Homosexualidad y Matrimonio
(adaptado de Ius Canonicum, XLI, N. 81, 2001, págs. 105-144)
I CONSIDERACIÓN DE LA HOMOSEXUALIDAD EN LA JURISPRUDENCIA.
II CONSIDERACIÓN DE LA HOMOSEXUALIDAD EN EL MUNDO SECULAR.
III EL «DIAGNOSTIC AND STATIST1CAL MANUAL OF MENTAL DISORDERS» (DSM).
IV PSIQUIATRÍA Y CIENCIA.
V INFLUJOS CULTURALES EN LA PSIQUIATRÍA.
VI PSIQUIATRÍA Y VALORES HUMANOS.
VII ¿CONSTITUYE LA HOMOSEXUALIDAD UNA PERTURBACIÓN PSÍQUICA?
VIII LA HOMOSEXUALIDAD EN LA ANTROPOLOGÍA CRISTIANA.
IX RELEVANCIA JURÍDICA DEL DIAGNÓSTICO PSIQUIÁTRICO DE LA HOMOSEXUALIDAD.
I. CONSIDERACIÓN DE LA HOMOSEXUALIDAD EN LA JURISPRUDENCIA CANÓNICA
La homosexualidad «es la alteración del instinto, o natural inclinación (psicológica, física, afectiva), de un sexo hacia el otro que tiende a la relación nupcial (la unión de un hombre y una mujer) por la naturaleza de las cosas, es decir, por el designio del Creador» [1]; «por eso se considera como un estado patológico del instinto sexual» [2].
«La incapacidad para asumir las obligaciones esenciales del matrimonio, como sucede en los casos más graves de homosexualidad, no se puede conciliar con la naturaleza del consentimiento matrimonial» [3]; «esta doctrina ha sido recibida sin ninguna excepción por la jurisprudencia de Nuestro Foro» [4]. De ahí se sigue que «no cualquier manifestación de homosexualidad puede impedir el matrimonio. La homosexualidad hará inválido el matrimonio, sólo si uno o los dos esposos padecen realmente una homosexualidad grave e irrevocable» [5].
Además, aunque se afirma «según la doctrina y la jurisprudencia, que la homosexualidad es un instinto desordenado, es decir, una grave enfermedad de la mente» [6], ésta distingue no sólo entre casos graves y menos graves de homosexualidad, sino entre la tendencia homosexual que es transeúnte y la que es permanente, y también entre la condición homosexual adquirida y la que parece ser constitucional. «Entre aquellos que sufren una perversión o mejor, una inversión en el apetito erótico, hay que distinguir las personas que, en una ocasión dada o bien transitoriamente por necesidades de tiempo o de lugar, caen en este tipo de malos comportamientos (y que, faltándoles esas circunstancias vuelven fácilmente al orden recto) de los que se encuentran en una situación totalmente diversa y que, ya sea por un hábito contraído firmemente y desde hace tiempo (esos son homosexuales de hecho), ya por la misma constitución de la persona (por eso han nacido "abnormes") se entregan invenciblemente al propio sexo» [7].
En lo referente a la prueba sobre la condición homosexual que incapacita, «como siempre ocurre cuando se habla de la incapacidad nubil, debe constar la gravedad y la insanabilidad del trastorno, ya que una inhibición leve o que puede sanar, daría lugar a un matrimonio imperfecto y quizá también infeliz: temporal o perpetuamente. En cambio, el objeto de la incapacidad es la nulidad del matrimonio, no sólo su imperfección o difícil cumplimiento» [8].
En los casos sobre una posible incapacidad consensual, la jurisprudencia, según el canon 1680 [9], considera normalmente el recurso a peritos médico-psiquiátricos como un elemento importante dentro del proceso probatorio de la homosexualidad grave. Los peritos realmente cualificados en este campo, pueden ayudar a los jueces a madurar su decisión en una «materia tan ardua e intrincada» [10] como es la homosexualidad. En cuanto se refiere a la prueba, puesto que no cualquier tipo de perversión homosexual puede invalidar el matrimonio, sino sólo aquella que es grave e incorregible, en cada caso es necesario que los jueces sopesen la cuestión una vez obtenido el voto de los peritos, «del cual, no sin graves razones, sería temerario distanciarse» [11]. «No hay nadie que no vea cuan necesario es en estos casos el trabajo de los peritos, tanto para comprobar el hecho de la homosexualidad como para conocer su verdadera naturaleza y gravedad» [12]. «Para probar la existencia de una homosexualidad capaz de hacer un matrimonio inválido, además de los hechos aducidos por los testigos, han de ser consideradas cuidadosamente las pericias, prácticamente siempre necesarias, para definir la naturaleza de este tipo de defectos; más aún cuando se trata de distinguir su gravedad» [13]. Los peritos, por tanto, son los que —gracias a sus conocimientos científicos acerca de la naturaleza patológica de la homosexualidad— pueden presentar ante el juez una opinión fidedigna y científicamente fundada sobre la homosexualidad en el caso particular.
II. CONSIDERACIÓN DE LA HOMOSEXUALIDAD EN EL MUNDO SECULAR
Cabría plantear la cuestión de si los principios enunciados habrían de ser corregidos, y hasta que punto, a la luz de la posición —radicalmente cambiada— hacia la homosexualidad que hoy parece prevalecer en el mundo secular. Hace 20 ó 30 años, las conductas homosexuales, incluso entre personas adultas, eran consideradas como delitos en la ley civil y se veían como una desviación social inaceptable. Lo mismo se verificaba en la psiquiatría que unánimemente tenía la homosexualidad como una enfermedad psiquiátrica susceptible de tratamiento. Sin embargo, la Asociación Americana de Psiquiatría (o más bien su órgano directivo), no obstante algunas voces disidentes que provenían de los mismos socios, en el año 1973 suprimió la homosexualidad de la clasificación de perturbaciones mentales. En el año 1980 se limitó el diagnóstico de la homosexualidad a los casos en los que ésta causaba un serio incómodo personal (homosexualidad egodistónica [14]). En 1987 aún se limitó más esta enfermedad y finalmente, en 1994, la homosexualidad se retiró completamente de cualquier categoría de perturbación de la personalidad.
Actualmente se sostiene, y probablemente el público lo cree, que la opinión tradicional que veía la homosexualidad como una condición anómala, ha sido demostrada errónea por el progreso científico. Así, por ejemplo, se lee: «Como resultado de la investigación científica, la Asociación Americana de Psiquiatría eliminó en 1973 la homosexualidad de su lista de enfermedades mentales y en 1980 fue omitida de su Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales» [15]. La jurisprudencia eclesiástica no puede permanecer indiferente frente a estos importantes cambios. Es necesario ponderar qué efectos teóricos y prácticos pueden producir en la apreciación canónica de la homosexualidad, especialmente bajo el aspecto de la capacidad para prestar un consentimiento válido.
En las últimas décadas fue introducida la tesis según la cual la homosexualidad puede ser colocada en la categoría de trastorno de la personalidad sólo cuando es «distónica» y no cuando es «sintónica». Esta tesis, mostrada con tales insólitos términos de diferenciación, fue introducida en el DSM-II [16] (1980). El DSM-III-R (1987) la mantenía aunque con alguna reticencia y el DSM-IV (1994) [17] la excluyó totalmente, cuando toda referencia a la homosexualidad desapareció por completo de este Manual de la Asociación Americana de Psiquiatría. Sin embargo esta distinción todavía es usada por no pocos autores. Las mutaciones antes expuestas, en cuanto a la clasificación de la homosexualidad, causan por lo menos perplejidad. Suscitan interrogantes acerca de las numerosas valoraciones de la homosexualidad, y provocan dudas sobre si estas valoraciones se adecúan a la percepción cristiana de la homosexualidad y el lugar que ocupa la sexualidad en el sano e integral desarrollo del hombre. Más concretamente, estos cambios suscitan necesariamente serias inquietudes sobre la solidez científica que hay que atribuir a estas nuevas tesis que tanto influjo tienen y que, en brevísimo espacio de tiempo, han sido elevadas a una posición de autoridad en la actual psiquiatría y psicología.
III. EL «DIAGNOSTIC AND STATISTICAL MANUAL OF MENTAL DISORDERS»
Aunque estos cambios no se encuentran exclusivamente en el «Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders» (DSM), sin embargo, son presentados particularmente en este «manual» del que cada nueva edición se distingue de las anteriores por las adiciones, omisiones y reformulaciones abundantes que están relacionadas con la homosexualidad. Ciertamente en muchos de los casos estos cambios responden a conclusiones obtenidas por trabajos de investigación realizados con criterios exclusivamente científicos. Muchos investigadores de prestigio, no obstante, sostienen que no siempre es así. Algunos de ellos retienen que nunca se puede afirmar que los psiquiatras trabajen con una mentalidad científica plenamente neutral, ya que siempre están presentes, en la base de sus trabajos, algunos presupuestos ideológicos o juicios de valor.
Todas estas cuestiones tienen interés para fines jurisprudenciales. Esto se ve claramente al tener en cuenta que, en los casos de posible incapacidad consensual para el matrimonio (y a tenor de la norma del c. 1680), los tribunales eclesiásticos suelen apoyarse en los peritos psiquiátricos y psicólogos, y éstos, a su vez, tienden a usar el DSM cada vez con más frecuencia. Los jueces, generalmente, también tienen un ejemplar del DSM para su uso y, muy a menudo, piden a los peritos que den sus diagnósticos según las clasificaciones empleadas por este manual, persuadidos de que es un medio equilibrado de dar y sopesar el valor científico, y de la confianza que merece la pericia.
El DSM no sólo ha sido usado por los profesionales de la psiquiatría americana sino que, traducido a las principales lenguas, se ha convertido en manual de uso internacional. Hay que reconocer la gran autoridad de la que goza en los tribunales de la Iglesia y entre los peritos que prestan su servicio ante estos tribunales. El modo como es descrito el DSM en la misma jurisprudencia rotal da una idea de la frecuencia de su uso. Así se encuentran expresiones en la jurisprudencia eclesiástica como: «famosísima obra»' [8], «vale la pena referirnos a la citada y principal obra de trastornos mentales» [19], «el muy usado texto» [20], «la muy empleada relación de trastornos mentales» [21], «el conocido nomenclátor DSM» [22]. Su listado de patologías es descrito como «el elenco comúnmente aceptado» [23]. En las sentencias rotales del período 1990-1995 que tratan sobre la incapacidad consensual, se hace mención doscientas veces del DSM.
Dos son las cuestiones que principalmente se van a examinar sobre el DSM. La primera es la credibilidad que merece bajo el aspecto estrictamente científico, como fuente fidedigna de ciencia objetiva e imparcial. La segunda es su armonía o no, en especial con respecto a la homosexualidad, con el concepto cristiano de hombre. Ambas cuestiones son de máxima importancia para los jueces y abogados eclesiásticos y, especialmente también, para los peritos que trabajan en los tribunales.
Para responder a la primera cuestión, es útil en primer lugar considerar la génesis y evolución del DSM. La primera edición del «Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders», con una relación de 60 perturbaciones mentales, apareció en el año 1952. El Dr. Morton Kramer y el Dr. Robert L. Spitzer fueron los principales consultores para su elaboración, así como para su segunda edición (1968) que fue revisada bajo el patrocinio de la Asociación Americana de Psiquiatría. La terminología establecida por el DSM-II llegó a ser el 1 de julio de 1968 «la nomenclatura oficial para los psiquiatras americanos» [24]. El trabajo, muy revisado y ampliado, tuvo una tercera edición, DSM-III, publicado en 1980. El principal consultor de esta edición fue de nuevo el Dr. Robert L. Spitzer. Unos años después, en 1987, salió el DSM-III-R y una ulterior revisión (1994) hizo que se editara el DSM-IV, que enumera más de 300 perturbaciones mentales.
