El matrimonio: grandeza humana y vocación sobrenatural [1]

[en: Un Amor siempre joven: Enseñanzas de San Josemaría Escrivá sobre la familia (Ed. A. Méndiz y J.A. Brage), Palabra, Madrid, 2003, pp. 113-125]

1. Introducción

            San Josemaría Escrivá amaba el mundo «apasionadamente», como él solía decir. Lo amaba así por razones humanas: su privilegiada inteligencia, combinada con su espíritu natural y profundamente optimista, le permitía descubrir la bondad de este mundo y, de modo especial, le capacitaba para atisbar -y despertar en los demásel rescoldo de bondad, o anhelo de bondad, que permanece en cada persona humana, por hundida y alejada del bien que pueda aparecer. Y amaba el mundo por razones divinas, en cuanto creación de un Dios que solo crea lo bueno y que, de lo aparente o realmente malo, sabe sacar el bien. Con Santo Tomás, Escrivá de Balaguer creía con todo su corazón que el bien es más poderoso que el mal [2], y que, en definitiva, atrae más.

            En nuestra época, se presenta fácilmente la tentación de pensar que el axioma del Aquinate ya no vale. El espíritu de Josemaría Escrivá ha sido estímulo para millones de personas para superar esta tentación, y lanzarse, con la gracia de Dios, a la tarea de presentar, o de redescubrir donde hace falta, la bondad de este mundo y de todas las nobles realidades terrenas; y de «ahogar el mal» -y de superar el pesimismo donde reinaen abundancia de bien, cantando a cuatro voces la bondad de todo lo que Dios ha hecho.

            La sexualidad, el amor humano, el matri­monio: son áreas clave donde parecen triunfar hoy un espíritu escéptico y un pesimismo desolador. Lo mismo ha ocurrido en otras épocas maniqueístas. En el momento actual, es fácil recordar concretamente los tiempos de S. Agustín y su lucha para defender la dignidad del matrimonio en cuanto institución huma­na esencial en los designios de Dios.

            He aquí lo que ha inspirado este ensayo. Recordar lo que hizo S. Agustín; y examinar cómo el espíritu de San Josemaría refleja -en una presenta­ción «popular» y asequible para los hombres y mujeres de hoylas líneas maestras del gran análisis seminal agustiniano de la institución matrimonial.

2. Los bienes del matrimonio

            San Agustín, en el curso de su lucha por la defensa del matrimonio contra el pesimismo de los maniqueos, formuló la tesis según la cual el matrímonio es bueno porque es obra de Dios, y su bondad se resume esencialmente en sus «bona» o bienes: la fidelidad, la prole y la indisolubilidad.

            A lo largo de 1500 años, el análisis de los «bona» no ha perdido su importancia. Algunos sos­tienen que la comprensión canónica del matrimonio, al enfatizar especialmente el aspecto de la obligación que implica cada «bonum», ha contribuido en no poca medida, con el transcurso de los siglos, a oscurecer la bondad real de estas propiedades matrimoniales. Aunque así fuera, no sería lícito acusar a San Agustín de este cambio de acento, pues él no presenta los «bona» principalmente como obligaciones, sino como valores, como bendiciones. «Sean, pues, estas bendi­ciones nupciales objeto de amor: la prole, la fidelidad, el vínculo indisoluble... Quien quiera alabar las bodas, elogie asimismo estas bendiciones nupciales» [3]. Para él, toda propiedad esencial de la sociedad conyugal -la exclusividad, la permanencia, la fecundidades un bien que confiere dignidad y demuestra con cuán­ta profundidad responde a las aspiraciones innatas de la naturaleza humana, al punto de poderse gloriar de estas bondades: «He aquí el bien del que el matri­monio recibe su gloria: la prole, la casta fidelidad, el vínculo indisoluble» [4].

            Cada uno de estos elementos esenciales del matrimonio es un «quid bonum» -un bien, algo bueno-, por contribuir notablemente no solo al bien de la sociedad, sino al bien de los mismos esposos, mediante la realización de las profundas aspiraciones del amor conyugal que los une. Solamente si se recupera tal modo de pen­sar, se comprende por qué estos «bienes» son deseables, y, por ende, es natural el desearlos. Es natural porque corresponde a la naturaleza del amor humano. El hombre encuentra algo íntimamente bueno en la idea de un amor del cual él sea destina­tario singular y privilegiado, que pueda poseer por toda la vida, y mediante el cual, convirtiéndose en co-creador, pueda perpetuarse a sí mismo (y como vere­mos, perpetuar algo más que sí mismo). Precisamente por causa de la bondad que descubre en estos bienes, para el hombre no es natural temerlos o excluirlos, sino intentar poseerlos.

