(Apendice: Felicidad y Entrega en el Matrimonio)
¿Qué es el aborto? La posición hace treinta años
Hasta hace pocos años —veinte o treinta— esta pregunta, ¿qué es el aborto?, se contestaba muy sencillamente. Aborto era matar a un niño no nacido, matar a un ser humano cuya peculiar debilidad consistía en su incapacidad de sobrevivir fuera del seno materno. Y había dos evaluaciones morales de esta acción:
1. Que era un homicidio justificable, en ciertos casos. Ésta fue la posición de bastantes no-católicos, aunque, desde luego, no de todos.
2. Que era un homicidio no justificable; o sea, que era siempre un asesinato y, por tanto, nunca podía ser lícito. Fue la posición de los católicos, posición compartida, en general, por los ortodoxos griegos y por bastantes grupos o sectas más.
Las razones de la primera posición —homicidio «justificable»— eran sencillas: que en un caso extremo (el único contemplado) de conflicto entre la vida de la madre y la vida del niño, la vida de la madre era más valiosa, y había que sacrificar la del niño para que sobreviviera la madre. El caso extremo sería el de un embarazo tal que, si se dejase llegar a término, moriría la madre y —probablemente— el niño también.
¿Qué hay que pensar de esta posición? Dos cosas: a) que es fácil que fuera inspirada por un sincero sentido humanitario; b) que el principio en el que está basada —que una vida humana vale más que otra, y que se puede matar a una persona inocente, no agresor, para salvar a otra— abría las puertas inevitablemente a la posición que se está generalizando hoy sobre el aborto: la posición de los que abogan por el aborto on demand, el aborto a petición, sin más justificación que el hecho de que lo pide la madre, o quizás el Estado.
Sobre la posición católica, bastará decir, por el momento, que se basa en la razón clara de que todo ser humano recibe la vida directamente de Dios, y sólo Dios se la puede quitar, a no ser que aquella persona ceda el derecho a la vida por una agresión criminal voluntaria. Concebir una persona más inocente que un niño todavía no nacido, no es posible; luego no se le puede matar directamente por ninguna razón.
Ésta fue la situación en cuanto al aborto hasta hace muy pocos años: una situación global donde era fácil describir o precisar los puntos de acuerdo y los puntos de desacuerdo. Acuerdo, entre ambas partes, en cuanto a la naturaleza del aborto: que era matar a un niño, que era un homicidio, que el ser en el seno materno era un ser humano, una persona humana. Y desacuerdo, en cuanto a la licitud de este homicidio: para algunos era siempre ilícito; para otros era, en ciertos casos gravísimos, justificable y lícito. Habría que añadir que, incluso en los países donde prevalecía esta última posición y la legislación civil reconocía la legalidad del aborto —en aquellos casos extremos—, la misma legislación prohibía y castigaba abortos procurados sin que se diesen esos casos o circunstancias excepcionales.
¿Qué es el aborto? La posición hoy
Ahora bien, si analizamos la situación de hoy, resulta que a esta pregunta —¿qué es el aborto?— se dan no dos, sino tres respuestas:
1. Que es un homicidio no justificable, o sea, la posición católica, nuevamente afirmada, por cierto, por el Concilio Vaticano II, que dice en la Constitución sobre la Iglesia en el Mundo Moderno (n. 51) que el aborto es un «crimen abominable».
2. Que es un homicidio justificable, en determinadas circunstancias, o sea, la posición, que hemos comentado, de algunos acatólicos.
3. Que no es un homicidio en absoluto. Y ésta es la nueva posición de la que sobre todo me quisiera ocupar, porque suele ser la posición de los que defienden la llamada reforma o «liberalización» de la legislación sobre el aborto, y es la posición ideológica —la nueva base «moral»— por la que quisieran justificar lo injustificable.
El aborto, dicen los nuevos reformadores liberales, no es un homicidio en absoluto, por una razón muy sencilla: que lo que se mata no es un ser humano, lo que está en el útero, desarrollándose, no es humano.