Hay una notable discrepancia entre los mismos psiquiatras sobre si la evolución del DSM ha seguido siempre unos criterios estrictamente científicos y también, sobre si muchos de los parámetros de diagnóstico que propone se pueden considerar validados científicamente.
El Dr. Melvin Sabshin, conocido psiquiatra americano, leyó en 1989 una conferencia en la reunión anual de la Asociación Americana de Psiquiatría, con el título «Puntos de cambio en la Psiquiatría del siglo XX»". El Dr. Sabshin señaló que el DSM nació en los años 1950-1960 para superar la opinión común, bastante divulgada, de que la psiquiatría carecía de base científica y estaba sometida a la manipulación social por parte de algunos que tenían otros intereses. «La divulgación de opiniones contradictorias de psiquiatras en casos judiciales donde los acusados alegaban locura, provocó importantes críticas acerca de la poca fiabilidad del diagnóstico psiquiátrico» [26]. El DSM era un intento para demostrar que las enfermedades psiquiátricas podían ser objetivamente diagnosticadas. Evidentemente, la primera condición para establecer y salvaguardar la credibilidad científica del «Manual», era que éste permaneciera inmune a las presiones no científicas. En este sentido, mientras al Dr. Sabshin no le cabe la menor duda de que el «DSM-III ha influido en la psiquiatría americana profundamente», añade: «pero han sido influidos por fuerzas ajenas a la psiquiatría» [27]; y en la siguiente página repite de nuevo que estos manuales no resistieron siempre con éxito las presiones ejercidas por activistas ajenos al mundo científico [28].
Las dudas expresadas por el Dr. Sabshin encontraron su expresión, dentro del ámbito de la profesión psiquiátrica, después de la publicación del DSM-III en 1980. La revista «American Journal of Psychiatry» en el año 1984, publicó una controversia de gran resonancia («Un debate sobre el DSM-III») en el que el Dr. Robert L. Spitzer (profesor de Psiquiatría en la «Columbia University» de Nueva York y uno de los primeros elaboradores del DSM-III), responde a las críticas de eminentes psiquiatras [29]. Del debate se desprende que incluso los que eran totalmente favorables al DSM-III, reconocen el carácter no científico de muchas de las modificaciones que fueron introducidas, y urgen para que en su ulterior evolución se sostenga un fundamento más fidedigno. El Dr. Gerald L. Klerman (profesor de psiquiatría en la «Harvard Medical School»), pide que «los cambios que aparezcan en el DSM-IV sean determinados por la evidencia más que por afirmaciones ideológicas» [30]. Por otra parte, el Dr. George E. Vaillant (profesor de psiquiatría en la «Dartmouth Medical School») opina que «el DSM-III representa una atrevida serie de elecciones basadas en suposiciones, preferencias, prejuicios y esperanzas. Algunas de estas elecciones son indudablemente correctas, pero pocas están basadas en el hecho o en la verdad... Sinceramente espero que los autores del DSM-IV rectifiquen los errores del DSM-III» [31].
El Dr. Vaillant expone sus críticas más en detalle. En primer lugar sostiene que «el DSM-III es estrecho de miras: ignora otras culturas y otras épocas históricas e ignora cualquier enseñanza que no vaya amparada por la tecnología americana» [32]. El Dr. Robert L. Spitzer, efectivamente, admite esta crítica: «Primero (el Dr. Vaillant) señala que el DSM-III es estrecho de miras porque ignora otras culturas. Eso podría ser así pues la finalidad era desarrollar una clasificación de enfermedades mentales para uso en este país. Ciertamente nadie nos dijo que teníamos que preocuparnos por los complejos problemas que conllevaría desarrollar un sistema que se pudiera usar en todo el mundo» [33]. No consta que esta importante declaración haya sido anotada adecuadamente en las traducciones del DSM y en el uso del mismo (y en los trabajos basados en él) en los diferentes países. La última edición del DSM advierte en su introducción: «Aplicar los criterios para el trastorno de la personalidad en diversas culturas puede ser extremadamente difícil debido a la amplia variación cultural del concepto del "yo", de los estilos de comunicación y de los mecanismos de afrontamiento» [34].
El Dr. Vaillant aplica especialmente su crítica sobre la estrechez de miras —que, según piensa, marca no pocos criterios de diagnosis propuestos por el DSM— a las perturbaciones de la personalidad conocidas como antisocial, «borderline» y narcisismo. Explica cómo la descripción que ofrece el DSM de la perturbación antisocial era vista como completamente absurda por psiquiatras europeos experimentados. Más adelante añade: «Mucho más vulnerables que la personalidad antisocial son las clasificaciones de las perturbaciones mentales de "borderline" y narcisismo. Con sólo 10 ó 20 años de vida, estos desajustes todavía hoy solamente son detectados en ciudades americanas que tienen ópera o institutos psicoanalíticos. Raramente se encuentran personalidades "borderline" y narcisistas en Iowa o en Mobile; y ciertamente no se encuentran en Tánger o en Bucarest» [35]. Mientras que en una sentencia coram Colagiovanni se señala la novedad de esta clasificación narcisista: «desde que en el año 1980 fue introducida la denominación "Narcissistic Personality Disorder" [36]»", en las causas juzgadas llevadas al tribunal de la Rota entre los años 1990 y 1996, se menciona 85 veces la perturbación narcisista.
Otro psiquiatra recuerda la embarazosa situación a la que debió someterse la profesión psiquiátrica, por los evidentes defectos que amenazaban la credibilidad de la labor diagnóstica, y cita el estudio Rosenhan. «En ese estudio se presentaron 19 sujetos normales en un hospital psiquiátrico aquejados de un síntoma figurado; cada uno de ellos decía oír una voz que decía "thud". Todos fueron hospitalizados, y todos se comportaron "normalmente" durante ese tiempo. Todos recibieron el alta con el diagnóstico de "esquizofrenia en remisión". Ese estudio fue publicado en la revista "Science" bajo el fatídico título de "Sanos en un lugar para enfermos" [38]. Rosenhan interpretó sus resultados para atacar la poca fiabilidad de las valoraciones psiquiátricas y la peligrosidad de un diagnóstico equivocado» [39].
No cesan las manifestaciones acerca de las dudas sobre la fiabilidad que merece el DSM también en altas instancias de la profesión psiquiátrica. La revista «American Journal of Psychiatry», en un reciente editorial («El DSM en perspectiva») afirma: «el nuevo proceso de diagnóstico del DSM ha dominado la investigación, la enseñanza y también la práctica de la psiquiatría. La diagnosis ofrecida por el DSM casi ha llegado a ser algo «a se», una certeza de dimensiones determinadas. La diagnosis del DSM ha llegado a ser el principal objetivo de la práctica clínica. El DSM-IV, «supuestamente» más basado en datos, ha alcanzado la fama de ser el manual que ha permitido a la psiquiatría estar en paz con el resto de la medicina gracias a su «triunfo tecnológico»; pero nuestro proceso actual de diagnóstico puede estar también arruinando la esencia de la psiquiatría. Ya es hora de examinar lo que hemos hecho y hacer algunas correcciones... El actual DSM da una imagen de precisión y exactitud. De este modo, muchos han llegado a creer que ofrecíamos un panorama claro de las enfermedades más que grupos arbitrarios de síntomas... Toda esta aparente precisión pasaba por alto el hecho de que no hemos identificado los agentes etiológicos de los trastornos psiquiátricos. Nuestras diagnosis están muy lejos de la precisión de los procesos diagnósticos del resto de la medicina»' [40].
Es justo reconocer que los mismos editores del DSM, de manera manifiesta, habían señalado la finalidad limitada de su Manual: «El propósito del DSM-IV es proporcionar descripciones claras de las categorías diagnósticas, con el fin de que los clínicos y los investigadores puedan diagnosticar, estudiar e intercambiar información y tratar los distintos trastornos mentales» [41]. El DSM-IV repite las cautelas del DSM-III-R pero las amplía con un apartado específico en su introducción titulado: «Uso del DSM-IV en medicina forense». Ahí se lee: «Cuando las categorías, los criterios y las definiciones contenidas en el DSM-IV se emplean en medicina forense, existe el peligro de que la información se malinterprete o se emplee de manera incorrecta. Este peligro se produce por la discrepancia existente entre las cuestiones legales y el tipo de información contenida en el diagnóstico clínico. En la mayoría de las situaciones el diagnóstico clínico de un trastorno mental según el DSM-IV no basta para establecer la existencia, a nivel legal, de un "trastorno, discapacidad, enfermedad o defecto mentales". Para determinar si un individuo cumple un criterio legal específico (p. ej., competencia, responsabilidad criminal o discapacidad) se requiere información adicional, más allá de la contenida en el DSM-IV» [42].
Un perito rotal, en una causa decidida en el año 1992, parece que tuvo esto presente cuando afirmó; «El DSM-III-R ha sido y es muy criticable por los criterios según los cuales ha sido formulado», y «como se dice en el prefacio del Manual, los cuadros nosológicos descritos no son adecuados para los fines médico-legales». El perito añade: «No hay que olvidar que el DSM-III-R nació como Manual útil para fines epidemiológicos (es decir, para la clasificación de las enfermedades), y sólo posteriormente ha sido usado como un auténtico y propio "Manual de Psiquiatría"» [43].
A pesar de todas estas consideraciones, el DSM continuó ejerciendo un influjo cada vez mayor que, ciertamente, excedió su primigenio objetivo de mero clasificador de las enfermedades, lo cual, como se ve, es claro en los mismos títulos de las obras que se han inspirado en aquel manual; p. e. : AA. VV, Diagnosi psichiatrica e DSM-111-R. Aspetti clinici e prospettive medico-legali, Milano 1989; Gabbard G. O., Psichiatria psicodinamica. Nuova edizione basata sul DSM-ÍV, tr. it., Milano 1995.
No pocas causas que han llegado al tribunal de la Rota sugieren que, para algunos jueces y peritos, un indicio, aunque mínimo, de la existencia en el contrayente, en el momento del consentimiento, de algunos de los criterios diagnósticos propuestos por el DSM para identificar una turbación psíquica, basta como prueba para la incapacidad de contraer matrimonio según el canon 1095. Tal praxis no sólo no repara en aquellas cautelas del DSM ya citadas, sino que no tiene en cuenta dos hechos: a) el DSM, según su propósito explícito de ser exhaustivo, señala muchos desórdenes que ni remotamente se conectan con la capacidad hacia las obligaciones esenciales del matrimonio (como pide el c. 1095); y b) pasa por encima un hecho no menos importante: la omisión del claro principio establecido en la jurisprudencia de la Rota desde hace tiempo, y citado por el Santo Padre Juan Pablo II en 1987, según el cual «una auténtica incapacidad es sólo planteable en presencia de una seria forma de anomalía» [44]. Los editores del DSM-IV parece que han deseado evitar una lectura o uso superficial del Manual cuando escriben en su introducción: «Es precisamente debido a la gran variabilidad que puede existir en el deterioro, las capacidades y las incapacidades correspondientes a cada categoría diagnóstica por lo que la asignación de diagnóstico concreto no denota un grado específico de deterioro o discapacidad»[45]
Otro aviso añadido por los editores tiene una gran importancia para aquellos que, en las causas canónicas bajo el canon 1095, recurren habitualmente al DSM. «El hecho de que un individuo cumpla criterios del DSM-IV no conlleva implicación alguna respecto al grado de control que pueda tener sobre los comportamientos asociados al trastorno. Incluso cuando la falta de control sobre el comportamiento sea uno de los síntomas del trastorno, ello no supone que el individuo diagnosticado como tal sea (o haya sido) incapaz de controlarse en un momento concreto» [46]. Esta distinción en el DSM entre «control disminuido» y «la incapacidad para controlar», corresponde a la distinción en la jurisprudencia canónica entre «dificultad», que en modo alguno invalida el consentimiento, e «incapacidad» que lo invalida. Esto es firmemente establecido en la jurisprudencia rotal [47], y ha sido recordado al tribunal de la Rota por Juan Pablo II en una alocución tenida en 1987: «Para el canonista debe quedar claro el principio de que sólo la incapacidad, y no ya la dificultad para prestar el consentimiento, hace nulo el matrimonio» [48].
