Una dimensión de la vida de Mons. Escrivá: el amor a la Iglesia y al Papa (Scripta Theologica, 1978)

            «Dilexit opere et veritate Ecclesiam Dei et Romanum Pontificem»: estas palabras, que Mons. Escrivá de Balaguer hizo colocar junto a una reliquia de Santa Catalina de Siena, bien se le podrían aplicar a él mismo.

            Ya en 1939, escribía: «¡Qué alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia santa!» [1] «Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón» [2]. Esa alegría y ese amor —bien cuajados en obras de servicio— fueron intensificándose a lo largo de toda su vida sacerdotal.

            Si buscamos las raíces de un amor como el suyo, tan intenso y tan entregado, las encontraremos en su certera comprensión teológica del misterio del papado y de la Iglesia. El Papa, para él, era el «vice-cristo»; más aún, en frase de la misma Santa Catalina, que solía repetir, era «il dolce Cristo in terra».

            Y la Iglesia. En una de sus homilías escribe: «La Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla...» [3]. «—No es Cristo una figura que pasó —había escrito en Camino [4]—. No es un recuerdo que se pierde en la historia. ¡Vive! (...)». Y vive no sólo en el Cielo. Vive con nosotros en la tierra: «Dios sigue teniendo sus delicias entre los hijos de los hombres (cfr. Prv VIII, 31). Cristo vive en su Iglesia (...). Cristo permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia, en su predicación, en toda su actividad» [5].

            En todos los aspectos de la vida y de la actividad de la Iglesia, Mons. Escrivá contemplaba la presencia de Cristo: Cristo que pasa, Cristo que permanece, Cristo que se nos acerca, que nos toca, nos cura, nos perdona, nos fortalece, nos alimenta, nos enseña...

Descubrir a Cristo en la Iglesia

            Toda su vida fue un canto de alabanza y de amor al gran designio de Dios al fundar su Iglesia, para perpetuar el carácter sacramental del plan de la Redención. Así, en Es Cristo que pasa, afirma que la Iglesia es «el sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo» [6].

            Su predicación —tan cristocéntrica— era un constante estimular a sus oyentes para que reconocieran a Cristo presente en la Iglesia, y para que acudieran a El. «En la Iglesia descubrimos a Cristo, que es el Amor de nuestros amores. Y hemos de desear para todos esta vocación, este gozo íntimo que nos embriaga el alma, la dulzura clara del Corazón misericordioso de Jesús» [7]. El Dios que se nos entrega en la Encarnación sigue entregándose en la Iglesia. La Encarnación se hace actual para cada alma en y a través de la Iglesia. Con palabras de Pío XII en la Encíclica Mystici Corporis, recogidas y comentadas por Pablo VI: «Es necesario habituarse a reconocer en la Iglesia al mismo Cristo. En efecto, es Cristo quien vive en su Iglesia, quien por medio de la Iglesia, enseña, gobierna y comunica la santidad» [8].

            Para Mons. Escrivá era inconcebible que un cristiano no amase a la Iglesia. Sería no amar a Cristo. Evidentemente sabía que si muchos cristianos no aman a Cristo como deberían, tantas veces es porque desconocen su verdadero rostro amable: «Ese Cristo, que tú ves, no es Jesús. —Será, en todo caso, la triste imagen que puedan formar tus ojos turbios... —Purifícate. Clarifica tu mirada con la humildad y la penitencia. Luego... no te faltarán las limpias luces del Amor. Y tendrás una visión perfecta. Tu imagen será realmente la suya: ¡El!» [9]. Y si muchos cristianos no aman a la Iglesia será por idéntica razón: por poseer una imagen pobre de lo que es la Esposa de Cristo y su Cuerpo Místico. El gran afán de su vida era ayudarles a clarificar su mirada, para que —con las limpias luces del Amor— tuviesen una visión perfecta, y su imagen de la Iglesia fuese realmente la de Cristo.