Como se ve, esta posición implica un planteamiento radicalmente cambiado del problema del aborto, tan cambiado que, de aceptar el planteamiento, apenas si aparecería como problema para muchas personas, ni tendría —piensan— prácticamente ninguna dificultad de carácter moral.
El porqué de este nuevo planteamiento
Antes de enjuiciar este planteamiento, es interesante preguntar cómo y por qué —en tan pocos años— ha surgido. No es difícil dar con la respuesta.
A todo el mundo le gusta sentirse humanitario. A los «liberales» de hoy, de la escuela moral positivista, les gusta no sólo sentirse humanitarios, sino también poder proclamarse como tales.
El sentido humanitario y liberal de los acatólicos de hace treinta años aceptaba, sin demasiada dificultad, que la vida de un niño no nacido debería sacrificarse para salvar la vida de una madre. Han pasado los años y, con los años, han intervenido principalmente dos factores nuevos. Uno es que los avances médicos han eliminado prácticamente ese caso extremo de salvar la vida de la madre o salvar la vida del niño. A pesar de esto —y es el otro factor—, hoy se quiere tener más abortos. Las razones son múltiples. Incluyen algunas razones o «indicaciones» de tipo médico: la poca salud de la madre, la carga que un embarazo representa para sus nervios, etc. Pero, en general, las razones son de índole sencillamente antinatalista, y por mucho que vengan envueltas en referencias aparentemente desinteresadas a problemas demográficos mundiales, las razones concretas en los casos particulares —al menos en los países occidentales— siempre se resuelven en una incapacidad de mirar al niño con amor: en un mirarle como nada más que una carga —la carga del embarazo y de la atención que necesitará después—, en un resistirse al hecho de que, si nace, la familia tendrá que pasarse sin alguna comodidad material, o en la sencilla falta de inclinación de la madre a llevar y dar a luz al niño que ha engendrado.
El feto reducido a una «cosa»
Matar a un niño para salvar la vida de una madre no repugnaba el sentido humanitario de algunos liberales de hace treinta años. Ahora, aceptar que matar a un niño para salvar la conveniencia de la madre —su desgana ante un embarazo ya existente— o para salvar el bienestar de los demás hijos, o la posición económica de la familia, es pedir mucho al sentido humanitario de cualquiera, por liberal que sea.
Ha sido fácil encontrar la solución. ¿Que es mucho exterminar la vida de un niño, por el capricho de una madre, por la comodidad de una familia o por el bien de una sociedad?... Entonces, que no sea la vida de un niño la que se sacrifica; que sea nada más que la vida de un feto. Concluyamos, además, según la feliz idea de no se sabe quién, que el feto no es humano (concluyámoslo, digo, porque demostrarlo no se puede), y así ya no hay ni homicidio ni infanticidio, sino solamente «feticidio», que no es más significativo en el orden moral que la matanza de unos microbios —también cuerpos extraños y no deseados— por medio de una inyección de penicilina.
Aquí tenemos el nuevo enfoque moral de la cuestión —ya no problema— del aborto. Lo que se objeta —parecen haberse dicho— es que el aborto es un homicidio y, desde luego, será difícil —al menos en los nuevos casos que nos interesa— justificar un homicidio... Que no perdamos tiempo intentando justificarlo. Que digamos, con toda sencillez, que no es un homicidio, porque lo que se aborta no tiene naturaleza humana; por lo tanto, no es una persona, es una cosa. Y como las cosas no tienen derechos, ya no queda problema en pie.
Lo que este enfoque nos ofrece es, por decirlo así, un aborto con un paso previo metafísico: el paso de suprimir el carácter o identidad humana del ser viviente que hay en el útero. Y, después de esta intervención metafísica —operación verdaderamente sin dolor (con tal de aplicar un poco de anestesia a la conciencia)—, ya no hay especial dificultad, por la intervención quirúrgica o farmacológica que sea, en suprimir lo que queda en el útero, que, privado de su condición humana (disenfranchised) ya no es un «yo»; no es más que un «id».
