Reglas de interpretación
"No parece existir ninguna regla práctica", comentaba un Juez en una Sentencia que hube de revisar recientemente, "para determinar qué tipo de falta de discreción o de incapacidad invalida el consentimiento matrimonial". Se refería, como es fácil desprender, al canon 1095; pero me parecía indebidamente desorientado en cuanto a su interpretación. El mismo canon 1095 propone una regla evidente: tales "handicaps" pueden invalidar sólo si se refieren a los derechos/obligaciones esenciales del matrimonio. Efectivamente, según el n. 2 del canon, la incapacidad contractual o consensual es imputada a aquellas personas "quienes tienen un grave defecto de discreción de juicio acerca de los derechos y deberes (officia) esenciales del matrimonio que mutuamente se han de dar y aceptar"; y, según el n. 3, a quienes "no pueden asumir las obligaciones (obligationes) esenciales del matrimonio por causas de naturaleza psíquica".
No cabe duda que es ésta una clara regla para la interpretación y aplicación del canon [1]. Con mayor razón podría haberse quejado el Juez a quien me refería del hecho que, mientras el canon habla de los [derechos y] deberes u obligaciones "esenciales" del matrimonio, no especifica cuáles efectivamente han de considerarse entre estas obligaciones matrimoniales. Está claro que la doctrina y, de modo particular, la jurisprudencia han de llenar esta laguna. El mismo Juan Pablo II hizo notar a la Rota, poco después de la promulgación del nuevo Código: "En el nuevo Código... existen cánones de especial importancia para el derecho matrimonial que forzosamente han sido formulados de una manera genérica, y esperan una ulterior determinación, a la cual la sólida jurisprudencia rotal puede sobre todo hacer una aportación válida. Estoy pensando, por ejemplo, a la determinación del "defectus gravis discretionis iudicii", de los "officia matrimonialia essentialia", o de las "obligationes matrimonii essentiales" a los que el can. 1095 se refiere..." (Alocución a la Rota Romana, 26 enero, 1984: AAS 76 (1984) 648))
Sería prematuro afirmar que un consenso universal en el tema existe (aun al nivel rotal); y este estudio no pretende más que aportar unas ideas al deseado proceso de profundización.
Apenas será necesario señalar que el canon no contempla los derechos meramente morales [2], o sea, derechos a los que una persona posee un título moral en conciencia, pero que no gozan de ningún reconocimiento o protección especial de parte de la ley (por ejemplo, los derechos/obligaciones en torno al respeto entre padres e hijos). Contempla los derechos/obligaciones jurídicos: aquellos que se deben en justicia y pueden invocarse ante los tribunales.
Además, no todos los derechos o deberes jurídicos del matrimonio, aunque sean importantes, son necesariamente esenciales en el sentido contemplado por el canon. Los derechos de propiedad son ciertamente importantes, y podrían ser objeto de litigio entre los cónyuges; pero no han de enumerarse entre los derechos esenciales a los que el canon 1095 se refiere. En nuestro contexto, los derechos/obligaciones esenciales han de ser aquéllos que alcanzan tan fundamentalmente la esencia del matrimonio que, si falta la capacidad de comprenderlas intelectualmente o de asumirlas mínimamente, se hace imposible un consentimiento efectivo, y un matrimonio no puede absolutamente ser constituido o puesto en existencia. Siendo así que tales obligaciones son las que necesariamente acepta quien emite un verdadero consentimiento matrimonial, parece lógico pensar que, a partir de una consideración del objeto de ese consentimiento, podremos llegar a concretar su naturaleza.
Las obligaciones esenciales han de originarse en el objeto del consentimiento
De nuevo hemos de enfrentarnos con algunas dificultades, ya que el Código de Derecho Canónico del año 1983 nos brinda, en el canon 1057, § 2, una nueva formulación del objeto del consentimiento; muy distinta de la correspondiente del Código de 1917, y cuya significación o contenido no han sido todavía adecuada o unívocamente establecidos en la doctrina o en la jurisprudencia.
El consentimiento matrimonial según el antiguo Código era el "acto de la voluntad por la que cada parte da y acepta un derecho perpetuo y exclusivo sobre el cuerpo, para actos que por sí son aptos para la generación de la prole" (c. 1081, § 2). Aquí el consentimiento tenía por objeto la donación de un derecho concreto: el "ius in corpus".
El canon 1057, § 2 del nuevo Código describe el consentimiento en términos muy diferentes: el "acto de la voluntad, por el cual el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio". Aquí, como parece, el objeto del consentimiento son las partes mismas: su mutua donación y aceptación.
Por tanto, en el Código del 1917, el consentimiento implicaba una "traditio iuris". En el del 1983, implica más bien una "traditio suiipsius": el objeto ahora es la donación de uno mismo. Ahora bien, un don verdadero significa el traslado, del que da al que recibe, del derecho de propiedad sobre lo que es dado. Pero es obvio que cada esposo no traslada la propiedad de su persona al otro. Está claro, por tanto, que el concepto del "don de sí" no puede entenderse en un sentido totalmente literal. Hay que profundizar en la búsqueda de una comprensión mejor de lo que aquí es presentado.