            Es obvio que la fidelidad -la elección exclusiva de otra persona como esposa -sea algo bueno. «Tú eres único para mí»; he aquí la primera afirmación verdader amente personalizada del amor conyugal, eco de las palabras dirigidas por Dios a cada hombre, como se lee en el profeta Isaías: «Meus es tu!» «Tú me perteneces» [5]. También el bien de la indisolubilidad resulta claro: poseer un hogar y un refugio estable, sabiendo que el recíproco pertenecerse ha de durar para toda la vida. De ahí que Juan Pablo II hable de la indisolubilidad como de una realidad gozoso que los cristianos deben proclamar frente al mundo. Subraya, por tanto, que «es necesario afirmar la buena nueva de la definitividad de ese amor conyugal» [6]. En efecto, la persona humana tiene necesidad de un vínculo permanente, pues ha sido creada para esto. Sabe indudablemente que esto comportará sacrificio, pero advierte que vale la pena. «Es propio del corazón humano aceptar exigencias, incluso difíciles, en nombre del amor por un ideal y, sobre todo, en nombre del amor hacia una persona» [7]. Hay algo que no marcha bien en el corazón y en la mente de quien rechaza la permanencia de las relaciones y del vínculo conyugal.

            En fin, hay algo profundamente bueno en el aspecto de la unión física de los cónyuges -aspecto en el que descansa su verdadera singularidad-, consistente no tanto en el placer que suele acompañarla, cuanto más bien en el poder significado por ella, resultado de la complementariedad sexual, de dar origen a una nueva vida. El hombre y la mujer poseen un profundo anhelo -hondamente radicado en la naturaleza humana- de esta unión verdaderamente conyugal y verdaderamente sexual.

            El deseo de perpetuarse es un aspecto natural, que posee de suyo un profundo valor personal. Con todo, la conyugalidad lleva el instinto sexual procreativo más allá del deseo natural de perpetuarse a sí mismo. En el contexto del amor conyugal, el deseo de autoperpetuación adquiere un nuevo valor y un nuevo sentido. Ya no se trata más de dos «yo» inconexos, que buscan -quizá de un modo egoísta- la autoperpetuación. Se trata más bien de dos enamorados, que de modo natural quieren perpetuar el amor recíproco, y gustar la dicha de verlo encarnado en una nueva vida, fruto del recíproco conocimiento espiritual y carnal con el que se expresan su amor de esposos [8]. Por esto, Juan Pablo II insiste repetidamente sobre el «privilegio» de la paternidad y de la procreación, sobre la «bendición» y el «don» de los hijos y de la fecundidad. El Catecismo de la Iglesia Católica habla de la «bendición de la fecundidad» [9] (n. 1077), y sostiene: «el amor conyugal tiende naturalmente a ser fecundo. El niño no viene a añadirse desde fuera al amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don recíproco, del cual es fruto y cumplimiento» (n. 2366).

            Además, los hijos refuerzan la bondad del vínculo matrimonial para que no ceda delante de las tensiones que surgen a causa de la posible disminución o desaparición del amor inicial, más sentimental, romántico y espontáneo. Ahora el vínculo matrimonial -el cual, por querer de Dios, ningún hombre puede separarse- apoya no solo en el amor de los esposos, sujeto a inevitables variaciones de la esfera de sensibilidad, sino -sobre todo y progresivamente- en los propios hijos, porque cada hijo es un nuevo lazo que lo fortalece [10].

            En una homilía pronunciada en Washington D.C., en octubre de 1979, Juan Pablo II recordaba a las parejas que «es un mal menor negar a los propios hijos ciertas comodidades y ventajas materiales que privarlos de la presencia de hermanos y hermanas que podrían ayudarlos a desarrollar su humanidad y realizar la belleza de la vida en cada una de sus fases y en toda su variedad» [11]. Las parejas que, sin motivo suficiente, optan por la limitación familiar, harían bien en leer este consejo del Papa a la luz de la doctrina del Concilio Vaticano, según el cual, «los hijos son, en efecto, el don más precioso del matrimonio, y contribuyen sobremanera al bien de los mismos padres» [12]. Luego, en estos casos, los cónyuges estarían privando de un bien singular -de una experiencia irrepetible de la vida humanano solo a los hijos que ya tienen, sino también a sí mismos.