El argumento esencial de los modernos «abortistas» no es —menos en dos casos que trataremos después— que se hayan descubierto nuevas indicaciones o razones para el aborto, nuevas razones de peso no conocidas hasta ahora. El argumento es distinto, y es importante captarlo. No están diciendo principalmente que hay más razones de las que se conocían antes para matar a lo que hay en el útero. Están diciendo que lo que hay en el útero tiene menos importancia de lo que se pensaba antes; tiene menos valor. No tiene valor humano. No posee derechos humanos.
El argumento católico
Todo el argumento católico —y afirmo que es, a todas luces, también el único argumento verdaderamente racional, verdaderamente científico y verdaderamente humanitario— es que el niño no nacido es ya un ser o persona humana, y goza de los derechos naturales de todo ser humano, entre los cuales el principal es el derecho a la vida; y que, además, su condición peculiar de ser humano indefenso le confiere el derecho a una especial protección de parte de cualquier ley civil.
Es interesante recordar que las Naciones Unidas, en sesión plenaria en noviembre del 1959, aprobaron unánimemente una declaración de derechos del niño, en los siguientes términos: «El niño, en razón de su falta de madurez física e intelectual, necesita una protección especial y cuidados especiales, incluyendo una protección legal adecuada, tanto antes como después de su nacimiento», declaración renovada más adelante en la Conferencia Internacional de los Derechos Humanos, reunida en Teherán, en mayo del 1968.
La corroboración de la embriología
Desde un punto de vista teológico, la vida propiamente humana empieza con la infusión, por parte de Dios, del alma en el nuevo organismo. Aunque no ha habido ninguna declaración dogmática sobre el particular, la enseñanza constante de la Iglesia es que se debe contar el comienzo de esa vida humana personal desde el momento de la misma concepción: el momento en que se ha producido la fecundación del óvulo. Esta enseñanza está reflejada en la relación entre algunas fechas litúrgicas —la Anunciación (25 de marzo) y Navidad; la Inmaculada y la Fiesta de la Natividad de la Virgen (8 de septiembre)— y está igualmente corroborada por las disposiciones del Derecho Canónico (cfr. c. 871). Ahora bien, lo que es mucho más significativo e interesante es comprobar que esta constante enseñanza de la Iglesia está apoyada y plenamente corroborada por todos los avances modernos de la ciencia de la embriología. Hasta tal punto es esto así, que se puede afirmar que, desde un punto de vista científico, la verdad de la enseñanza católica está puesta fuera de toda duda. Efectivamente, las investigaciones de la embriología moderna han demostrado que el ser humano, orgánicamente hablando, queda plenamente constituido por la fertilización, y que todo lo que sigue es sencillamente un proceso de desarrollo de un organismo ya existente, sin que se pueda señalar ningún dato o hecho posterior nuevo sobre el que se podría fundamentar el supuesto comienzo de una vida humana o personal.
Arbitrariedad de la posición abortista
Los nuevos «abortistas», desde luego, nunca hablan de un niño no nacido. Emplean, rigurosamente, el término feto. Y si se les pide —lo que no les suele gustar— que definan lo que es un feto, lo definen como «vida humana-potencial», alguna vez incluso como «vida potencial». Y cuando se ven obligados a seguir su línea seudo-filosófica o seudo-jurídica —legalista— pretenden que esta vida potencial, esta potencialidad, no se convierte en vida humana actual real —con los derechos correspondientes— hasta el nacimiento o, en todo caso, hasta que el feto sea viable. Esto, como puede ver cualquiera, es pura arbitrariedad y no se puede fundamentar en ningún principio ni hecho racional ni científico. Es el fruto y el invento de un prejuicio, nada más. ¿Puede alguien sostener seriamente que lo que nace hoy es humano y lo que ayer estaba en el útero no lo era? Y si es cuestión de viabilidad, ¿se puede decir que un niño recién nacido es significativamente más viable que el niño todavía en el útero? Más bien, que es bastante menos viable. Hay que poner más cuidados, y no menos, en alimentarle. Hay que poner más atención para que no caiga por las escaleras, por ejemplo, atención que, cuando estaba todavía en el útero, la madre misma le garantizaba con bastante más seguridad.
Si no se adquiere personalidad humana y derechos humanos hasta que uno es realmente viable, hasta que uno puede defenderse y sobrevivir por recursos propios, es dudoso que ningún niño de menos de 6 ó 7 años sea realmente una persona humana.