Dentro de los términos del derecho vigente hasta 1983, la jurisprudencia cuidaba de no hablar de una "traditio corporis" - una entrega del cuerpo - , sino de una "traditio iuris": la entrega de un derecho, concretamente de un "ius in corpus", un derecho sobre el cuerpo. Si el consentimiento matrimonial no convierte a un cónyuge en propietario del cuerpo del otro, aún menos le confiere la propiedad de la persona del otro. Parece por tanto que la noción de la "traditio personarum" ha de ser jurídicamente transmutada en la de la entrega de un "ius in personam": un derecho sobre algún elemento personal tan propio del individuo, tan "representativo" de él, que su "traditio/acceptatio" constituye el don conyugal de sí, mensurable en términos jurídicos.
Siguiendo la doctrina de Santo Tomás de que el objeto del consentimiento matrimonial de la mujer no es tanto su marido, como la unión conyugal con él (y de modo semejante el consentimiento del marido es a la unión conyugal con su mujer) (Suppl., q. 45, art. 1), podemos sugerir que lo que se intercambia en el consentimiento es un derecho sobre los aspectos o atributos conyugales de la persona; o sea, sobre su sexualidad conyugal y complementaria. Ahora bien, está claro que hay que profundizar más para concretar lo que es realmente específico al don de la sexualidad conyugal, y lo identifica como tal; y por qué razones puede legítimamente constituir un "don de sí".
Afirmaciones tales como, "Te doy mi masculinidad... Te doy mi femineidad..." por carecer de concreción, no son susceptibles de un análisis jurídico; se quedan al nivel de sencilla metáfora o de poesía. Hay una afirmación, sin embargo - "Te doy mi poder procreativo" - que no tiene nada de meramente metafórico. Conceder a otra persona un derecho sobre el propio poder procreativo tiene un carácter totalmente concreto, que se puede de hecho valorar o medir en términos jurídicos. El don de la procreatividad, de modo particular, posee una singular capacidad para expresar el don de sí, y el deseo de unión con el propio cónyuge. Representa efectivamente el primer elemento que especifica de verdad y distingue el objeto del consentimiento matrimonial. Un análisis personalista se impone aquí; tendrá que bastar una breve referencia a una tesis que he desarrollado más ampliamente en otro lugar ("Matrimonial Consent and the «Bonum Prolis»": Monitor Ecclesiasticus 114 (1989-III), pp. 397-404; "Procreativity and the Conjugal Self-Gift": Studia Canonica 24 (1990), pp. 43-49).
Un análisis personalista
Los enamorados no sólo consideran que su amor es sin par, pero quieren darle una expresión única. Nada hay que tan singularmente exprese su amor y unión conyugales como su hijo, y el acto por el que, en virtud precisamente de su orientación procreativa, se hacen "una carne". La procreatividad, por tanto, lejos de ser mera "biología", como se afirma a veces, pertenece a las aspiraciones más íntimas del amor humano y al deseo de la unión esponsal; por consiguiente, es eminentemente personalista. De hecho, en una comprensión verdaderamente humana de la conyugalidad, la visión personalista y la procreativa no están en oposición sino más bien inseparablemente conectadas. La disposición de hacer participar a otro en el propio poder procreativo, personaliza la relación marital en una forma que no logra hacer ningún otro acto. Demuestra que cada esposo es realmente único a los ojos del otro, porque cada uno está dispuesto a compartir con el otro, y con nadie más, ese singular poder que se actualiza en la unión de las complementariedades procreativas.
"Lo que constituye el acto conyugal en una relación y una unión singulares no es la participación en una sensación, sino la participación en un poder: un poder físico y sexual que es extraordinario precisamente por tener una orientación intrínseca a la creatividad, a la vida. En una auténtica relación conyugal, cada esposo dice al otro: «Yo te acepto como no acepto a nadie mas. Tú eres único para mi, y yo para ti. Tú, y tu solo, eres mi marido; tú sola eres mi mujer. Y la prueba de tu singularidad para mi es el hecho de que contigo - y solo contigo - estoy dispuesto a participar en este poder divinamente dado y orientado a la vida»." (C. Burke: Felicidad y Entrega en el Matrimonio, Rialp, 1990, p. 45)
Efectivamente el "bonum prolis" puede y debe ser reinterpretado en clave personalista, viéndose así que el don recíproco de la procreatividad conyugal expresa de modo singular el mutuo "don de sí" característico del consentimiento matrimonial. Una breve consideración del "bonum fidei" y del "bonum sacramenti" puede ilustrar cómo estos "bienes" tradicionales son también elementos esenciales de la auto-donación conyugal, objeto del consentimiento entre los esposos.
Lo que implica el "sese tradere" matrimonial es el don de la plenitud de la sexualidad esponsal; y no puede ser pleno a no ser que, a parte de mantenerse abierta a la vida, sea exclusiva y permanente. En otras palabras, si el don de la sexualidad ha de ser verdaderamente humano y conyugal, debe caracterizarse por los elementos o propiedades de la unicidad y la indisolubilidad también (cf. Gaudium et Spes, 48).
Un don de sí temporal - por un día o por cinco años - no es un auténtico don de sí; reviste al máximo el carácter de un préstamo. Quien da un préstamo, retiene su derecho sobre él, y de este modo puede reclamarlo. No lo da efectivamente. Sólo cabe hablar de un don verdadero cuando éste es irrecuperable; o sea, cuando existe una donación que no se puede reclamar (cf. Familiaris Consortio, n. 11: AAS 74 (1982) 92).
