyugal es plena y singularmente expresivo del amor y de la unión matrimoniales aun cuando se excluya artificialmente su orientación procreadora, obligó a un análisis antropológico más profundo de las razones por las que esto sencillamente no es así.
La orientación procreadora del acto conyugal es evidente e innegable. El movimiento contraceptivo propone varios métodos físicos o químicos de negar o deshacer este proyecto procreador, sosteniendo a la vez que el uso de estos métodos de ninguna manera causa que el acto resulte menos expresivo de la relación singular de los socios como esposo y esposa, es decir, menos un acto de unión conyugal.
En otra parte hemos examinado la falacia inherente en este argumento contraceptivo [76], ya que lo que convierte la relación física sexual entre los esposos en expresión singular de la distintiva unión conyugal es precisamente la participación en el mutuo poder procreador complementario. De ahí, si la orientación procreadora del acto queda deliberadamente frustrado por medio de la contracepción, entonces ya no une a los esposos en ninguna manera que sea distintivamente conyugal. Ya no es el acto conyugal - la expresión física más inconfundible de plena entrega mutua y de unión permanente en el amor. De hecho ya no es un acto sexual en un sentido verdaderamente humano, porque no implica ningún trato o comunicación sexual real. Los esposos se niegan a tener una verdadera conversación carnal entre si, usando más bien cada uno el cuerpo del otro para una finalidad de placer. Pero el mero intercambio de placer entre los dos ni expresa la unión conyugal ni la efectúa, ya que no hay nada en ese placer que saque a la persona de su soledad, uniéndola más con la otra. Este rechazar la unión, este voluntario quedarse en la soledad, tiende inexorablemente a la separación de los esposos. La contracepción puede ser mutuamente gratificante pero de ninguna manera unificante; tiende más bien a cerrar a cada esposo en sí en una satisfacción aislante. Por tanto no es del todo exagerado hablar de ella como mutua experiencia de sexo solitario [77].
El egoísmo, enemigo del amor conyugal
El amor sale de sí mismo hacia el amado, busca el bien del otro. El amor es donativo y, aunque tiende naturalmente hacia la unión, el mero deseo de poseer o de tomar no es de la naturaleza del amor verdadero. De ahí, la dificultad para el egoísta (nosotros todos, desde la Caída) de aprender a amar, porque debe esforzarse para que altruismo (centrado en el otro) tome prioridad sobre el egoísmo, centrado en sí.
Amar a otra persona con todo el corazón es difícil; de hecho no es posible sin una batalla constante para purificar las propias acciones y motivos, ya que algún elemento de egoísmo suele permanecer en la mejor de nuestras acciones. Esto vale también para la vida conyugal; es en los detalles pequeños donde el amor se muestra, donde crece o mengua. Si todos los aspectos de la vida conyugal necesitan la purificación, ¿no será esto verdad también para la relación conyugal la más íntima de todas?
Si predomina el egoísmo en las relaciones entre los sexos, entonces el concurso sexual, incluso el concurso matrimonial, no es principalmente una expresión de amor. La satisfacción natural del impulso sexual es legítima dentro del matrimonio; pero incluso allí puede llevar consigo un grado de egoísmo que es contrario al amor - teniendo el efecto de poner trabas al amor más que expresarlo o aumentarlo. «La concupiscencia de por sí empuja al hombre hacia la posesión del otro como objeto, lo empuja hacia el 'goce, que lleva consigo la negación del significado nupcial del cuerpo. En su esencia, el don desinteresado queda excluido del 'goce' egoísta» (Audiencia del 30 de julio, 1980).
Es necesario insistir en que la cópula conyugal puede y debe ser una máxima expresión humana del amor y de la donación matrimonial totales. Debería expresar una plena autodonación - centrada, idealmente, en lo que se entrega al otro más que en lo que uno mismo consigue. Con todo, puede ser un acto de mera satisfacción egoísta. Éste ha sido siempre un problema principal con el cual la espiritualidad conyugal y la búsqueda de la perfección en el matrimonio han de enfrentarse.
La lujuria se cuenta entre los apetitos más radicalmente egoístas. En sí impulsa hacia un juntarse de cuerpos que efectúa de hecho una separación de personas, porque quienes se dejan llevar por ella en sus relaciones mutuas quedan después más separados entre sí que antes.
Como resultado de la Caída, dice Juan Pablo II, la sexualidad corporal «fue bruscamente sentida y comprendida como elemento de recíproca contraposición de personas... Como si el perfil personal de la masculinidad y feminidad, que anteponía en evidencia el significado del cuerpo para una plena comunión de las personas, cediese el puesto sólo a la sensación de la 'sexualidad' respecto al otro ser humano. Y como si la sexualidad se convirtiese en 'obstáculo' para la relación personal del hombre con la mujer» (Audiencia del 4 de junio, 1980).
Volvemos a esas fuertes afirmaciones del Catecismo de la Iglesia Católica (en la sección entitulada «el Matrimonio bajo la esclavitud del pecado»): la experiencia del mal «se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura» (n. 1606). «El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos; su atractivo mutuo, don propio del creador, se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia» (n. 1607).
Juan Pablo II no duda en expresarlo de una manera aun más sorprendente, provocando una reacción que revela cuán lejos está nuestro mundo de apreciar los verdaderos desafíos del amor conyugal. Comentando las palabras de Jesús sobre cómo es reo de adulterio «en el corazón» (cfr. Mt 5:27-28) quien mira lujuriosamente (sin cualquier acción exterior ulterior), señala que esto puede aplicarse a un hombre hasta respecto a su propia esposa: «El adulterio en el corazón se comete no sólo porque el hombre 'mira' de ese modo a la mujer que no es su esposa, sino precisamente porque mira así a una mujer. Incluso si mirase de este modo a la mujer que es su esposa cometería el mismo adulterio en el corazón... El hombre que 'mira' de este modo 'se sirve' de la mujer, de su feminidad, para saciar el propio 'instinto'. Aunque no lo haga con un acto exterior, ya en su interior ha asumido esta actitud, decidiendo así interiormente respecto a una determinada mujer. En esto precisamente consiste el adulterio 'cometido en el corazón'. Este adulterio 'en el corazón' puede cometerlo también el hombre con relación a su propia mujer si la trata solamente como objeto de satisfacción del instinto» (Audiencia del 8 de octubre, 1980).
¿Es exagerada esta afirmación? ¿Muestra una visión pesimista o maniquea de la relación sexual conyugal? ¿O es una posibilidad real a ser tenida en cuenta? ¿Puede un hombre codiciar a su esposa; o vice-versa? Si puede, ¿es esto algo bueno o malo para la vida conyugal? ¿O cabe mirarlo con indiferencia?
¿No debe ser la esposa o el esposo objeto de una tipo de deseo distinto y más noble que la sencilla autosatisfacción? Entonces, ¿resulta tan sorprendente la opinión de Santo Tomás que «consentiens concupiscentiae in uxorem» no es culpable de pecado mortal, pero sí de pecado venial [78]? Cabe, si se quiere, ver en esto una actitud maniquea; cabe también sin embargo verlo como un desafío hacia el amor y la virtud. En la medida en que la cópula esté dominada por la lujuria, dista mucho de la virtud. Se convierte en verdaderamente virtuosa en la medida en que es una genuina expresión de autodonación.
La concupiscencia, con su deseo egoista de satisfacción física, amenaza la plena autenticidad del trato conyugal en cuanto expresión de amor-unión. La concupiscencia ha provocado «una infracción, una pérdida fundamental de la primitiva comunidad-comunión de personas. Esta debería haber hecho recíprocamente felices al hombre y a la mujer mediante la búsqueda de una sencilla y pura unión en la humanidad, mediante una ofrenda recíproca de sí mismos (...) Después de la ruptura de la Alianza originaria con Dios, el hombre y la mujer se hallaron entre sí, más que unidos, mayormente divididos e incluso contrapuestos a causa de su masculinidad y feminidad (...) No están llamados ya solamente a la unión y unidad, sino también amenazados por la insaciabilidad de esa unión y unidad» (Audiencia del 18 de junio, 1980).
La presencia de la concupiscencia-lujuria dentro del matrimonio es innegable. Y a estas alturas de nuestro estudio, lejos de poder confirmar que el matrimonio ofrezca un remedio para la concupiscencia, comprendemos que la concupiscencia, al introducir un elemento anti-amor en la relación sexual, plantea una amenaza al matrimonio y particularmente al mismo amor conyugal. ¿Cómo entonces, dentro de una comprensión verdaderamente cristiana del matrimonio como una llamada de amor y como una vocación a la santidad, deben las personas casadas tratar la presencia de la concupiscencia - ese elemento egoísta presente en su unión íntima?
¿Abstinencia?