Repito: todos los argumentos de la ciencia están en contra de la posición de los abortistas, y en favor de la posición católica. Que se pregunte, si no, a un médico acatólico que ha hecho un aborto, si lo que ha extraído del útero es nada más que una cosa; o si es un ser viviente. Y si es un ser viviente, ¿de qué especie es? No; la posición de los abortistas no responde a la ciencia; responde a un interés, y a un interés nada humanitario.
La mujer que aborta
Como sacerdote he aprendido a distinguir entre el pecado y el pecador. También he aprendido que, aunque uno puede y a veces debe enjuiciar las acciones y los hechos, es difícil y arriesgado juzgar a las personas. Sólo Dios puede hacer esto. En un momento de tentación, pueden haber pesado sobre una mujer embarazada —que, decide abortar— innumerables factores: factores de formación profesional, de influencia del ambiente, de los parientes o amigos, factores de soledad, de miedo, de tensión nerviosa... Nosotros no podemos juzgar el grado de culpa que puede tener una mujer en tal situación. Sólo Dios, que tendrá todos los factores presentes, puede juzgarlo. Pero nosotros sí podemos juzgar, o al menos opinar, sobre otra cosa, qué es lo que será de esta mujer, en términos humanos, según se arrepienta o no de lo que ha hecho.
No nos engañemos. La mujer que ha procurado un aborto sabe que ha procurado la muerte, el asesinato de su propio niño, del fruto de su propio vientre. Y se queda con la conciencia torturada. Una sociedad permisiva quizá no encuentre gran dificultad en perdonarle su acción. Lo peor es que ella misma no será capaz de perdonárselo. Y si efectivamente se sobrepone a sí misma, y hace callar a su conciencia, mi experiencia es que suele hacerlo a costa de insensibilizarse moralmente, de destruir su sentido de valores, de desfeminizarse, de deshumanizarse. Su capacidad de amar, su instinto maternal pueden sufrir una enorme e irreparable lesión.
La Iglesia nunca quiere condenar a las personas. Si condena el pecado, si condena las acciones malas, es para que las personas tengan ideas claras, para que miren su conciencia, que también les acusará, para que, arrepintiéndose, puedan alcanzar el perdón y la paz. Los que condonan las acciones inmorales son los que pueden estar condenando a una persona a una vida terrible de tortura mental.
Personalización y despersonalización
Podríamos mencionar aquí otro seudo-argumento de los abortistas según el cual el carácter de persona del niño no nacido dependería no de hechos biológicos, ni siquiera de factores temporales (viabilidad, nacimiento), sino de un factor psicológico. Barajando conceptos de la psicología moderna —conceptos que subrayan la importancia de las relaciones inter-subjetivas en el proceso de «personalización»—, algunos abortistas preguntan si el niño no nacido es persona antes de haber sido aceptado por sus padres; si falta esa aceptación, dicen, no puede ser considerado como persona ni tendrá derechos personales.
Con este argumento pasa lo del argumento de «viabilidad». Prueba demasiado. Sobre esta base tampoco sería persona un niño de un año o de cinco, si sus padres no lo han «aceptado». Evidentemente es antes, y no después, de engendrar a un hijo cuando los padres tienen que decidir si lo quieren o no. Antes, era una posibilidad; nada más, efectivamente, que una «potencialidad». Después, es una realidad, y esa realidad es una persona, una persona igual que el niño de un día o de un mes. Es una persona que, por tanto, posee su personalidad en todo el pleno sentido humano que le hace ser sujeto de derechos'.
Pensándolo bien, se ve que hay un punto equívoco en este argumento de la personalización. Pero es un equívoco que, examinado en su fundamento, rebota contra los mismos proponentes del argumento. Efectivamente, a la pregunta de si el niño no nacido tiene su «personalidad» en el sentido psicológico-popular —en el sentido de poseer toda una manera propia personal, no sólo de ser, sino de pensar, de hablar, de actuar—, la respuesta evidente es que no. En ese sentido el niño no nacido no está «personalizado», ni lo está el niño de un día o de un mes; y lo está poco el niño de tres o cinco años.