IV. PSIQUIATRÍA Y CIENCIA
Hace casi 50 años, una fuente autorizada señalaba: «En la salud mental, la contribución de factores orgánicos, psicológicos, sociales e ideológicos excede la clasificación. No hay métodos por los cuales los factores puedan ser observados aisladamente para que su relativa significación causal pueda ser estimada; a menudo esos mismos factores no pueden ser identificados fácilmente a través de criterios específicos que hagan posible su evaluación, comparación y correlación» [49]. En un artículo titulado «La psiquiatría es más que una ciencia» [50], el Dr. R.H. Cawley, profesor emérito de Psicología médica en la Universidad de Londres, sostiene que la psiquiatría, al referirse a personas singulares y depender de tantos elementos que no son susceptibles de análisis, no puede quedar encerrada estrictamente en la categoría de una ciencia. Teniendo en cuenta que «la materia prima del trabajo de los psiquiatras consiste en el comportamiento, los pensamientos y las emociones, objetivamente expresadas y subjetivamente experimentadas, de las personas con alguna dolencia y aquellas que están en estrecho contacto con ellas», él propone la tesis según la cual «hay seis aspectos cruciales de nuestra disciplina que no están en principio relacionados con las ciencias básicas y todavía son centrales para nuestro quehacer». Esos son: «la unicidad de la persona, la conciencia de sí mismo, sus profundos sentimientos, la empatia, la interacción y las relaciones con otros». Aspectos que, como dice, «son experiencias primarias, y nunca serán sometidas a las reglas de la ciencia» [51].
En la praxis terapéutica, la psiquiatría usa algunos tratamientos que indudablemente tienen una base científica. Esto es manifiesto en el tratamiento farmacológico de las perturbaciones psiquiátricas que tan notable evolución ha sufrido en los últimos decenios. Esta evolución ciertamente constituye un progreso científico de utilidad para la psiquiatría y otras profesiones afines, aunque los investigadores farmacéuticos, y todavía más los mismos psiquiatras, no puedan, con cierta frecuencia, proponer una explicación satisfactoria sobre la relación causa-efecto que opera en el proceso.
Otros aspectos de la praxis terapéutica, como son la «labor psiquiátrica o psicológica de la consulta» [52], demuestran un gran nivel de habilidad. En tal caso, siempre y cuando se haya realizado bien esta tarea, parece que debemos hablar de un aumento del arte más que de un progreso en la ciencia. Muchos ejercen bien este arte y algunos mal; la manera en que se juzgue esto dependerá de los presupuestos antropológicos utilizados.
El propósito originario del DSM (servir como ayuda para la elaboración de un diagnóstico) fue y es eminentemente útil. Con ese motivo, el Manual intenta construir unos términos y criterios comunes para el uso de los psiquiatras, y así reducir las dificultades de diálogo y comunicación a las que se había visto sometida la psiquiatría. Por consiguiente, el objetivo marcado fue llegar a un pacto político o práctico, más que buscar un aumento del conocimiento científico. Los progresos hasta aquí alcanzados, eran de naturaleza técnica más que estrictamente científicos. Algo análogo a lo que ocurriría con un nuevo sistema de clasificación introducido en la biblioteca de una Universidad.
Como hemos visto, no pocos eminentes psiquiatras opinan que, en estos últimos veinticinco años, el objetivo original del DSM, limitado y pragmático, se ha aumentado y modificado sustancialmente. Por una parte el DSM, cada vez más, enumera como perturbaciones psiquiátricas defectos de carácter o imperfecciones en el modo de ser que anteriormente no se consideraban susceptibles de tratamiento psiquiátrico. Por otra (como ya hemos visto en parte y ahora examinaremos mas detalladamente), muchas modificaciones de este tipo fueron más condicionadas por la cultura que elaboradas por la ciencia. Ante la extraordinaria popularidad alcanzada en pocos años por el DSM no hay que perder de vista que la popularidad, «per se», no constituye una validación intrínseca de la autoridad científica.
V. INFLUJOS CULTURALES EN LA PSIQUIATRÍA
Pocos psiquiatras negarían que las normas que en una determinada época vigen en cuanto al modo de obrar, ya sea personal ya social, influyen mucho en el concepto de salud psíquica. De ahí el peligro que tanto la psiquiatría como la psicología sean subordinadas o incluso manipuladas por los valores prevalentes de una cultura concreta. Este peligro fue advertido frecuentemente en el pasado, y ciertamente, no es hoy menor. De nuevo citamos del artículo del Dr. J. Eaton: «La relatividad cultural juega un papel mucho más importante en los campos de la salud y enfermedad mental que en la mayoría de los otros campos de la medicina. Un apéndice inflamado tiene un significado claramente uniforme en todas las culturas que reconocen la vida como un valor deseable. Si se deja sin tratar, supone una amenaza para la vida. No así en el ámbito psíquico. Aun en el caso de unos comportamientos muy inusuales, como el suicidio, uno no puede encontrar una completa uniformidad en su interpretación a través de las culturas. En los Estados Unidos el movimiento de higiene mental ha aceptado los valores democráticos, mundanos, ascéticos, individualistas, utilitaristas y competitivos de la clase media. Sus criterios para la salud mental reflejan unos fuertes prejuicios personales y de clase, y son, en parte, rechazados por otros sectores de la población. Karen Horney destaca que, aun dentro de nuestra cultura, los conceptos de salud y enfermedad mental varían considerablemente a través del tiempo: "...si una mujer madura e independiente fuera a considerarse una 'mujer fracasada', 'no merecedora del amor de un hombre decente', porque ella tuvo relaciones sexuales, sería sospechosa de neurosis, al menos en muchos círculos de la sociedad. Hace unos cuarenta años, esta actitud de culpabilidad habría sido considerada normal"...» [53].
El mismo autor añade: «Los expertos no están de acuerdo sobre el significado de salud mental. Psiquiatras y psicólogos clínicos tienen criterios personales sobre los requisitos para considerar a un paciente sano. Estos criterios surgen de su experiencia y de su concepto del valor social de la persona. No se encuentra un común denominador para estas definiciones» [54]. «Un sincero reconocimiento de lo relativo que es la salud mental contribuirá mucho tanto a la investigación como a su aplicación. Reducirá la confusión, al poner final al inútil esfuerzo para alcanzar un criterio único que algunos científicos creen posible conseguir con algún mágico proceso dotado de una objetividad como la de una temperatura medida por un termómetro. La salud mental no puede ser reducida a esta única dimensión. Es un juicio de valor con todas las potencialidades de variación y cambio implícitas en tal entidad relativa» [55].
Ninguna asociación de médicos consideraría o discutiría seriamente (y mucho menos incorporaría en su praxis diagnóstica) la conclusión «científica» de unos estudios que sostuvieran que el cáncer constituye un estado de salud y no patológico. Lo mismo sin lugar a dudas es verdad, al menos por ahora, en cuanto a los efectos de la ingestión de sustancias tóxicas en el cuerpo humano. La asociación que hoy principalmente puede decir que habla en nombre de la psiquiatría, lo ha hecho claramente en materia de la homosexualidad. En otras esferas, los psiquiatras atestiguan cómo los valores contemporáneos del estilo de vida configuran los diagnósticos en relación a la autoidentificación, autorealización, madurez personal, intimidad, rol de hombre o de mujer, estado étnico y social, opiniones religiosas, etc.
VI. PSIQUIATRÍA Y VALORES HUMANOS
Al tratar los problemas del espíritu humano, la psiquiatría inevitablemente (incluso algunas veces inconscientemente) emplea algunos juicios de valor, con base filosófica o moral; p. e. : el concepto del «yo», de hombre, de naturaleza, de su realización y fin, y de su bien físico y salud. Los tribunales podrían tener en cuenta lo que, dentro del campo propiamente psiquiátrico se ha dicho y afirmado a este propósito. El Dr. Alan A. Stone, profesor de derecho y psiquiatría en la universidad de Harvard, y en 1980 presidente de la Asociación Americana de Psiquiatría, en su discurso presidencial a la Asociación («Moral y ambigüedad conceptual en la psiquiatría moderna»), rechaza claramente cualquier tesis que sostenga que la psiquiatría es una actividad o un intento puramente científico, e inmune por tanto a cualquier valor o presupuesto moral subyacente. Merece la pena hacer algunas citas de este importante discurso [56].
El Dr. Stone afirma categóricamente que, a pesar de las afirmaciones que propugnan que la psiquiatría es neutral o libre de valores, esto no es cierto en la práctica. «La psiquiatría no está fuera de la historia o de la moralidad, pero ¿cómo decidimos qué historia o qué moralidad aceptar?... A los psiquiatras se les enseña a evitar juicios de valor en su trato con los pacientes, pero yo no creo que sea una afirmación muy radical decir que la historia y la .moralidad están presentes en el práctica de los terapeutas. La única cuestión es cómo se introducen allí» [57].
Hablando concretamente del «racismo, la homosexualidad y la situación de la mujer», el Dr. Stone insiste en que «esos son temas que nos han enfrentado en nuestra práctica, han cambiado los postulados morales que se esconden en nuestras teorías y nos han confundido con agrias discusiones en nuestra Asociación»; también porque «cada uno invita a la psiquiatría a tomar posición sobre los valores humanos» [58]. Continua advirtiendo: «La psiquiatría ha jugado una parte no pequeña en la transformación de la mentalidad del hombre moderno... El aspecto más importante de la psiquiatría es su contribución a lo que significa ser persona. Eso no está bajo nuestro control, y no lo puede estar en una sociedad libre. Pero nosotros tenemos una real responsabilidad, y uno de los temas de esa responsabilidad son los valores ocultos en las teorías y terapias que, originadas con nosotros, contribuyen a la formación de la conciencia contemporánea... Nosotros hemos estado metidos en una empresa que implica unas nociones de fondo sobre los valores humanos, morales e incluso políticos. Esta afirmación no sólo llega de los críticos hostiles sino también de colegas competentes. Esta es la denuncia que enfrenta a aquellos psiquiatras que insisten en que su psiquiatría no tiene nada que ver con esas cosas. Aunque la denuncia puede ser violentamente exagerada y expresada, la verdad fundamental que encierra no puede ser negada. Por tanto, dado el poder de nuestra empresa, aunque no nos guste, somos en cierta medida responsables de la influencia de esos valores ocultos. Es importante recordar que muchos de nosotros hemos querido usar la psiquiatría para influir en el público y tratar, e incluso curar, a una sociedad enferma a través de los medios de comunicación. No es una cosa de científicos apartados que son víctimas de la vulgaridad de los medios de comunicación» [59].
El profesor R. H. Cawley, de la Universidad de Londres, en un artículo ya citado, declara abiertamente que la psiquiatría «se fundamenta en las humanidades así como en la ciencia», y por consiguiente, se encuentra radicada en alguna visión filosófica concreta. Por eso «se consigue mucho mediante una exploración sistemática de las dimensiones filosóficas de la psiquiatría». Como conclusión principal propone: «Entre las humanidades, la materia que puede tener más relevancia para una correcta teoría y práctica psiquiátrica es la filosofía. Hay una razón para creer que los estudios en filosofía, en relación a la psiquiatría, podrían a la larga fortalecer la base conceptual de esta ciencia, y permitir que los aspectos no científicos de la psiquiatría lleguen a ser mejor orientados en el mundo del conocimiento y del pensamiento» [60].