La Iglesia Una

            Meditaba y hacía meditar las notas de la Iglesia de Cristo: «Et unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam!... Me explico esa pausa tuya, cuando rezas, saboreando: creo en la Iglesia, Una, Santa, Católica y Apostólica...» [10].

            Gozaba al contemplar el origen apostólico y la continuidad de la Iglesia.

            No toleraba modos de hablar partidistas o superficiales, que tendían a oscurecer la unidad esencial de la Iglesia. No se puede hablar de una Iglesia jurídica y de otra carismática —afirmaba— ya que la Iglesia de Cristo es jurídica y carismática a la vez. Cuando alguien contrastaba la Iglesia «pre-conciliar» y la «post-conciliar», subrayaba la esencial unidad, añadiendo que estamos en época «post-conciliar», más o menos desde el año 50, año del Concilio de Jerusalén. Ni «conservadores» ni «progresistas»; sólo «progresamos» si vivimos y comunicamos lo que hemos conservado: la fe de siempre. «Divisus est Christus?», parecía preguntar, con San Pablo; y, con el Apóstol, tenía en grado eminente la solicitud de «servare unitatem spiritus in vinculo pacis» [11]. Rechazaba toda crítica negativa contra cualquier persona o institución de la Iglesia; irradiaba una visión extraordinariamente positiva —consecuencia de la caridad— de las personas y de las labores apostólicas.

            Su amor a la unidad se combinaba con su amor a la libertad en lo opinable. Miles de almas se han beneficiado, tanto de su claro criterio para discernir lo que es de fe o de necesaria disciplina, como de su fortaleza, bien para defender lo que necesariamente ha de acatarse, bien para defender la diversidad de criterios en lo opinable.

Comunión de los Santos

            Amaba la catolicidad de la Iglesia: su universalidad tanto en el espacio como en el tiempo. Su conciencia de la Comunión de los Santos fue particularmente intensa. Contemplaba la Iglesia visible —y a cada cristiano— poderosamente respaldada y protegida por la Iglesia invisible.

            «En la Santa Iglesia los católicos encontramos nuestra fe, nuestras normas de conducta, nuestra oración, el sentido de la fraternidad, la comunión con todos los hermanos que ya desaparecieron y que se purifican en el Purgatorio —Iglesia purgante—, o con los que gozan ya —Iglesia triunfante— de la visión beatífica, amando eternamente al Dios tres veces Santo. Es la Iglesia que permanece aquí y, al mismo tiempo, trasciende la historia. La Iglesia, que nació bajo el manto de Santa María, y continúa —en la tierra y en el cielo— alabándola como Madre» [12].

            Amaba el rico patrimonio de la Iglesia: su patrimonio doctrinal, litúrgico, histórico, etc. Y quería que todos los católicos tomasen conciencia y se beneficiasen de esa herencia. Defensor también de la herencia de piedad —las devociones populares— de siglos pasados, mantenía que las viejas devociones son buenas.

Amor al Papa

            Su catolicidad explica su espíritu romano. Comprendía que si el espíritu de Cristo ha de irradiar de modo universal, debe partir de un centro —cabeza y corazón—; que sólo si los católicos, discípulos de Cristo, se dejan atraer hacia ese centro —superando las visiones parciales y el espíritu pueblerino— pueden adquirir una mente y un corazón anchos: un espíritu universal.

            De ahí su afán por «romanizar» el Opus Dei para que sus miembros pudiesen servir mejor a la Iglesia Santa. De ahí, su amor al Papa: «Esta Iglesia Católica es romana. Y saboreo esta palabra: ¡romana! Me siento romano, porque romano quiere decir universal, católico; porque me lleva a querer tiernamente al Papa, «il dolce Cristo in terra», como gustaba repetir Santa Catalina de Siena, a quien tengo por amiga amadísima» [13].