3. San Josemaría Escrivá y la bondad natural del matrimonio

            Puesto que los cristianos no siempre han poseído una clara conciencia de la cualidad positiva de estas propiedades del matrimonio, es evidente que cada intento de renovación de la vida conyugal y familiar depende en gran parte de la recuperación de esta conciencia en todo su vigor. Las consideraciones siguientes pueden servir para recordar cómo el sentido del atractivo cristiano y humano de los «bona» matrimoniales se halla presente en la doctrina de ese gran renovador de la vida cristiana en el mundo, que ha sido y es San Josemaría Escrivá. A la luz de su predicación clara y vibrante, muchos han vuelto a descubrir la bondad y el fin natural de estas características fundamentales del matrimonio, tan íntimamente correspondientes, con todas las exigencias que comportan, al instinto conyugal (y no meramente sexual) impreso por Dios en el corazón humano, que atrae -en la vida de la mayor parte de los cristianos -hacia un camino que, siendo muy humano, deberá volverse muy divino.

            Entre muchos textos que se podrían citar sobre el tema, me ha parecido preferible escoger algunos tomados de conversaciones informales con grupos de personas, en los cuales él se expresa, consecuentemente, de un modo coloquial. En ellos se revela una evidente «connaturalidad» con la doctrina agustiniana de los bienes del matrimonio y, al mismo tiempo, una notable originalidad en el modo de presentarla.

            Como es obvio, no se pretende ofrecer una exposición exhaustiva de las enseñanzas de San Josemaría sobre este tema. Los textos que podrían citarse son numerosísimos, y no puede recogerse aquí, en tan poco espacio, toda la riqueza doctrinal en ellos contenida.

3.1. La fidelidad conyugal

            Una constante de su predicación es que la felicidad -también en el ámbito humano- es consecuencia de la fidelidad. Solo los esposos generosos son felices, repetía siempre; y solo siendo generosos serán recíprocamente fieles. «Solo quien se olvida de sí, y se entrega a Dios y a los demás -también en el matrimonio-, puede ser dichoso en la tierra, con una felicidad que es preparación y anticipo del cielo» (Es Cristo que pasa, 24).

            «El matrimonio exige mucho sacrificio [13] pero cuánto bienestar, cuánta paz y cuánto consuelo proporciona. Y si no es así, es que son malos esposos. El sacramento del matrimonio proporciona gracias espirituales, ayuda del cielo, para que el marido y la mujer puedan ser felices y traer hijos al mundo (...). Es bueno y santo que os queráis. Yo os bendigo, y bendigo vuestro cariño, como bendigo el cariño de mis padres: con estas dos manos de sacerdote. Procurad ser felices en el matrimonio. Si no lo sois, es porque no os da la gana. El Señor os da los medios (...). Cambiad, si tenéis que cambiar» [14].

            Como hombre que no dudaba en defender el valor espiritual de todas las realidades terrenas y materiales [15], sabía que el amor en el matrimonio tiene necesidad de las expresiones físicas que le son propias. La íntima relación sexual no es un mero medio de procreación, sino la expresión natural y privilegiada del amor conyugal, siempre que se respete la orientación, querida por Dios, hacia la prole, la cual le confiere el significado especial y particular que le pertenece.

            En esta línea, San Josemaría enseñaba enérgica y expresivamente que el egoísmo y las prácticas contrarias a la castidad amenazan el respeto entre los esposos, y conducen a la decisión de poner fin a la convivencia conyugal. «Con respecto a la castidad conyugal, aseguro a los esposos que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar. Lo que les pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia. Les diré también que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos. Cegar las fuentes de la vida es un crimen contra los dones que Dios ha concedido a la humanidad, y una manifestación de que es el egoísmo y no el amor lo que inspira la conducta. Entonces todo se enturbia, porque los cónyuges llegan a contemplarse como cómplices: y se producen disensiones que, continuando en esa línea, son casi siempre insanables» (Es Cristo que pasa, 25).

            Evidenciando que la unión entre los esposos no aniquila la personalidad propia de cada uno, sostenía que ellos deben pertenecerse recíprocamente. Su amor debe ser tan fuerte como para comprender incluso lo que pone en peligro su unión: los defectos que inevitablemente uno encuentra en el otro.

            «A los que estáis casados, os felicito; pero os digo que no agostéis el amor, que procuréis ser siempre jóvenes, que os guardéis enteramente el uno para el otro, que lleguéis a quereros tanto que améis los defectos del consorte, siempre que no sean una ofensa a Dios. ¡No os quejéis nunca el uno del otro! Si os quejáis, es que no os queréis suficientemente, porque siempre tendréis defectos. Los tengo yo, a pesar de mis años, y sigo luchando contra ellos. Haced vosotros lo mismo» [16].

            Sabía muy bien que, con el paso del tiempo, la fidelidad puede resultar más costosa y, de una manera muy positiva, propia de él, sabía suscitar propósitos prácticos en sus interlocutores. Por ejemplo, recordaba a las mujeres que debían estar siempre arregladas: «¡Si el marido está encantado de que os pongáis guapas para él! Y tenéis obligación. Sois suyas. Y él entonces se conservará fuerte y limpio para vosotras, porque es vuestro» [17].