Es interesante resaltar que estas opiniones, dadas por especialistas de la psiquiatría con gran autoridad, insisten en que su profesión no es una ciencia exacta, sino que se apoya en juicios de valor o morales, en la filosofía y en la antropología y también en tesis que están radicadas en presupuestos sociológicos. Un relativamente reciente artículo aparecido en la revista British Journal of Psychiatry (proponiendo que la psiquiatría «es una práctica social») pone de relieve «el nuevo enfoque de la ciencia psiquiátrica que ha sido desarrollado bajo la influencia de la antropología social durante la última década» y, afirma que la psiquiatría «está demasiado enraizada en lo social de manera que no puede examinar sus propios presupuestos institucionales, y confunde lo particular con lo general» [61].
En este contexto, una fuente secular observa sobre el DSM: «Los críticos del DSM creen que el libro considera demasiadas cualidades y comportamientos normales del hombre como posibles enfermedades psiquiátricas. Temen que los autores del DSM algunas veces usan valores sociales y personales más que pruebas científicas, para juzgar si el comportamiento es anormal» [62].
Con todas estas consideraciones precedentes, la mente de los canonistas se dirige al discurso de Juan Pablo II a la Rota Romana en 1987. El Sumo Pontífice insistió en la responsabilidad de los jueces eclesiásticos, en los casos de nulidad matrimonial, de descubrir y valorar las premisas, antropológicas o filosóficas, que necesariamente subyacen en cualquier opinión psiquiátrica o psicológica. Los puntos principales de la alocución fueron señalados en un artículo publicado poco después por G. Versaldi [63] titulado «Importancia y consecuencias de la alocución de Juan Pablo II a los Auditores de la Rota Romana el 5 de febrero de 1987». Tomando las palabras del Sumo Pontífice, «el diálogo y la comunicación constructivos entre el juez y el psiquiatra o el psicólogo son más fáciles si para ambos el punto de partida se pone dentro del horizonte de una común antropología, de tal manera que, a pesar de la diversidad del método, de los intereses y finalidades, una visión quede abierta la otra», Versaldi comenta: «Juan Pablo II advierte al juez que, antes de comparar las conclusiones del perito con las otras circunstancias de la causa, debería examinar atentamente los presupuestos antropológicos en los cuales se basa y que pueden tener un efecto determinante en las conclusiones técnicas periciales. Aquí el Sumo Pontífice, sin ninguna duda, indica la imposibilidad de una neutralidad de las ciencias psicológicas, ya que no pueden tener de hecho sólo una función técnica, sino que necesitan mirar a los primeros principios de las ciencias metafísico-normativas, sin los cuales la naturaleza humana se confina dentro de los límites de los fenómenos inmanentes, sin posibilidad de la trascendencia hacia Dios. Esta necesaria relación con la ciencia metafísica no va en detrimento de la autonomía de las ciencias psicológicas. Estas conservan su método y finalidad específica junto con el límite de su competencia, ya que "no pueden mostrar una concepción integral del hombre" [46]. Este concepto choca sin duda con la prevalente concepción de las modernas escuelas en ciencias psicológicas, según la cual la psicología no sólo debe ser autónoma sino independiente o neutral respecto a los presupuestos antropológicos. Pero, como esta neutralidad es de hecho imposible, estas escuelas construyen su propia antropología fundada en conceptos deterministas e inmanentistas».
«En este estado de cosas, se muestra bien claramente la necesidad que tiene el juez de sopesar los presupuestos antropológicos. La falta de esta ponderación puede conducir frecuentemente a resultados erróneos, ya que las conclusiones periciales pueden estar contaminadas con esos falsos elementos. Por tanto no basta un mero análisis de las conclusiones, pues, como dice Juan Pablo II, "el diálogo iniciado con tal ambigüedad puede fácilmente llevar a conclusiones falsas y dañinas para el auténtico bien de las personas y de la Iglesia" [65]. Aquí encontramos otro aspecto importante del discurso del Santo Padre que parece haber escapado a muchos: no sólo reprueba la indebida multiplicación de declaraciones de nulidad de matrimonio por debilidad psíquica, sino que indica la causa principal de este hecho en la manera errónea como el juez valora las pericias psicológicas. Esta errónea valoración no se refiere a las conclusiones de la pericia, sino principalmente a los presupuestos antropológicos, con frecuencia negados por los peritos e inevitablemente implicados en el análisis psicológico de las personas» [66].
VII. ¿CONSTITUYE LA HOMOSEXUALIDAD UNA PERTURBACIÓN PSÍQUICA?
Lo que hasta ahora hemos considerado puede ayudarnos dentro de un campo más particular a valorar la homosexualidad como hoy en día se entiende en el mundo de la psiquiatría. En la primera edición del DSM, la homosexualidad fue considerada sin ambigüedad como perturbación mental. En el DSM-II, publicado en 1968, la homosexualidad era colocada de nuevo bajo la rúbrica de «desviaciones sexuales» [67]. Las desviaciones de este tipo se enumeran con el código 302.0; sigue el fetichismo (302.1), la pedofilia (302.2), etc. [68]. De todas estas desviaciones se afirma en general: «Aunque muchos encuentran sus prácticas desagradables, son incapaces de cambiar su comportamiento sexual» [69].
En el año 1973, como antes indicamos, el órgano directivo de la Asociación Americana de Psiquiatría tomó la decisión de retirar la homosexualidad como categoría de perturbación psíquica. El DSM-iII, publicado en el año 1980, al dar un elenco de las perturbaciones psicosexuales que incluyen el transvestismo [70] y la pedofilia [71], afirma que «la homosexualidad en sí misma no se considera una enfermedad mental» y, más específicamente, «la homosexualidad egosintónica no se clasifica como trastorno mental» [72]. En cambio la homosexualidad «egodistónica» es clasificada dentro de los trastornos psicosexuales". En el apéndice B, donde se recoge un glosario de términos técnicos, sobre la voz «egodistónico» se dan dos ejemplos. Uno de ellos se refiere a la homosexualidad y dice que: «la excitación homosexual que es inaceptable para el sujeto podría ser egodistónica, mientras que si el individuo no se siente perturbado por su sensación y enjuicia la experiencia como aceptable, se hablaría de fenómeno egosintónico» [74].
En el DSM-III-R (1987) podemos comprobar que, en todo el cuerpo del texto, la homosexualidad no viene referida ni una sola vez. Sólo se hace mención en una ocasión, al final, dentro del índice diagnóstico, con la denominación «homosexualidad egodistónica» [75], donde se remite al lector a la página 35 del texto principal. En cambio, el término homosexualidad no aparece en esa página, que trata brevísimamente de «trastornos sexuales no especificados». La referencia, según parece, se encontraría en el tercer ejemplo de este género de alteraciones sexuales: «notable y persistente malestar acerca de la propia orientación sexual».
En el DSM-IV no se encuentra ninguna mención en absoluto sobre la homosexualidad. En el proemio del Manual, es sorprendente la declaración de los editores en la que reconocen que los especialistas que intervinieron en la elaboración de la obra, fueron seleccionados por su aptitud para participar en este proyecto en el que se buscaba un consenso común prescindiendo de las concepciones personales previas (que en ningún caso son especificadas). «El DSM-IV es producto de 13 grupos de trabajo, cada uno de los cuales posee plena responsabilidad sobre una sección de este manual. (...) Se tomaron muchas precauciones a la hora de asegurar que las recomendaciones del grupo de trabajo reflejaran los conocimientos más vigentes y no fueran sólo las opiniones de sus miembros. Después de consultar de manera extensa con expertos y clínicos de cada materia, se seleccionó para el grupo de trabajo a aquellos miembros que representaran un amplio abanico de perspectivas y experiencias. Los miembros del grupo de trabajo aceptaron la idea de trabajar como grupo de consenso y no como abogados de los conceptos anteriores» [76].
El artículo del Dr. Mitchell Wilson, citado más arriba, hace una especial mención a la cuestión de la homosexualidad en cuanto fue la primera de las cuestiones que provocó «situaciones públicamente embarazosas para la profesión, originadas directamente en el problema de la fiabilidad diagnóstica que contribuyeron a la cuasi-crisis de la legitimidad de la psiquiatría en los primeros años de la década de los 70: la controversia sobre la categorización de la homosexualidad como patología. Las organizaciones a favor de los derechos "gay", cada vez más insistentes, presionaron para que la homosexualidad fuese retirada del DSM-II. En 1973, la American Psychiatric Association Board of Trustees, después de la valoración hecha por los dirigentes del APA, votó que se eliminara la homosexualidad del DSM. Eso fue una decisión por motivos más políticos que científicos. La discusión sobre la homosexualidad parecía mostrar que los diagnósticos psiquiátricos estaban claramente imbuídos de la mentalidad social acerca de esta desviación» [77].
Un editorial de la revista psiquiátrica británica de mayor fama, cita el tema de la homosexualidad poniéndolo como ejemplo de la manera en que factores ajenos a los propiamente científicos influyen en los parámetros mudables y en las normas de la actual psiquiatría: «los límites de las condiciones psiquiátricas están continuamente en cambio, debido más a la respuesta de presiones socio políticas que a la acumulación de evidencias científicas. Un claro ejemplo es el voto mayoritario de la Asociación Americana de Psiquiatría para excluir la homosexualidad del DSM-III» [78]. En este contexto conviene de manera particular recordar el citado discurso del Dr. Alan A. Stone, profesor de derecho y psiquiatría en la Universidad de Harvard y, en 1980, presidente de la Asociación Americana de Psiquiatría. El Dr. Stone considera que la homosexualidad es uno de aquellos casos en los que el juicio moral, que subyace a la común valoración profesional de su condición patológica, cedió ante la lucha preparada por los intereses de grupos de presión y, adoptó una nueva valoración oficial que responde también a «valores ocultos», ciertamente divergentes.
«Uno de los primeros grandes campos de batalla en el ataque a los valores ocultos de la psiquiatría fue la homosexualidad. Durante mucho tiempo los psiquiatras habían aceptado que, como parte de su tradición humanística, ellos habían aportado su perspectiva científica a cosas que anteriormente se consideraban un mal. La homosexualidad se convirtió así en una enfermedad más que en un pecado. Esta perspectiva fue aceptada durante este siglo no sólo en el ámbito secular, sino también por las autoridades religiosas. Sin embargo, la liberación "gay" trajo una perspectiva diferente. Su argumento era que nuestro juicio sobre la homosexualidad como una enfermedad contenía valores ocultos, una visión limitada de la sensualidad y la intimidad humanas, la vieja moralidad bajo una nueva forma, y quizá nuestras propias limitaciones fóbicas. Y así se emprendió una campaña para eliminar el diagnóstico de homosexualidad del nomenclátor. Nuestra asociación, después de una considerable deliberación y de no poca discusión, aceptó tal perspectiva. No fue más allá: pidió que se pusiera fin a la discriminación legal contra la homosexualidad» [79].
Después de este análisis del modo en que la Asociación de Psiquiatría respondió «al esfuerzo para influir en la percepción social de la homosexualidad», el Dr. Stone concluye: «Mi análisis de ningún modo pretende devaluar las decisiones alcanzadas por nuestra Asociación. No minimizo la importancia de lo que hicimos. No fue un gesto vacío, pero creo que la significación real de nuestras acciones era, una vez más, moral. Cambiamos la visión moral sobre nuestra concepción de la homosexualidad» [80]. Con estas palabras, de acuerdo a lo dicho por este eminente psiquiatra y estudioso, el nuevo y radical cambio de enfoque oficial hacia la homosexualidad no puede ser considerado como un avance verdaderamente científico, ya que fue simplemente una opción política de algunos dentro de la profesión, contra la sentida resistencia de otros, para adoptar un nuevo juicio sobre la aceptabilidad social de la condición de homosexual.