            «Pensad siempre —decía a los miembros del Opus Dei— que después de Dios y de nuestra Madre la Virgen Santísima, en la jerarquía del amor y de la autoridad, viene el Papa». Y la razón es la de siempre: «El amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo» [14].

            Tan aguda conciencia tenía de la excelsitud y la santidad del papado que, siendo por temperamento de un aplomo excepcional, se emocionaba profundamente cada vez que se encontraba con el Vicario de Cristo. En una ocasión, le oí decir: «No me acostumbro nunca ni a decir la Santa Misa ni a tratar al Papa...». Al Papa que fuera; no se paraba en diferencias de carácter de un Papa a otro. Ya al comienzo de los cónclaves que siguieron a la muerte de Pío XII, en 1958, y de Juan XXIII, en 1963, decía a los que convivían con él en Roma: «Sabéis, hijos míos, el amor que tenemos al Papa. Después de Jesús y de María, el Papa, quienquiera que sea. Al Pontífice Romano que va a venir, ya le queremos. Estamos decididos a servirle con toda el alma».

            No le importaba la persona, pero a la vez comprendía el ingente peso que representaba el Pontificado. Con gran delicadeza y cariño filiales procuraba aligerar esa carga en cuanto podía. En 1965, cuando Pablo VI iba a inaugurar el Centro Elis, dirigido por miembros del Opus Dei en el barrio Tiburtino de Roma, pidió a los que preparaban todo para la visita papal: «que no os preocupe más que el deseo de dar una gran alegría al Santo Padre, que por la situación del mundo no tiene tantos motivos para alegrarse como quisiéramos».

Santidad de la Iglesia

            Mons. Escrivá de Balaguer se gozaba sobre todo en la santidad de la Iglesia, que veía como la misma santidad de Cristo presente y activo entre los hombres: la santidad de los Sacramentos, que solía describir como huellas de Cristo, y la santidad del culto, de la liturgia, sobre todo del santo sacrificio de la Misa. Volúmenes enteros no bastarían para dar una idea de su inmenso amor hacia la Sagrada Eucaristía y el Sacrificio de la Misa, centro y raíz de la vida del cristiano, como le gustaba describirla. Estaba plenamente convencido de que en la Eucaristía, en palabras del Concilio Vaticano II, está toda la riqueza espiritual de la Iglesia [15], y la pregonaba y la defendía como tal. Después, la santidad de la doctrina de la Iglesia, que por ser «doctrina de Cristo» [16] es la verdad divina, la verdad que salva. Personas del mundo entero han visto cómo consumió sus energías y su misma vida en predicar la verdad de siempre, y más aún en los años inmediatamente posteriores al último Concilio cuando, en ocasiones, hacia falta no poco valor para demostrar una firme adhesión al Magisterio eclesiástico.

            No tenía miedo al término «obediencia» ni a la realidad que significa. Al contrario, amaba la obediencia precisamente porque se daba cuenta de que obedecer a la legítima autoridad es obedecer a Jesucristo: «el que tiene mis mandamientos y los cumple, ése es el que me ama» [17]. Obedecer tanto la disciplina como el magisterio de la Iglesia, fue para él la manera de atarse al Amor de Cristo. En momentos en los que muchos parecían rebelarse hasta contra las mínimas indicaciones de la autoridad, él ponía un empeño amoroso en acatar esas disposiciones —por ejemplo, las que afectaban el modo de celebrar la Misa— aun cuando le costaba un esfuerzo grande y, por su edad, razonablemente podía haber pedido una dispensa.

Su defensa de la Iglesia que amaba

            En la Iglesia, Mons. Escrivá contemplaba y amaba a Cristo presente y activo entre nosotros: activo de un modo tantas veces oculto, también porque su actividad se dirige hacia el mundo interior de las almas. El campo de la actividad de la Iglesia que habitualmente contemplaba era ese campo de las almas. Su fe, vivida intensamente a lo largo de más de 50 años de actividad pastoral, le permitía ver y comprobar, aun en momentos difíciles, la profunda y eficaz acción del Espíritu Santo en ese campo [18]. Pero a la vez sabía que la poca fe de los hombres podría disminuir la eficacia de esa acción salvadora.