Hasta ahora, los esposos que realmente buscaban vivir su relación conyugal como Dios desea, con el fin de santificarse en y a través de su matrimonio, recibieron poca orientación del magisterio de la Iglesia - excepto quizás la idea de que una cierta abstinencia es un medio recomendable no sólo de planificación familiar sino de positivo crecimiento en santidad conyugal [79]. La abstinencia entendida de esta manera parecía a menudo presentarse como el ideal, o por lo menos como medio principal a la unión con Dios y la santificación de la vida personal. Se percibe aquí (y éste es el meollo del problema) la continuación de cierta presunción subyacente que la unión física matrimonial es algo tan «anti-espiritual» que los esposos harían mejor y crecerían más en amor hacia Dios de abstenerse de ella antes que buscarla. Tal presunción debe ser firmemente rechazada.
Si el matrimonio es en sí mismo un camino divino de santidad, entonces todos sus elementos naturales, incluyendo por supuesto las íntimas relaciones conyugales, son materia de santificación. Desde luego (como veremos a continuación) estas relaciones deben ser marcadas por la templanza; sin embargo la total abstinencia de las tales relaciones no puede proponerse como un ideal o como meta ascética para las personas casadas [80]. Una abstinencia total como medio para superar al problema de lujuria, no es una propuesta práctica para las personas casadas; y sin embargo la lujuria tiene que ser resistida.
C. El amor de los esposos y la castidad conyugal
7. Volver a descubrir el amor conyugal tal como fue en el comienzo
El punto de referencia constante para la vida y la vocación conyugales presentado por Juan Pablo II, a lo largo de su Catequesis semanal de 1979-1984, fue el matrimonio «constituido al 'principio', en el estado de la inocencia originaria, dentro del contexto del sacramento de la creación» (Audiencia del 13 octubre, 1982), llamado «ya 'desde el principio' a ser signo visible del amor creativo de Dios» (Audiencia del 4 julio, 1984). Ese estado humano original era marcado por una armonía perfecta, dentro de cada uno, de cuerpo y espíritu [81]. «A la armonía objetiva, con la que el Creador ha dotado al cuerpo (...) correspondía una armonía análoga en el interior del hombre: la armonía del 'corazón'. Esta armonía, o sea, precisamente la 'pureza de corazón', permitía al hombre y a la mujer, en el estado de la inocencia originaria, experimentar sencillamente (y de un modo que originariamente hacía felices a los dos) la fuerza unitiva de sus cuerpos, que era, por decirlo así, el substrato 'insospechable' de su unión personal o communio personarum» (Audiencia del 4 febrero, 1981).
Esa original armonía era sin embargo efímera; al pecar el hombre, se rompió. Con el pecado de Adán y de Eva la concupiscencia-lujuria hizo su apariencia. Se hizo presente en su matrimonio (y está presente en todo matrimonio ulterior), planteando una amenaza al amor y a la felicidad conyugales.
En su catequesis de «la Teología del Cuerpo», Juan Pablo II hizo un largo examen de la presencia discordante de la lujuria en relaciones conyugales (Audiencias desde el 14-V-1980 al 29-X-1980). Su efecto fundamental es una pérdida o una limitación de la plena libertad para amar. «La concupiscencia lleva consigo la pérdida de la libertad interior del don. El significado nupcial del cuerpo humano está ligado precisamente a esta libertad. El hombre puede convertirse en don - es decir, el hombre y la mujer pueden existir en la relación del recíproco don de sí - si cada uno de ellos se domina a sí mismo. La concupiscencia, que se manifiesta como una 'constricción sui generis del cuerpo', limita interiormente y restringe el autodominio de sí y, por eso mismo, en cierto sentido, hace imposible la libertad interior del don. Además de esto, también sufre ofuscación la belleza, que el cuerpo humano posee en su aspecto masculino y femenino, como expresión del espíritu. Queda el cuerpo como objeto de concupiscencia y, por tanto, como 'terreno de apropiación' del otro ser humano. La concupiscencia, de por sí, no es capaz de promover la unión como comunión de personas. Ella sola no une, sino que se adueña. La relación del don se transforma en la relación de apropiación» (Audiencia del 23 julio, 1980).
Deseo insaciable [82], apropiación en lugar de comunión, tomar en lugar de dar, amor propio posesivo que tiende a eclipsar el amor donativo del otro... Son éstas rupturas principales que la concupiscencia inflige ahora en la armonía perdida de la relación sexual.
¿Cabe que los hombres y las mujeres vuelvan a esa armonía y respeto originales, o se han perdido para siempre? No están irreparablemente perdidos, porque pueden recuperarse tanto en la esperanza como en la lucha. En la persona humana siempre queda, por cuanto inconscientemente, un anhelo del respeto inherente en un amor puro, también a causa de lo que Juan Pablo II describe como «la continuidad y la unidad entre el estado hereditario del pecado del hombre y su inocencia original» que queda como clave a «la redención del cuerpo» (Audiencia del 26 de septiembre, 1979). Sin embargo, recuperar y mantener lo que puede salvarse de esa armonía original sólo es posible a través de un esfuerzo constante y con la ayuda de la oración y de la gracia.
Una parte particularmente sorprendente del análisis de Juan Pablo II es el lugar que él da a la vergüenza sexual, en la tarea de recuperar esa armonía. Él coloca esta vergüenza entre las «experiencias antropológicas fundamentales» [83]; pero más allá de la mera antropología, queda para él como un hecho misterioso, una especie de pista o indicación para el restablecimiento (por cuanto tentativo) de aquella envidiable y alegre armonía y paz sexual.
En la condición humana presente, un cierto instinto de vergüenza actúa como garante del respeto mutuo: una condición sine qua non del verdadero amor entre los sexos. Cuanto más profundo y más verdadero el amor entre un hombre y una mujer, y sobre todo entre esposo y esposa, más se motivarán para prestar atención a la vergüenza, y para procurar entenderla y responder adecuadamente a ella. La consecuencia será una conducta naturalmente modesta entre el hombre y la mujer, también - conviene repetirlo - entre los esposos.
En este contexto cada matrimonio debe dirigirse a la Sagrada Escritura en busca de lo que enseña la narrativa divina: no simplemente imaginando cómo la relación de Adán y Eva debe de haber estado antes de la Caída, sino aprendiendo de sus reacciones después - reacciones que muestran un deseo de conservar, en nuevas y molestas circunstancias, la pureza de esa original atracción que ellos solos habían experimentado y podían todavía recordar.
Antes de la Caída, Adán y Eva estaban desnudas y no se avergonzaban. Juan Pablo II lo expresa así: «El hombre de la inocencia originaria, varón y mujer, que 'estaban desnudos (...) in avergonzarse de ello', tampoco experimentaba esa 'desunión en el cuerpo'» [84]. Después de la Caída es cuando la vergüenza aparecía como una respuesta a la lujuria, como una especie de protección contra la amenaza que ésta ofrecía ahora a la alegría y aprecio sencillos que habían experimentado en la mutua sexualidad 'en el comienzo'. La importancia de este sentido de vergüenza se subraya poderosamente en la catequesis papal.
Por una parte, «Si el hombre y la mujer dejan de ser recíprocamente don desinteresado, como lo eran el uno para el otro en el misterio de la creación, entonces se dan cuenta de que 'están desnudos' (cf. Gén 3). Y entonces nacerá en sus corazones la vergüenza de esa desnudez, que no habían sentido con el estado de inocencia originaria (...) Sólo la desnudez que hace «objeto» a la mujer para el varón, o viceversa, es fuente de vergüenza. El hecho de que «no sentían vergüenza» quiere decir que la mujer no era un «objeto» para el varón, ni él para ella» (Audiencias del 13 y 20 febrero, 1980). «A la luz del relato bíblico, el pudor sexual tiene su significado profundo, que está unido precisamente con la insaciabilidad de la aspiración a realizar la recíproca comunión de las personas en la unión conyugal del cuerpo» (Audiencia del 18 junio, 1980). La reacción de vergüenza antes del otro, también de esposa ante el esposo o vice-versa, traiciona una conciencia que el impulso al trato corporal no es de la misma cualidad humana como el deseo para la comunión de personas, y no puede dar pleno efecto a este deseo.
Por otra parte, mientras la vergüenza «revela el momento de la concupiscencia, al mismo tiempo puede prevenir de [sus] consecuencias... Se puede incluso decir que el hombre y la mujer, a través de la vergüenza, permanecen casi en el estado de la inocencia originaria. En efecto, continuamente toman conciencia del significado esponsalicio del cuerpo y tienden a protegerlo, por así decir, de la concupiscencia» (Audiencia del 25 de junio, 1980).