            «Es vuestro»: la mujer pertenece al marido, y el marido, a la mujer. Son dos que se intercambian el cfon de sí, al punto de pertenecerse uno al otro. Desde 1928, Escrivá afirmaba este concepto del don recíproco de los esposos -con la consecuente pertenencia recíprocacomo contenido y efecto de la alianza matrimonial. También con esto anticipaba la doctrina del Concilio Vaticano II, expresada con las bellas palabras de la Gaudium eí'spe5:«la íntima comunidad de vida y amor conyugal (...) es establecida por el pacto conyugal, es decir, por el irrevocable consentimiento personal (...) con el cual los cónyuges mutuamente se dan y se reciben» [18].

3.2. La indisolubilidad: para siempre

            Respecto al tema de la indisolubilidad del vínculo, Josemaría Escrivá sabía presentar con gran claridad y de un modo atrayente la doctrina inmutable de la Iglesia: «La indisolubilidad del matrimonio no es un capricho de la Iglesia, y ni siquiera una mera ley positiva eclesiástica: es de ley natural, de derecho divino, y responde perfectamente a nuestra naturaleza y al orden sobrenatural de la gracia. Por eso, en la inmensa mayoría de los casos, resulta condición indispensable de felicidad para los cónyuges, de seguridad también espiritual para los hijos» (Conversaciones, 97).

            Al mismo tiempo, sabía presentar la indisolubilidad también como la permanencia de un vínculo de amor: amor fuerte y voluntario, que debe ser cultivado para que, con el paso de los años, no solo sobreviva, sino que también mejore y se vuelva más sólido. «El amor de los cónyuges cristianos es como el vino, que se mejora con los años y gana valor... Es un tesoro espléndido, que el Señor os ha querido conceder. Conservadlo bien. ¡No lo tiréis! ¡Guardadlo!» [19].

            Una frase le venía frecuentemente a los labios: los esposos deben saber amarse «como novios», sabiendo volver al apasionado amor del noviazgo y de las primeras horas del matrimonio. «Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban. Precisamente entonces, cuando los sentimientos que animaban a aquellas criaturas revelan su verdadera naturaleza, la donación y la ternura se arraigan y se manifiestan como un afecto auténtico y hondo, más poderoso que la muerte» (Es Cristo que pasa, 24). Esta referencia a la Sagrada Escritura [20] va unida a una buena psicología humana y cristiana. En efecto, el amor auténtico es cosa más de la voluntad que del sentimiento, y demuestra su autenticidad propia en la constante disposición de echar raíces, de profundizar, venciendo todas las veces que haga falta las eventuales reacciones negativas en el plano puramente emotivo.

            Escrivá de Balaguer insistía sobre la obligación de permanecer fieles en la entrega, señalando al mismo tiempo que es lo natural para quien haya captado la naturaleza del amor humano. «¿Matrimonio a prueba? ¡Qué poco sabe de amor quien habla así! El amor es una realidad más segura, más real, más humana. Algo que no se puede tratar como un producto comercial, que se experimenta y se acepta luego o se desecha, según el capricho, la comodidad o el interés» (Conversaciones, 105) [21].

            Predicaba constantemente que la soberbia es la peor forma del egoísmo, y por tanto, también el mayor enemigo del amor. Mantenía que, si todos deben aprender a perdonar, esto es particularmente necesario para el marido y la mujer. Sabía demostrar a las personas que, cuando se dan discusiones o riñas, la culpa no es de una sola parte, sino de las dos. Por tanto, los dos deben pedirse perdón mutuamente. «Como somos criaturas humanas, alguna vez se puede reñir; pero poco. Y después, los dos han de reconocer que tienen la culpa, y decirse uno a otro: ¡perdóname!» [22].

            Para reforzar los motivos de fidelidad en los momentos de tensión, hacía una llamada a la lealtad que los padres han de tener en relación con sus hijos, recordándoles el enorme daño producido a los hijos por la falta de acuerdo o recíproco respeto que estos pudieran descubrir entre sus padres.

3.3. El don de los hijos

            Por lo que se refiere al bien de la prole, San Josemaría recordaba, en primer lugar, a los cónyuges que mantuvieran siempre la conciencia de la grandeza de la misión que Dios les había confiado al hacerlos partícipes de su poder creador.