No es de extrañar que los peritos canónicos acostumbrados al uso del DSM para referir determinadas condiciones patológicas, encuentren dificultades cuando tienen que hablar de la homosexualidad. Un ejemplo de éstas puede observarse, en parte, en la sentencia rotal del 2 de noviembre de 1983"'. Una sentencia más reciente (199), basándose en la opinión del perito según la cual el demandado «tiene una tendencia hacia el propio sexo que es como un impulso al cual no se puede resistir», sostiene que el matrimonio fue nulo y resume así su opinión: «El perito tiene por cierto que: a) "el comportamiento psicosexual del Sr. P. no es normal. Para el que suscribe entra dentro del ámbito del trastorno del DSM-III n [o] 302.89"; b) "no estamos ante la presencia de una 'desviación permanente de la personalidad de tipo homosexual"', pero el demandado padece "un trastorno de personalidad atípico según la clasificación internacional del DSM-III... alteración de comportamiento no clasificada, por ej. alteración en la identificación y en el comportamiento sexual con manifestaciones de tipo homosexual"...»". Sorprende notar que el perito, en el año 199, se refiera al DSM-III publicado en 1980. Parece evidente la dificultad que encuentra en expresar su opinión de acuerdo con ediciones posteriores de este manual.
VIII. LA HOMOSEXUALIDAD EN LA ANTROPOLOGÍA CRISTIANA
Por una parte, en los últimos 25 años, en la profesión psiquiátrica y en la principal corporación oficial que la representa, así como en la obra de mayor importancia por ella promovida, el concepto de homosexualidad ha variado en su relación al concepto de salud mental. Por otra parte, muchos eminentes psiquiatras, no contentos con tal «despatologización» de la homosexualidad, declaran abiertamente que ésta no se basa en nuevos descubrimientos científicos sino en simples preferencias ideológicas.
Aunque la mayor parte de los psiquiatras concluyera que la homosexualidad no se considera un trastorno, la antropología cristiana no puede aceptar tal conclusión. Según la comprensión del hombre que propone el cristianismo, la naturaleza humana está debilitada (aunque no corrompida) por el pecado original y, en casi todas sus facultades y potencias, sufre tendencias desordenadas cuya presencia exige una constante lucha [83]'. Toda persona normal experimenta estas tendencias desviadas y, de manera particular, en el campo de la sexualidad. El concepto de «normalidad» referido a la heterosexualidad es equívoco, pues la persona heterosexual «normal» también experimenta desviaciones a las que constantemente debe hacer frente para corregirlas y apaciguarlas, de tal manera que, dentro de esta situación turbulenta, pueda llegar a un equilibrio.
El Catecismo de la Iglesia Católica, al tratar genéricamente de la sexualidad, insiste en que hay que integrarla adecuadamente en la vida de cada uno. Y este objetivo de gran importancia no se puede alcanzar sino es con el ejercicio de la virtud de la castidad y, con el uso de los medios humanos y sobrenaturales. «Todo bautizado es llamado a la castidad» que «significa la integración lograda de la sexualidad en la persona». «La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado (cf. Si 1, 22)». «El dominio de sí es una obra que dura toda la vida. Nunca se la considerará adquirida de una vez para siempre. Supone un esfuerzo reiterado en todas las edades de la vida (cf. Tt 2, 1-6)» [84]'.
Con estas premisas el Catecismo enseña que: «La homosexualidad designa las relaciones entre hombres o mujeres que experimentan una atracción sexual, exclusiva o predominante, hacia personas del mismo sexo (...). La Tradición ha declarado siempre que "los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados" (CDF, decl. "Persona humana" 8). Son contrarios a la ley natural. (...) No pueden recibir aprobación en ningún caso». «Un número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales instintivas. No eligen su condición homosexual; ésta constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba». «Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición. Las personas homosexuales están llamadas a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad interior... la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana» [85].
La Iglesia sostiene que la homosexualidad es un desorden, ya sea tomada como inclinación, ya como modo de obrar. Como es lógico la Iglesia distingue entre la tendencia homosexual, que en sí no tiene nada de culpable, de la práctica homosexual, que es siempre pecaminosa, del mismo modo que distingue entre la fuerte tentación a la infidelidad que experimenta una persona casada, pero en la que no consiente, y el adulterio cometido por la misma persona.
Bajo el aspecto moral, la homosexualidad constituye un desorden, pero como simple tendencia no es un pecado. Aunque bajo la perspectiva jurídica cristiana, la homosexualidad ciertamente se considera un desorden, la jurisprudencia canónica no mira al aspecto moral de esta perturbación, sino al efecto que surge en cuestiones principales de justicia y de derechos personales, entre las cuales se encuentra la capacidad de ejercer estos derechos.
IX. RELEVANCIA JURÍDICA DEL DIAGNÓSTICO PSIQUIÁTRICO DE LA HOMOSEXUALIDAD
La homosexualidad como posible capítulo de nulidad es tratada casi exclusivamente dentro del ámbito del canon 1095. No hay que omitir, en cambio, su posible relevancia según los términos expuestos en el canon 1098. Si alguien, para obtener el consentimiento matrimonial, oculta a la otra parte su arraigada tendencia homosexual, ofrece, a primera vista, un argumento para la declaración de nulidad por dolo, ya que la condición homosexual ciertamente «suapte natura consortium vitae coniugalis graviter perturbare potest». Si no sólo se ha ocultado una tendencia homosexual sino también la actividad homosexual, se confirma aun más el caso. Cuando se trata de la homosexualidad, la invocación del canon 1098, cuando es conveniente, puede ser un medio para evitar el dudoso recurso al canon 1095 o a interpretaciones del mismo excesivamente amplias.
Como vimos en los principios antes invocados, la jurisprudencia sostiene que la condición homosexual grave, en el momento de prestar el consentimiento, puede provocar la incapacidad consensual a tenor del canon 1095, 3. Hay que procurar en este campo huir de juicios absolutos, pues de otra manera se corre el peligro de convertir las anomalías psíquicas, que en algunas circunstancias (cuando la anomalía es grave, cuando se trata de obligaciones constitucionalmente esenciales sobre las cuales se ejerce el efecto de la incapacidad) provocan la incapacidad consensual, en impedimentos matrimoniales que actúan en cualquier circunstancia. Esto, como se ve claramente, no recoge la mente del legislador expresada en los términos del canon 1095.
Lo mismo puede establecerse respecto a otras condiciones que frecuentemente se introducen bajo el canon 1095. El juicio formal sobre la incapacidad consensual no sólo quita el derecho eclesial de la persona que es declarada incapaz, sino que hace que cualquier otra parte que desee contraer con aquella, sea privada de este mismo derecho, al menos en cuanto al matrimonio deseado. Nadie puede contraer matrimonio con una persona incapaz de prestar un consentimiento matrimonial válido. Esto, que puede tener menor importancia cuando se trata del segundo párrafo del c. 1095 (un «gravis defectus discretionis iudicii» puede ser a veces de índole transitoria), pide una atenta consideración respecto a aquellas condiciones crónicas o constitucionales que en algunas ocasiones se invocan como argumento en favor de la «incapacitas assumendi» de la que se habla en el tercer punto del canon.
Eventuales interpretaciones jurisprudenciales, como en casos de cleptomanía o de dependencia alcohólica, que hicieran siempre inválido el consentimiento matrimonial bajo el c. 1095, 3, implicarían que nadie puede contraer un matrimonio válido con un ladrón profesional o con un alcohólico crónico. Y aunque una persona fuera plenamente consciente de la deshonestidad o del alcoholismo del otro no podría casarse. Del mismo modo, dos personas alcohólico-dependientes, o bien dos ladrones profundamente enamorados que quisieran contraer matrimonio, no podrían hacerlo, les estaría prohibido. Lo mismo puede decirse de dos personas «obsesivo-compulsivas», o bien de dos que sufren una perturbación que las hace «personas dependientes» o «antisociales». La consecuencia práctica de una jurisprudencia excesivamente laxa o negligente en estas materias sería la constitución de nuevos impedimentos canónicos.
Aquellas declaraciones de nulidad que corresponden a la verdad y a la justicia, protegen los derechos eclesiales, pero pueden amenazarlos aquellas otras que se apoyen en principios que no se extraigan rectamente de la justicia. Sólo por graves motivos, sólidamente comprobados, puede ser alguien privado del «ius nubendi»" [86]. En la interpretación jurisprudencial y también en la aplicación de las leyes canónicas que limitan la capacidad consensual para contraer matrimonio, nunca puede olvidarse el principio general según el cual «leges quae (...) liberum iurium exercitium coarctant (...) strictae subsunt interpretationi» [87].
Según una consolidada jurisprudencia, como ya hemos señalado, la declaración de una leve o moderada condición de homosexualidad no justifica la incapacidad consensual. El establecimiento de este criterio es patente por varios motivos.
a) El que es verdaderamente homosexual experimenta una atracción sexual exclusiva hacia las personas del mismo sexo, y al mismo tiempo no sólo siente un mero defecto de atracción para mantener relaciones sexuales con personas de sexo opuesto, sino una auténtica repugnancia. «Ante un sujeto homosexual, hay una cuestión primordial que hacerse: ¿se trata de un homosexual constitucional u ocasional? Para que se pueda hablar de homosexualidad auténtica, es decir constitucional, no basta que exista una atracción por las personas del mismo sexo, es necesario que se añada un disgusto por el sexo opuesto. Todo homosexual que no responde a esta última condición, es probablemente un homosexual ocasional... El homosexual verdadero es un desviado instintivo en el sentido propio del término: todo sucede en él como si hubiera nacido con un germen que llevara consigo la inversión sexual» [88]. La declaración de incapacidad para el consentimiento matrimonial válido en aquel que sea homosexual ocasional no está justificada.
b) El hecho de que alguien sufra o haya sufrido alguna tendencia homosexual no es algo infrecuente. La cuestión de si personas que sufren tales tendencias se denominan propiamente bisexuales (teniendo inclinación sexual hacia personas de ambos sexos), puede tener interés para la psiquiatría pero no para el juez eclesiástico, pues es notorio que a esas personas no les puede ser prohibido el ejercicio del «ius nubendi». Permanece su atracción natural hacia el matrimonio y, si contraen nupcias, un motivo para contraer es, generalmente, el amor hacia la comparte. Un artículo bastante reciente en una revista de psicología concluye (refiriéndose a las lesbianas): «La gran mayoría de mujeres bisexuales o lesbianas dicen que se casaron porque se enamoraron de sus maridos y deseaban el matrimonio... Los estudios indican que sus matrimonios pueden ser no más conflictivos que los matrimonios entre heterosexuales» [89].
c) Sería superficial sostener que una tendencia homosexual con gravedad antecedente es incompatible con la asunción de la vida matrimonial. El peligro de esta afirmación estriba en no hacer una distinción apropiada, no sólo entre tendencia y praxis, sino también entre una mala tendencia que sólo indica una naturaleza humana caída y el dominio de la misma que, junto con la fuerza moral que muestra, puede ser inspirada por el amor hacia el cónyuge.
No hay base para afirmar que una tendencia inmoral, si alguien la resiste, pueda hacer incapaz a una persona para asumir o cumplir algunas obligaciones esenciales del matrimonio. De lo contrario se seguiría que cualquiera, sometido a una fuerte tentación en materia de sexualidad, sería incapaz de contraer un matrimonio válido, ya que pasaría la vida conyugal bajo un impulso constante hacia la infidelidad, lo cual no parece sostenible bajo ningún punto de vista. Además, si durante la vida conyugal se dieran infidelidades, parece imposible concluir con certeza que éstas deban atribuirse a la incapacidad, y no en cambio a la mera dificultad.
«La propensión natural puede ser irreversible sin que el modo de vivir sea necesariamente conforme a aquella. La lucha sobrenatural o la superación cristiana de la inclinación pueden tirar de la persona hacia arriba. Una vida auténticamente cristiana aleja muchos impulsos de la naturaleza» [90].
