El Amor y la Familia en el Mundo de Hoy (Conferencia - Universidad de los Andes, Chile, 1996)

            Lo que me propongo en esta ocasión es enlazar ciertas ideas fundamentales del Papa Juan Pablo II sobre matrimonio y familia, con enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá que tocan los mismos temas. La intención es abrir horizontes, más que explorarlos a fondo.

            Juan Pablo II en el 1994 escribió una "Carta a las familias" que no puede consignarse a un rápido olvido. Formula un juicio muy fuerte sobre el mundo moderno: "Nuestra sociedad es una sociedad enferma, y está creando profundas distorsiones en el hombre" (no. 20). El diagnóstico no podría ser mas perturbador; y sin embargo está pronunciado de modo hondamente alentador y optimista.

            La enfermedad consiste en la casi total pérdida de las señales de una "civilización del amor", que es como el Papa caracteriza una civilización que sea verdaderamente humana. Vivimos en cambio, afirma, en "una civilización de producción y uso, una civilización de "cosas" y no de "personas", "una civilización en la cual las personas son usadas en la misma forma en que son usadas las cosas" (no. 13).

            En la sociedad y en el hombre existe, por tanto, un serio desorden. Lo radical del diagnóstico del Papa va acompañado de la radicalidad de su optimismo. Convencido que la enfermedad no tiene su origen en estructuras ni fuerzas impersonales, sino que viene desde dentro del hombre mismo, está igualmente convencido que también existen en el hombre las disposiciones y recursos básicos para que pueda darse cuenta de la patología, sentir el deseo de curarse y - no sin la ayuda de Dios - obtener esa cura.

            El hombre, aunque no lo quisiera, está hecho para la verdad y para el bien. En lo hondo de su corazón, estos valores le atraen más - por su belleza y esplendor - que la mentira y el egoísmo. Esta es la convicción de fondo de toda la enseñanza de Juan Pablo II. La Veritatis Splendor, por ejemplo, es una potente llamada para que se vuelva a la búsqueda de la verdad, a la ansia por el esplendor que de ella emana. Quien abandona la verdad, pierde la capacidad de descubrir el bien, ese bien para el cual nuestros corazones están hechos; y entonces se corre el peligro de ir a la deriva hacia una vida sin amor.

            Hoy por tanto una gravísima patología está amenazando el amor: ese amor que ha de ser el mismo dinamismo de nuestro ser, y que puede sin embargo ser ahogado y destruido por el egoísmo. Es está la enfermedad que amenaza a las sociedades occidentales. En efecto, la verdadera salud humana puede estar presente sólo en personas capaces de amar; y estamos perdiendo esa capacidad, sea olvidando el hecho que el amar es algo que hay que aprender, sea perdiendo la esperanza de llegar jamás a saber hacerlo.

            Nada tanto destruye la felicidad como el ser escéptico acerca de la presencia o la posibilidad del amor, dudando que uno pueda llegar a amar o a ser amado. Soy demasiado egoísta para amar a los demás, o los demás son demasiado egoístas para amarme. No quiero a nadie, nadie me quiere. No encuentro a nadie a quien puedo amar, por tanto los demás no son amables. Nadie me ama, por tanto yo no soy amable. Quien no logra vencer estas tentaciones - y están muy arraigadas hoy día en el corazón de muchas personas - puede terminar por suicidarse.

            A pesar de ese formidable obstáculo para el amor que es el egoísmo personal - presente en nosotros todos - el amor normalmente ha podido apoyarse en fuertes elementos naturales que han facilitado su desarrollo. Lo novedoso en la patología que afecta la sociedad moderna es que esos mismos apoyos naturales, de los que en primer lugar se coloca el matrimonio y la familia, están en peligro de muerte.

            El plan de Dios, al llamarnos a la vida, fue que, concebidos en el amor, el amor fuese el marco en el que creceríamos: que nuestra vida madurase en esa concreta escuela de amor que representa la familia. Dios instituyó la familia para ser el primer lugar donde se aprende a amar de modo natural y desde donde puede extenderse el amor a otros. Así, a través del matrimonio y de la familia, Dios quiere hacer crecer el amor, y con él el bien, en el mundo.