Para el proceso de «personalización», de desarrollo de la propia personalidad, es evidente que hacen falta años, todos los años de la vida. Solamente con los años, con todo lo que los años traen de experiencia humana, de generosidad o de egoísmo, de virtudes o pecados, de saber respetar y amar a los demás o de no haber sabido amarlos, de saber aceptar responsabilidades justas o de haberlas rechazado, cuaja la personalidad.
¿Auto-realización de la mujer «liberada»? Ahora bien, este argumento de «personalización» —que no tiene validez ninguna para el niño no nacido (¿qué personalidad puede desarrollar una persona a quien se mata?)— sí tiene gran aplicación precisamente para la madre que aborta. Efectivamente, sí se puede preguntar (y de algún modo prever): «¿Qué personalidad va a desarrollar una persona que mata?».
La psicología moderna afirma que el ser humano se «realiza» sobre todo en su relación con los demás, y que uno de los indicios más claros de personalidad o de falta de ella es la capacidad o la incapacidad de interrelacionarse personalmente.
¿Qué personalidad va a desarrollar una mujer que, delante de la más íntima relación inter-personal imaginable —la relación de su propia persona con la persona del hijo que ha engendrado; la relación (verdaderamente única) de su propio cuerpo con el cuerpo del niño en sus entrañas—, rechaza y destruye esa relación, matando a su hijo y consignando su cuerpo al incinerador de un hospital?
¿En qué tipo de relaciones posteriores será capaz de «realizarse» la mujer quien, frente a esta relación sagrada de madre-hijo, ha sido capaz de extirpar de su propio corazón todo instinto maternal y toda misericordia, extirpando, de su cuerpo, a su hijo?
Triste es la propaganda que presenta el aborto como «derecho» de toda mujer, reclamándolo precisamente en nombre del llamado movimiento de la «liberación de la mujer». Más tristes son las mujeres que usan de ese «derecho». ¿Quién les va a «liberar», después de la conciencia de lo que en contra del más íntimo instinto humano han hecho?
Hace unos años, cuando se estaba debatiendo la propuesta de «liberalización» de la ley inglesa, presencié un programa de la BBC en que se entrevistaba a una serie de mujeres que habían tenido varios abortos cada una. Las preguntas del entrevistador iban dirigidas a «probar» un punto: que no habían sufrido ningún efecto adverso, ni físico ni psicológico. Las respuestas de las mujeres corroboraron totalmente la tesis. Pero yo no puedo quitar de mi memoria sus caras endurecidas, su manera de contestar, con evidente afán de autojustificarse, su insistencia en que nunca habían sentido nada, ni remordimiento ni repugnancia, su aire de orgullosa y triste soledad; la impresión, en fin, de lo que he comentado antes: de una desfeminización y una deshumanización brutales.
La indicación «eugenésica»
Ahora quisiera examinar dos puntos que he dejado pendientes: dos «indicaciones» o argumentos nuevos que suelen aparecer cada vez más en la campaña pro-aborto. Lo intentaré hacer brevemente, no por tener estos argumentos menos importancia —son terriblemente significativos e importantes—, sino por someterme a la limitada extensión de este trabajo.
El primer argumento es el de las llamadas indicaciones «eugenésicas»; o sea, la probabilidad o posibilidad de que el niño ya concebido nazca con taras, sean físicas o mentales. Todas las nuevas legislaciones aprobadas o propuestas suelen tener una cláusula legalizando un aborto por estas razones. La cláusula que contiene la indicación eugenésica suele ser muy breve. Mucha gente probablemente la mira como una indicación más, del mismo orden más o menos que las demás. No lo es. Si la filosofía o concepto de vida que está en la base de las demás indicaciones es repelente, la ideología en la que se basa esta cláusula es de otro orden infinitamente peor. Efectivamente, esta indicación responde no ya a un mero egoísmo hedonista o a un materialismo individual desprovisto de rumbo o de valores. Con esta pequeña cláusula se está introduciendo, legalizándola, en los países occidentales toda una clara, pujante y repugnante filosofía: la filosofía de la pureza racial que, en lo esencial, poco o nada difiere de la doctrina hitleriana. Es el eugenismo: no queremos raza inferior, no queremos individuos sub-standard que puedan enturbiar la tranquila contemplación de nuestro Feliz Mundo Nuevo, exigiéndonos compasión, pidiéndonos una limosna o una ayuda de cariño, o recordándonos que hay un Dios a quien deberíamos estar agradecidos por las cosas buenas que poseemos.