En efecto, no hay término medio entre permanente y transitorio. No hay elección intermedia entre la duradera e irrompible relación del matrimonio, y lo que no es más que una "liaison" sexual temporánea; entre el cónyuge a quien uno se da por toda la vida, y el partner sexual, cambiable a voluntad. Si la norma para el consorcio sexual humano es que se puede no solamente entablar sino también romper cuando una u otra parte decida, entonces el "matrimonio" no tiene especial sentido. Es una forma que confiere "legalidad" a alianzas transeúntes; pero no existe ninguna razón - más allá de la observancia social - por la que una pareja debe respetarla, o por la que no les es lícito preferir permanecer en una relación no-formalizada.
La unidad-exclusividad conyugal deriva de la misma lógica, correspondiendo igualmente a la naturaleza del amor humano. El «yo» es indivisible e irrepetible. Por consiguiente no es posible darse a varias personas contemporáneamente ; sólo es posible darse a una. "Te doy mi yo" es la afirmación que caracteriza la conyugalidad. Pero si uno de los esposos se propone hacer el mismo don de su «yo» conyugal también a otras personas - si se propone dividir su conyugalidad - , entonces es al máximo una parte de su «yo» conyugal el que da a cada una.
Podríamos resumir estas consideraciones del modo siguiente: la auto-donación, objeto del consentimiento matrimonial, consiste en el don de la sexualidad conyugal; y este don: a) no sería sexual - no actualizaría la sexualidad participada y complementaria - si no estuviera abierto a la vida; y, b) no sería conyugal si no fuera exclusivo y permanente. Es decir, la auto-donación matrimonial - la "traditio coniugalis" - significa la donación de la propia sexualidad, en su concreto aspecto procreativo, hecha de modo permanente y exclusivo.
Los «bona» agustinianos, una primera fuente de obligaciones esenciales
Nuestro análisis, por tanto, al aplicar el personalismo del Concilio Vaticano II y de Juan Pablo II, señala una línea de continuidad con la tradición. La procreatividad, la exclusividad, y la indisolubilidad - los "bienes" agustinianos - definen la esencia de la entrega conyugal. Y el objeto del consentimiento matrimonial - la auto-donación de los esposos - es especificado por lo tanto por estas tres características o propiedades del matrimonio.
Si hay que buscar las obligaciones esenciales del matrimonio en el objeto (jurídico) del consentimiento matrimonial - es decir: de aquello a lo que los cónyuges necesaria y constitutivamente consienten - parece que hemos alcanzado ahora una posición más certera desde la que podemos enunciar (al menos en plan de primera aproximación) cuáles son estas obligaciones: son las que necesariamente derivan de los «bona» agustinianos, que se cuentan "inter essentialia matrimonii" (cf. c. Felici, Jan. 18, 1955, RRD, vol. 47, p. 54).
Da la impresión que aquí pisamos terreno bastante firme, ya que está claro que el matrimonio no puede cobrar existencia sin la inteligencia básica y la aceptación libre de lo que estos tres «bona» fundamentalmente implican, o sin la capacidad para asumirlo. Como leemos en una Sentencia coram Pinto del 8 de julio de 1974: "No hay que perder de vista que no cualquier defecto basta para declarar nulo el matrimonio; ha de ser tan grave como para incapacitar al contrayente para hacer una elección libre o para asumir las obligaciones esenciales de los tres «bona»" [3]; y asimismo en otra del 3 de julio del 1979 coram Pompedda: "No es suficiente cualquier defecto de equilibrio o de madurez para inducir la nulidad del consentimiento matrimonial; sólo lo puede hacer un defecto tal que haga el contrayente incapaz de una elección libre o de asumir las obligaciones esenciales, concretamente los tres bienes del conubio" [4].
Sobrepasaría nuestro propósito actual hacer un examen detallado de los casos prácticos en los que un grave defecto de discreción acerca de las obligaciones esenciales que derivan de los tres «bona», o una incapacidad para asumirlas, incapacita una persona para el válido consentimiento matrimonial. Nos interesa en cambio insistir que cualquier declaración de nulidad exige la prueba no sólo - como el Papa ha subrayado - de que la supuesta anomalía psíquica era grave (en el momento de las nupcias), sino también que incapacitó a la persona con relación a algún derecho u obligación esencial del matrimonio.
Normalmente una psicosis es considerada grave en sí. Pero, se debe probar no sólo que la condición psicótica era presente en el momento de las nupcias, sino también que causó una incapacidad con relación a alguna obligación matrimonial esencial. Si se trata de satiriasis o de ninfomanía (prescindiendo de cómo se clasifican), y se demuestra que la presunta condición era realmente presente, entonces se puede dar la incapacidad por probada. En el caso de una personalidad paranoica, sin embargo, no parece que se siga lo mismo necesariamente. Un hombre podría poseer un profundo sentido paranoide de ser dañado o explotado por personas que no tienen nada que ver con su vida matrimonial o familiar (asociados profesionales o competidores de negocios, por ejemplo). Será sin duda motivo de no poca contrariedad para la mujer, en cuanto le manifieste sus suspicacias. Pero no es evidente que la condición haga referencia a - y menos aún que incapacite para - alguna obligación esencial del matrimonio [5]. Y parece que se debería afirmar lo mismo de otras desórdenes de personalidad - de tipo histriónico, narcisístico, dependiente, etc. - que no son infrecuentes.
Esto es tanto más verdad si se trata de patologías psíquicas menos graves, tales como lo son en general las neurosis. Síntomas de una neurosis moderada, como ofrecen a menudo personas que sufren de un cierto grado de histeria, ideas obsesivas, comportamiento compulsivo, etc., no pueden razonablemente tomarse como base para una sentencia de nulidad. No logran satisfacer ni el requisito de gravedad, ni el de relevancia a alguna obligación matrimonial esencial (cf. coram Burke, Sentencia del 18 junio de 1990, n. 9, en Forum, 1992-I, pp. 103-104).
