Matrimonio y divorcio: problemas

Antonio Orozco con Monseñor Cormac Burke, Prelado Auditor de la Rota Romana (Escritos «Arvo» - no 134. Año XIII. Abril 1993)

    [Monseñor Cormac Burke, es ya conocido de nuestros lectores, pues nos honra con su amistad y colaboración. Su extensa labor pastoral se ha desarrollado en diversos países de Europa, América y África. Su experiencia es vastísima y su talento manifiesto también por su amplia obra escrita. Por ejemplo, por lo que atañe a nuestro asunto, en su libro Felicidad y entrega en el matrimonio, publicado por Ediciones Rialp. Estos temas que afectan a la familia -y a través de ella a toda la sociedad- ocupan buena parte de sus obras. Buscamos de nuevo su amable conversación, ahora sobre esa realidad sangrante en tantos lugares del mundo, que avanza al tiempo que las sociedades se alejan de Dios: el divorcio.]

 

    Antonio Orozco: Que el divorcio es un mal social de los más graves, no cabe ninguna duda. Los datos son elocuentes; las consecuencias están ahí, se tocan, en los cónyuges abandonados y en los lógicos traumas que sufren de hecho los hijos de padres divididos. El divorcio engendra divorcio y multiplica los problemas sociales. Se trata -como se reitera en el Magisterio de la Iglesia de una plaga que, como otras, invade cada vez más ampliamente los ambientes católicos, hasta el punto de que el problema debe afrontarse con una atención improrrogable (Cfr., Familiaris consortio, n. 84). El divorcio tiende a arrasar la familia, célula primaria de la sociedad. Pero puede quedar, incluso en la mente de muchos cristianos, la duda sobre si no sería mejor introducir la excepción aunque «sólo en unos pocos casos extremos», de modo que se pudiera dispensar del rigor del vínculo a los cónyuges con muy graves conflictos. ¿No sería más humano que la Iglesia cediera algún punto?

    Mons. Burke: La Iglesia no puede ceder en lo que no es suyo sino de la naturaleza, o lo que viene a ser lo mismo, de su autor, Dios. Que el matrimonio es indisoluble en virtud de su propia naturaleza, fue explícitamente enseñado por Jesucristo. La Iglesia no podría, aunque por un absurdo quisiera, enseñar otra cosa. Todo verdadero matrimonio, sea sacramento o no, es indisoluble. Esto no tiene vuelta de hoja. La Iglesia no puede tomar una actitud incumplimiento de la Ley de Cristo, como sería la de declarar que no es pecado lo que sí lo es. Incurriría entonces en uno de los famosos «cariños que matan».

INDISOLUBILIDAD Y FELICIDAD

    Antonio Orozco: ¿Qué hacer, o al menos qué pensar cuando no se alcanza la felicidad en el matrimonio?

    Mons. Burke: Ante todo hay que darse cuenta de que el matrimonio no puede dar lo que no tiene. Hay que pensar... que el matrimonio está «pensado» (por Dios) para conducir a los cónyuges a lo único que puede hacer feliz a las personas: el puro amor. La indisolubilidad es una fuerza que utiliza la pedagogía divina para quienes se han comprometido en el aprendizaje del amor conyugal y que por ello no están autorizados a abandonar el esfuerzo que el amor implica en este mundo. Hay que pensar que aunque el matrimonio es un camino hacia la felicidad, no puede lograrla de modo perfecto. La perfecta felicidad no se alcanza en esta vida, sólo se obtiene en el Cielo. Por tanto, quien se empeñe en exigir al matrimonio una perfecta felicidad, necesariamente quedará defraudado. La felicidad nunca se gana fácilmente, ni en el matrimonio ni fuera de él: exige lucha. La felicidad fácil no suele ser duradera. Un matrimonio feliz sin esfuerzo, es una quimera.