Por tanto no es lícito sostener que la tendencia provoca incapacidad. Todos nosotros experimentamos tendencia a obrar perversamente. Para probar jurídicamente la incapacidad consensual, no es necesario constatar las anomalías o patologías del que sufre las tendencias perversas ni tampoco del que cae en ellas (lo cual, en principio, indica una cesión voluntaria a las inclinaciones depravadas). Es necesario demostrar que la anomalía es tal que no puede resistir las tendencias de este tipo.
Este claro principio no se debilita si una pericia determina que la tendencia en cuestión es constitucional o congénita. Si la tendencia es dominada, de tal manera que el modo externo de obrar de la persona permanezca dentro de la norma, no puede hablarse de tendencia incapacitante. No es la tendencia que una persona consigue controlar sino el modo de obrar indominable lo que puede indicar una incapacidad según el c. 1095,3.
d) La mutua donación de los derechos a los verdaderos actos conyugales es esencial para la constitución del matrimonio. Según el c. 108 § 1, la impotencia para el acto conyugal, o la incapacidad para realizar la cópula física hace imposible el matrimonio válido (aunque algunos vean dificultades para la aplicación de esta norma en el caso de matrimonios de edad avanzada). Sea como fuere, aunque se requiere la simple capacidad para realizar el acto conyugal, la consolidada jurisprudencia rotal rechaza que la capacidad para dar y obtener del mismo acto la satisfacción sexual sea una obligación esencial a tenor del c. 1095. Así, en relación con la frigidez de la mujer (que no se acepta como forma de impotencia [91]), cualquier hipótesis aún remota que pueda considerarla como incapacidad para asumir algunas obligaciones esenciales del matrimonio a tenor del c. 1095, 3, no ha encontrado ninguna aceptación [92], ya que tal opinión parece contener indudablemente un elemento de discriminación sexual.
La tendencia homosexual puede hacer el acto conyugal menos satisfactorio a uno u otro cónyuge como sucede en el caso de frigidez de la mujer. Sin embargo (siempre teniendo en cuenta la posible relevancia del c. 1098) la capacidad inferior a la ideal para realizar el acto conyugal no ofrece base para la declaración de incapacidad consensual según el c. 1095.
Dos personas de edad avanzada para los cuales el aspecto físico del matrimonio (incluido el acto conyugal) tiene verosímilmente poco o ningún interés, poseen el derecho a contraer matrimonio, aunque el defecto de este tipo de apetito se derive de la marcada condición homosexual que estuvo siempre presente en una u otra parte.
e) Si la jurisprudencia eclesiástica estableciera el principio según el cual cualquier grado de tendencia homosexual provoca una incapacidad para el ejercicio legítimo del «ius nubendi», esto podría reputarse discriminatorio hacia los derechos de las mismas personas homosexuales. Tal principio privaría a la persona homosexual de la posibilidad de contraer matrimonio con quien deseara casarse y quien, a pesar de su condición, deseara establecer una unión conyugal. Bajo el aspecto sobrenatural, la persona quedaría privada de las gracias sacramentales del matrimonio que tanto ayudan a la salud y a la santidad del alma.
Un psicólogo de probada experiencia en este campo escribe: «He tenido contacto con más de un homosexual cuyo matrimonio ha sido de gran ayuda para evitar prácticas homosexuales y para el abandono hacia otras inclinaciones neuróticas. La situación de muchos homosexuales casados es idéntica a la de otros neuróticos casados. Es razonable advertir al homosexual así como a su futuro cónyuge de las dificultades que seguramente tendrán que afrontar si deciden casarse, pero no puede convertirse en una regla absoluta para desaconsejar esos matrimonios» [93].
El término «egodistónico» es usado por el DSM-III para denotar un «síntoma o rasgo de personalidad que es reconocido por el individuo como inaceptable e indeseable y que es vivido como ajeno. Ejemplos: (...) la excitación homosexual que es inaceptable para el sujeto podría ser egodistónica, mientras que si el individuo no se siente perturbado por su sensación y enjuicia la experiencia como aceptable, se hablaría de fenómeno egosintónico» [94]. Por tanto, según este criterio, la persona homosexual que sea egosintónica respecto a su condición (la cual, en otras palabras, no es causa de preocupación para ella, resultando más bien aceptable), no se puede juzgar verdaderamente que sufra una enfermedad psíquica [95].
La tesis según la cual uno puede estar en sintonía (experimentando una valoración emotiva positiva) con cualquier tendencia o modo de obrar, es la lógica consecuencia de la filosofía de la autodefinición de nuestro tiempo. Esta rechaza la noción de una naturaleza humana común a todos los hombres y, por eso, no puede aceptar que unos actos sean naturales y otros en cambio antinaturales. Cada uno, según esta filosofía, tiene un derecho absoluto a definirse a sí mismo y a determinar las finalidades y modalidades personales de obrar que juzgue aceptables. Esto fomenta el que se alcance el estado egodistónico por el que se encuentra la paz consigo mismo. En este estado de cosas, la conciencia deja de ser la voz suprema, independiente y crítica de la verdad, y se reduce su papel al de un mero sello de aprobación, regulado egosistónicamente, que el sujeto aplica a todos los actos que desea realizar.
La Iglesia siempre ha rechazado tal subjetivismo moral radical, esta filosofía autodestructiva en la cual «se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores (...). Pero de este modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de "acuerdo con uno mismo"» [96].
Aunque se prescinda de la moralidad, bajo el aspecto estrictamente psicológico pueden proponerse dos cuestiones. La primera, ¿Es posible tener por egosintónico (en otras palabras, «en paz consigo mismo», sin experimentar ninguna ansiedad o perturbación) cualquier acción o modo de comportarse que se afirma experimentar como aceptable: p. e. el homicidio o la violencia carnal? Y, en segundo lugar, si uno sostiene que lo anterior es posible, ¿puede considerarse esta tranquilidad subjetiva hacia esos modos de comportarse objetivamente inhumanos, como un signo de normalidad psíquica? ¿No será más bien una demostración de que existe una patología mental grave?
Lo mismo que en el caso de otras «ciencias humanas» o «ciencias del hombre» [97], la Iglesia, al menos desde la alocución de Pío XII a la Rota Romana en 1941 [98], se ha mostrado favorable (aunque con cautela) hacia el desarrollo de la psiquiatría y la psicología [99].
Los legítimos análisis y las adecuadas terapias propuestas por estas ciencias, pueden ayudar al diagnóstico y al remedio de deficiencias objetivas o subjetivas de orden psíquico, que cada persona experimenta inevitablemente en unas particulares circunstancias o en diferentes etapas de la vida. En los últimos decenios, no pocas Iglesias particulares han sentido la necesidad de disponer de psicólogos para la labor que se realiza en escuelas, seminarios, centros para información sobre temas relacionados con la vida conyugal y familiar, tribunales diocesanos... Es frecuente que, entre las personas que ya trabajan en servicios diocesanos, se seleccionen a algunas para una ulterior formación profesional en el campo psicológico.
Los resultados no siempre han sido tan positivos como se esperaban. La principal preocupación que se ha ido imponiendo, no versa sobre los métodos o terapias, sino más bien sobre las subyacentes visiones del hombre que prevalecen en la actual psiquiatría o psicología y en las escuelas o facultades en las cuales se forman estas personas profesionalmente. Estas visiones configuran profundamente tanto la comprensión teórica como la praxis profesional en tomo a las principales cuestiones antropológicas como son la realización personal, la libertad, la identidad, la autonomía, la dependencia, el compromiso, la sexualidad...
Especiales peligros pueden nacer en los procesos de nulidad matrimonial. De los discursos de Juan Pablo II se desprende su voluntad de que los tribunales eclesiásticos se hagan especial cargo de estos riesgos. En el año 1987, dirigiéndose a la Rota Romana, el Sumo Pontífice advirtió sobre «el peligro gravísimo... de las decisiones acerca de la nulidad del matrimonio», si el juez, al desconocer que «la visión antropológica por la cual se mueven numerosas corrientes en el campo de las ciencias psicológicas del tiempo moderno, es, en su conjunto, claramente irreconciliable con los elementos esenciales de la antropología cristiana» [100], atribuyera un peso judicial a las pericias apoyadas en falsos presupuestos antropológicos.
Las pericias empleadas por los tribunales deben ser conformes con la antropología cristiana. Es decir, es necesario que aquellos valores de los dictámenes técnicos, que forman y permean su visión del hombre (proporcionando la base antropológica para realizar la investigación psicológica o psiquiátrica acerca de cuestiones sobre normalidad psíquica, enfermedad y curación psíquica...), estén en plena armonía con la doctrina de la fe. Teniendo en cuenta la advertencia del Romano Pontífice, interesa mucho que los jueces cuiden la selección del perito y, sobre todo, cuando tengan que valorar la pericia, no pierdan de vista los principios fundamentales y valores que, bajo el aspecto antropológico, se desprenden del informe pericial y de los métodos usados.
En la práctica, ocurre frecuentemente que el tribunal eclesiástico pide y tiene en cuenta la opinión pericial dada por un concreto psiquiatra o psicólogo de cierta fama. También sucede que un perito, buscando confirmar sus opiniones, cita muchos trabajos de investigación, «manuales» o libros que gozan de un alto prestigio entre algunos profesionales (aunque no, en cambio, entre otros científicos como hemos comprobado en el caso del DSM). En esos casos, si las opiniones periciales o las obras de apoyo invocadas muestran un concepto del hombre que no se compagina con el propuesto por la Iglesia, estos análisis técnicos pueden impedir, más que ayudar, la justa resolución del caso ante el tribunal. El dictamen del perito, aunque bien elaborado y documentado, si está imbuido por una visión secularizada del hombre, puede resultar completamente inútil e, incluso, engañoso para el tribunal eclesiástico al que compete la responsabilidad de juzgar la capacidad matrimonial para el consentimiento. Si al juez le falta la necesaria formación sobre antropología cristiana, probablemente no detectará los valores operativos que subyacen en la pericia o no será capaz de desempeñar su misión de discernir si son compatibles con un enfoque cristiano.
Esta insistencia en la necesidad de poseer y aplicar los parámetros de la antropología cristiana, debería llevar a los peritos que trabajan para los tribunales, a verificar los presupuestos y principios del propio ámbito. No todos los peritos que prestan sus servicios habitualmente en los tribunales parecen ser conscientes (como sería de esperar) de que, mientras la mayor parte de la psicología secular piensa que algunas disposiciones o modos de obrar son mutuamente incompatibles o exclusivos, la doctrina cristiana los tiene como complementarios e intrínsecamente ordenados a la integración. Ejemplo de esas disposiciones o modos de obrar, aparentemente antagónicos, son: la libertad y el compromiso, la autorealización y la abnegación de sí mismo, la autonomía y la capacidad de relación, la madurez y la dependencia. Los psicólogos seculares generalmente consideran la hiperdependencia o la aceptación incondicionada como indicios de una personalidad inmadura. Un católico debe aplicar tales criterios con gran cautela especialmente cuando se trata de dar un juicio sobre la capacidad para el matrimonio que, según la comprensión cristiana, es un estado de vida que requiere un alto grado tanto de mutua aceptación como de mutua dependencia.
La relación entre algunos conceptos psicológicos frecuentemente invocados, como los de «autoestima» y «liberación del sentimiento de vergüenza o culpabilidad», o también el de «desconfianza en sí mismo» y «autorealización», se entienden de un modo completamente diverso según se posea una comprensión secularizada o cristiana del hombre. Lo mismo sin duda podría decirse de la naturaleza y valoración psicológica de la propia imagen, de la seguridad en sí mismo o de los conceptos de validación o de curación. Igualmente, los parámetros usados para evaluar la identidad sexual probablemente no coincidan [101].