Obligaciones esenciales y los fines del matrimonio
Sin querer profundizar ahora en esto, pasamos a otro punto importante que merece consideración. Los derechos/obligaciones esenciales derivan de la esencia del matrimonio, y de todo lo que esté necesariamente conectado con la esencia, tal como las propiedades esenciales; pero - a mi entender - no derivan de los fines [6]. Como leemos en una Sentencia coram Raad, del 14 de abril del 1975: "hay que tener en cuenta que los fines del matrimonio o de la parte contrayente no constituyen elementos esenciales del objeto del consentimiento, al contrario de lo que algunos autores y jueces piensan. Su argumento es que quien es incapaz del fin, es incapaz de contraer matrimonio y de prestar consentimiento válido. Para refutar esta teoría basta recordar el can. 1068, § 2: "la esterilidad no dirime ni prohibe el matrimonio". Lo que se afirma del fin principal del matrimonio, a fortiori puede afirmarse de los demás fines" ("animadvertendum est fines matrimonii vel contrahentis, elementa essentialia obiecti consensus non constituere, aliter ac quidam auctores et iudices putant. Qui, contendunt, est incapax finis, est incapax matrimonium ineundi et consensum validum eliciendi. Satis est ad hanc theoriam confundendam commemorare can. 1068 § 2: «Sterilitas matrimonium nec dirimit nec impedit». Quod de fine principali matrimonii dicitur, a fortiori de aliis finibus dici potest": RRD, vol. 67, p. 243.).
Ya que los fines del matrimonio caen fuera de su esencia, no me parece correcto querer determinar los derechos/obligaciones esenciales en función de estos fines; más bien han de determinarse en función de la esencia, y de sus propiedades esenciales (que sí entran en la esencia, en cuanto describen aspectos de la misma). Por esto opino que no se puede con propiedad individuar los derechos/obligaciones jurídicamente esenciales con referencia al «bonum coniugum». El matrimonio se ordena en efecto tanto al "bien de los cónyuges" como a la procreación/educación de la prole (c. 1055, § 1). Pero si, como observa Raad, una incapacidad para generar efectivamente no invalida el matrimonio, tampoco - así parece - lo hace una incapacidad para alcanzar el «bonum coniugum» [7]. Se adquiere el derecho a lo que la otra parte debe dar; no a lo que el matrimonio mismo puede donar o no, porque este último don depende no sólo de los esposos sino en definitiva de Dios. A veces el plan divino para el bien de los cónyuges comporta una unión sin hijos; y no raramente parece implicar una en la que diferencias caracteriales entre los esposos pueden deshacer el matrimonio, a no ser que ellos recurran a la oración y al sacrificio para aprender a entenderse y a llevarse bien. El resolver esta cuestión (que el espacio no nos permite proseguir aquí) depende necesariamente de cómo se entienda el «bonum coniugum», tema del que he hecho cierto examen en otro lugar ("The «Bonum Coniugum» and the «Bonum Prolis»; Ends or Properties of Marriage?": The Jurist, 49 (1989):2, pp. 705-709; "El «bonum prolis» y el «bonum coniugum»: ¿fines o propiedades del matrimonio?": Ius Canonicum 29 (1989), pp. 712-717).
Si la efectiva procreación no es una obligación esencial del matrimonio, ¿no habría de afirmarse lo mismo - a fortiori - en cuanto a la educación? Por mi parte me inclino a abrazar la opinión según la cual la educación de los hijos es una obligación radicada directamente en la paternidad más que en el matrimonio. Desde luego es opinión común que la educación de la prole es un efecto del matrimonio, más que una de sus obligaciones esenciales [9]. Sea esto como fuere, es sin duda difícil medir la extensión de esta obligación en términos jurídicos. Existen otras dificultades: por ejemplo, ¿debe mantenerse que un hombre sentenciado a pena de muerte, o quien sufre de una enfermedad de la que con toda certeza morirá dentro de pocos meses, no puede prestar válido consentimiento ya que será incapaz de participar en la educación de cualquier hijo que pudiera nacer de esta breve unión conyugal?
"Consortium/communio vitae"
Entiendo la opinión que querría encontrar una procedencia más amplia que sólo los tres «bona», para los derechos/obligaciones esenciales contemplados en el c. 1095. Y también miro con simpatía el deseo de hallar tal fuente en el «consortium totius vitae» o la «communio vitae et amoris». Pero me parece que, en cuanto se intente asentar la base jurídica sobre la que estos conceptos podrían, "per se", originar derechos/obligaciones esenciales, graves dificultades se imponen.
¿No podemos afirmar que una incapacidad para establecer el «consortium totius vitae» invalida el consentimiento? Pienso que sí; pero no estoy seguro de que se trate de un cabo de nulidad "autónomo"; i.e. que posee un contenido realmente distinto de lo que abarcan los tres «bona». El «consortium totius vitae», por cuanto tradicional como descripción del matrimonio, poco dice a modo de definirlo, a no ser que se califique el «consortium» o la "vida" de la que se trata, con el adjetivo "conyugal". Un «consortium» homosexual, para toda la vida, podría darse; y sin embargo no constituiría el matrimonio. Lo que es esencial en el «consortium» es la conyugalidad; y lo que es esencial en la conyugalidad es abarcado por los «bona».