CÓMO MUERE EL AMOR

    Es pues importante insistir en que el matrimonio no garantiza una felicidad perfecta a los esposos, lo suyo -en este aspecto- es ayudar a los cónyuges a que alcancen la relativa felicidad que es posible en este mundo. Dios, por medio de los sucesos -los agradables y los desagradables- de aquí abajo, no cesa de enseñarnos a amar, a conseguir la magnanimidad y pureza de amor que se requiere para poder gozar un día del Amor infinito del Cielo. El matrimonio es una de las diversas escuelas divinas para el amor, en las que Dios forma a la mayoría de sus alumnos. La asignatura no es fácil porque cada uno de nosotros nace fuertemente centrado en su propio yo, mientras que lo propio del amor auténtico es centrarse en «el otro». Por eso el amor sólo puede crecer si disminuye el egoísmo. Si crece el egoísmo, el amor se debilita y puede llegar a morir. Pero cuando el amor muere no es de muerte natural, sino violenta, por asesinato. Y -como sucede en ciertas novelas y películas-, el criminal se conoce de antemano. En nuestro «caso» es invariablemente el amor propio.

    Antonio Orozco: ¿Por qué son tantas las personas para quienes su pareja, en el momento de casarse, era «única en el mundo» y unos años más tarde la misma persona resulta inaguantable?

    Mons. Burke: Reconociendo la complejidad de la respuesta, lo más frecuente es que en la raíz última de esa mutación tan radical se encuentre el egoísmo. Quizá el amor, después de todo, no era tan fuerte y sano como parecía al principio. Por lo demás, el amor rara vez nace fuerte, porque el conocimiento no es total y porque al principio suelen pesar más -más que la razón y la libertad- los sentimientos amorosos, que tienden a idealizar a la otra persona. Por eso el enamorado sentimental no acaba de centrarse de veras en el otro. Está «orientado», sí, hacia un «otro», pero lo contempla a través de lentes de color de rosa. De hecho, los sentimientos amorosos son compatibles con una buena dosis de egocentrismo.

    Los sentimientos de este tipo son útiles si se saben comprender en su justo valor. Pueden servir para prender el fuego del amor, pero no para mantener la hoguera encendida, con brasas poderosas y duraderas. Es grave -y frecuente- cosa confundir el sentimiento con el amor. El sentimiento es voluble, se mueve en la superficie del corazón. El amor arde en el querer hondo, quizá oculto e insensible. Es fácil sentirse enamorado. Permanecer en el amor es más difícil. El sentimiento puede aparecer o desaparecer cuando menos se espera, sin consultarnos. Pero su desaparición no significa que haya desaparecido el amor profundo del querer, que es lo más propio de la persona. Es el momento de acendrar el cariño, de continuar sólo con el puro amor, queriendo querer. Es un gran momento, si se sabe vivir con sentido de responsabilidad, con la dignidad que corresponde a los hijos de Dios.

    No es malo conocer los defectos del otro, conviene al menos ser consciente de que existen y saber que a la larga aparecerán. Cuando se ama de verdad, no se ama a una persona «ideal», sino a una persona «real», con sus virtudes reales y con sus defectos reales.

    ¿Qué no es fácil amar a alguien con sus defectos? La verdad es que amar nunca es fácil, aún cuando no haya ningún defecto, como es el caso de Dios, infinitamente amable. El no tiene defecto alguno, pero tampoco es fácil amarle, porque nosotros sí los tenemos.

    Ahora bien, pensemos en una declaración del tipo «te amo con tal de que no tengas defectos». ¿Es una verdadera afirmación de amor? Es lo mismo que decir: «te amaré con tal de que no seas una persona real...», «te amaré con tal de que no tenga que esforzarme para amarte», «te amaré hasta el 31 de diciembre de 1995; y siempre que no encuentre, antes de esa fecha, a nadie que me atraiga más». ¿A qué suena toda esa verborrea? A cualquier cosa, menos a una declaración de amor. Es egoísmo manifiesto, y poco más.