             Que la vida para cada individuo, y para la sociedad, llegue a ser buena o mala, positiva o negativa, rica en amor o encogida por el egoísmo, depende fundamentalmente de la familia. El haber experimentado una vida familiar rica en calidad, es esencial si se quiere que las personas singulares sean sanas; sólo así se puede lograr que sea sana la sociedad misma y que a pesar de la presencia en ella del mal, el bien esté presente con mayor fuerza. Uno de los párrafos mas importantes en la Carta del Papa declara: "la familia está colocada en el centro de una gran contienda entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre el amor y todo aquello que es contrario al amor. A la familia se le encomienda la tarea, antes que nada, de desencadenar el bien... Cada familia necesita hacer suyas estas fuerzas, para que "la familia sea fuerte con la fuerza de Dios"..... (no. 23).

            Profundizando en el plan de Dios, cabe afirmar que la familia tiene tal fuerza porque es - debe ser - ese lugar totalmente singular donde nadie, ni siquiera el menos amable, queda excluido del amor. Los padres tienden a amar cada uno de sus hijos, incluyendo, quizá de modo especial, el que parezca ser el menos amable. Entonces los hijos aprenden que hay un amor que no depende del mérito, ni se pierde a causa de los defectos. Los que han crecido en una familia tal, quienes han experimentado por tanto lo que es ser objeto de un amor incondicional, están capacitados para comprender y aceptar el reto del amor, al interior y fuera de la familia.

            Si los niños y adolescentes normalmente sí aprenden a amar, es sobre todo porque han experimentado ser amados dentro del seno natural de la familia. Santo Tomás enseña que nada mueve a una persona a amar tanto como el saberse amado. Los hijos cuyos padres les aman, aprenderán a corresponder a ese amor. La perseverante dedicación de sus padres poco a poco les enseñará que amar significa dar. Bajo el constante amor y ejemplo de sus padres ellos también aprenderán a amarse mutuamente. De este modo hermanos y hermanas aprenden a ser generosos entre sí, a comprenderse, a perdonarse, a ayudarse. La familia entonces llega verdaderamente a ser, como dice el Santo Padre, "la primera escuela de como ser "humano" (Carta, no 15): una escuela que prepara a los hijos para la vida, en especial para la vida moderna, donde ya no se sabe tener paciencia con los demás, donde abundan los juicios negativos, donde los defectos ajenos llegan a ser obsesión, mientras el perdón es una rareza, donde la mezquindad y la intolerancia parecen estar ganando aceptación como normas de conducta social. Aquí se ve el colosal privilegio de la labor de los padres: no sólo dar vida, sino enseñar a amar. Pienso que no es ninguna exageración afirmar que su misión es la de salvar el amor, a través de un trabajo de encarnación, que lo humaniza para sus hijos, de manera que ya no queda en una mera palabra para ellos, sino una realidad verdaderamente presente en sus vidas diarias.

            Si tantas familias hoy ya no son la escuela de amor que eran destinadas a ser, es casi siempre porque los que crean cada familia, el marido y la esposa, no echaron bien los fundamentos de su amor inicial. Las familias no son siempre escuelas de amor; son como las hacen los padres. Los padres no sabrán dar un amor incondicional a sus hijos si no se han esforzado para dárselo entre ellos mismos.

El amor verdadero es exigente

            Reflexiones como éstas explican por qué gran parte del presente Pontificado se ha centrado en una clara y positiva exposición de los planes de Dios para la sexualidad humana, y en particular para el matrimonio y la familia, que están tan amenazados en estos días, y sin cuya estabilidad la sociedad nunca puede ser cristiana, ni siquiera humana.

            La Carta del Papa es realista respecto a esta amenaza; aunque, como hemos notado, es también profundamente optimista en cuanto a los designios providenciales de Dios. Es interesante enlazar la Carta con las ideas de otro gran exponente del matrimonio y de la familia, el Fundador del Opus Dei. Efectivamente, en el mensaje del Beato Josemaría Escrivá encontramos también un poderoso y atractivo optimismo sobre la belleza de la vida matrimonial y familiar, cuando se viven de acuerdo a los planes de Dios.

            La búsqueda de sí mismo es incompatible con el verdadero amor, que es una llamada a salir de sí, nunca a buscarse a sí. El amor por lo tanto es un desafío; no es nunca una opción fácil. "El amor es exigente", dice el Papa, y sigue : "Hoy en día la gente necesita redescubrir esta exigencia del amor, ya que es el verdadero, firme fundamento de la familia" (no. 14).