            «El Matrimonio es un sacramento que hace de dos cuerpos una sola carne; como dice con expresión fuerte la teología, son los cuerpos mismos de los contrayentes su materia. El Señor santifica y bendice el amor del marido hacia la mujer y el de la mujer hacia el marido: ha dispuesto no solo la fusión de sus almas, sino la de sus cuerpos. Ningún cristiano, esté o no llamado a la vida matrimonial, puede desestimarla. Nos ha dado el Creador la inteligencia, que es como un chispazo del entendimiento divino, que nos permite -con la libre voluntad, otro don de Dios- conocer y amar; y ha puesto en nuestro cuerpo la posibilidad de engendrar, que es como una participación de su poder creador. Dios ha querido servirse del amor conyugal, para traer nuevas criaturas al mundo y aumentar el cuerpo de su Iglesia. El sexo no es una realidad vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad» (Es Cristo que pasa, 24).

            No quería que los cónyuges se habituaran a este privilegio. En Brasil, en 1974, decía a un gran grupo de personas casadas: «la maternidad es una cosa santa, y alegre, y buena, y noble, y bendita, y amada. ¡Madres, enhorabuena!» [23]. Constantemente repetía que «la maternidad hace más bellas a las mujeres». Le eran dirigidas con frecuencia preguntas como la siguiente: «Padre, tengo diez hijos. Cuando digo esto, algunos me miran como a un bicho raro. Usted ¿qué piensa al respecto?». Escrivá de Balaguer respondió inmediatamente: «Que Dios ha tenido diez veces mucha confianza con vosotros: díselo a tu mujer, de mi parte. Yo la bendigo diez veces con mis dos manos de sacerdote, porque no habéis puesto inconvenientes a la vida, porque habéis recibido como venido de Dios lo que es el regalo más maravilloso» [24].

            «Bendigo a los padres que, recibiendo con alegría la misión que Dios les encomienda, tienen muchos hijos. E invito a los matrimonios a no cegar las fuentes de la vida, a tener sentido sobrenatural y valentía para llevar adelante una familia numerosa si Dios se la manda» (Conversaciones, 94).

            Reconociendo, como es lógico, que hay situaciones para la abstinencia periódica, solía puntualizar: «Es mejor ponerse en las manos de Dios, no tener miedo a esas bendiciones que suponen la participación en el poder creador, y recibir los hijos como lo que son: regalos del Altísimo» [25]. Sin embargo añadía: «No es el número por sí solo lo decisivo: tener muchos o pocos hijos no es suficiente para que una familia sea más o menos cristiana. Lo importante es la rectitud con que se viva la vida matrimonial. El verdadero amor mutuo trasciende la comunidad de marido y mujer, y se extiende a sus frutos naturales: los hijos. El egoísmo, por el contrario, acaba rebajando ese amor a la simple satisfacción del instinto y destruye la relación que une a padres e hijos. Difícilmente habrá quien se sienta buen hijo -verdadero hijo- de sus padres, si puede pensar que ha venido al mundo contra la voluntad de ellos: que no ha nacido de un amor limpio, sino de una imprevisión o de un error de cálculo» (Conversaciones, 94).

            «El egoísmo, en cualquiera de sus formas, se opone a ese amor de Dios que debe imperar en nuestra vida. Este es un punto fundamental, que hay que tener muy presente a propósito del matrimonio y del número de hijos» (ibid, 93)

3.4. La educación de los hijos

            «Cuando alabo la familia numerosa, no me refiero a la que es consecuencia de relaciones meramente fisiológicas, sino a la que es fruto de ejercitar las virtudes cristianas, a la que tiene un alto sentido de la dignidad de la persona, a la que sabe que dar hijos a Dios no consiste solo en engendrarlos a la vida natural, sino que exige también toda una larga tarea de educación: darles la vida es lo primero, pero no es todo» (Conversaciones, 94).

            Insistía siempre en el empeño de los padres por la educación de los hijos: «Vosotras -decía a las madres de familia- sabéis que el amor al marido y el amor a cada hijo es una parte de vuestro amor a Dios. También lo es el afán que habéis puesto en criarlos, es decir, en educarlos de un modo cristiano» [27].

            Si la preocupación de los padres para educar cristianamente a los hijos es auténtica, ellos deben permanecer abiertos a la posibilidad de que el Señor «le pida más» a alguno de sus hijos. Al decir: «pido al Señor que haya muchas familias numerosas. ¿Por qué privar a tantas posibles criaturas de bendecir, alabar y amar a Dios?», sabía que el fenómeno de la vocación germina con mayor facilidad en las familias numerosas. Al recordar esto, no le faltaba una palabra de aliento -y de ánimo apostólico- para los padres a los que Dios no ha bendecido con hijos. «Yo he visto bastantes matrimonios que, cuando el Señor no les da más que un hijo, tienen también la generosidad de dárselo a Dios. Pero no son muchos los que lo hacen así. En las familias numerosas es más fácil comprender la grandeza de la vocación divina y, entre sus hijos, los hay para todos los estados. Pero he comprobado también, con acción de gracias al Señor -y no pocas veces-, que otros, a quienes el Señor no les da familia -siendo matrimonios ejemplares-, saben aceptar con alegría la voluntad santa de Dios y dedicar más tiempo a la caridad con el prójimo» [28].