Por tanto, si no puede ponerse en duda que la capacidad para la aceptación del «consortium totius vitae [coniugalis]» sea esencial para la válida constitución del matrimonio, esto, sometido a un análisis jurídico, significa sencillamente que debe existir una capacidad para la aceptación del matrimonio (con el que es sinónimo el «consortium totius vitae») en aquellos principios que caracterizan su esencia: es decir, los tres «bona», porque en ellos están expresadas las características absolutamente necesarias de la "común suerte" (el «con-sors») que los esposos comparten y que han de ser capaces de - y dispuestos a - compartir [10].
Hay que reconocer, por desgracia, que el valor personalista de los «bona» ha sido relegado a la oscuridad, en el uso canónico, a lo largo de los siglos; lo que convierte en tarea urgente el volver a descubrirlo. Si se quiere ver estos «bienes» de nuevo bajo el prisma personalista, hay que superar la tendencia a tratar el aspecto "institucional" y el "personalista" como si estuvieran necesariamente en oposición (cfr. el estudio del autor "El Matrimonio: ¿Comprensión Personalista o Institucional?": Scripta Theologica 24 (1992), 569-594). Los «bona», como hemos procurado señalar antes, se refieren a unas expresiones singulares de la mutua entrega personal. Son de hecho los primeros elementos que personalizan la institución del matrimonio. Nada, insistimos, subraya tanto la singularidad y la envergadura de la auto-donación conyugal como el hecho de ser el don del poder procreativo personal, hecho a otra persona en una unión exclusiva y de por vida.
Esto nos puede ayudar en el examen de otra tesis: que una ulterior fuente de derechos/obligaciones esenciales puede derivarse del concepto de la «communio vitae».
La Sentencia rotal coram Anné, de 25 de febrero del 1969, sugirió que el objeto del consentimiento matrimonial debería incluir no sólo el «ius in corpus» (escribía por supuesto bajo el antiguo Código), sino todavía otro derecho esencial: el «ius ad vitae communitatem vel communionem» (RRD, vol. 61, p. 183). La propuesta, si se somete a un análisis adecuado, parece insustancial, por la misma razón que acabamos de señalar al hablar del «consortium». Un derecho a la "comunión de vida", en nuestro contexto, sólo puede significar un derecho a la comunión de la vida conyugal. Pero entonces la propuesta de Anné quiere sencillamente decir que el consentimiento al matrimonio origina un derecho a la vida matrimonial, lo que, siendo obvio, apenas añade algo a nuestros conocimientos. Resulta difícil descubrir cualquier entidad autónoma a este derecho tal como viene propuesto, o comprender de qué modo el reconocerlo podría constituir un verdadero progreso en la comprensión jurídica del objeto del consentimiento matrimonial.
La posterior historia del "derecho", como fue propuesto por Anné, parece confirmar esto. De modo particular en los años '70 y en los primeros '80, algunas tendencias jurisprudenciales y canónicas plantearon el derecho a la "comunión de vida" o a "la íntima comunión de personas", como un derecho - nuevo y esencial - del matrimonio, y abogaron vigorosamente por su incorporación al Código de Derecho Canónico, ya en fase de revisión. El debate originó la notable Sentencia de la Signatura Apostólica del 29 de noviembre del 1975. El "Turnus" especial de cinco Cardenales (con el Cardenal Staffa como Ponens) abordó un largo examen a la noción del "ius ad communionem vitae", y concluyó que significa esencialmente el "ius ad individuam unitatem vitae sexualis" (cf. Periodica, 66 (1977), p. 310); o sea, el derecho a la exclusividad en el aspecto unitivo de la vida sexual. De manera que no añade nada a los derechos abarcados pos «bona», en particular por el «bonum fidei» y el «bonum prolis».
A pesar de la Sentencia de la Signatura, el supuesto «ius» fue en un momento incluido de hecho en un esquema para uno de los cánones del nuevo Código. Al final, sin embargo, fue omitido porque, como resulta de las Actas de la Comisión Pontificia encargada de la revisión, se le consideraba equivalente al «matrimonium ipsum» y por tanto redundante (cf. Communicationes, 1977, p. 374; 1983, pp. 233-234). En otras palabras, el «ius ad communionem vitae» sencillamente significa un «ius ad matrimonium». Una Sentencia del 31 de enero 1976 coram Lefebvre sostiene que el «ius ad vitae communionem» "no es independiente del derecho al acto conyugal con sus propiedades esenciales, sino que significa más propiamente e indica todo esto en el contexto de lo que este derecho abarca: i.e. la ordenación a la prole, la perpetuidad y la exclusividad" [11]. Da la impresión de que los juristas en general están aceptando la lógica de este análisis, ya que se hace menos frecuente hoy en día encontrar a alguno que proponga el «ius» seriamente como algo con entidad independiente.
Un "derecho" a una "comunión de vida" es tan atrayente como es amplio y vago. Para cualquier finalidad jurídica práctica, parece inútil proponer tal derecho como "esencial" o "constitutivo" del matrimonio, a no ser que se especifique su contenido. Y aquí siempre se han encontrado dificultades. Lo indudablemente atrayente del concepto nunca ha podido compensar su no menos indudable vaguedad. En la práctica, todos los intentos de darle sólido cuerpo jurídico parecen haber fracasado.