            El Fundador del Opus Dei también era consciente de que el amor, lo mismo que la felicidad, es exigente. Un tema que se repite constantemente en sus predicación es que la felicidad, también en un plano humano, es la consecuencia de la dedicación y del olvido de sí mismo. En uno de sus libros, escribe: "Sólo quien se olvida de sí, y se entrega a Dios y a los demás - también en el matrimonio - , puede ser dichoso en la tierra, con una felicidad que es preparación y anticipo del cielo" (Es Cristo que Pasa, n. 24). En otro lugar insiste, "El matrimonio exige mucho sacrificio, pero cuánto bienestar, cuánta paz y cuánto consuelo proporciona. Y si no es así, es que son malos esposos".

            Amar verdaderamente a una persona es querer su bien. Esto sin duda incluye desear que la otra persona sea mejor, pero el amor debe empezar por amar a la otra tal cual es ahora; siendo a la vez preparado - por lo menos en el matrimonio - a amarle como eventualmente puede llegar a ser. De otra manera no es una persona real a la se profesa el amor, ni es real el compromiso conyugal que se hace prometiendo fidelidad "para bien o para mal".

            La fidelidad mutua se observa con facilidad mientras el amor se mantenga vivo; puede llegar a parecer una carga imposible si se descuida el amor, permitiendo que poco a poco muera. El Beato Josemaría solía detenerse en este punto, y en la importancia de las cosas pequeñas que demuestran y fomentan el amor. Tenía típicas y originales maneras de aconsejar a las parejas, diciendo a las esposas, por ejemplo, que debían mantenerse atractivas en sus vestimentas y apariencia, que era su obligación para con su marido hacerlo así. "¡Si el marido está encantado de que os pongáis guapas para él! Y tenéis obligación. Sois suyas. Y él entonces se conservará fuerte y limpio para vosotras, porque es vuestro".

            Que los esposos debían siempre amarse como "novios" era una frase habitual en labios de Monseñor Escrivá. Han de saber referirse siempre a ese amor, lleno de ideales, de su noviazgo y de los primeros años de vida matrimonial. "Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con las dificultades, el amor y el contento se acaban. Precisamente entonces, cuando los sentimientos que animaban a aquellas criaturas revelan su verdadera naturaleza, la donación y la ternura se arraigan y se manifiestan como un afecto auténtico y hondo, más poderoso que la muerte" (Es Cristo que Pasa, n. 24).

Los desafíos del amor

            Normalmente dos personas se casan porque se han enamorado. Pero un matrimonio logrado y feliz no depende solo de haberse enamorado sino sobre todo de "mantenerse" enamorados. Enamorarse es fácil; no lo es, en cambio, el mantenerse enamorado.

            El proceso romántico que suele inspirar la decisión de casarse, posee sus propias y peculiares características. Lleno de sentimiento, tiende a idealizar a la otra persona, exagerando sus virtudes y pasando por alto sus defectos; en ese sentido, es verdad que el amor "es ciego". Lo más curioso de este proceso, es que parece constituir un designio deliberado de la naturaleza: que el enamoramiento o el "romance", fuerte en sus sentimientos y débil en sus percepciones, conduzca fácilmente a una pareja a querer unirse por toda la vida. No hay que ver en esto un truco injusto de parte de la naturaleza, sino más bien el preludio de un plan mas profundo: que mas tarde, cuando el romance comienza a esfumarse y los defectos personales se quieren poner en primer plano, el amor espontáneo debe subir un proceso de maduración, llegando a ser algo mas profundamente comprendido y más voluntario. Entonces es cuando los esposos deben darse cuenta que aún no han aprendido verdaderamente a amar, y de que si no lo aprenden, no permanecerán unidos.

            En este sentido, leemos en la Carta del Papa: "El amor no es una utopía: es dado al ser humano, como una misión para ser llevada a cabo con la ayuda de la divina gracia "(no. 15). El Santo Padre habla de "los riesgos que enfrenta el amor", y añade: "Aquí uno piensa antes que todo en el egoísmo..." (no. 4). Cuan cierto es. Todos estamos hechos para el amor, y a la vez, todos estamos perseguidos por el egoísmo. De ahí la lucha constante que es la vida.