            Viendo que efectivamente muchos factores, en este mundo nuestro, contribuyen a debilitar la fe, intensificaba su labor en defensa de las almas y de la Iglesia que amaba. Trabajaba —en una catequesis verdaderamente mundial— sin concederse descanso y a la vez sin perder la paz, con la firme persuasión de que el Amor de Dios es infinito y no queda afectado por las inconstancias o las infidelidades de los hombres, «que no aciertan —por miopía, por egoísmo, pos estrechez de miras— a vislumbrar el insondable amor de Cristo Señor Nuestro» [19].

            Veía claramente cómo la tentación perenne de sustituir la fe por la visión humana está presente hoy con particular vehemencia y sabía adonde lleva el proceso que así comienza. Se empieza por minusvalorar la misión esencialmente sobrenatural de la Iglesia; se oscurece el sentido y la importancia primordial para cada alma de los medios de salvación, sobre todo de los Sacramentos; esa visión humana inevitablemente desemboca en un exacerbado espíritu critico y negativo, obsesionado por los «defectos» que ve o cree ver en personas o instituciones de la Iglesia; y, como fin de este proceso, se llega a querer cambiar los mismos fines —la naturaleza misma— de la Iglesia, para hacerla «relevante» —con una relevancia totalmente intramundana— ante el hombre de hoy.

Amor y dolor

            Afirmaba constantemente que los medios de salvación —oración, mortificación. Sacramentos— no han cambiado, ni pueden cambiar [20]. Sabiendo que cada persona tiene que intervenir activamente para lograr su propia salvación, insistía en la necesidad del esfuerzo por ser almas de oración y de mortificación. Pero sabía que la intervención de Dios es lo más decisivo, y así predicaba la grandeza de los Sacramentos —acciones divinas— y la necesidad de la vida sacramental.

            Minusvalorar los Sacramentos implicaría tanto dejar desamparado al pueblo que los necesita, como menospreciar a Dios que los ha dado. Como es lógico, todo esto lo aplicaba de modo especialmente intenso al Santísimo Sacramento.

            Su profunda comprensión del principio sacramental que rige la actividad de la Iglesia en bien de las almas, le hacía dar una importancia enorme a los signos —literatura, arte sacro, tradiciones y devociones populares, modo de presentarse y de actuar los sacerdotes, etc.— que son vehículos de esa sacramentalidad y, entre otras cosas, facilitan a los fieles el participar con más fruto en la vida del Cuerpo Místico. Insistía, como lo hace Juan Pablo II, en que el pueblo necesita de esos signos externos [21]. Ya en 1939 había escrito en Camino: «Ten veneración y respeto por la Santa Liturgia de la Iglesia y por sus ceremonias particulares. —Cúmplelas fielmente. —¿No ves que los pobrecitos hombres necesitamos que hasta lo más grande y noble entre por los sentidos?» [22].

            Sufría por los sacerdotes —dispensadores de los misterios de Dios [23]— que veía inseguros en la fe, inseguros hasta de su misión especifica, planteándose «crisis de identidad». Esta desorientación le causaba una gran pena. A todos quería recordar que la identidad del sacerdote es nada menos que la de Cristo [24]. Solía decir que no conocía sacerdotes malos —«sólo algunos enfermos»— y estimulaba el sentido de responsabilidad sobrenatural de quienes le escuchaban, diciendo que sí los sacerdotes no son mejores, «tenéis la culpa vosotros, porque no rezáis por ellos, no os mortificáis, no les queréis...».

            En definitiva, su gran dolor —dolor de amor— era ver que muchas personas sienten un gran vacío en sus vidas porque se han alejado de Cristo.