Mons. Anné mismo, en su Sentencia del 1969, calificó de «onus difficillimum» la tarea de definir lo que se precisa en términos jurídicos para esta «communio vitae»: "es una tarea sumamente difícil definir y explicar acertada y exhaustivamente lo que - desde el punto de vista jurídico - se requiere para la sustancia de esta relación y comunión de vida..." [12]. De esto trató una posterior Decisión de la Signatura Apostólica del 17 de octubre del 1972. Después de expresar serias dudas sobre si el «ius ad communionem vitae» podría considerarse como constitutivo del matrimonio, con independencia de los derechos abarcados por los tres «bona», la Decisión prosiguió: "Pero aunque el derecho/deber por cuanto refiere a la comunión de vida fuese propio del matrimonio - en cuanto derecho/deber distinto de los derechos y deberes constituidos por los tres bienes matrimoniales - , haría falta definir de modo muy claro cuáles son los elementos constitutivos de este derecho y deber; y esto es algo que la doctrina y la jurisprudencia no han logrado todavía" [13].
No deja de ser verdad que algunos autores, sin desanimarse ante este «onus dificillimum», no han dudado en hacer una lista de elementos que consideran esenciales para la «communio vitae», proponiendo que el consentimiento matrimonial confiere un estricto derecho a cada uno, de tal modo que una persona incapaz de vivir o donarlos es incapaz de un consentimiento verdadero y válido. Los elementos sugeridos incluyen: "El amor oblativo"; "Responsabilidad para establecer la amistad conyugal"; "Madurez de comportamiento personal a través de los acontecimientos ordinarios de la vida diaria"; "Estabilidad de conducta y capacidad de adaptarse a las circunstancias"; "Delicadeza de carácter y buena educación en las relaciones mutuas", etc. [14]
No cabe duda que tales elementos son altamente deseables en la vida conyugal, y que su presencia contribuye notablemente a su éxito y felicidad, lo mismo que su ausencia puede llevar a la infelicidad y al fracaso. Tampoco cabe duda de que la persona que posee estas cualidades de modo estable ha ya alcanzado un alto grado de madurez psicológica. Pero, ¿es así que sólo aquellos que hayan logrado tal grado de desarrollo psicológico son capaces de un consentimiento matrimonial válido? Esta es la cuestión. En otras palabras, ¿es así que el consentimiento confiere un derecho jurídico y constitutivo de encontrar una madurez tan global en el otro cónyuge? Parece que, si fuera realmente así, muy pocos matrimonios podrían tenerse por válidos. Aquí es muy fácil incurrir en el error contra el que quiso prevenir el Romano Pontífice, en su Alocución a la Rota en el 1988, de juzgar "de acuerdo no con la capacidad mínima suficiente para el consentimiento válido, sino con el ideal de aquella plena madurez que tanto influye en la felicidad de la vida conyugal" (AAS vol. 80 (1988) 1183).
No sólo la comprensión cristiana, sino cualquier visión antropológica auténtica, contempla el matrimonio como punto de partida más que como punto de llegada. La madurez requerida para el consentimiento válido es propiamente el de aquellos que emprenden la vida adulta, no de los que han alcanzado ya la plenitud ideal del desarrollo humano. Como se lee en la Sentencia coram Pompedda del 3 de julio del 1979 ya citada: "El matrimonio no puede considerarse como la coronación de la madurez ya alcanzada, sino como un paso más en el proceso por el que se va logrando una madurez mayor" (loc. cit.). El canon 1095 habla de (grave) defecto de discreción, no de (mero) defecto de madurez; es una diferencia, pienso, de la que es importante tomar nota.
Una Sentencia debe especificar las obligaciones esenciales de las que se trata
La relación marital ciertamente implica otras muchas obligaciones - morales - , importantes desde luego para la plenitud de la vida conyugal pero no esenciales para su constitución jurídica. Una gran dificultad, o incluso lo que puede parece una radical incapacidad, para cumplir con tales obligaciones - como podría ser, por ejemplo, la incapacidad para controlar su temperamento que siente una persona irascible - no invalida el matrimonio. Como se lee en una decisión coram Di Felice, del 12 de diciembre de 1970: "Lo que los esposos deben dar y aceptar cuando expresan el consentimiento matrimonial son los derechos esenciales a la vida conyugal, no sus particularidades accidentales... Por lo tanto, si no están en condiciones de comprender rectamente y de escoger libremente, no los derechos y obligaciones del matrimonio, sino sólo el modo justo de actuar en las circunstancias que sobrevienen al matrimonio y ocurren más tarde en su vida conyugal, ciertamente pueden prestar un válido consentimiento para el matrimonio" [15].
La imprecisión jurídica de la expresión "comunidad de vida", e incluso "comunidad conyugal de vida", significa que su empleo en casos relacionados con el c. 1095 es poco útil, a no ser que en el contexto se haya claramente analizado o especificado los elementos esenciales de la conyugalidad. Es de rechazar - como demasiado vaga y por tanto inadecuada en cuanto base para una sentencia de nulidad - una simple conclusión de que "algún" desorden se hallaba presente que "impedía la misma posibilidad de que la comunidad conyugal de vida se actuase". En las causas que vierten sobre una presunta incapacidad los Jueces deben exigir, y los Abogados deben hacer constatar, la naturaleza específica de la obligación matrimonial esencial a la que la supuesta incapacidad se refiere. "Para evitar que las sentencias de nulidad matrimonial, por incapacidad de cumplir las obligaciones conyugales en virtud de alguna enfermedad o anormalidad psíquica, lleguen a ser tan vagas que cubran todos los matrimonios que hayan resultado infelices, deben asentar claramente la obligación de la que se trata y, una vez que esto esté claro, por qué se juzga que esta supuesta enfermedad o anormalidad ha imposibilitado el cumplimiento de tal obligación" [16].