El deseo de conservar el respeto para con el amado es inherente en todo amor genuino. Así en el análisis de Juan Pablo II, el sentido de vergüenza no sólo se hace guardián del respeto mutuo entre esposo y esposa, pero también se convierte en un punto de partida para la recreación de una nueva armonía conyugal entre cuerpo y alma, entre deseo y respeto, lograda de común acuerdo y con la ayuda de la oración y la gracia. El Papa no sugiere que esta «recreación» es de ninguna forma fácil; no lo es por supuesto. Pero su consejo a las personas casadas es que deben intentarlo; su mutuo amor debe hacerles ver como es necesario: y las gracias sacramentales de su matrimonio, junto con su oración personal, representan los medios poderosos que tienen para lograrlo.
8. Purificar el amor conyugal de una excesiva sensualidad, facilitando así su crecimiento
En contraste con los efectos de la concupiscencia, la castidad y un correcto sentido de vergüenza protegen y conservan «la libertad del don» propi del trato conyugal. Juan Pablo II insiste en que esta libertad interior del don «es de naturaleza explícitamente espiritual y depende de la madurez del hombre interior. Esta libertad supone una capacidad tal que dirija las reacciones sensuales y emotivas, que haga posible la donación de sí al otro 'yo', a base de la posesión madura del propio 'yo' en su subjetividad corpórea y emotiva» [85].
Éste es el sentido propio de la castidad en el matrimonio: reorientar y refinar el apetito sensual para que esté al servicio del amor y lo exprese; negarse a aprovechar la relación conyugal sólo para satisfacción egoísta. En un sentido real, la tarea con la que se enfrentan los esposos es la purificación del apetito sensual, para que su satisfacción se busque no principalmente para fines de un egoísmo concupiscente sino como acompañamiento a la donación de sí que debe subyacer toda unión conyugal verdadera. Cabe afirmar que esta tarea les prepone una constante humanización de su amor conyugal, facilitando el crecimiento de un mutuo aprecio en cuanto personas [86].
El verdadero amor conyugal se caracteriza evidentemente más en dar al otro y cuidarle que en desear y tomar para sí. Es la distinción clásica entre el amor amicitiae y el amor concupiscentiae. Donde domina el amor de concupiscencia, el amante no ha salido realmente de sí ni ha vencido el egoísmo, y así a lo sumo se da sólo en parte: «en el amor de concupiscencia, el amante, al querer el bien que desea, propiamente hablando se ama a sí mismo» [87]. Las relaciones matrimoniales en las que domina la búsqueda de placer se centran demasiado en tomar posesión del cuerpo ajeno y no lo suficiente en dar la propia persona; y en la medida de ese desequilibrio la verdadera comunión conyugal de personas no se realiza.
En una época como la nuestra, la diferencia entre lujuria, deseo sexual y amor conyugal se ha ido oscureciendo progresivamente. Si, en consecuencia, muchos matrimonios no entienden o no reconocen los peligros de la concupiscencia, y por tanto no intentan contenerla o purificarla, puede llegar a dominar su relación, minando el respeto mutuo y su misma capacidad de ver el matrimonio esencialmente como dar y no meramente como poseer, y aún menos como simple disfrute, apropiación y aprovechamiento.
Se nos puede venir a la mente aquí la invitación de San Agustín a los casados de purgar su buen trato matrimonial del mal que tiende a acompañarlo: ese mal que no es el placer de la unión conyugal sino toda la excesiva y egoísta absorción con ese placer. Ésta es una tarea ineludible con la que han de enfrentarse todos los matrimonios que deseen restaurar de alguna manera la amorosa armonía de una relación conyugal llena de aprecio y respeto crecientes. Si hemos hablado más arriba de cómo la abstinencia o la renuncia, como un principio gobernante de la vida religiosa, fue a menudo presentada también a los matrimonios deseosos de crecer espiritualmente - con la implícita o explícita invitación de aplicarla a su trato conyugal - conviene añadir aquí que mientras la renuncia es desde luego un tema evangélico principal, no es el único ni incluso el dominante. La purificación, sobre todo de la propia intención interior y del corazón, es aun más fundamental para lograr la última meta cristiana: «Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5:8); «sabemos que cuando él sea manifestado, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, como él también es puro» (1 Jn 3:2-3). Estos versillos son de aplicación universal.
Con esta tarea de purificación también han de enfrentarse las personas casadas, en todos los aspectos de su vida. Constituye un reto particular con respecto a sus relaciones conyugales íntimas. Purificar la cópula conyugal de la auto-absorción que tan fácilmente la invade debe ser una preocupación principal y punto de lucha para los esposos que anhelan señalar su matrimonio con un amor creciente también para que se convierta en un camino de santidad [88].
El trato matrimonial se purifica cuando el impulso hacia la auto-satisfacción juega menor parte en él, ya que más bien se busca, se vive, y se siente como participación y particularmente como amor donativo centrado en el otro. La posesión y el placer serán entonces consecuencia de la autodonación generosa. Como Juan Pablo II dice, «una cosa es, por ejemplo, una complacencia noble, y otra, en cambio, el deseo sexual; cuando el deseo sexual se une con una complacencia noble, es diverso de un mero y simple deseo... Precisamente a precio del dominio sobre ellos el hombre alcanza esa espontaneidad más profunda y madura con la que su 'corazón', adueñándose de los instintos, descubre de nuevo la belleza espiritual del signo constituido por el cuerpo humano en su masculinidad y feminidad» (Audiencia del 12 de noviembre, 1980).
Se podría notar de paso que si se recibe el placer con gratitud - para con Dios, para con el propio esposo -, éste ya es un paso positivo y notable hacia el purificarlo de egoísmo, pues la gratitud es siempre un salir de sí mismo y una afirmación del otro. Por otra parte, si el buscar el placer es principalmente egoísta, puede dar satisfacción pero no una paz real, esa paz que surge de la experiencia de una verdadera unión donativa. Podríamos recordar aquí cómo Santo Tomás, invocando Gálatas 5:17, explica que una falta de paz interior se debe a menudo a un conflicto sin solución entre lo que quiere el apetito sensitivo y lo que quiere el intelecto (II-IIae, q. 29 a. 1).
La meta entonces, como apuntamos más arriba, es que los esposos humanicen sus relaciones íntimas más que abstenerse de ellas. Éste es el trabajo de purificación que se les propone: éste debe ser el tono de la castidad conyugal [89]
El sano pensamiento cristiano ha sido siempre consciente de la fuerza auto-absorbente del impulso a satisfacción sexual física. De ahí el constante principio moral que buscar esta satisfacción fuera del matrimonio es penosamente equivocado (también porque es tan profundamente egoísta). Pero no ha habido ninguna consideración paralela del posible efecto en la misma vida conyugal de esta fuerza auto-absorbida. La teología moral ha tendido a hacer caso omiso de esta cuestión que hoy se plantea como un tema principal para la reflexión teológica y pastoral. Contentarse con razones que «justifiquen» el trato sexual matrimonial es un enfoque del pasado. Y lo es también el enfoque que sobre-acentúa la idea de abstención de las relaciones conyugales como una clave para el crecimiento espiritual en el matrimonio. Lo que conviene proponer a los esposos es la necesidad de purificar su trato, para que puedan encontrar en él cada vez más el íntegro carácter de don-aceptación amorosa y personal que habría tenido en Edén.
Los esposos delicados que se aman sinceramente tienen pronta consciencia de este impulso egoísta que quita de la perfección de su unión física conyugal. Sienten la necesidad de moderar o purificar la fuerza que los atrae, para que su unión pueda consistir en un verdadero darse mutuo - y no en el mero simultáneo apoderarse. Su corazón lo pide; en la medida en que estén cediendo principalmente a lujuria, siempre quedará una sensación de decepción y de engaño. Juan Pablo II lee esta situación bien: «El «deseo», diría, es el engaño del corazón humano en relación a la perenne llamada del hombre y de la mujer a la comunión a través de un don recíproco» (17-IX-1980).
Su misma sensibilidad hacia el amor despierta esta preocupación ante un desorden que quisieran remediar; pero raramente se les ha orientado sobre cómo lograrlo, o sobre porqué el empeño y esfuerzo que harían falta forman una parte íntegra de su vocación matrimonial para seguir creciendo en el amor y, en definitiva, alcanzar así la santidad. Juan Pablo II ha proporcionado esta orientación clara y positiva, pero, hay que reconocerlo, en una catequesis densa y larga que puede parecer inaccesible al lector ordinario. El «popularizar» sus enseñanzas, en una forma accesible a los matrimonios y a quienes se preparan para casarse, es una tarea pastoral de inmensa importancia.