            El Beato Josemaría siempre predicaba que el orgullo es la peor forma de egoísmo, y por tanto también el mayor enemigo del amor. Si no se lucha contra orgullo y egoísmo, éstos destruyen el amor, la unión y la felicidad, y colocan al alma en eterno peligro. La humildad es una de las armas esenciales para la lucha: la humildad de pedir perdón a Dios constantemente por nuestros pecados personales; y, dentro del matrimonio, de pedir perdón al otro cónyuge, aunque se piense que él o ella tiene la mayor parte de la culpa.

            Monseñor Escrivá sabía ayudar a los esposos a darse cuenta de que si un matrimonio está señalado por demasiadas discusiones o peleas, entonces no sólo uno de los dos, sino ambos, son culpables; y por tanto debieran pedirse mutuamente perdón. "Como somos criaturas humanas, alguna vez se puede reñir; pero poco. Y después, los dos han de reconocer que tienen la culpa, y decirse uno a otro: ¡perdóname!"

Saber amar a personas defectuosas

            El amor verdadero por lo tanto debe ser lo suficiente fuerte como para abarcar lo que puede ser el mayor riesgo para la unión matrimonial: los defectos que cada esposo inevitablemente descubrirá en el otro. Aquí tocamos un punto principalísimo del mensaje espiritual del Beato Josemaría.

            ¡Como animaba con su constante insistencia que Dios nos ama con nuestros defectos; no por nuestros defectos, pero con ellos. Todos tenemos defectos, y siempre viene el momento de descubrirlos, a veces revestidos con sorprendente fuerza. Verse rechazado por los demás a causa de nuestros defectos provoca una crisis, señalada por una reacción de orgullo y auto-justificación o - en el otro extremo - de desesperación. En cambio, saberse amado, con los propios defectos, puede convertirse en motivo de salvación.

            Si Dios nos ama así, los cristianos estamos llamados a amar de la misma manera. Que esto tiene una especial aplicación a la vida matrimonial es obvio y elemental; y aun así tantos lo olvidan El Beato Josemaría entendió que esta es una condición básica del verdadero amor humano, y fue firme y constante al enseñar que de esto depende la verdadera y perdurable felicidad en el matrimonio: ser lo suficientemente generosos, humildes y perseverantes, para amar a un esposo defectuoso, siendo uno mismo esposa o esposo lleno de defectos.

            "A los que estáis casados, os felicito; pero os digo que no agostéis el amor, que procuréis ser siempre jóvenes, que os guardéis enteramente el uno para el otro, que lleguéis a quereros tanto que améis los defectos del consorte, siempre que no sean una ofensa a Dios. ¡No os quejéis nunca el uno del otro! Si os quejáis, es que no os queréis suficientemente, porque siempre tendréis defectos. Los tengo yo, a pesar de mis años, y sigo luchando contra ellos. Haced vosotros lo mismo".

            Hablando con una pareja de casados, a menudo él preguntaría, tal vez comenzando por la esposa, "¿Amas a tú marido?" Ella contestaría: "¡por supuesto! - "¿Le amas mucho?" "¡Muchísimo!" - "¿Le amas con sus defectos?" Si esto produjera un momento de duda, él añadiría: "porque si no, no le amas". Luego preguntaría lo mismo al esposo.

Amor, generosidad e hijos

            Juan Pablo II, mientras insiste en la belleza del amor familiar y conyugal, habla de los peligros que lo amenazan y de los retos a los que debe hacer frente. Hemos notado como menciona el egoísmo como el primero entre "los peligros que enfrenta el amor". Sigue: "Aquí pensamos no solo en el egoísmo de los individuos sino también en el de las parejas"..... (no. 14)

            Se refiere al peligro que representa para el amor conyugal no solo el egoísmo recíproco entre marido y mujer, sino el egoísmo compartido de los dos en relación a los hijos: el peligro que una pareja se deje absorber por una mentalidad calculadora por lo que se refiere al número de sus hijos. Los hijos son el fruto más propio del amor conyugal; y sólo un amor pobre cae en el cálculo. La donación calculada, especialmente cuando se trata de dar la vida, rara vez expresa, o puede robustecer, el amor verdadero. El amor, cuando es genuino, tiende a ser generoso, y la generosidad evita pensar en términos de cálculo.