3.5. El auténtico «bien de los cónyuges»

            El «bien de los cónyuges» presentado por la Iglesia como uno de los fines institucionales del matrimonio [29], exige ahora una reflexión, sobre todo porque no siempre en estos últimos años ha sido examinado con suficiente profundidad [30].

            San Josemaría Escrivá sabía mostrar a los esposos cómo su verdadero bien consistía en la propia madurez humana y sobrenatural, consecuencia del mismo amor y de la entrega conyugal y familiar, para vivir sus exigencias humanas y divinas con toda profundidad y belleza. En otras palabras, veía, y hacia ver, que el auténtico «bonum coniugum» conduce a los cónyuges al perfeccionamiento y a la madurez de personas que han aprendido a amar. En el fondo, es esta capacidad de amar el bien fundamental que cada uno de nosotros debe desarrollar en esta tierra. Pero no infundía en ellos ideales solamente humanos, por más nobles que fueran. Los animaba a ver los deberes matrimoniales como expresión de la voluntad amorosísima de Dios para ayudarles en el camino de la «auténtica» realización humana y cristiana, y les enseñaba a saber «valorar la belleza de la familia, la obra sobrenatural significa la fundación de un hogar, la fuente de santificación que se esconde en los deberes conyugales» [31]. También es este un aspecto principal sobre el que nos detendremos un poco.

            Sin embargo, antes sería oportuno regresar brevemente a San Agustín, acusado a veces de haber difundido una visión negativa de la sexualidad humana o del matrimonio. Sostengo que quienes afrontan una lectura serena y objetiva de sus escritos obtienen una impresión opuesta [32]. Preocupación constante del Obispo de Hipona era defender la bondad, la dignidad y la santidad del matrimonio, además de la importancia de la castidad conyugal. De un lado, sostenía esta defensa contra el pesimismo maniqueo; por otro lado, contra la exaltación del sexo -naturalista y no menos peligrosa- pregonada por los pelagianos.

            La enseñanza de San Agustín, respuesta a la crisis y a las exigencias del momento histórico en que vivía, estaba marcada por su propia personalidad y experiencia de vida. Le tocó a él, de un modo particular en esos primeros siglos, exponer y defender la bondad esencial del matrimonio, tal como Dios lo instituyó. Parece corresponder a nuestra época -después del largo proceso que desemboca en la configuración definitiva de la sacramentalidad del matrimonio- insistir en el hecho de que el matrimonio, lo mismo que el resto de los senderos ordinarios de la vida, es un camino de santidad. En esta senda, los cónyuges, sabiendo apreciar y respetar las propiedades expresadas por los tres bienes agustinianos -con todo su atractivo y exigencia-, están en grado de descubrir su vocación a la plenitud de la vida cristiana, entregándose completamente a la tarea de la santidad personal y el apostolado, en y desde el propio hogar. También y sobre todo aquí es evidente cómo el mensaje de Josemaría Escrivá constituye una piedra miliar en la historia de la espiritualidad.

3.6. El matrimonio: camino de santidad

            «Llevo casi cuarenta años -decía en 1968- predicando el sentido vocacional del matrimonio. ¡Qué ojos llenos de luz he visto más de una vez, cuando -creyendo, ellos y ellas, incompatibles en su vida la entrega a Dios y un amor humano noble y limpiome oían decir que el matrimonio es un camino divino en la tierra!» (Conversaciones, 9l).

            «El matrimonio —no me cansaré nunca de repetirlo un camino divino, grande y maravilloso...». El matrimonio: ¡camino divino! Puede parecer una afirmación osada. En efecto, pienso que pocas veces -si no es que nuncaen la historia de la Iglesia ha sido proclamada de este modo no solo la bondad constitutiva del matrimonio, sino incluso su pleno sentido vocacional de santidad.

            Como puede verse, San Josemaria va notablemente más allá de la doctrina de San Agustín. Este defendía contra los maniqueos -según los cuales el cuerpo humano y el matrimonio eran obra del demoniola bondad natural del matrimonio, en cuanto instituido por Dios. Pero el Obispo de Hipona no llegó a presentarlo específicamente como camino concreto por el que Dios llama a Sí a las almas, la mayoría de los hombres y las mujeres. Santo Tomás, refiriéndose en un pasaje al matrimonio como «obra de Dios» [33], expone de modo semejante la bondad natural del matrimonio [34]. Parece discernir su valor sacramental sobre todo a partir del «remedium contra peccatum» [35] sin alcanzar a presentarlo como fuente -y vocación- de santificación.