9. La castidad da libertad al amor conyugal
En nuestra condición presente, la concupiscencia (o los deseos absorbentes de la carne) se opone fácilmente al «espíritu», que significa también que van contra el amor y los deseos del amor. Esto es así antes del matrimonio, y sigue siendo así en el matrimonio. La Sagrada Escritura insiste en esto, y es una verdad que todo cristiano ha de ponderar. Al inicio de nuestro estudio notamos cómo el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2525) identifica la concupiscencia con el caro adversus spiritum de la Carta a los Gálatas: «la carne desea lo que es contrario al espíritu, y el espíritu lo que es contrario a la carne» (Gal 5:17). Juan Pablo II abre la segunda parte de su Teología del Cuerpo con una detallada consideración de este texto paulino.
Según el Papa, Pablo se refiere aquí a «la tensión que existe en el interior del hombre, precisamente en su 'corazón' (...) [que] se presupone esa disposición de fuerzas que se forman en el hombre con el pecado original y de las que participa todo hombre 'histórico'. En esta disposición, que se forma en el interior del hombre, el cuerpo se contrapone al espíritu y fácilmente domina sobre él» (Audiencia del 17 de diciembre, 1980). Si permitimos que el cuerpo prevalezca en esta batalla, perdemos nuestra libertad y por tanto nuestra misma capacidad de amar, ya que la libertad no es verdadera libertad a no ser que esté al servicio del amor, Sólo así, empleando la libertad bien y de verdad (y guardando contra su uso falso), puede ganarse la batalla contra la concupiscencia. Sólo así podemos realizar nuestra vocación para amar en toda libertad - en aquella libertad para la que Cristo nos ha liberado.
«Entender así la vocación a la libertad ("Vosotros..., hermanos, habéis sido llamados a la libertad": Gál 5, 13) significa configurar el ethos, en el que se realiza la vida "según el Espíritu". Efectivamente, hay también el peligro de entender la libertad de modo erróneo, y Pablo lo señala con claridad, al escribir en el mismo contexto: "Pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad" (Audiencia del 17 de diciembre, 1980). En otras palabras: "Pablo nos pone en guardia contra la posibilidad de hacer mal uso de la libertad, un uso que contraste con la liberación del espíritu humano realizada por Cristo y que contradiga a esa libertad con la que 'Cristo nos ha liberado' (...) La antítesis y, de algún modo, la negación de este uso de la libertad tiene lugar cuando se convierte para el hombre en 'un pretexto para vivir según la carne'. La libertad entonces (...) se convierte en 'un pretexto para vivir según la carne', fuente (o bien instrumento) de un 'yugo' específico por parte de la soberbia de la vida, de la concupiscencia de los ojos y de la concupiscencia de la carne. Quien de este modo vive 'según la carne', esto es, se sujeta (...) a la triple concupiscencia, y en particular a la concupiscencia de la carne, deja de ser capaz de esa libertad para la que 'Cristo nos ha liberado'; deja también de ser idóneo para el verdadero don de sí, que es fruto y expresión de esta libertad. Además, deja de ser capaz de ese don que está orgánicamente ligado con el significado esponsalicio del cuerpo humano» (Audiencia del 14 de enero, 1981).
Aquí la advertencia de Juan Pablo II sobre el uso «bueno» o «malo» de la libertad recuerda la distinción de San Agustín respecto al uso del cuerpo. En uno de sus sermones, Agustín también invoca Gal 5:17 en particular relación con la castidad: «Escuchad bien a estas palabras, vosotros creyentes todos que estáis luchando. Hablo a quienes luchan. Sólo aquéllos que luchan entenderán la verdad de lo que digo. No me entenderá quien no lucha (...) ¿Qué desea la persona casta? Que ninguna fuerza surja en su cuerpo que resiste a la castidad. Le gustaría experimentar la paz, pero no la tiene todavía» [90].
Las palabras de Agustín se dirigen a las personas casadas tanto como a las solteras. Ambos, él está convencido, entenderán la verdad que expresan si están preparados a luchar la constante guerra de la vida cristiana. La Iglesia no ha cambiado su doctrina acerca de esta lucha. El Concilio Vaticano Segundo enseña: «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo» (Gaudium et Spes 37).
10. El «remedio» de la concupiscencia es la castidad - que pone el apetito sexual plenamente al servicio del amor conyugal
«Disfrutar el placer sexual sin tratar a la persona como objeto de goce - ése es el meollo del problema planteado por la moralidad sexual» [91]. Una observación perspicaz que ofrece un enfoque propiamente humano sobre la cuestión del placer en las relaciones matrimoniales. El placer no ha de buscarse sencillamente como un fin en sí, ya que el egoísmo (el «utilizar» a la otra persona) tenderá entonces a dominar. Pero el placer puede y debe venir, no en cuanto algo principalmente buscado sino como un concomitante importante de la unión lograda. Esto en el sentido más verdadero de lo que implica el remediar de la concupiscencia. Es un desafío al amor y un tarea de la castidad [92]. Citamos antes la enseñanza de Santo Tomás (Super Sent., lib. IV, d. 26, q. 2 a. 3 ad 4) sobre cómo se da la gracia en el matrimonio como un remedio contra la concupiscencia, para reprimirla en su raíz, es decir, en esa tendencia centrada en sí que la caracteriza; y en otro lugar hemos sugerido que una de las gracias principales dadas por el sacramento del matrimonio - como sacramento «permanente» - , es la de la castidad matrimonial en este preciso sentido [93].
La meta no puede ser no sentir el placer o no ser atraído por ello (los dos pertenecen al instinto de la conyugalidad), sino no ser dominado por su búsqueda (que es el instinto de la lujuria). San Agustín apunta estas alternativas: «quien no quiere servir la concupiscencia debe necesariamente luchar contra ella; quien deja de combatirla, necesariamente debe servirla. Una de estas alternativas es pesada pero laudable, la otra es miserable y degradante» [94].
De hecho el acto matrimonial es una singular manera de dar expresión física al amor conyugal, pero no es la única manera. Hay momentos en la vida conyugal (la enfermedad, por ejemplo, o los periodos justo antes y después de dar a luz) cuando el amor no buscará esa unión corporal pero con todo se expresará de otras muchas maneras, también al nivel físico. Es corriente entre los consejeros o psicólogos matrimoniales asignar tanta o más importancia a éstos expresiones físicas «menores» de afecto y de amor de la que puede asignarse a la frecuencia del mismo acto conyugal. Juan Pablo II no pasa por encima de este punto.
Con distinciones finamente perfiladas, él distingue la «excitación sexual» de la «emoción sexual» en las relaciones entre hombre y mujer, y comenta: «La excitación trata ante todo de expresarse en la forma del placer sensual y corpóreo, o sea, tiende al acto conyugal (...) En cambio, la emoción provocada por otro ser humano como persona, aún cuando en su contenido emotivo está condicionada por la feminidad o masculinidad del 'otro', no tiende de por sí al acto conyugal, sino que se limita a otras 'manifestaciones de afecto', en las cuales se expresa el significado nupcial del cuerpo» (Audiencia del 31 de octubre, 1984).
Los hombres y las mujeres, casados o solteros, que deseen crecer en el amor mutuo, no pueden adaptarse pasivamente al prevaleciente estilo de vida moderna que, sobre todo en cuanto representada en los medios de comunicación, está penetrado de «excitación sexual» y constantemente la estimula. Pureza del corazón, de la vista, y del pensamiento es esencial si han de saber guardar la excitación sexual dentro de aquellos límites donde esté al servicio de la emoción sexual y del genuino amor intersexual. Su propia íntima conciencia de la naturaleza auténtica del amor será el mejor incentivo para ayudarles a mantenerse firmemente al amparo de todos esos estímulos exteriores que necesariamente sujetan la persona cada vez más al poder absorbente de la concupiscencia, reduciendo así su capacidad para un verdadero amor, libremente dado y fiel.
La castidad es para los fuertes; como lo es el crecimiento en el amor
Entre las decepciones del matrimonio está la experiencia de que el acto que tan singularmente debe unir, puede separar; puede estar lleno de tensiones y de desilusión más que de armonía y paz. Las tensiones vienen de la fuerza divisiva de la concupiscencia que sólo un amor verdaderamente más donativo que posesivo sabrá vencer y purificar. «Frecuentemente se piensa que la continencia provoca tensiones interiores, de las que el hombre debe liberarse. A la luz de los análisis realizados, la continencia, integralmente entendida, es más bien el único camino para liberar al hombre de tales tensiones» (Audiencia del 31 de octubre, 1984). De hecho, la castidad propia del matrimonio une, aminora las tensiones, aumenta el respeto y hace más profundo el amor conyugal, llevándolo así a su perfección humana y preparando a los esposos para un amor infinito y eterno. «El camino para lograr esta meta», insiste Benedicto XVI, «no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros ni «envenenarlo», sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza» (Encícl. Deus Caritas est, n. 5).