            El Papa insiste por tanto que un especial reto en la vida conyugal se propone a los dos esposos juntos, en relación al posible fruto de su amor. "Los hijos que tienen, y aquí está el desafío, deben consolidar ese cumplimiento, enriqueciendo y profundizando la comunión conyugal del padre y la madre. Cuando esto no ocurre, debemos preguntarnos si el egoísmo que late incluso en el amor de un hombre y una mujer, como resultado de nuestra inclinación humana al mal, no puede ser más fuerte que ese mismo amor" (no. 7).

            Monseñor Escrivá hace eco del mismo punto: "El egoísmo, en cualquiera de sus formas, se opone a ese amor de Dios que debe imperar en nuestra vida. Este es un punto fundamental, que hay que tener muy presente, a propósito del matrimonio y del número de hijos" (Conversaciones, 93).

            El amor conyugal está naturalmente destinado a convertirse en amor paternal. Es ésta la condición normal para que se mantenga y siga creciendo. El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica dice: "El amor conyugal tiende naturalmente a ser fecundo. El niño no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don recíproco, del que es fruto y cumplimiento" (no. 2366). ¿Qué pareja piensa que no amarán a sus hijos, como un regalo y posesión totalmente únicos? Y sin embargo muchas parejas hoy en día prefieren posponer ese regalo, a pesar de las promesas que ofrece de fomentar e iluminar su amor. Además, lo hacen con el fin de poder adquirir otras cosas que nunca podrán amar - y por las que ellos mismos nunca podrán ser amados - de modo similar. ¿Cómo es que estén tan ciegos que no vean la importancia de ser amado, de amar, de aprender a amar? Los corazones de unos esposos volcados tan solo sobre sí mismos, no es probable que maduren al punto de formar un amor conyugal fiel, si no se transforman en corazones paternales que se vuelcan juntos hacia sus hijos.

            El Beato Josemaría hablaba con entusiasmo del privilegio de la paternidad, especialmente en el caso de las mujeres. En Brasil en 1974, dijo a un gran número de personas casadas: "la maternidad es una cosa santa, y alegre, y buena, y noble, y bendita, y amada. ¡Madres, enhorabuena!"... El repetiría constantemente que "la maternidad embellece".

            La familia es una escuela de amor y vida. Pero si no tiene cierto mínimo vigor, normalmente expresado también en su tamaño, será poco probable que tenga bien limados los afilados bordes del individualismo y el egoísmo. En su carta, el Papa insiste: "Hoy las familias tienen poca vida humana. Falta gente con quien crear y compartir el bien común. (no. 10).

            Según Pablo VI en la Encíclica Humanae Vitae (no. 10), la paternidad responsable tiene su primera expresión en la "prudente y generosa decisión de tener una familia numerosa". El nuevo Catecismo nos recuerda que "La Sagrada Escritura y la práctica tradicional de la Iglesia ven en las familias numerosas como un signo de la bendición divina y de la generosidad de los padres" (no. 2373). El Beato Josemaría fue constante en su defensa de esas familias, que veía como la natural expresión y apoyo del amor conyugal y de confianza en la providencia paternal de Dios, así como el lugar donde los hijos aprenden tolerancia, servicio, generosidad y mutua ayuda; asimilando así cualidades sin las que la vida social no puede ser humana.

            El veía la procreación como un privilegio, una misión divina y una promesa de especiales bendiciones para las parejas casadas. No quería que los esposos se acostumbraran a ese privilegio. Era frecuente que le hicieran preguntas como ésta: "Padre, tengo diez hijos. Cuando digo esto, algunos me miran como a un bicho raro. ¿Usted qué piensa?" Su respuesta fue inmediata: "Que Dios ha tenido diez veces mucha confianza con vosotros: díselo a tu mujer, de mi parte. Yo la bendigo diez veces con mis dos manos de sacerdote, porque no habéis puesto inconvenientes a la vida, porque habéis recibido como venido de Dios, lo que es el regalo más maravilloso".

Vocación de Santidad

            Hasta aquí hemos estado hablando de la familia y el matrimonio en el plano natural. Hemos recordado las palabras del Papa sobre los enemigos del amor, y considerado también el enfoque - sencillo y optimista - del Beato Josemaría para superar esas dificultades. Todo lo que hemos visto, puede ser aplicado a cualquier matrimonio. Pero por supuesto ni el Santo Padre ni Monseñor Escrivá presentan el matrimonio como un mero idea natural; y tampoco dicen que captar su belleza y responder a sus retos es posible con medios naturales tan sólo. El Papa, como todos sus predecesores, insiste que el matrimonio entre cristianos es un sacramento, y que marido y mujer han de apoyarse en la gracia sacramental para vivir el amor y la entrega propios de esposos y padres (cf Carta, nos. 15, 16).