Sería deseable que los peritos que trabajan para los tribunales eclesiásticos, mostraran una mayor conciencia (y la comunicaran a los jueces) de la disparidad de opiniones y de las dudas que abundan en las profesiones psiquiátrica y psicológica. De esta manera los jueces se encontrarían en mejores condiciones de ponderar la certeza, de índole científica o probatoria, que contiene una terminología especializada o usada en manuales específicos, o bien las opiniones dadas por los expertos. Hay que decir, sin embargo, que es raro encontrar un perito que advierta al juez de este modo, como sucede en la decisión c. Ragni d. 19 maii 1992, en relación al DSM [102].
No se hace ninguna crítica al valioso trabajo realizado por psiquiatras y psicólogos si se les pide que demuestren la base estrictamente científica y libre de valores de la psiquiatría que algunos de ellos proponen, ya que como hemos dicho, no pocos colegas de gran prestigio en estas profesiones sostienen que no es posible una psiquiatría o una psicología libre de valores. No sería bueno que un juez eclesiástico ignorara esas opiniones claramente discordantes sobre este tema. A las afirmaciones del Dr. Alan A. Stone, profesor de la Universidad de Harvard, relacionadas con la psiquiatría y citadas antes, añadimos otras de un artículo reciente aparecido en una conocida revista psicológica. En esa publicación se sostiene que hay «una creciente consciencia del papel de los valores en la psicología», junto con la consecuente reacción entre los mismos psicólogos contra «la herencia de las doctrinas del "value-free"» [103]. La importancia de estas cuestiones para los tribunales eclesiásticos es evidente. Sin proponer la hipótesis improbable de que un juez eclesiástico crea inconscientemente que la jurisprudencia debe subordinarse a las certezas científicas de la psiquiatría o de la psicología, está claro desde el punto de vista canónico que estas disputas afectan directamente a temas de máxima importancia en torno al c. 1095, ya que en ellos se tratan los parámetros fundamentales de desarrollo y maduración de la persona.
Supondría un seria dificultad para el servicio a la Iglesia y al hombre, no conocer la situación de incertidumbre recurrente y de ambigua mutación de que está imbuida gran parte de la actual psicología secular y que revela sus limitados recursos humanos, su estrecho ámbito de referencia. La cita que viene a continuación, tomada de un artículo reciente, puede servir para ilustrar el modo en que un problema real, bien identificado, lleve a una solución inadecuada, sin que se ofrezca la solución de fondo. «Tradicionalmente, las psicologías originarias de las culturas del oeste industrializado han puesto el énfasis en la importancia del desarrollo de la individualidad, la autonomía, la independencia, la motivación y de la identidad, como componentes esenciales de la madurez psicológica. Las críticas sociales sugieren que esos valores han conducido también a una extensión e intensificación de las crisis de alienación en el mundo occidental... Dentro de la psicología, la tradición de enfatizar la importancia del desarrollo de uno mismo y de la identidad sobre el desarrollo de las relaciones sociales ha sido puesto en duda cada vez más por los estudiosos interesados en la vinculación, en las relaciones objeto del psicoanálisis, en el feminismo y en psicologías no occidentales» [104].
Estas palabras parece que merecen la pena ser citadas más por lo que omiten que por lo que afirman. La psicología radicada en la doctrina cristiana puede contribuir mucho cuando se trata de tales argumentos debatidos entre los psicólogos seculares, precisamente porque en esta doctrina el desarrollo de sí mismo y el desarrollo de las relaciones sociales (especialmente las interpersonales) siempre se conciben como necesaria y simultáneamente interdependientes, ya que son expresiones de la misma virtud de la caridad, que armoniza el amor hacia uno mismo con el amor hacia los demás. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, «por el intercambio con otros, la reciprocidad de servicios y el diálogo con sus hermanos, el hombre desarrolla sus capacidades; así responde a su vocación (cf. GS 25, I)» [105].
Del análisis de los modos y grados en los que la actual psiquiatría y la psicología distan de la visión cristiana del hombre, queda patente —por una parte—la prudencia y cautela que han de observarse cuando en los procesos canónicos de nulidad se utilizan pericias en estos campos.
Por otra parte —y puede ser aun más interesante— comienzan a abrirse ante nuestros ojos amplias perspectivas sobre cuan grande y urgente es la tarea de impregnar todas las «ciencias del hombre» de la visión antropológica que propone el cristianismo.
REFERENCIAS
1. c. Huot, d. 28 ianuarii 197, SSRD, vol. 66, p. 28
2. c. Pompedda, d. 6 octobris 1969, SSRD, vol. 61, p. 917.
3. c. Anné, d. 6 februarii 1973, SSRD, vol. 65, p. 6.
4. c. Funghini, d. 19 decembris 199, SSRD, vol. 86, pp. 769-770.
5. c. Pompedda, d. 19 octobris 1992, SSRD, vol. 8, p. 96.
6. c. Pinto, d. 17 aprilis 1997,n..
7. c. Pompedda, d. 6 octobris 1969, SSRD, vol. 61, p. 916.
8. c. Serrano, d. 28 iulii 1981, SSRD, vol. 73, p. 23.
9. «In causis de (...) consensus defectu propter mentis morbum iudex unius periti vel plurium opera utatur».
10. c. De Lanversin, d. 26 ianuarii 1996, n. 11.
11. c. Parisella, d. 11 maii 1978, SSRD, vol. 70, p. 292.
12. c. Stankiewicz, d. 2 novembris 1983, SSRD, vol. 75, p. 683.
13. c. De Lanversin, d. 26 ianuarii 1996, n. 11.
14. Concepto explicado más adelante.
15. «As a result of scientific discussion, the American Psychiatric Association in 1973 eliminated homosexuality from its list of mental illnesses and, in 1980, dropped it from its Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders» (Encarta Multimedia Encyclopedia, CD-ROM 1998 edición: bajo la palabra «Homosexuality»).
16. Tercera edición del «Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders». Adviértase que la edición española es tres años posterior.
17. La edición española es de 1995.
18. «Celeberrimum opus» (c. Ragni, d. 2 maii 1989, SSRD, vol. 81, p. 311; c. Ragni, d. 19 maii 1992, SSRD, vol. 8, p. 266).
19. «Pretil ergo est referre citatam et hodie facile principem deordinationum mentalium relationem» (c. Serrano, d. 22 octobris 1993, SSRD, vol. 85, p. 625).
20. «Multum usitatus textus» (c. Serrano, d. 11 decembris 1992, SRRD, vol. 8, p. 68).
21. «Usatissima mentalium deordinationum relatio» (c. Serrano, d. 22 octobris 1993, SSRD, vol. 85, p. 62).
22. «Bene notus Nomenclátor DSM» (c. Serrano, d. 17 februarii, SSRD, vol. 87, p. 151).
23. «Communiter receptus elenchus» (c. Serrano, d. 13 decembris 1991, SSRD, vol. 83, p. 766).
24. «The offical nomenclature for American psychiatrists on July 1, 1968» (DSM-II, p. 120).
25. M. Sabshin, «Turning Points in Twentieth-Century American Psychiatry», American Journal of Psychiatry, vol. 17 (1990), pp. 1267-127.
26. «Publicity about psychiatrists testifying on opposite sides of insanity defense pleas brought out enormous criticism about the unreliability of psychiatric diagnosis» (ibid., p. 1272).
27. «but they have also been influenced by forces outside the field" (ib. 1271).
28. Cfr. ibid., p. 1272.
29. Cf. R. L. Spitzer, «Debate on DSM-III», American Journal of Psychiatry, vol. 11, pp. 539-553.
30. «The changes that [will] appear in DSM-IV should be determined by the state of evidence rather than the assertions of competing ideological camps» (ibid., p. 50).
31. «DSM-III represents a hold series of cholees based on guess, taste, prejudice, and hope. Some of these choices are undouhtedly right, but few are based on fact or truth... Certainly I hope that the authors of DSM-IV will rectify the mistakes of DSM-III» (ibid., p. 55).
32. «DSM-III is parochial: [it] ignores other cultures and other historical epochs and ignores any aspect of learning that does not come under the heading of American practical technology» (ibid., p. 52.)
33. «First, [Dr. Vaillant] states that DSM-III is "parochial" because we ignored other cultures. That may be the case, but the mandate was to develop a classification of mental disorders for use in this country. We certainly were not told to worry about the complex problems involved in developing a system that couid be used throughout the world» (ibid., p. 56).
34. DSM-IV, Barcelona 1995, pp. XXIII-XXIV.
35. «How much more vulnerable than antisocial personality are the classifications of borderline and narcissistic personality disorders! Only 10-20 years old, these disorders are still usually observed only in American cities that have opera houses and psychoanalytic institutes. Borderline and narcissistic personalities are rarely seen in Iowa City or in Mobile; certainly, they are not recognized in Tangiers or Bucharest» (ibid. 53).
36. Cfr. DSM-III. Recogido en la edición española del DSM III como «trastorno narcisista de la personalidad».
37. c. Colagiovanni, d. 17 maii, 199, n. 17: inédita.
38. «Being Sane in Insane Places».
39. «In that study 19 normal subjects presented themselves to psychiatric hospitals complaining of a putative symptom; each said that he or she heard a voice saying "thud". All were hospitalized, and all acted "normally" while hospitalized. And all were discharged with the diagnosis of "schizophrenia in remission"». This study was reported in the journal Science under the ominous title "Being Sane in Insane Places". Rosenhan interpreted his results to assail the unreliahility of psychiatric assessment and the dangerousness of misdiagnosis». (M. Wilson, «DSM-III and the Transformation of American Psychiatry», American Journal of Psychiatry, vol. 150 (1993), p. 0).
0. «The new DSM diagnostic process has dominated the research, teaching, and contemporary practice of psychiatry. The DSM diagnosis has almost become a thing in itself - a certainty of "concrete" dimensions. The DSM diagnosis has become the main goal of clinical practice. DSM-IV, as "allegedly" being more data based, has even assumed the aura of allowing psychiatry to keep pace with the rest of medicine as a "technological triumph"; but our current diagnostic process and zeal may also be ruining the essence of psychiatry. It is time to look at what we have wrought and make some midcourse corrections... The current DSM process gives the image of precision and exactnesss. In fact, many have come to believe that we are dealing with clear and discrete disorders rather than arbitrary symptom clusters... All of this apparent precision overlooks the fact that as yet, we have no identified etiological agents for psychiatric disorders. Our diagnoses are nowhere near the precision of the diagnostic processes in the rest of medicine" ("Putting DSM-IV in Perspective": American Journal of Psychiatry vol. 155 (1998), p. 159).
41. Esta cita aparece en una página posterior a la introducción bajo el epígrafe «Advertencia» en DSM-IV, Barcelona 1995, p. XXVII. La misma Advertencia se encuentra en DSM-III-R, Barcelona 1988, p. XXXV.
42. DSM-IV, Barcelona 1995, pp. XXII-XXIII.
43. c. Ragni, d. 19 maii 1992, SSRD, vol. 84, p. 266.
44. AAS 79 (1987) p. 157.
45. DSM-IV, Barcelona 1995, p. XXIII.
46. Ibid., p. XXIII.
47. c. Ewers, d. aprilis 1981, SSRD, vol. 73, p. 221; c. Pompedda, d. 19 februarii 1982, SSRD, vol. 7, p. 89; c. Agustoni, d. 15 iulii 1986, SSRD, vol. 84, p. 60; c. Bruno, 18 decembris 1987, SSRD, vol. 79, p. 765; c. De Lanversin, d. 19 ianuarii 199, SSRD, vol. 86, p. 5, n. 11; c. Civili, d. 15 iunii 199 (inédita); c. Colagiovanni, d. 28 iulii 199 (inédita); c. López-Illana, d. 1 decembris 199, SSRD, vol. 86, p. 691, etc.
48. AAS 79 (1987) p. 157.
49. «In mental health, the contribution of organic, psychological, and social and ideological factors defies specification. There are no methods through which the factors can be observed in isolation so that their relative causal significance might be estimated; often the factors themselves cannot be identified easily through specific criteria that would lead themselves to measurement, comparison, and correlation» (Dr. Joseph W. Eaton: "The Assessment of Mental Health", American Journal of Psychiatry, vol. 108 (1951), pp. 81-90).