«El verdadero amor conyugal (...) es al mismo tiempo un amor difícil» (Audiencia del 30 de junio, 1982). Naturalmente; ya que el amor hacia otra persona es siempre una batalla contra el amor propio. La división del corazón entre sí mismo y el esposo o la esposa ha de quedar superada: el amor conyugal da unidad al corazón singular y une a dos corazones en un solo amor. La concupiscencia carnal no es la única expresión del amor propio; pero, como afecta tanto a la expresión corporal más excepcional del amor conyugal, hay que oponer una resistencia especial a su tendencia dominante; si no, el amor puede no sobrevivir esta batalla. «El corazón se ha convertido en el lugar de combate entre el amor y la concupiscencia. Cuanto más domina la concupiscencia al corazón, tanto menos éste experimenta el significado nupcial del cuerpo y tanto menos sensible se hace al don de la persona, que en las relaciones mutuas del hombre y la mujer expresa precisamente ese significado» (Audiencia del 23 de julio, 1980).
La necesidad de esta batalla, insiste Juan Pablo II, será evidente a quienes reflexionan sobre la naturaleza misma del amor conyugal-corporal, se enfrentan sinceramente a los peligros a los que es sujeto, y desean hacer lo que sea necesario para asegurar su protección y desarrollo. «la pureza (...) madura en el corazón del hombre que la cultiva y tiende a descubrir y a afirmar el sentido esponsalicio del cuerpo en su verdad integral. Precisamente esta verdad debe ser conocida interiormente; en cierto sentido, debe ser «sentida con el corazón», para que las relaciones recíprocas del hombre y de la mujer - e incluso la simple mirada - vuelvan a adquirir ese contenido [auténticamente nupcial] de sus significados» (Audiencia del 1 de abril, 1981).
Juan Pablo II se muestra convencido del optimismo fundamental y de la belleza del modo de comprender la sexualidad conyugal que él perfila. Su análisis antropológico se convierte en una enseñanza moral que está imbuida de una gran atracción humana. «¿Acaso no siente el hombre, juntamente con la concupiscencia, una necesidad profunda de conservar la dignidad de las relaciones recíprocas, que encuentran su expresión en el cuerpo, gracias a su masculinidad y feminidad? ¿Acaso no siente la necesidad de impregnarlas de todo lo que es noble y bello? ¿Acaso no siente la necesidad de conferirles el valor supremo, que es el amor?» (Audiencia del 29 de octubre, 1980).
Y sin embargo, por cuanto verdadero y atrayente sea su análisis desde un punto de vista humano, se inserta por completo en la estructura cristiana de la Redención. El amor inspira generosidad y sacrificio; pero si éstos quedan al nivel puramente humano, no bastan. La ayuda de Dios, obtenida a través sobre todo de los sacramentos y de la oración ferviente, es necesaria para alcanzar esa castidad conyugal y mutuo respeto amoroso sin los que el amor, en sus mejores aspiraciones, puede fracasar. Para ilustrar esta verdad, Juan Pablo II recurre a dos de las obras más «románticas» del Viejo Testamento, el Cantar de los Cantares y el Libro de Tobit. Él considera el conocido verso del primero, «el amor es tan fuerte como la muerte» [95] (o «tan duro como la muerte»), como quizás excesivamente idealizado en el Cántico, pero expresado en Tobit al verdadero nivel del amor conyugal y de la humilde experiencia humana.
Fue el espíritu concupiscente lo que destruyó los matrimonios anteriores de Sara. Tobiah es bien consciente de esto y lleva a Sara también a comprender cómo la oración refuerza el amor puro para que pueda vencer el poder mortífero de la concupiscencia. «De este modo, el amor de Tobías debía afrontar desde el primer momento la prueba de la vida y de la muerte. Las palabras sobre el amor «fuerte como la muerte», que pronuncian los esposos del Cantar de los Cantares en el trasporte del corazón, asumen aquí el carácter de una prueba real. Si el amor se muestra fuerte como la muerte, esto sucede sobre todo en el sentido de que Tobías y, juntamente con él, Sara van sin titubear hacia esta prueba. Pero en esta prueba de la vida y de la muerte vence la vida, porque, durante la prueba de la primera noche de bodas, el amor, sostenido por la oración, se manifiesta más fuerte que la muerte». (...) Su amor «vence porque ora» (Audiencia del 27 de junio, 1984).
Quienes aman entienden prontamente el valor y la atracción humanos de un amor puro, casto y desinteresado. Pero sentir la atracción humana no es bastante. En la visión cristiana, la castidad sigue siendo un don de Dios, que sólo se logra por medio de la oración. «Ya que supe que no podría ser continente si Dios no me lo concediese (y fue éste también un punto de sabiduría, saber de quién es el don), fui al Señor y se lo imploré» [96]. En el mismo inicio de su obra sobre la continencia o la castidad, San Agustín insiste que esta virtud es un don de Dios tanto para los solteros como para los casados: «Dei donum est» [97]; una idea que acentúa en otra parte con especial referencia al matrimonio: «El mismo hecho que la castidad conyugal tiene tal poder, muestra que es un gran don de Dios» [98].
11. Conclusión
Hemos estudiado el establecimiento y el predominio durante siglos de la noción de que el matrimonio se ordena al «remedio de la concupiscencia». El efecto práctico de esto, a nuestro parecer, ha sido crear cierta idea que el matrimonio «legitima» la concupiscencia; idea que, ulteriormente analizada, es tanto como decir que el matrimonio «legitima la sexualidad desordenada».
Considero que la vida cristiana ha sido perjudicada a consecuencia de esta larga y extendida tradición de estimar la concupiscencia no como una fuerza que debe ser resistida (y purificada) dentro del matrimonio, sino como simplemente remediada por el mismo matrimonio, en el cual por tanto se le puede dar rienda suelta. La consideración del matrimonio como una salida para la concupiscencia, afirmo, ha sido evidentemente implícita en la sencilla frase, remedium concupiscentiae, siendo de hecho la interpretación casi universal dada a esta frase.
Desde el ángulo de la teología pastoral, he procurado mostrar que el uso por siglos de este término ha propagado una estrecha y empobrecida visión del matrimonio que de forma consistente ha hecho caso omiso de su consideración como un sacramento de santificación. Si esto es así, entonces la desaparición del término debería facilitar la renovada comprensión teológica, ascética y vocacional del matrimonio que ha ido asomando en los últimos tres cuartos de siglo.
En esta renovada comprensión, antes que verlo como «remedio» o incluso come salida para la concupiscencia, el matrimonio debería ser contemplado y presentado como una llamada a crecer santamente en el amor, en un esfuerzo, con la ayuda de gracia, de recuperar la pureza y la casta autodonación de la condición sexual-conyugal humana original.
Una visión cristiana equilibrada evitará tanto un optimismo ingenuo cuanto un pesimismo radical acerca de la naturaleza humana. Siempre verá al hombre como una criatura enferma constituida para un destino divino. Esta visión equilibrada es también necesaria porque las patologías de la naturaleza humana sólo pueden ser evaluadas correctamente por quienes a la vez enfrenten la realidad del pecado y, convencidos de la bondad de la creación y de la naturaleza de la salud original, conozcan tanto los medios como la eficacia de la Redención obrada por Cristo, que nos habilita, a pesar de nuestras dolencias, para alcanzar algo mucho mayor todavía que la plenitud de esa salud original.
NOTAS
[1] «Matrimonii finis primarius est procreatio atque educatio prolis; secundarius mutuum adiutorium et remedium concupiscentiae».
[2] «Etsi mirum videtur, certum est canonem 1013, 1 [del Código de Derecho Canónico del 1917] esse primum documentum Ecclesiae quod recenset fines easque hierarchice disponent... Hic canon est quoque primum documentum Ecclesiae in quo adhibetur terminologia: 'primarius', 'secundarius'»: U. Navarrete, S.J., Periodica 56 [1967] 368. Cf. A. Sarmiento: El Matrimonio Cristiano, EUNSA, 2001, p. 360.
[3] «El Matrimonio: ¿Comprensión Personalista o Institucional?»: Scripta Theologica 24 (1992), 569-594.
[4] «Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole»: n. 48, que se repite en el n. 50.
[5] «non posthabitis ceteris matrimonii finibus».
[6] AAS, vol. 76 (1984), p. 644.
[7] cf. Optatam totius, n. 16.
[8] cfr. cc. 747ss en el Libro III; cc. 849, 879, 897, 959, 998, 1008 en el Libro IV, etc.
[9] Libro IV: De la Función de Santificar de la Iglesia: Parte I, Título VII.
[10] cfr. También los nn. 2201 and 2249.
[11] «El «bonum prolis» y el «bonum coniugum»: ¿fines o propiedades del matrimonio?»: Ius Canonicum 29 (1989), 711-722. «Progressive Jurisprudential Thinking»: The Jurist 58 (1998:2), 437-478.