Téngase en cuenta lo que significa esta cláusula. Significa que, cada vez que se aplica, una o varias personas están haciendo el siguiente juicio: «En nuestra opinión, esta vida —y están hablando de otro ser humano existente— no vale la pena de ser vivida. Es una vida tan defectuosa que es mejor que muera ya».
Y que no se olvide que la crítica que hago es válida incluso para los que mantienen que el feto no es todavía una persona humana. Están haciendo el mismo juicio: «Esta vida que, si no la matamos, se convertirá en una vida humana, se convertirá en una vida humana indigna de vivirse. Matémosla, por tanto».
La base esencial, la única base sobre la que se pueden mantener los llamados derechos democráticos, es que todo ser humano es un valor inviolable; y que nadie, ningún Estado, ninguna autoridad, ninguna persona, puede juzgar que la vida de otro es una vida inútil, sin valor, eliminable.
Uno puede hacer el juicio de que una persona está viviendo en condiciones indignas, y luego empeñarse en remediar esas condiciones. Esto es humanitario.
Lo que no se puede hacer, en nombre del humanitarismo, es el juicio de que una persona no es digna de vivir, aunque tenga que vivir en condiciones indignas. Ese juicio no es un juicio humanitario, sino un juicio totalitario. Cuando se hace ese juicio se ha terminado el humanitarismo.
Muchos más comentarios se podrían hacer sobre la indicación eugenésica. Me limitaré a dos:
a) El pronóstico de que el niño posiblemente nacerá con taras no puede hacerse con total seguridad. De procurar el aborto, por esta causa, resultaría que en un porcentaje bastante elevado —algunos afirman que podría ser el 50 por 100— se mataría a niños totalmente normales. Sería mucho más lógico, según los principios eugenésicos (y si los eugenistas se consideran humanitarios, sería, para ellos, mucho más humanitario), dejar que todos esos embarazos llegasen a término y luego, una vez nacidos los niños, matar a los que efectivamente están tarados. ¿Que esto repugna? De acuerdo; pero es la lógica del eugenismo lo que repugna.
b) Si algunas vidas, por ser defectuosas, no valen la pena ser vividas, si es más humanitario impedir, matando, que una persona nazca porque puede resultar tarada, es, a todas luces, más humanitario aún matar a una persona ya tarada, a una persona ya nacida, de un día o de un año, o de 20 ó 40 ó 60. Se le mata porque no tiene vida humana con pleno derecho; se le mata, no quizá porque tiene el «defecto» de ser judío, sino porque tiene el de ser demente, o incapacitado, o paciente, o viejo.
Aceptada la admisibilidad del aborto eugenésico, se han aceptado, sea el público consciente de ello o no, no solamente los principios de la eutanasia, sino todos los principios de la política de la pureza racial, de la eliminación de los indignos de la vida, de los que no satisfacen el vigente control de calidad del género humano...
¿Exagero? No estoy exagerando. Estoy proyectando. Estoy prosiguiendo las consecuencias lógicas de la nueva filosofía o filosofías del aborto, y proyectándolas a la praxis de un futuro quizá no muy lejano.
El mundo de mañana es —será— el producto de las tendencias e ideologías que han prevalecido en el mundo de hoy. ¿Cómo será ese mundo? Es cosa de pensar: de no hacer el avestruz; de saber leer las señales de los tiempos, de ver hacia dónde va una buena parte de nuestra civilización moderna, y de preguntarnos si queremos ir, también nosotros, en esa dirección. Si no nos lo planteamos, lo más probable es que seamos arrastrados.