    Se dice que tal matrimonio «ha fracasado». Pero, ¿qué es lo que ha fracasado? ¿el matrimonio, o el marido o la mujer, o los dos?... Cuando un coche se sale de la pista y se estrella ¿tenía un defecto de fábrica o se ha despistado el conductor? Podemos incluso preguntarnos: ¿cuánto tiempo durará otro coche en las manos del mismo conductor si no aprende a ser sobrio, a dormir cuando debe o a conducir correctamente? Hay que aprender a amar. Si se persevera, se aprende. A fin de cuentas, es así cómo enfocamos otros aspectos importantes de la vida: una carrera profesional, por ejemplo. La gran mayoría de las personas están convencidas de que, para ser médico o abogado es preciso estudiar durante años en una universidad o en una escuela especializada y, después de sacar un título, hay que seguir formándose. Incluso entonces, tras años de constante esfuerzo, tal vez no se logra el éxito profesional esperado.

    Antonio Orozco: Ocurre una cosa curiosa: mientras los que están enamorados no necesitarían la indisolubilidad, los que han perdido el cariño -a veces uno de los cónyuges es inocente- siempre parece una realidad demasiado «dura». ¿Lo es, efectivamente?

    Mons. Burke: Bueno, yo diría que la indisolubilidad la ha puesto Dios no tanto para los que están enamorados como para quienes fácilmente desfallecerían en el amor. Si sentirse siempre enamorado formara parte de la naturaleza humana, la ley de la indisolubilidad no haría falta... En ese sentido, se puede decir que la ley está destinada precisamente a quienes ya no sienten el amor, a quienes se cansan de sus exigencias de fidelidad y sienten la tentación de abandonar la lucha. A esos Dios les dice que deben seguir en la brecha. Dios es el arbitro de un gran juego -arduo, humano y divino- cuyo premio es la felicidad. Si se juega según sus reglas, siempre puede ganarse. Y una de las normas principales para quienes lo juegan dentro del matrimonio, es la indisolubilidad. No olvidemos que la indisolubilidad del vínculo matrimonial no es una realidad meramente jurídica o contractual, que pudiera suprimirse con mayor o menor dificultad. La realidad es, con palabras de Juan Pablo II, que «los esposos están unidos recíprocamente del modo más profundamente indisoluble»; y «lo que Dios ha unido» el hombre no es que no deba, es que no puede -no es capaz de separarlo, a no ser ilusoriamente. Y si Dios ha hecho así las cosas, es indudablemente porque es bueno, es que encierra una gran sabiduría y un gran amor. Dios está decidido a enseñarnos a amar, que es lo único -ya lo he dicho- que nos puede hacer felices. Y la indisolubilidad del matrimonio es un gran remedio para el egoísmo, así como el egoísmo (propio) es el mayor enemigo del amor y de la felicidad. ¿Qué se gana huyendo del otro, si no se abandona el propio egoísmo?

    Antonio Orozco: Pero cuando el egoísta es realmente la otra persona, ¿se puede, con todo, seguir amándole?

    Mons. Burke: Sí, es posible amar -querer y hacer el bien, ser fiel— a un egoísta. Dios nos lo ha enseñado con su ejemplo. Nos ama a cada uno a pesar de la dosis de egoísmo que arrastramos. Lo imposible es que ame a fondo la persona egoísta. Sería algo así como la cuadratura del círculo. Pero amar a una persona, que siempre contiene una imagen de Dios, eso se puede siempre que se venza el egoísmo propio.

    Antonio Orozco: Bien, supongamos que hemos «perdido» ya el amor. ¿Qué hacemos?

    Mons. Burke: ¡Puedes volver a encontrar ese amor que ha desaparecido! ¡Tienes que aprender a perdonar! Si hubieses perdonado antes (y quizás también si hubieses pedido perdón), seguramente tu amor no habría muerto. El amor conyugal no fallece a causa de las riñas entre marido y mujer, sino por no saber repararlas con el perdón. Lo que mata el amor es la incapacidad de perdonar y de pedir perdón. El amor ha muerto... Pero ¿qué valor tuvo para ti? ¿con qué sacrificios demostraste tu conciencia de su valor? ¿Qué hiciste para protegerlo? ¿Cuánto estás dispuesto a dar ahora para devolverle la vida? ¡Puede mantenerse vivo el amor y puede devolvérsele la vida, aunque no sin sacrificio! Pero el sacrificio no es algo inhumano. Lo asumió Dios al hacerse hombre.