[12] cfr. «Personalism and the «bona« of marriage» Studia Canonica, 27 (1993), 401-412. «El Matrimonio: ¿Comprensión Personalista o Institucional?»: Scripta Theologica 24 (1992), 569-594.
[13] cf. «Progressive Jurisprudential Thinking», The Jurist 58 (1998:2), 459ss.
[14] Se puede notar que en una fecha tan tarde como el año 1977 la Comisión Pontificia para la Revisión del Código de Derecho Canónico entonces vigente consideró un esquema en el que el remedium concupiscentiae aparecía entre los fines del matrimonio (Communicationes 1977, 123). Sin embargo este pasajero homenaje a la terminología tradicional no les impidió a los Consultores abandonar la noción por completo cuando se llegó al proyecto final del nuevo Código, aceptado y promulgado sólo seis años después.
[15] Cf. La yuxtaposición bíblica de bonum y adiutorium en el relato yahvista de la institución divina del matrimonio: Gen 2:18.
[16] Cf. C. Burke: «San Agustín y la sexualidad conyugal». Augustinus 35 (1990), 279-297.
[17] En la comprensión de Agustín la prole fue ciertamente la finalidad del matrimonio («Cum sint ergo nuptiae causa generandi institutae» De Coniugiis Adulterinis, 12). Con todo, su principal punto de enfoque y interés no se centraba ahí. Dio por supuesto el fin del matrimonio; su interés y sus argumentos se dirigieron a defender su bondad.
[18] «In nuptiis tamen bona nuptialia diligantur, proles, fides, sacramentum... Haec bona nuptialia laudet in nuptiis, qui laudare vult nuptias» De nupt. Et conc. I, 17, 19; cf. 21, 23.
[19] cf. Pereira, B. Alves: La doctrine du mariage selon saint Augustin, Paris, 1930; Reuter, A., Sancti Aurelii Augustini doctrina de bonis matrimonii, Romae, 1942.
[20] qué por supuesto no es lo mismo que decir que uno puede obrar el mal para lograr el bien.
[21] «Deus utitur et malis bene» (De Civitate Dei, XVIII, 51); «non solum bonis, verum etiam malis bene uti novit [Deus]» (ib., XIV, 27); «Deus omnipotens, Dominus universae creaturae, qui fecit omnia, sicut scriptum est, bona valde, sic ea ordinavit, ut et de bonis et de malis bene faciat» (De agone Christiano, 7); «Sicut autem bono male uti malum est, sic malo bene uti bonum est. Duo igitur haec, bonum et malum, et alia duo, usus bonus et usus malus, sibimet adiuncta quattuor differentias faciunt. Bene utitur bono continentiam dedicans Deo, male utitur bono continentiam dedicans idolo; male utitur malo concupiscentiam relaxans adulterio, bene utitur malo concupiscentiam restringens connubio» (De peccatorum meritis I, 57).
[22] De Nuptiis et Concupiscentia, I, 9, I, 27; II, 34; II, 36; De Continentia, 27; Contra Julianum, III; 53; IV, 35; IV, 65; V, 46, 66; Imperfectum Opus contra Iulianum, Praefatio; I, 65; II, 31; IV 29, 107; V, 13; V. 20; V, 23; Contra duas Epistolas Pelagianorum, I, 33; De Gratia Christi et de Peccato Originali, II, 42; De Trinitate, XIII, 23, etc.
[23] «sic utantur coniuges boni malo concupiscentiae, sicut sapiens ad opera utique bona ministro utitur imprudente» (Contra Iulianum V, 60). «Ego enim dico, uti libidine non semper esse peccatum; quia malo bene uti non est peccatum» (ibid.). «bellum quod in se casti sentiunt, sive continentes, sive etiam coniugati, hoc dicimus in paradiso, ante peccatum nullo modo esse potuisse. Ipsae ergo etiam nunc sunt nuptiae, sed in generandis filiis tunc nullo malo uterentur, nunc concupiscentiae malo bene utuntur» (ib. III, 57). «hoc enim malo bene utuntur fideles coniugati» (Contra Iulianum, III, 54) (Cf. Ib. IV, 1; IV, 35; V, 63, etc.).
[24] «tener trato lícito con vergonzosa lujuria es usar un mal bien; pero tenerlo ilícitamente, es usar un mal mal» («pudenda libidine qui licite concumbit, malo bene utitur; qui autem illicite, malo male utitur»): De Nuptiis et Concupiscentia. II, 36.
[25] «Concubitus enim necessarius causa generandi, inculpabilis et solus ipse nuptialis est» De bono coniugali 11; cf. «Sola enim generandi causa est inculpabilis sexus utriusque commixtio» Sermo 351.
[26] «non nuptiarum sit hoc malum, sed veniale sit propter nuptiarum bonum»: De bono viduitatis, 3, 5.
[27] «illis excessibus concumbendi, qui non fiunt causa prolis voluntate dominante, sed causa voluptatis vincente libidine, quae sunt in coniugibus peccata venialia»: De Nuptiis et Concupiscentia, I, 27; «veniale peccatum sit propter nuptias christianas»: Contra Julianum, IV, 33; cf. Id. III, 43; Contra 2 Ep. Pelag. I, 33; III, 30.
[28] La Vulgata en ninguna parte del Nuevo Testamento emplea «venia» en este sentido; en el Viejo Testamento se dan cuatro ocurrencias (Num 15: 28; Sab 12.11; Sir 3:14-15; 25:34). «Indulgentia» aparece tres veces en el Viejo Testamento (Jdt 8:14, Is 61:1; 63:7); y una vez, en el pasaje que estamos considerando, en el Nuevo.
[29] «solius autem carnalis voluptatis causa libidini consentire peccatum est, quamvis coniugatis secundum veniam concedatur» (Contra duas Epistolas Pelagianorum, I, 33); «Sic enim scriptum est: Uxori vir debitum reddat... Hoc autem dico secundum veniam, non secundum imperium. Ubi ergo venia danda est, aliquid esse culpae nulla ratione negabitur» De Nuptiis et Concupiscentia 16; «secundum veniam, non secundum imperium, concedit Apostolus. Evidenter quippe dum tribuit veniam, denotat culpam» (De Gratia Christi et de Peccato Originali, II 43); cf. Contra Julianum, II, 20; V: 63; Imperf. Opus contra Julianum, I, 68, etc.
[30] cfr. Algunas versiones en inglés: Revised Standard Version: «I say this by way of concession, not of command»; la New American Bible (1986) también emplea «concession»; la Jerusalem Bible da una traducción más liberal: «This is a suggestion, not a rule».
[31] El esposo que busca el trato conyugal sencillamente porque de otra manera no sería continente, peca venialmente: «si intendat vitare fornicationem in se, sic est ibi aliqua superfluitas; et secundum hoc est peccatum veniale: nec ad hoc est matrimonium institutum, nisi secundum indulgentiam, quae est de peccatis venialibus» (Super Sent., lib. 4 d. 31 q. 2 a. 2 ad 2).
[32] «videtur apostolus inconvenienter loqui; indulgentia enim non est nisi de peccato. Per hoc ergo quod apostolus, secundum indulgentiam se dicit matrimonium concessisse, videtur exprimere quod matrimonium sit peccatum»: Super I Ep. Ad Corinthios lectura, cap 7, Lect. 1.
[33] «Alio modo potest accipi indulgentia prout respicit culpam... Et secundum hoc indulgentia refertur ad actum coniugalem secundum quod habet annexam culpam venialem,... Scilicet cum quis ad actum matrimonialem ex concupiscentia excitatur, quae tamen infra limites matrimonii sistit, ut scilicet cum sola uxore sit contentus. Quandoque vero est culpa mortalis, puta cum concupiscentia fertur extra limites matrimonii, scilicet cum aliquis accedit ad uxorem, aeque libenter vel libentius ad aliam accessurus» ibid.; cf. Suppl. q. 40, art. 6.
[34] «Justificado», como usan el término estos dos autores, parecería tener un sentido mucho más positivo que en el lenguaje moderno. No es que el acto queda meramente «excusado»; llega a ser justo en el sentido bíblico; es decir, santo y agradable a Dios.
[35] Super Sent., lib. 4, d. 31, q. 2 a. 2 co.
[36] cf. ibid. q. 2 a. 1 co.
[37] «Nuptiarum igitur bonum semper est quidem bonum; sed in populo Dei fuit aliquando legis obsequium; nunc est infirmitatis remedium, in quibusdam vero humanitatis solatium» De bono vid., c. 8, n. 11; cf. Gen. ad litt, IX, c. 7.
[38] Dixisti enim: «Sanctam virginitatem confidentia suae salutis et roboris contempsisse remedia, ut gloriosa posset exercere certamina». Quaero quae remedia contempserit? Respondebis: Nuptias. Quaero: Ista remedia contra quem morbum sunt necessaria? Remedium quippe a medendo, id est a medicando, nomen accepit. Simul itaque videmus ambo remedium nuptiarum: cur tu laudas libidinis morbum..., si non ei resistat aut continentiae retinaculum, aut coniugale remedium?»: Contra Jul. III, 20, 42.