            Para San Josemaria el matrimonio fue instituido por Dios también para constituir una vocación, llamada personal -de persona a persona-, de Dios al hombre que ha de ser esposo, y a la mujer que debe ser esposa. Vocación que implica, asimismo, la llamada hacia una meta bien concreta: la santidad, a través de las gracias sacramentales propias del estado conyugal.

            «Es importante que los esposos adquieran sentido claro de la dignidad de su vocación, que sepan que han sido llamados por Dios a llegar al amor divino también a través del amor humano; que han sido elegidos, desde la eternidad, para cooperar con el poder creador de Dios en la procreación y, después, en la educación de los hijos; que el Señor les pide que hagan, de su hogar y de su vida familiar entera, un testimonio de todas las virtudes cristianas. El matrimonio -no me cansaré nunca de repetirlo- es un camino divino, grande y maravilloso y, como todo lo divino en nosotros, tiene manifestaciones concretas de correspondencia a la gracia, de generosidad, de entrega, de servicio» (Conversaciones, 93).

            En este pasaje, asi como en el que citaremos a continuación, se aprecia claramente cómo la gracia -sacramental y de estado- edifica sobre la naturaleza, de modo particular en el matrimonio; cómo la operación de esta ayuda y exige que se pongan en acto todas las expresiones auténticas del amor conyugal y familiar.

            «Los matrimonios tienen gracia de estado -la gracia del sacramento- para vivir todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la comprensión, el buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el trato mutuo. Lo importante es que no se abandonen, que no dejen que les domine el nerviosismo, el orgullo o las manías personales. Para eso, el marido y la mujer deben crecer en vida interior y aprender de la Sagrada Familia a vivir con finura -por un motivo humano y sobrenatural a la vez- las virtudes del hogar cristiano. Repito: la gracia de Dios no les falta» (Ibid., 108).

            La Sagrada Familia: un hogar completamente centrado en Jesucristo, es el modelo presentado para la familia de todos los cristianos. Son ya muchos, cada vez más, los esposos que descubren en la enseñanza de Escrivá de Balaguer un mensaje -«viejo como el Evangelio; y, como el Evangelio, nuevo»- para vivir en plena coherencia humana y sobrenatural, y con un profundo sentido de privilegio, la propia vocación matrimonial.

            «El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado matrimonial encuentra en ese estado -con la gracia de Dios- todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive (...). Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad. De esta conciencia dependen en gran parte la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad» (Ibid., 91).

3.7. Unidad de vida

            El Decreto pontificio del 9 de abril de 1990, con el cual se declaró Venerable a Josemaría Escrivá, contenía algunas palabras que, refiriéndose a todo su mensaje espiritual, se aplican con plenitud al tema del que estamos hablando: «Gracias a una vivísima percepción del misterio del Verbo Encarnado, comprendió que el entero tejido de las realidades humanas se compenetra, en el corazón del hombre renacido en Cristo, con la economía de la vida sobrenatural, convirtiéndose en lugar y medio de santificación. Verdadero pionero, ya desde finales de los años veinte, de la intrínseca unidad de la vida cristiana, el Siervo de Dios proyectó la plenitud de la contemplación en medio de la calle e invitó a todos los fieles a insertarse en el dinamismo apostólico de la Iglesia, cada uno desde el puesto que ocupa en el mundo».

            «Este mensaje de santificación en y desde las realidades terrenas se presenta como providencialmente actual en la situación espiritual de nuestra época, tan pronta a la exaltación de los valores humanos, pero también tan proclive a ceder a una visión inmanentista del mundo separado de Dios. Por otra parte, al invitar al cristiano a la búsqueda de la unión con Dios a través del trabajo, cometido y dignidad perenne del hombre sobre la tierra, esta actualidad está destinada a perdurar más allá de los cambios de los tiempos y de las situaciones históricas, como fuente inagotable de luz espiritual» [36].

            En el Breve Apostólico del 17 de mayo de 1992, con el cual declaró Beato al Fundador del Opus Dei, Su Santidad Juan Pablo II recordaba que el mensaje de San Josemaría «refleja, con admirable congruencia, el alcance universal del misterio salvífico: "A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: Jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen, estén donde estén" (Amigos de Dios, n. 294). Proclamando la radicalidad de la vocación bautismal, él ha abierto nuevos horizontes para una más profunda cristianización de la sociedad. El Fundador del Opus Dei ha recordado, en efecto, que la universalidad de la llamada a la plenitud de la unión con Cristo comporta también que toda actividad humana se convierta en lugar de encuentro con Dios (...). En el fiel cumplimiento de tal misión, llevó a sacerdotes y laicos, hombres y mujeres de toda condición, a encontrar en las ocupaciones cotidianas el ámbito de la propia responsabilidad en la misión de la Iglesia, en plenitud de dedicación a Dios en las circunstancias ordinarias de la vida secular. "¡Se han abierto los caminos divinos de la tierra!", exclamaba» [37].