Insisto. El aborto tolerado o legalizado representa un extremo de barbarie difícil de superar. Es, para mí, todo un símbolo de cómo la misma civilización se va destrozando a sí misma dentro de sus propias entrañas. Se explica que la Iglesia quiera subrayar la gravedad de este crimen abominable, indicando, en su derecho, una excomunión ipso facto para todos los que procuren un aborto (c. 1398).
De hecho, un abortador —hablo del que intenta justificar este crimen— se excomulga a sí mismo de la comunidad humana más elemental, de la comunidad de los que se esfuerzan por respetar los derechos humanos de los demás, sea cual sea su religión, raza, color, posición social, condición de salud física o mental, o edad.
El argumento demográfico
El segundo argumento nuevo que se emplea para apoyar el aborto es el argumento demográfico. Ya existen países donde se impone el aborto como medio de control demográfico. En otras partes, por el momento, se hace que la constante propaganda en torno a la cuestión demográfica actúe como factor que favorece el aborto. A la par que se va mentalizando a la opinión pública para creer que ya no se debería tener más de uno o dos hijos, que se debe no tener más que uno o dos, que es un deber urgente e imperativo, que hay que ver lo contrario, de entrada, como una falta total de responsabilidad y, en seguida, como un crimen social de primera magnitud... va siendo cada vez más fácil persuadir al pueblo de que el aborto no es un crimen en absoluto, que quizá es el medio más indicado para cumplir con un estricto deber.
Máxime cuando el aborto es, sin ninguna clase de duda, el medio más eficaz para frenar el crecimiento demográfico. No hace falta ser ningún genio para darse cuenta de que la mejor manera de asegurar que no haya un exceso de población es matar a los que sobran. Ése, en su real crudeza, es el planteamiento de algunos, aunque apenas todavía, se atreven a presentárnoslo así. Pero es así; y sobre la base de ese planteamiento, cabría preguntar si hay alguna diferencia esencial, como medio, entre la metralleta y el bisturí.
Llamada a la desobediencia civil en Norteamérica
La declaración de la Jerarquía norteamericana de febrero del 1973 —frente a la legalización del aborto por una decisión del Tribunal Supremo de los Estados Unidos— fue particularmente fuerte; y sus consejos a los fieles eran enormemente prácticos. La legalización del aborto lógicamente trae consigo una presión tremendamente incrementada sobre enfermeras y médicos católicos para practicar o ayudar en los abortos. Frente a esta situación, los obispos norteamericanos han hecho una llamada a la desobediencia civil, en virtud del principio claro de que, cuando las leyes civiles se oponen a la ley de Dios, hay que desobedecer a esas leyes.
La más valiente «contestación»
En muchos países del mundo esto es lo que se está pidiendo a los católicos: esta actuación abierta y valiente, esta contestación, esta rebeldía frente a leyes injustas e inhumanitarias. Su firme actuación será, en lo humano, lo único que puede despertar la conciencia adormecida de tantos, y salvar a una civilización a punto de rechazar los pocos valores auténticamente humanos que le quedaban y de sumergirse en la barbarie.
Para los que prefieren pensar y quieren hacer algo, yo añadiría una última consideración. Muchos de los elementos tenidos por más «contestatarios» y anti-establishment —en los ambientes intelectuales; en la universidad, en las profesiones, en la política— suelen ser pro-aborto. Es un hecho curioso; pero es un hecho. Pues, a ser más contestatarios que ellos. A desafiar abiertamente todo el establishment de las ideas rectoras de la moderna sociedad hedonista, comercializada, masificada y planificada. A tomar buena conciencia del contenido de la posición católica en cuanto al aborto; y no sólo del contenido, sino de la verdad, de la humanidad y de la nobleza de esta posición. Y, luego, a lanzarse con valentía a despertar a colegas y compañeros, y al público en general, con conversaciones particulares, con cartas a periódicos y revistas, con intervenciones en reuniones o tertulias... Y, de esta manera, evitar que, por dejadez, por ignorancia, o por cobardía, se haga propaganda, en nombre de la libertad o del humanitarismo, de ideas que representan el más mezquino y más calculador intento del egoísmo, o del totalitarismo, de justificarse en sus propios designios.