No es infrecuente leer frases como, "El Tribunal ha alcanzado una certeza moral de que el demandado no ejerció suficiente discreción de juicio cuando dio su consentimiento". Una vez más esto carece de la especifidad necesaria para justificar una sentencia de nulidad, que siempre debe señalar la obligación esencial a la que el grave defecto de discreción o la incapacidad para asumir se refería.
En la esfera de las íntimas relaciones corporales existen desde luego unos derechos/deberes esenciales. La incapacidad física para tales relaciones invalida el consentimiento. No parece, sin embargo, que unas anomalías cuyo efecto es sencillamente hacer que la relación marital sexual sea más difícil pueden invalidar el consentimiento por razones de incapacidad. Tal podría ser, por ejemplo, el caso del trasvestismo: la tendencia o compulsión a vestirse con vestidos del otro sexo, sobre todo en el momento de buscar la cópula. Tales anomalías derogan el "bene esse" de la relación marital, pero no de una manera radical su "esse". La jurisprudencia, volvemos a insistir, se ocupa de lo que se podría denominar la "esencia válida" del matrimonio, no de su "esencia ideal" (cf. c. Burke, Sentencia del 13 de junio 1991). Podríamos de nuevo recordar las palabras del Romano Pontífice a la Rota en el año 1987: "Para el canonista, el principio debe permanecer claro que solamente la incapacidad, y no la mera dificultad, para prestar el consentimiento, hace inválido el matrimonio" (AAS vol. 79 (1987) 1457).
Para ser esenciales, parece que los derechos/obligaciones necesariamente han de ser comunes o recíprocos (como ciertamente lo son los que derivan de la unidad, la procreatividad y la permanencia). Puede dudarse por tanto si una obligación como la administración doméstica - "pagar las cuentas", etc. - haya de tenerse por esencial. Será desde luego importante para la vida conyugal, pero existen serias dificultades para considerarlo como deber esencial, dentro de los términos del c. 1095; sobre todo porque no es en sí una obligación común, ya que nada impide que sea responsabilidad del marido en un matrimonio, y de la mujer en otro.
La interpersonalidad
El c. 1095 refiere tanto el grave defecto de discreción como la "incapacitas assumendi" a las obligaciones esenciales del matrimonio. Hay que medirlos por tanto con relación a la institución del matrimonio, y no al partner concreto que una persona haya escogido como esposo. Para medir la capacidad de apreciar o de asumir las obligaciones "per se" del matrimonio, cabe establecer algunos criterios jurídicos aceptables. No cabe establecer ninguno para medir la capacidad de una persona de acertar en la elección de un partner concreto, o de lograr vivir una vida conyugal feliz con él o ella. Se puede razonablemente pedir a los Tribunales que juzguen sobre la capacidad "persona-institución" porque, aun cuando la tarea ciertamente es delicada, los parámetros que les guiarán son las constantes de la naturaleza humana y los aspectos esenciales de la más natural de las instituciones humanas: es decir, la base principal para su decisión viene proporcionada por elementos objetivos (cf. c. Pompedda, 19 de febrero de 1982, RRD, vol. 74, p. 90, n. 9). En cambio, no se les puede razonablemente pedir que juzguen la capacidad "persona-persona", ya que en tal caso todos los elementos con que se cuenta son subjetivos ("Reflexiones en torno al Canon 1095": Ius Canonicum 31 (1991), p. 97)
Aunque me parece enormemente enriquecedora (también para la ciencia canónica) la comprensión "personalista" del matrimonio brindada por el Concilio Vaticano II y por el Papa actual, no estoy tan seguro de hasta qué punto las teorías "interpersonales" nos permiten hacer un análisis jurídico más profundo de la institución matrimonial.
Las relaciones interpersonales son constantes y habituales en la sociedad humana. Cuando están ennoblecidas por el afecto o el amor - como en el caso de la amistad puramente humana o también, en un plano más sobrenatural, de la vida religiosa - permiten muchos grados de "unión" o de "comunión" de vida. El matrimonio constituye una forma singular de tal comunión. Con todo, es evidente que no es la interpersonalidad tanto como la conyugalidad lo que caracteriza el matrimonio, y lo que hay que tomar como criterio para la especificación de los derechos matrimoniales esenciales. Por lo tanto, afirmar que el matrimonio es por definición una relación interpersonal, es afirmar lo obvio pero no lo específico. Además, se corre el peligro de subordinar la conyugalidad a la interpersonalidad, y de este modo de adoptar criterios inexactos para la determinación de las obligaciones que gravan esencialmente sobre la persona que se casa. No es tanto la interpersonalidad de la relación sino su conyugalidad loque hay que someter a análisis jurídico. Si esto no se hace de manera adecuada, una frase como "el derecho a una relación interpersonal esencial" padece de tal vaguedad como para ser virtualmente sin sentido.
Incapacidad relativa
Cuando se aplica las teorías "interpersonales" al matrimonio, se tiende a acentuar la capacidad recíproca de los cónyuges de adaptarse entre sí. De ahí es fácil desarrollar la idea de "incapacidad relativa", y de postular la compatibilidad de temperamento o de carácter, como requisito para el consentimiento válido.