 

NOTAS

1 Este trabajo es una reelaboración de un artículo publicado en Romana 19 (1994/2) 374-384.

2 «Bonum potentius est quam malum»: S. Th., q. 100, a. 2; cfr. S. Th., l-ll, q. 29, a. 3.

3 De nuptiis et concupiscentia, c. 17, n. 19.

4 De peccato originali, c. 37, n. 42.

5 Is 32,1.

6 Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 20.

7 Juan Pablo II, Discurso, 28-VI-1982, en «Insegnamenti di Giovanni Paolo II»,V/1 (1982) 1344.

8 Cfr. Gn 4, 1.

9 Cfr. «Insegnamenti di Giovanni Paolo II», II/2 (1979) 1213; V/3 (1982) 1487; Vl/2 (1983) 619; Vlll/1 (1985) 307; IX/2 (1986) 1786; X/2 (1987); Xl/3 (1988)

1322; XII/2 (1989) 1090; XIII/2 (1990) 416 ss.; etc.

10 «Los hijos engendrados por ellos deben (...) consolidar tal pacto (matrimonial), enriqueciendo y profundizando la comunión conyugal del padre y de la madre» (Juan Pablo II, Carta a las familias, 2-ll-1994, n. 7).

11 «Insegnamenti di Giovanni Paolo II», 11/2(1979)702.

12 Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 50.

13 Cfr. Juan Pablo II, Carta a las familias: «El amor es exigente (...) Los hombres de hoy deben descubrir este amor exigente, porque en él se encuentra al fundamento verdaderamente sólido de la familia» (n. 14).

14 AGP, P01 1970, 988; cit. en: Romana 19 (1994/2), p. 377.

15 Hasta el punto de hablar audazmente de un «materialismo cristiano» (cfr. Conversaciones, n. 115).

16 AGP, P04 1972, vol. II, p. 770; cit. en: Romana 19 (1994/2), p. 377.

17 AGP, P04 1974, vol. I, pp. 669-670; cit. en: Romana 19 (1994/2), p. 378.

18 Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 48.

19 AGP, P04 1974, vol. I, p. 108; cit. en: Romana 19 (1994/2), p. 378.

20 Cant 8, 6.

21 Cfr. Juan Pablo II, Carta a las familias (n. 13) donde el Santo Padre habla de las amenazas de «una civilización en la que las personas se usan como se usan las cosas».

22 AGP, P04 1974, vol. I, p. 108; cit. en: Romana 19 (1994/2), p. 379

23 AGP, P04 1974, vol. I, p. 84; cit. en: Romana 19 (1994/2), p. 379.

24 AGP, P04 1972, vol. II, pp. 778-779; cit. en: Romana 19 (1994/2), p. 380.

25 AGP, P04 1974, vol. II, p. 162; cit. en: Romana 19 (1994/2), p. 380.

26 Juan Pablo II, hablando de «los peligros que pesan sobre el amor», insiste: «Pensamos sobre todo en el egoísmo, no solo en el egoísmo del individuo, sino también en el de la pareja» (Carta a las familias, n. 14).

27 AGP, P04 1972, vol. II, p. 771; cit. en: Romana 19 (1994/2), p. 380.

28 AGP, P03.X-1963, pp. 20-21; cit. en: Romana 19 (1994/2), p. 381.

29 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2363; Código de Derecho Canónico, can. 1055 §1.

30 Cfr. Burke, C., I fini del matrimonio: visione istituzionale o personalistica?, en «Annales Theologici» 6 (1992) 227-254.

31 AGP, P03 1973, p. 177; cit. en: Romana 19 (1994/2), p. 381.

32 Cfr. Burke, C, San Agustín y la sexualidad conyugal, en «Augustinus» 35 (1990) 279-297; cfr. «Annales Theologici» 5 (1991) 185-206.

33 S.Th., Suppl. q. 58, a.t.2.

34 Cfr. S. Th, Suppl. q. 41, a. 1; q. 49, a. 1; a. 5 ad 1 et 2, etc.

35 S. Th., Suppl. q. 42, a. 1.

36 Congregación para las Causas de los Santos, Decreto sobre el ejercicio heroico de las virtudes del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, 9-IV-1990.

37 Juan Pablo II, Breve pontificio de beatificación de Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei, 17-V-1992.