            Sufría más, precisamente porque su constante enseñanza era que Dios no está lejos; está muy cerca. Está más cerca —¡mucho más cerca!— de lo que tantas personas imaginan: «Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. —Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado. »Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos—, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando. (...) »Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos» [25].

            Consecuencia de ese espíritu suyo fue su amor al mundo. «Un hombre sabedor de que el mundo —y no sólo el templo— es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo» [26].

            Su espíritu secular fue un auténtico espíritu cristiano, en el que el amor a la Iglesia y el amor al mundo se armonizan perfectamente. Cabe decir que se complementan e incluso que se explican mutuamente. Su amor al mundo fue tanto más puro, auténtico y profundo, en cuanto que fue amor a un mundo creado por Dios, redimido por Cristo y santificado por el Espíritu Santo en y a través de la Iglesia.

            Una gran expresión de su amor y su servicio a la Iglesia fue la de formar a hombres y mujeres auténticamente seculares imbuídos de un gran amor a la Iglesia; que quieren servir a la Iglesia y que se niegan a servirse de Ella; que saben que no representan a la Iglesia y se niegan a presentarse, en ninguna situación, como «católicos representativos», sino bajo su «propia responsabilidad», como señaló después el Concilio Vaticano II [27].

            De ahí Mons. Escrivá sacaba una consecuencia de enorme valor para la Iglesia y para la paz y la convivencia de la humanidad entera. Esos católicos —distinguiendo claramente las esferas propias de la Iglesia y del mundo, y amando a las dos— conocen bien lo relativo y lo opinable de todas las opiniones humanas (empezando por las suyas propias) y por tanto procuran mostrarse siempre abiertos a las opiniones de los demás y sumamente respetuosos con la libertad ajena. A un cristiano formado según este espíritu, «jamás se le ocurre creer o decir que él baja del templo al mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos problemas. ¡Esto no puede ser, hijos míos! Esto sería clericalismo, catolicismo oficial o como queráis llamarlo. En cualquier caso, es hacer violencia a la naturaleza de las cosas. Tenéis que difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical, que ha de llevar a tres conclusiones:

            »a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal;

            »a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen —en materias opinables— soluciones diversas a las que cada uno de nosotros sostiene;

            »y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas» [28].

            Otra gran muestra de su amor a la Iglesia y a los cristianos todos fue su defensa de la legítima libertad de escoger entre las múltiples opciones políticas abiertas a un católico, y su tenaz resistencia a los intentos de fabricar, en este terreno, una «postura católica», de identificar la Iglesia con una sola opción política, del signo que fuera. «Sería empequeñecer la fe, reducirla a una ideología terrena, enarbolando un estandarte político-religioso para condenar, no se sabe en nombre de qué investidura divina, a los que no piensan del mismo modo en problemas que son, por su propia naturaleza, susceptibles de recibir numerosas y diversas soluciones» [29].

A pesar de los pesares

            «Creo en la Santa Iglesia Romana a pesar de los pesares», tenía costumbre de repetir. Un día de 1948 en que comentó esta costumbre suya con Mons. Tardini, que más tarde llegaría a ser Cardenal Secretario de Estado, le preguntó a qué se refería. «A sus errores personales y a los míos», contestó. Veía —perfectamente— los defectos de los hombres que componemos la Iglesia; pero comprendió que un cristiano no por eso debe amar menos a la Iglesia. Más bien debe amarla más: «Cuando el Señor permita que la flaqueza humana aparezca, nuestra reacción ha de ser la misma que si viéramos a nuestra madre enferma o tratada con desafecto: amarla más, darle más manifestaciones externas e interiores de cariño.