    Antonio Orozco: Supongamos que no me interesa lo más mínimo hacer revivir ese amor. Mi matrimonio fue un fracaso, y mi marido (o mí mujer) me trae totalmente sin cuidado...

    Mons. Burke: Probablemente eso no es verdad. El amor matrimonial es un tesoro demasiado grande como para que se pierda sin pesar. Hay que reactualizar ese instinto conyugal que te llevó a casarte, e intentar hacer revivir su pureza original, su idealismo, su generosidad. El instinto conyugal, de suyo, no es egoísta, y son pocas las personas que se casan por puro egoísmo. Es preciso fomentar la ilusión generosa de ser un buen marido o una buena esposa, que aprenda a amar a la otra persona, tal como es, con sus defectos, con el deseo generoso de superar el orgullo, de pasar por alto las ofensas, de perdonar, de olvidar... No es cristiano, ni siquiera humano, pensar que la vida está gobernada por el instinto de venganza, por la necesidad, ante lo malo, de reaccionar mal.

    En cierta ocasión, visité el Gran Cañón del Colorado. Entre los recuerdos que conservo, hay uno que no tiene que ver con el grandioso espectáculo en el que se han plasmado millones de años. Tiene que ver con una parcela muy pequeña de la humanidad. Los chillidos de un crío de tres o cuatro años llenaban el autobús que nos conducía al borde sur del Cañón. Su madre derrochaba paciencia en vano intentando pacificarle. Sea cual fuere la causa de la ira del pequeño, la descargó contra ella. Cada sílaba venía articulada con un énfasis espeluznante. Aquel diablillo gritaba: «yo-a-ti-te-odio...» Un escalofrío nos estremeció a todos los viajeros. Pero esa sensación duró sólo un segundo. Inmediatamente se escuchó la respuesta de la madre: «y-yo-a-ti-te-amo». El amor es el arma secreta, el instrumento más potente, porque comparte el poder de Dios.

SITUACIONES DESESPERADAS

    Antonio Orozco: Fijemos ahora la atención, si me lo permite, en las situaciones realmente «desesperadas», porque el otro se ha convertido en un enfermo psíquico o físico repelente, o porque -por cualquier otra razón- la convivencia se ha hecho realmente insostenible.

    Mons. Burke: Incluso en tales circunstancias he conocido casos, y no pocos, de personas que se han mantenido fieles a las promesas que, por amor, hicieron años antes -«para bien o para mal..., en la enfermedad como en la salud»-, viendo al otro reducido a estados tremendos de enfermedad o de bajeza, pero sabiendo estar a la altura de las circunstancias, alcanzando grados heroicos de amor. Cuando la Iglesia dice no al divorcio no está condenando al marido o a la mujer, tampoco en los casos «desesperados», a una vida desgraciada. Esas personas no están condenadas a ser infelices -aun cuando tengan que sufrir- si procuran llevar, en estrecha unión con Jesucristo, la cruz que su situación implica. «Mi yugo es suave y mi carga ligera», nos ha dicho Jesús. Y se comprueba todos los días que así es.

    En casos extremos la Iglesia no niega el derecho a la separación. Lo que afirma es: en esos casos puedes separarte de tu marido o de tu mujer; pero quedas todavía vinculada a él (o ella); el vínculo sigue siendo indisoluble. El Señor viene a decir: «puedes separarte de tu marido o de tu mujer; pero no te separes de Mí. Quizá ya no te es posible ser feliz con tu cónyuge; pero puedes serlo conmigo de un modo más alto. Sé fiel a lo que Yo te pido. Procura administrar bien el talento de fidelidad que Yo te he entregado para tu bien y el de toda la Humanidad. Tu recompensa será grande.