50. R. H. Cawley, «Psychiatry is More than a Science», British Journal of Psychiatry, vol. 162 (1993), pp. 15-160.
51. «the raw material of the psychiatrist's work consists of the behaviour, thoughts and emotions, objectively expressed and subjectively experienced, of persons in distress and those in close contact with them»; «here are six crucial aspects of our discipline which are in principle unrelated to the basic sciences and yet are central to what we are doing... the uniqueness of the individual, his/her awareness of self, inner feelings, empathy, and interaction and alliances with others», «are primary experiences, and will never be subsumed under the rules of science» (ibid. pp. 15-157).
52. También conocida con la palabra inglesa «counselling».
53. «Cultural relativity plays a much larger role in the fields of mental health and illness than in most other fields of medicine. An inflamed appendix has a fairly uniform meaning in all cultures that recognize life as a desirable value. If left untreated it is a threat to life. Not so in the mental field. Even in the case of very unusual behaviors, like suicide, one cannot find complete cross-cultural uniformity in its interpretation... in the United States the mental hygiene movement has accepted the democratic, worldly, ascetic, individualistic, utilitarian, and competitive values of the middle class. Its criteria for mental health reflect strong personal and class biases and are in part rejected by other sections of the population. Karen Horney emphasizes that, even within our culture, concepts of mental health and illness vary considerably through time: «... If a mature and independent woman were to consider herself a 'fallen woman', 'unworthy of the love of a decent man', because she had sexual relationships, she would be suspected of neurosis, at least in many circles of society. Some forty years ago, this attitude of guilt would have been considered normal»...» (J. Eaton, op. cit., p. 86).
54. «Experts do not agree on the meaning of mental health. Psychiatrists and clinical psychologists have personal criteria of the requirements to consider a patient "cured" [or "healthy"]. These criteria arise out of their experience and social value orientation. No common denominator for these definitions can be found" (ib. 82).
55. «A frank recognition of the relativity of mental health will do much to improve both research and its application. It will reduce confusion by putting an end to the fruitless effort to arrive at a single criterion, which some scientists hope would be endowed through some magical process with the "objectivity" of temperature measured by a thermometer. Mental health cannot be reduced to such a single dimension. It is a value judgment, with all the potentialities for variation and change implicit in such a relativistic entity» (ibid. 89).
56. Cfr. A. A. Stone, «Conceptual Ambiguity and Morality in Modern Psychiatry», American Journal of Psychiatry, vol. 137 (1980), pp. 887-891.
57. «Psychiatry does not stand outside history or morality, but how do we decide which history and which morality to accept? ... Psychiatrists are taught to avoid value judgments in their dealings with patients, but I do not believe I make a radical claim when I assert that history and morality are a presence in the therapist's office. The only question is how do they get there. The theory that excludes history and morality has the power to exculpate without disturbing the status quo. Thus the psychiatrist's choice of theory becomes crucial» (888).
58. «These are all issues which have confronted us in our practice, challenged the moral assumptions that lie concealed in our theories, and confounded us with disputes and acrimony in our Association», «each invites psychiatry to take a stand on human values» (ibid. 887)
59. «Psychiatry has played no small part in the transformation of the mind of modern man»... «The most powerful aspect of psychiatry is its contribution to what it means to be a person. This is not under our control, nor can it be in a free society. But we do bear a certain responsibility, and one of the themes in that responsibility is the hidden values in the theories and therapies that originated with us and contribute to the shaping of contemporary consciousness... We have been engaged in an enterprise that involves concealed positions on human values, moral postures, and even politics. This claim comes not just from unfriendly critics, it comes from responsible colleagues. This is the indictment that confronts those psychiatrists who assert that their psychiatry has nothing to do with these things; although the indictment can be overdrawn and viciously expressed, the fundamental truth in it cannot be gainsaid. Therefore, given the power of our enterprise, whether we like it or not we are in some measure responsible for the influence of these hidden values. It is also important to remember that many of us have wanted to use psychiatry to influence the public to confront and even to treat the sick society through the media. It is not just a matter of aloof scientists being victimized by the vulgarity of the mass media» (ibid. 890).
60. «is grounded in the humanities as well as [in] science»; «much is to be gained by systematic exploration of the philosophical dimensions of psychiatry». «Among the humanities, the one subject that may prove to have relevance to appropriate [psychiatric] theory and competent practice is philosophy. There is reason to believe that studies in philosophy in relation to psychiatry may in due course strengthen the conceptual basis of the subject and enable the non-science aspects of psychiatry to become orientated in the world of knowledge and thought» («Psychiatry is More than a Science»: British Journal of Psychiatry, vol. 162 (1993), pp. 157-158; 160).
61. «The new approach to psychiatric knowledge which has developed under the influence of social anthropology over the last decade", and asserts that psychiatry "is too socially embedded in the sense that it cannot examine its own institutional assumptions, and mistakes the particular for the universal» (R. Littlewood: «Against pathology. The new psychiatry and its critics»: British Journal of Psychiatry, vol. 159 (1991) pp. 696 y 699).
62. «Critics of DSM believe that the book regards too many normal human traits and behaviors as possible psychiatric illnesses. They are concerned that DSM authors sometimes use personal and social values, rather than scientific evidence, to judge whether behavior is abnormal» (Encarta Encyclopedia, loc. cit. supra).
63. G. versaldi, «Momentum et consectaria allocutionis Joannis Pauli II ad Auditores Romanae Rotae d. 5 februarii 1987» Periodica 77 (1988), pp. 109-18.
64. Ibid. n. 2.
65. Ibid. n. 3.
66. G. Versaldi, op. cit, pp. 11-115.
67. «Sexual deviations» (DSM-II, pp. 10, , 79, 127).
68. Cfr. DSM-II, p.
69. «Even though many find their practices distasteful, they remain unable to substitute normal sexual behavior for them» (ibid., p. ).
70. Cfr. DSM-III, Barcelona 1983, p. 283.
71. Cfr. ibid., p. 285.
72. Ibid, p. 297.
73. Aparece clasificada con el código 302.00 dentro del apartado «Otros trastornos psi-cosexuales» (cfr. DSM-I1I, Barcelona 1983, pp. 296-298).
74. DSM-III, Barcelona 1983, p. 377.
75. Cfr. DSM-III-R, Barcelona 1988, p. 652.
76. DSM-IV, Barcelona 1995, p. XV.
77. «public embarrassments of the profession which bore directly on the problem of diagnostic reliability [and] contributed to the near-crisis in the legitimacy of psychiatry in the early 1970s - the controversy over the disease status of homosexuality. Increasingly vocal gay rights organizations lobbied to have homosexuality removed from DSM-II. In 1973 the American Psychiatric Association Board of Trustees, after evaluation by the relevant hierarchy of APA components, voted to strike homosexuality from DSM-III. It was less clear that this was a scientific issue than that it was, at least in part, a political one. The homosexuality controversy seemed to show that psychiatric diagnoses were clearly wrapped up in social constructions of deviance» (M. WlLSON, American Journal of Psychiatry, vol. 150 (1993), 0).
78. «the boundaries of psychiatric conditions are constantly shifting, much more often in response to socio-political pressures than to the accumulation of scientific evidence. A striking example is the majority vote of the American Psychiatric Association to exclude homosexuality from DSM-III» (Julian Leff: «The New Cross-Cultural Psychiatry», en British Journal of Psychiatry, vol. 156 (1990), p. 305).
79. «One of the first great battlefields in the attack on psychiatry's hidden values was homosexuality. Psychiatrists had long assumed that as part of their humanistic tradition they had brought their scientific perspective to things that were once considered evil. Homosexuality became sickness rather than sin, and this perspective in this century was accepted not only by the secular masses but even by most religious authorities. However, gay liberation brought a different perspective. Their argument was that our judgments about homosexuality as sickness contained hidden values, a limited vision of human sensuality and intimacy, the old morality under a new guise, and perhaps even our own phobic limitations. A campaign was undertaken to remove the diagnosis of homosexuality from the nomenclature. Our Association, after considerable deliberation and not a little acrimony, accepted that perspective. Our Association went even further: it called for an end to legal discrimination against homosexuality» (Alan. A. Stone, op. cit. p. 890).
80. «the effort to influence the public perception of homosexuality»; "My analysis in no way is meant to demean the decisions our Association reached. Nor do I minimize the importance of what we did. It was not an empty gesture. But I believe the real significance of our actions once again was moral. We changed the moral element in our composite sketch of homosexuality" (ibid. 891).
81. c. Stankiewicz, d. 2 novembris 1983, SRRD, vol. 75, pp. 676 y ss.
82. c. Funghini, d. 19 decembris 199, SSRD, vol. 86, p. 781.
83. Cfr. Denz. 1515.
84. Cfr. nn. 238, 2337, 2339, 232.
85. nn. 2357-2359.
86. Cfr. c. 1058.
87. c. 18.
88. R. Zavalloni, Elementi di psicopatologia educativa, 1982, pp. 9-50.
89. «The great majority of bisexual or lesbian women reported that they got married because they were in love with their husbands and desired marriage... studies indicate that their marriages may be no more conflicted than heterosexual marriages» (Dr. Eli Coleman: «The Married Lesbian»: Marriage and Family Review, vol. 1 (1989), pp. 121 y 132).
90. c. Huot, d. 31 ianuarii 1980, SSRD, vol. 72, p. 85.
91. Cfr. c. Pinto, d. 15 iulii 1977, SSRD, vol. 69, p. 07.
92. Cfr. c. Serrano, d. 28 iulii 1981, SSRD, vol. 73, p. 28.
93. «I have had contact with more than one homosexual whose marriage had been a great help in avoiding homosexual adventures and in [avoiding] abandoning himself to other neurotic inclinations. The situation of many married homosexuals is identical with that of other married neurotics. It is sensible to warn a homosexual as well as his future marriage partner of the difficulties they will almost certainly face if they decide to marry. but it must not be an iron rule to discourage such intended marriages» (Gerard J.M. van den Aardweg: On the Origins and Treatment of Homosexuality, Praeger, New York, 1986, p. 17).
94. DSM-III, Barcelona 1983, p. 377.
95. Cfr. ibid., pp. 296-297.
96. Juan Pablo II, Veritatis Splendor, n. 32.
97. Cfr. Gaudium et Spes, 5, 62; Apostolicam Actuositatem, 32; Octogesima Adveniens, nn. 38-0, erc.
98. AAS 33 (191) p. 23.
99. Cfr. También Christus Dominus, 1; Gravissimus Educat. 1; Optatam Totius, 2-3, 20.
100. AAS 79 (1987) pp. 15-155.
101. Cfr. en una Meliten, c. Burke, d. 23 iulii, 1998, nn. 5-7.
102. Cfr. c. Ragni, d. 19 maii 1992, SSRD, vol. 8, p. 266.
103. «an increased awareness concerning the role of values in psychology»; «the legacy of value-free doctrines» (Isaac Prilleltensky: "Values, Assumptions, and Practices": American Psychologist, vol. 52 (1997), p. 517).
104. «Traditionally, the indigenous psychologies of Western industrialized cultures have stressed the importance of the development of individuality, autonomy, indepen-dence, achievement motivation, and identity as essential components of psychological maturity. Social critics sug-gest that these values have also led to a long-standing and intensifying crisis of alienation in the Western world... Within psychology, the tradition of emphasizing the importance of the development of the self and of identity over the development of social relations has increasingly been challenged by theorists interested in attachment, psychoanalytic object relations, feminism, and non-Western psychologies» (S. Guisinger and S. J. Blatt: «Individuality and Relatedness: Evolution of a Fundamental Dialectic»: American Psychologist, vol. 9 (199), p. 10).