            »Si amamos a la Iglesia no surgirá nunca en nosotros ese interés morboso de airear, como culpa de la Madre, las miserias de algunos de los hijos. La Iglesia, Esposa de Cristo, no tiene por qué entonar ningún "mea culpa". Nosotros sí: "mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa!". Este es el verdadero "meaculpismo", el personal, y no el que ataca a la Iglesia, señalando y exagerando los defectos humanos que, en esta Madre Santa, resultan de la acción en Ella de los hombres hasta donde los hombres pueden, pero que no llegarán nunca a destruir —ni a tocar, siquiera— aquello que llamábamos la santidad original y constitutiva de la Iglesia» [30].

            «Mea culpa». Si falta la humildad, si no nos sabemos pecadores, no puede haber esa profunda reacción de amor ante la Iglesia, por la que Dios nos viene a perdonar y santificar. Mons. Escrivá amaba mucho porque era humilde y se sentía pecador: «soy un pecador que ama con locura a Jesucristo». El mea culpa humilde y personal lleva a la gratitud y al amor, y vence al espíritu crítico que es siempre fruto de la soberbia. Resumía con fuerza: «Podemos llegar a desconfiar de los hombres, y cada uno está obligado a desconfiar personalmente de sí mismo y a coronar sus jornadas con un "mea culpa", con un acto de contrición hondo y sincero. Pero no tenemos derecho a dudar de Dios. Y dudar de la Iglesia, de su origen divino, de la eficacia salvadora de su predicación y de sus sacramentos, es dudar de Dios mismo, es no creer plenamente en la realidad de la venida del Espíritu Santo» [31].

            Los defectos de los hombres, no son nunca un motivo para disminuir ni la fe ni el amor hacia la Iglesia. Al contrario: «El misterio de la santidad de la Iglesia —esa luz original, que puede quedar oculta por las sombras de las bajezas humanas— rechaza hasta el más mínimo pensamiento de sospecha o de duda sobre la belleza de nuestra Madre. Ni cabe tolerar, sin protesta, que otros la insulten. No busquemos en la Iglesia los lados vulnerables para la crítica, como algunos que no demuestran su fe ni su amor. No concibo que se viva un cariño verdadero a la propia madre, y que se hable de esa madre con despego.

            »Nuestra Madre es Santa, porque ha nacido pura y continuará sin mácula por la eternidad. Si en ocasiones no sabemos descubrir su rostro hermoso, limpiémonos nosotros los ojos; si notamos que su voz no nos agrada, quitemos de nuestros oídos la dureza que nos impide oír, en su tono, los silbidos del Pastor amoroso. Nuestra Madre es Santa, con la santidad de Cristo, a la que está unida en el cuerpo —que somos todos nosotros— y en el espíritu, que es el Espíritu Santo, asentado también en el corazón de cada uno de nosotros, si nos conservamos en gracia de Dios» [32].

            Por amor a la verdadera Iglesia, a la que Cristo instituyó, opuso decidida resistencia a los intentos —deliberados o inconscientes— de querer cambiar su carácter y fines esencialmente sobrenaturales: intentos de rebajar la eficacia de los sacramentos del plano ontológico sobrenatural al simbólico natural, intentos de ahogar la voz de Cristo en una babel de interpretaciones subjetivas, intentos de confundir lo religioso con lo político, rebajando la misión de la Iglesia a un plano exclusivamente terreno e intra-mundano.

            En todo esto veía una violación de los derechos de Dios y también de los derechos de los fieles: una reducción sacrílega y una expoliación violenta. Luchaba para defender lo que es patrimonio común de los cristianos de todos los siglos: también de los que todavía han de venir. Somos beneficiarios de ese patrimonio de la Iglesia; pero también es verdad que nos ha sido entregado en depósito; y que tenemos el grave deber de preservarlo para que llegue no sólo incólume (cosa asegurada por divina garantía) sino fácilmente reconocible por su esplendor, a las generaciones venideras.