    Dios no condena nunca a la infelicidad, pero exige siempre fidelidad. Llama a veces al heroísmo y da su gracia, su fortaleza a quien se la pide. Unos la aceptan con gratitud. Otros se hunden en la amargura. Es lástima, porque si Dios permite la enfermedad y las demás contradicciones que podemos sufrir en la tierra es por un designio que no puede ser sino de amor; misterioso, pero de amor. Un racionalista, un agnóstico, un ateo, seguramente no pueden entenderlo. Pero tampoco, pueden entender muchas otras cosas que a la luz del juicio normal y, más aún, de la divina revelación, son claras como la luz. Tocamos también el profundo misterio de la libertad y de la capacidad humana de responder de maneras diversas a la gracia divina.

    Una cosa es cierta: el matrimonio que empieza a ser gravoso, no ha comenzado por ello a «carecer de sentido». Si así fuera, habría que declarar también carentes de sentido los sufrimientos de un paciente incurable y acabar con ellos por medio de la eutanasia. Todos los matrimonios, como todas las enfermedades, tienen que llegar algún día a su fin. En este sentido, todos son «terminales». Pero ninguno carece de sentido. Y si se ha procurado asumir generosamente la cruz, comienza entonces ya la felicidad, que nunca ha de acabar, del premio eterno.

    Ser leal, fiel, en el matrimonio es un gran bien para todo el mundo -y es un gran mal lo contrario-. La indisolubilidad es un bien necesario para la Humanidad, llamada a ser la gran familia de Dios, «nuestra familia», por la que vale siempre la pena -y se puede llevar con garbo- cualquier sacrificio. Dios no se deja ganar en generosidad.

DIVORCIADOS VUELTOS A CASAR CIVILMENTE

    Antonio Orozco: En breve y para terminar, ¿qué pueden hacer en la Iglesia los católicos que se han divorciado y vuelto a casar civilmente?

    Mons. Burke: Pueden aprovecharse de la ayuda espiritual que la Iglesia les sigue ofreciendo. Pueden mantener todas las prácticas de piedad compatibles con su triste situación. Pueden asistir al Sacrificio Eucarístico, pero no comulgar, ya que su unión es opuesta a la Ley de Dios y sería entrar en una gran contradicción con la identificación con Cristo que la Eucaristía presupone y enriquece. La Iglesia se atiene a esta ley multisecular. Tampoco, claro es, pueden recibir el sacramento de la Penitencia sin antes haberse separado enteramente, ya que este sacramento implica un arrepentimiento real de los pecados, y la unión marital de los divorciados constituye adulterio. «El cónyuge (divorciado y) casado de nuevo -recuerda el recientemente promulgado Catecismo de la Iglesia Católica- se halla entonces en situación de adulterio público y permanente» (número 2.384). No pueden ejercer funciones que exijan una plenitud de testimonio cristiano, como ser catequista o padrino, pues su comunión con la Iglesia no es plena.

    Pueden, por supuesto, hacer obras de misericordia, y mantener vivo el diálogo con Dios en una oración humilde y confiada. Pueden y deben confiar en la gracia de Dios, siempre abundante y más que suficiente para cumplir su Voluntad.

    Los demás podemos ayudarles sabiendo comprender su situación; pero no les ayudaríamos, al contrario, si les dijéramos que no se preocupen, que actúan de «buena fe», que no tiene importancia estar privados de unión con Dios en la tierra o que no están comprometiendo gravemente su felicidad eterna. No les debemos juzgar -esto corresponde a Dios-, pero tampoco les podemos engañar acerca de la verdad de su situación. Más bien hemos de procurar que vean que es grave; que resolverla requerirá seguramente el ejercicio heroico de las virtudes. Pero que la Iglesia no les abandona. Por medio de Ella, el Señor les sigue llamando a una vida cristiana. Es muy clara la doctrina del Catecismo que acabo de citar, en los números 2.382 al 2.386. También constituye un punto de referencia indispensable la Exhortación apostólica Familiaris consortio, de Juan Pablo II; por lo que toca a nuestro asunto, en los números 82-84. Si le parece, podemos terminar con el último párrafo de este número 84: «La Iglesia está firmemente convencida de que también quienes se han alejado del mandato del Señor y viven en tal situación, pueden obtener de Dios la gracia de la conversión y de la salvación, si perseveran en la oración, en la penitencia y en la caridad».