[39] Super Sent., lib. 4, d. 33, q. 2 a. 1 ad 4; Super I Ep. Ad Cor. Lectura, cap. 7, lect. 1.
[40] [«In matrimonio gratia non confertur; et sic est in remedium tantum»]... «Hoc autem non videtur convenienter dictum: quia aut intelligitur esse in remedium concupiscentiae, quasi concupiscentiam reprimens, quod sine gratia esse non potest: aut quasi concupiscentiae in parte satisfaciens, quod quidem facit ex ipsa natura actus, non intellecta etiam ratione sacramenti; et praeterea concupiscentia non reprimitur per hoc quod ei satisfit, sed magis augetur, ut philosophus dicit in III Ethic.»: Super Sent., lib. IV, d. 2, q. 1, a. 1.
[41] [«Per matrimonium concupiscentia accipit intensionem: quia, sicut dicit philosophus in 3 Ethic., insatiabilis est concupiscentiae appetitus, et per operationem congruam augetur. Ergo videtur quod in matrimonio non conferatur remedium gratiae contra concupiscentiam»]: «Ad quartum dicendum, quod contra concupiscentiam potest praestari remedium dupliciter. Uno modo ex parte ipsius concupiscentiae, ut reprimatur in sua radice; et sic remedium praestat matrimonium per gratiam quae in eo datur...»: Super Sent., lib. IV, d. 26, q. 2 a. 3 ad 4
[42] «Est usus matrimonii... in remedium contra concupiscentiam, dum illa refrenat ut medicamentum»: Sententiarum, Lib. IV, dist, XXVI, art. 1, q. 1.
[43] «Coniugium... Quod est in remedium libidinosae concupiscentiae»: Glossa in IV Libros Sententiarum: In lib. IV. P. 457 (Quaracchi, 1957).
[44] Se encuentra una de las pocas excepciones en Roberto Bellarmino (1542-1621): «Tertius finis est ut sit coniugium in remedium contra concupiscentiam»: De sacramento Matrimonii. Lib I, cap. X.
[45] Medulla Theologiae Moralis, Tract. VI, De matrimonio, cap. 2.
[46] «Fines [matrimonii] intrinseci accidentales sunt duo, procreatio prolis, et remedium concupiscentiae»: Theologiae Moralis, Lib. VI, 881.
[47] The Law of Christ, Mercier, 1967: de la séptima edición alemana del Das Gesetz Christi del año 1963.
[48] Catholic University of America, vol. 9, 267.
[49] vol. VI, 403: BAC, Madrid 1965.
[50] John C. Ford, S.J. y Gerald Kelly, S.J.: Contemporary Moral Theology, vol. II, 1963.
[60] El mismo San Agustín podría quedarse sorprendido ante este comentario que no logra coger la distinción que él hace entre placer sexual (que es un buen acompañamiento del trato matrimonial) y lujuria, que es su acompañamiento malo: cfr. «San Agustín y la Sexualidad Conyugal» op. cit. pp. 284-286.
[61] «Volo autem omnes homines esse sicut meipsum; sed unusquisque proprium habet donum ex Deo: alius quidem sic, alius vero sic. Dico autem innuptis et viduis: Bonum est illis si sic maneant sicut et ego; quod si non se continent, nubant. Melius est enim nubere quam uri».
[62] La edición del año 1950 de un manual muy usado explica así la finalidad del remedium concupiscentiae, como un fin de matrimonio: «para que quienes estén consciente de su debilidad, y no quieren aguantar el asalto de la carne, puedan usar el remedio del matrimonio para evitar pecados de lujuria» («ut scilicet, qui sibi imbecillitatis suae conscii sunt, nec carnis pugnam ferre volunt, matrimonii remedio, ad vitanda libidinis peccata, utantur»): Aertnys-Damen, Theologia Moralis, II, 473.
[63] H. Doms, «Conception personnaliste du mariage d'après S. Thomas», Revue Thomiste, 45 (1939), 763.
[64] cf. A. Perego, «Fine ed essenza della società coniugale», Divus Thomas, 56 (1953), 357ss.
[65] «Habentur enim tam in ipso matrimonio, quam in coniugalis iuris usu etiam secundarii fines, ut sunt mutuum adiutorium mutuusque fovendus amor et concupiscentiae sedatio, quos intendere coniuges minime vetantur, dummodo salva semper sit intrinseca illius actus natura ideoque eius ad primarium finem debita ordinatio»: Denzinger: Enchiridion Symbolorum, Herder, 1937. n. 2241, 644.
[66] «in praxi coniuges non sunt inquietandi, si exercent actum coniugalem modo ordinario et honesto, quin actualiter cogitent de aliquo fine particulari. Ratio est, quia actus coniugalis naturali modo peractus fovet amorem maritalem, amor autem maritalis cedit in bonum prolis; propter bonum prolis autem licitum esse opus coniugale omnes docent» (D.M. Prümmer: Manuale Theologiae Moralis, 1961, 504).
[67] 1 Cor 7:1-2; 8-9. Santo Tomás, notemos de paso, se permite una clara crítica de la frase de San Pablo, «es mejor casarse que arder», que él considera una manera «abusiva» de plantear el tema: «si donum continendi non acceperunt, nubant... Et assignat rationem, subdens melius est enim nubere, quam uri, id est, concupiscentia superari... Est autem hic attendendum quod apostolus utitur abusiva comparatione; nam nubere bonum est, licet minus, uri autem est malum. Melius est ergo, id est magis tolerandum, quod homo minus bonum habeat, quam quod incurrat incontinentiae malum» (Super I Ep. Ad Cor., c. 7, lect. 1) (emphasis added).
[68] Las traducciones siempre ofrecen dificultad. En este pasaje la versión oficial vaticana del discurso de Juan Pablo II usa una traducción castellana de Mt. 5:27-28 que afirma simplemente, «El que mira a una mujer deseándola...». La versión inglesa que usa el Vaticano habla en cambio de «look lustfully». Otras traducciones castellanas van más en esta línea: «todo el que mira a una mujer para codiciarla ya adulteró con ella en su corazón» (Reina-Valera Actualizada 1989). Para lectores de habla inglesa he analizado este punto en vista de una nueva traducción hecha por Michael Waldstein de «la Teología del Cuerpo». Waldstein considera que las traducciones inglesas en uso hasta ahora inducen al error al decir «lujuria», cuando sería más fiel al pensamiento de Juan Pablo II hablar del sencillo deseo sexual («el deseo puede ser bueno o malo» dice con acierto, «la lujuria es un vicio»). Al menos en el caso de Mt. 5:27-28 no comparto la opinión de Waldstein. El Friburg Greek Lexicon asigna tres matices (y tres ejemplos bíblicos) a la palabra griega aquí usada, epithumeo: «(1) en sentido general, de un impulso fuerte hacia algo: desear, anhelar (Lk 16.21); (2) en sentido bueno. De un deseo natural o loable: anhelar, desear en serio (Lk 22.15); (3) en sentido malo, de un deseo desenfrenado de una persona o cosa vedada: «lust for», [desear con lujuria], codiciar (Mt 5.28; Hechos 20.33)» (cfr. el comentario de BibleWorks). Parece fuera de toda duda que Jesús en este pasaje está hablando de un deseo gravemente desordenado; si no, ¿cómo explicar su juicio que la mirada es equivalente a haber «ya adulterado con ella en su corazón»? Está claro que en estas audiencias el mismo Juan Pablo II propone esta comprensión. Insiste en que en esta frase del Señor, «se define específicamente a la «concupiscencia de la mirada» como «adulterio cometido en el corazón» (8 de octubre).
[69] Una sentencia rotal cita a Santo Tomás: «el hombre está naturalmente hecho para el matrimonio. Por tanto el vínculo conyugal, o el matrimonio, es natural» (Suppl., q. 41, art. 1), y añade: «El matrimonio tal como la Iglesia la propone corresponde a la comprensión natural que el hombre y la mujer tienen de esa unión exclusiva, permanente y fructífera con una persona del otro sexo a la cual es llevado naturalmente por el instinto conyugal humano»: coram Burke, 12 de dic., 1994, Rotae Romanae Decisiones, vol. 86, 719.