            Un vibrante sentido de la naturaleza sagrada y santa de la Iglesia inspiraba, en Mons. Escrivá de Balaguer, el profundo deseo de servirla: deseo que caracterizaba su vida sacerdotal, y que dejó impreso en la Obra que fundó, inspirando en los miembros del Opus Dei el orgullo santo de servir a la Iglesia Santa «aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida» [33]. Le gustaba describir la Obra como «una gran catequesis de amor y de servicio a la Iglesia y al Papa». Y añadía: «Me considero el último de los sacerdotes de la tierra, pero al mismo tiempo quisiera que nadie me ganara a amar y a servir a la Iglesia y al Papa, porque éste es el espíritu que he recibido de Dios, que trato con todas mis fuerzas de transmitir a cada uno de mis hijos en todo el mundo... La única ambición, el único deseo del Opus Dei y de cada uno de sus hijos es servir a la Iglesia, como Ella quiere ser servida, dentro de la específica vocación que el Señor nos ha dado» [34].

            «Quisiera que nadie me ganara a amar y a servir a la Iglesia...» Difícil sería ganarle... Pero todos podemos procurar seguirle en ese afán de amar y de servir más y mejor. Mons. Escrivá fue de verdad un alma enamorada de la santidad de la Iglesia, y un alma ansiosa de llevar a los hombres todos por el camino de su amor. Un amor que le llevaba a gastarse, incansablemente, hasta el día mismo de su muerte, en una catequesis dirigida a millones de personas; catequesis en la que todo era positivo, todo irradiaba luz y esperanza, todo llamaba al amor —al amor contrito—, todo era un canto a la belleza divina —la santidad— de nuestra Madre, la Iglesia Santa.

            «¡Santa, Santa, Santa!, nos atrevemos a cantar a la Iglesia evocando el himno en honor de la Trinidad Beatísima. Tú eres Santa, Iglesia, Madre mía, porque te fundó el Hijo de Dios, Santo; eres Santa, porque así lo dispuso el Padre, fuente de toda santidad; eres Santa, porque te asiste el Espíritu Santo, que mora en el alma de los fieles, para ir reuniendo a los hijos del Padre, que habitarán en la Iglesia del Cielo, la Jerusalén eterna» [35].

NOTAS

1. Camino, n. 518.

2. Ibidem, n. 573.

3. Es Cristo que pasa, n. 131.

4. Camino, n. 584.

5. Es Cristo que pasa, n. 102.

6. Ibidem, n. 131.

7. Hom. Lealtad a la Iglesia, Palabra, Madrid 1973, p. 18.

8. Enc. Ecciesiam suam, AAS 56 (1964), p. 623.

9. Camino, n. 212.

10. Camino, n. 517

11. Ef 4, 3

12. Hom. El fin sobrenatural de la Iglesia, Madrid 1973, p. 6.

13. Hom. Lealtad a la Iglesia, p. 41.

14. Ibidem, p. 36.

15. Cfr. Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 5.

16. Es Cristo que pasa, n. 81.

17. Io 14,21.

18. Cfr. Es Cristo que pasa, n. 131.

19. Ibidem, n. 163.

20. Ibidem, n. 78.

21. Cfr. Ep. Dominicae Cenae, 24-II-80, nn. 11-12.

22. Camino, n. 522.

23. 1 Cor 4,1.

24. Cfr. Hom. Sacerdote para la eternidad, Madrid 1973, pp. 9-11.

25. Camino, n. 267.

26. Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 116.

27. Cfr. Decr. Apostolicam actuositatem, n. 7.

28. Conversaciones, n. 117.

29. Es Cristo que pasa, n. 99.

30. Hom. Lealtad a la Iglesia, pp. 29-30.

31. Es Cristo que pasa, n. 131.

32. Hom. Lealtad a la Iglesia, pp. 31-32.

33. Camino, n. 519.

34. Citado por A. del Portillo, Mons. Escrivá de Balaguer, instrumento de Dios, discurso en la Universidad de Navarra, 12 de junio de 1976, Col. Nuestro Tiempo, n. 25, «En memoria de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer», p. 41.

35. Hom. Lealtad a la Iglesia, pp. 32-33.