            En la visión del matrimonio cristiano de Monseñor Escrivá, encontramos, y es lógico, la misma insistencia en su carácter sacramental. Pero un nuevo y sorprendente punto de énfasis aparece de modo constante. Se presenta el matrimonio como elevado no sólo al nivel de sacramento, sino al de vocación: una llamada personal a una forma de vida esencialmente orientada a la santidad.

            "Estas crisis mundiales, son crisis de santos", escribía Monseñor Escrivá hace 60 años. La vida del Fundador del Opus Dei, para utilizar una frase siempre en sus labios, fue dedicada a "abrir los caminos divinos en la tierra", en una labor incansable para convencer a la gente corriente de todas partes que sus trabajos y ocupaciones seculares son camino hacia Dios: caminos de Dios. Que a Dios se le puede encontrar no sólo al final de nuestro caminar terreno, sino a cada paso de estos caminos seculares, que por tanto se presentan en sí como caminos para encontrar al Señor y para amarle.

            La santidad: ¡única fórmula para resolver las crisis del mundo! Para muchas personas el aspecto mas revolucionario del mensaje del Fundador del Opus Dei es cómo Èl aplica esta fórmula precisamente al matrimonio, presentándolo no solo como sacramento, sino sobretodo como vocación; comunicando a millones de parejas la convicción de Dios les llama al matrimonio y, al hacerlo, les llama a la santidad; que tienen la gran misión de hacer que su amor conyugal y su amor paternal sean a la vez expresiones y maneras de amar a Dios. En cuantas ocasiones personas jóvenes y personas no tan jóvenes se han detenido largamente en ese otro punto al comienzo de Camino: "¿Te ríes porque te digo que tienes "vocación matrimonial"? - Pues la tienes; así, vocación" (no. 27).

            Familias santas; ahí está la gran necesidad de nuestros tiempos. Tales familias pueden ser formadas sólo por parejas que están realmente empeñadas en ser santos. Sólo en esas familias el bien será mas fuerte que el mal y capaz de vencerlo. Sólo de tales familias se extenderá ese bien capaz de salvar el mundo; porque solamente los Santos son fuertes con "la fuerza de Dios".

            "Llevo casi cuarenta años - decía Mons. Escrivá en 1968 - predicando el sentido vocacional del matrimonio. ¡Qué ojos llenos de luz he visto más de una vez, cuando - creyendo, ellos y ellas, incompatibles en su vida la entrega a Dios y un amor humano noble y limpio - me oían decir que el matrimonio es un camino divino en la tierra!" (Conversaciones, 91).

            El matrimonio: camino divino: ¡desde luego es una afirmación audaz! Rara vez, si alguna, en la historia de la Iglesia se ha proclamado así no sólo la bondad constitucional del matrimonio, sino su pleno sentido de vocación a la santidad.

            El Beato Josemaría insistía que el amor a Dios, en el caso de marido y mujer, es inseparable del amor con el que se aman recíprocamente; y les ayudaba a comprender lo que esto implica. Este amor se hace medio para el primero. Crecer en amor a Dios no es posible sin crecer en el amor conyugal. Los casados, repetía, "han sido llamados por Dios a llegar al amor divino también a través del amor humano" (Conversaciones, 91).

            "Los matrimonios tienen gracia de estado - la gracia del sacramento - para vivir todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la comprensión, el buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el trato mutuo. Lo importante es que no se abandonen, que no dejen que les domine el nerviosismo, el orgullo o las manías personales. Para eso, el marido y la mujer deben crecer en vida interior y aprender de la Sagrada Familia a vivir con finura - por un motivo humano y sobrenatural a la vez - las virtudes del hogar cristiano" (Conversaciones, 108). La espiritualidad que sustenta estas palabras refleja una gran sabiduría y poder. El principio teológico que la gracia edifica sobre la naturaleza, vale de modo particular para las gracias del matrimonio. Estas gracias, para los esposos que recurren a ellas, activarán e impregnarán todas las expresiones genuinas del verdadero amor conyugal y familiar.