[70] La unión conyugal es tanto de cuerpo y de espíritu. Sentirse atraído por el cuerpo del esposo y querer unirse en cuerpo con él o ella, es parte del deseo conyugal normal. Pero aun más es sentirse atraído por la persona del otro y querer unirse en las personas. La importancia de este doble aspecto resalta más si se piensa en términos de amor y no sólo de atracción o deseo. El amor conyugal humano no se dirige principalmente al cuerpo sino sobre todo a la persona del otro. Los dos amores - hacia el cuerpo y hacia la persona - deben idealmente estar en perfecta armonía. En la práctica a menudo no lo están. Pueden de hecho estar en oposición; es decir cuando el deseo del cuerpo se separa del amor hacia la persona. Que esto pueda pasar no es nada nuevo; pero es desde luego preocupante y un hecho que se debe tener firmemente en cuenta.
[71] Ya que estoy procurando desarrollar un argumento en términos personalistas, reconozco que apenas puede clasificarse San Agustín como personalista en el sentido moderno. Él no distingue en ninguna parte la concupiscencia de una atracción sexual buena, mientras que algunas de sus afirmaciones pueden parecer equiparar la concupiscencia con el sencillo deseo sexual o con el placer que acompaña la cópula conyugal. No obstante, como he buscado mostrar en otro lugar, su verdadera mente no es ésta: la concupiscencia no significa para él el placer físico (que él defiende) concomitante a la cópula conyugal, sino la tendencia a dejar que el estímulo hacia ese placer eclipse su fin y sentido verdaderos (cfr. C. Burke: «San Agustín y la Sexualidad Conyugal», 284ss). Aquellos comentaristas modernos que acusan a San Agustín de pesimismo fallan por lo menos tanto como él, en distinguir entre el deseo sexual «bueno» y el «malo». Mi propósito no es presentar a Agustín como personalista sino atraer la atención más bien hacia la profundidad y el realismo de su análisis que tantos hoy no logran apreciar.
[72] cf. nn. 12, 23, 26, 28-29, 40-46.
[73] Parte II, cap. 1. nn. 47-52.
[74] n. 49.
[75] Está claro que no se da la consumación por medio de una cópula no llevada a cabo humano modo, como acaece por ejemplo en el caso de un trato contraceptivo - donde no hay ninguna verdadera unio carnuum. No está tan claro, en cambio, cuando o en qué medida la insistencia de uno de los esposos (sin llegar a la bruta fuerza física), que vence la repugnancia del otro a tener trato, «deshumaniza» el acto tanto que ya apenas pueda ser considerado una expresión física de la unión matrimonial.
[76] «Inseparabilidad de los aspectos unitivo y procreativo del matrimonio»: Scripta Theologica, 21 (1989), 197-209.
[77] George Bernard Shaw fue poco delicado quizás, pero ni sarcástico ni cínico, al comentar que la contracepción no pasa de ser «mutua masturbación».
[78] Super I Ep. Ad Corinthios lectura, cap 7, Lect. 1.
[79] La abstinencia o la renuncia en cuanto a las actividades seculares y las satisfacciones o placeres que pueden derivarse de ellas ha sido central a la vida religiosa desde su comienzo en el siglo IV o V. Mientras esta espiritualidad religiosa se remonta, en sus raíces, a la invitación de Jesús al joven rico (Mt 19:21), es discutible si ha ofrecido la inspiración y el dinamismo necesarios para encaminar a los laicos en general y a los casados en particular a la meta de una plena vida cristiana. Es verdad que Jesús dijo «cualquiera de vosotros que no renuncia a todas las cosas que posee, no puede ser mi discípulo» (Lc 14:33); sin embargo está también claro que el celibato, sea en la vida religiosa o no, no es el único camino cristiano y que, a pesar del anhelo de San Pablo («quisiera que todos los hombres fuesen como yo»), Dios de hecho no llama a todos a ser célibes. Juan Pablo II recuerda cómo el propio Pablo reconoce que cada uno «tiene su propio don procedente de Dios».
[80] Hay varias razones por las cuales la abstinencia puede entrar periódicamente en la vida conyugal, pero parecería fundamentalmente defectuoso proponerla como un ideal, o como una condición para la santidad, en quienes están llamados al matrimonio cristiano. No cabe ampliar la sugerencia de San Pablo que los esposos puedan abstenerse «por algún tiempo» (I Cor 7:5), y erigirla en una norma general.
[81] La armonía interpersonal, entre espíritu y espíritu, no era una parte necesaria de ese estado. El hombre y la mujer tenían libremente que crear tal armonía entre sí y de cada uno con Dios. El hecho de que no lo lograron en su primera prueba, y entonces tuvieron que intentar restaurarla, forma el fondo al entero drama humano y a nuestro presente estudio.
[82] Cf. Audiencia del 25 de junio, 1980.
[83] «la antropología contemporánea, que se vuelve gustosamente a las llamadas experiencias de fondo, como la "experiencia del pudor"»: Audiencia del 12 de diciembre, 1979.
[84] Audiencia del 4 febrero, 1981. Juan Pablo II se muestra aquí de acuerdo con el análisis de la situación hecho por San Agustín. La desnudez original no provocó ningún deseo indócil y por tanto ninguna vergüenza en Adán y Eva, «no porque no pudieran ver, sino porque no sentían nada en sus miembros para hacerles avergonzarse de lo que vieron»: «non quia non videbant, sed quia nihil unde confunderentur in membris senserant, quae videbant» De nupt. et conc. I, c. 5, n. 6.
[85] Audiencia del 7 de noviembre del 1984; cf. Audiencias del 20-II-1980, 18-VI-1980, 23-VII-1980, 1-XII-1982, etc. San Agustín subraya que hay que resistir los deseos de la concupiscencia; si no, nos dominan: «Est ergo in nobis peccati concupiscentia, quae non est permittenda regnare; sunt eius desideria, quibus non est oboediendum, ne oboedientibus regnet»: De Continentia, 8.
[86] cf. Audiencia del 24 de septiembre 1980 para el efecto «despersonalizante» de la concupiscencia.
[87] «in amore concupiscentiae amans proprie amat seipsum, cum vult illud bonum quod concupiscit» Tomás de Aquino, I-II, q. 27, a. 3.
[88] Esto desde luego implica un refrenarse, pero es un refrenarse que será expresión de amor y de delicadeza, lo mismo que cuando él o ella refrena su carácter por delicadeza para con el otro.
[89] «En la vida terrena, el dominio del espíritu sobre el cuerpo - y la simultánea subordinación del cuerpo al espíritu - , como fruto de un trabajo perseverante sobre sí mismo, puede expresar una personalidad espiritualmente madura» (Audiencia 9 de diciembre, 1981). Esto implica no una victoria unilateral del espíritu sobre el cuerpo, sino una armonía perfecta entre los dos; «no significa «desencarnación» alguna del cuerpo ni, consiguientemente, una «deshumanización» del hombre. Más aún, significa, por el contrario, su «realización» perfecta. Efectivamente, en el ser compuesto, psicosomático, que es el hombre, la perfección no puede consistir en una oposición recíproca del espíritu y del cuerpo, sino en una profunda armonía entre ellos, salvaguardando el primado del espíritu» (Ibid.). Juan Pablo II, aplicando la frase paulina sobre «la discordia en el cuerpo» (1 Cor 12:25) al fenómeno de la vergüenza corporal que es el resultado del pecado original, insiste en cómo una «transformación de este estado» puede lograrse hasta «la victoria gradual sobre esa «desunión en el cuerpo», victoria que puede y debe realizarse en el corazón del hombre. Este es precisamente el camino de la pureza, o sea, «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto»...» (Audiencia del 4 febrero, 1981).
[90] «Attendite, sancti quicumque pugnatis. Proeliantibus loquor. Intellegunt qui pugnant: non me intellegit qui non pugnat... Quid vult homo castus? Ut nulla omnino surgat in membris eius concupiscentia adversaria castitati. Pacem vult, sed nondum habet» (Sermo 128).
[91] Karol Wojtyla, Amor y Responsabilidad, Madrid, Razón y fe, 1978, 35.
[92] La concupiscencia es efecto del pecado original. Lo que surge del pecado, sólo puede encontrar su remedio en la virtud. Sigue que no es el matrimonio en sí sino la castidad matrimonial que remedia la concupiscencia.
[93] "El Matrimonio como Sacramento de Santificación" (Mayéutica 33 (2007), 36-37)
[94] «Libidini necesse est ut repugnet, qui servire noluerit: necesse est ut serviat, qui repugnare neglexerit. Quorum duorum unum est molestum, etsi laudabile: alterum turpe et miserabile» (Contra Julianum, V, 62).
[95] «Fortis est ut mors dilectio»: Cant. 8:6.
[96] «Ut scivi quoniam aliter non possum esse continens nisi Deus det, et hoc ipsum erat sapientiae scire cuius esset hoc donum, adii Dominum et deprecatus sum illum» Sabiduría 8:21 (Vulgata).
[97] De Continentia, no. 1.
[98] «Et si tantas vires habet ista pudicitia coniugalis, tantumque Dei donum est»: Contra Julianum, III, 43.