            Un modo sintético de encapsular el problema de nuestro mundo moderno sería decir que quiere la felicidad a base de recibir y no de dar; lo que hace violencia a las normas básicas del vivir humano. En último análisis, no podemos ni debemos pasar por alto el hecho que la felicidad - también la felicidad que ofrece el matrimonio - no es posible sin generosidad y sacrificio. El Beato Josemaría solía decir que la felicidad "tiene sus raíces en forma de Cruz" (cf. Forja, n. 28). Es la regla y la aparente paradoja del Evangelio: sólo "perdiéndonos" y dándonos - la esencia del amor - podemos empezar a encontrarnos y, aún más que encontrarnos a nosotros mismos, encontrar la felicidad para la que estamos hechos.

La nueva armonía entre los fines del matrimonio

             Durante bastante tiempo, los fines del matrimonio fueron presentados en la enseñanza católica de un modo jerárquico, siendo la procreación el fin principal. El Concilio Vaticano II, que insiste por dos veces que el matrimonio está ordenado por su propia naturaleza a la procreación, no emplea el término "fin primario". En dos de los más importantes documentos del magisterio post-conciliar se ha formulado una visión clara e integrada de los fines del matrimonio. El Catecismo de la Iglesia Católica (no. 2363; cf. no. 2249) declara que estos fines son dos: "el bien de los esposos, y la transmisión de la vida", que es idéntico a lo ya establecido en el nuevo Código de Derecho Canónico del año 1983 (c. 1055). Se nos presentan ambos fines como institucionales, y los dos, si se entienden correctamente, son también personalistas. Más que una jerarquía entre ellos, se pone el acento en su mutua interdependencia e inseparabilidad.

            El Beato Escrivá siempre subrayaba el vínculo estrecho que existe entre los fines del matrimonio, donde se encuentran y caminan juntos el amor divino y el humano. Su comprensión de la conexión entre estos fines aparece en el siguiente pasaje, donde los contempla bajo la prisma no sólo institucional sino también vocacional. "Es importante que los esposos adquieran sentido claro de la dignidad de su vocación, que sepan que han sido llamados por Dios a llegar al amor divino también a través del amor humano; que han sido elegidos, desde la eternidad, para cooperar con el poder creador de Dios en la procreación y después en la educación de los hijos" (Conversaciones, 93).

            "Han sido llamados por Dios"; "han sido elegidos desde la eternidad": nada puede ser tan personal como una vocación divina tal. Y en la finalidad que le atribuye - "llegar al amor divino también a través del amor humano" - difícilmente cabe concebir mejor expresión del contenido esencial del "bien de los cónyuges". Conocer la bondad de Dios, abrirse a esa bondad, ponerse en condiciones para su posesión y eterno goce: en eso radica el destino último y el bien definitivo de cada persona. El bien de los esposos radica en ese combinar y desarrollar toda la capacidad de amar - tanto humana como divina - del marido y de la mujer. El amor humano que procede de, y que lleva a, el amor divino; el amor conyugal que se convierte en amor paternal y en amor familiar; el bien que se propaga en la familia y desde la familia, con todo el poder de Dios, con esa fuerza que salva al mundo.

            Las leyes - las leyes malas, tales como se han legislado hoy en tantas partes - pueden matar el amor, quitándole la vida. Ninguna ley puede devolverle la vida al amor, ni siquiera las leyes buenas, aunque éstas sean necesarias y ciertamente ayudan. No es ni en los Parlamentos, ni en los Tribunales Supremos, ni en las Conferencias de las Naciones Unidas, donde se le devolverá vida al amor; esto se puede lograr solamente al interior de las familias.

            Las parejas casadas necesitan poner en segundo lugar sus intereses puramente personales o individuales, y - juntos - aprender a superar sus diferencias mutuas (o a llegar a convivir con ellas), a perdonar y a olvidar, y a amarse mutuamente, con defectos y todo. Si su amor es sabio y verdadero, no querrán permanecer sólo como una pareja; querrán convertirse en una familia. Y entonces, como padres, necesitarán constantemente elevar sus mentes y corazones - cada uno individualmente, y juntos los dos - a lo que Dios, una vez más a través del Papa, les está proponiendo; a lo que la sociedad y el mundo, sin saberlo, necesitan de ellos; y a lo que sus hijos, también tal vez sin darse cabal cuenta, tienen derecho a esperar de ellos.