Se tiene el derecho, al casarse, de encontrar ciertas capacidades esenciales en la otra parte (la capacidad, por ejemplo, para una relación fiel de "único cónyuge"); pero no se puede reclamar un derecho a concretas cualidades de temperamento o de disposición. Si no fuese así, se terminaría por hacer depender la validez del matrimonio de la capacidad de una relación fácil y armónica; y de este modo se llega a la "incapacidad relativa", como lo hizo un Tribunal al juzgar que al demandado "le faltaba la dinámica de esa relación interpersonal armoniosa y viable que representa un componente esencial del «consortium omnis vitae»"; o como hizo otro, porque la demandada no poseía "l'aptitude a écouter l'autre, à se dévouer a lui, à le respecter, à lui montrer un minimum d'«affectus maritalis», etc... et enfin à se conduire en adulte cohérent et responsable, en particulier devant les difficultés concrètes de la vie de couple et de parent".
A mi entender, habría que enjuiciar la teoría de la incapacidad relativa también a la luz del no infrecuente fenómeno pastoral de que muchos matrimonios altamente "integrados" se dan entre parejas con caracteres sumamente diversos y hasta aparentemente opuestos, quienes podrían muy bien haber terminado en la "incompatibilidad", a no ser que (en un esfuerzo que evidentemente los llevó a madurar) se hubiesen planteado la opción contraria (lo que también indica que no se puede resolver el «bonum coniugum» en una cuestión de compatibilidad natural, ni mantener que la aparente incompatibilidad es necesariamente enemigo del bien de los cónyuges).
Además, el principio básico del personalismo cristiano tal como es enunciado por el Vaticano II - "el hombre no puede descubrirse verdaderamente a sí mismo, si no es a través de un sincero don de sí" (GS 24) - , recalca que en cualquier relación interpersonal, y a fortiori en el matrimonio, las expectativas de recibir o de ser amado habrían de subordinarse a la norma más verdaderamente cristiana de dar y amar. En otras palabras, cualquier posible "ius ad amorem" debería ponderarse a la luz de la concomitante "obligatio amandi". Pienso que tanto el derecho como la obligación en cuestión ofrecen una notable resistencia a cualquier análisis jurídico.
A nivel rotal, el fautor principal de la teoría de la incapacidad relativa ha sido Mons. Serrano. De acuerdo con la tesis de que el matrimonio es esencialmente un negocio interpersonal, mantiene que para determinar la capacidad no basta examinar las personalidades de las partes, cada una aisladamente. Lo principal es considerar estas personalidades en su mutua interacción; sólo este análisis permite juzgar la capacidad de la partes de establecer la relación interpersonal esencial para el matrimonio.
No encuentro ninguna base sólida en el derecho, ni en la teología o la antropología cristianas, para justificar esta teoría [17]. Remarcando lo que dijimos antes, la incapacidad consensual es incapacidad relativa a los derechos/obligaciones objetivos del matrimonio en su esencia jurídica. Se trata de incapacidad en cuanto al matrimonio considerado esencialmente, en sí, y no existencialmente en cuanto se refiere al partner concreto que se haya elegido [19]. Conviene insistir: la incapacidad consensual se refiere al matrimonio, no al cónyuge; se trata de una incapacidad persona-institución, y no persona-persona.
Parece por tanto que cae fuera de la competencia del derecho juzgar la capacidad moral relativa. En consecuencia, el simple hecho de que una persona se sienta moralmente incapaz de mantener la vida conyugal con el partner concreto que escogió, mientras podría justificar el consejo pastoral de buscar la separación, no ofrecería ningún fundamento jurídico para juzgar como nulo el consentimiento matrimonial.
En un artículo reciente, Mons. Serrano sostiene que la relación interpersonal conyugal es ontológicamente anterior a las cualidades o propiedades - los «bona» - que la cualifican; por consiguiente, si falta la interpersonalidad carece de sentido hablar de los «bona», ya que no puede predicarse propiedades de algo no-existente [20]. Para mí sería preferible enfocar el tema en sentido inverso. La relación conyugal interpersonal no goza de existencia autónoma independientemente de los «bona»; ni puede afirmarse propiamente que esa relación sea anterior a ellos, o que exista "primero"; porque son los «bona» los que la definen y le confieren sustancia. Esto es tan verdad, que la ausencia o exclusión de cualquiera de los «bona» (ex. gr. en el caso de la simulación) hace imposible la constitución de la relación conyugal. Sin los «bona», en otras palabras, carece de sentido hablar de la relación conyugal interpersonal, ya que no puede existir.
Elementos esenciales
En el c. 1101, § 2, ¿qué es lo que cae bajo la frase "essentiale aliquod elementum" ("si uno de los contrayentes, o ambos, excluye con un acto positivo de la voluntad el matrimonio mismo, o algún elemento esencial del matrimonio o una propiedad esencial, contrae inválidamente")? ¿No derivan de aquí algunos derechos/obligaciones esenciales? Ciertos autores han mantenido que la frase se refiere al «ius ad vitae communionem». Como hemos señalado, esto ya no parece aceptable después de que el "ius" ha sido rechazado como tautológico y carente de sustancia. A mi entender, el elemento esencial o los elementos esenciales que se quiere denotar aquí han de abarcar el «bonum prolis» [21], o sea, la procreatividad, en la medida en que no goza generalmente de la consideración de propiedad esencial, que pienso es su denominación correcta ("El «bonum prolis»... Ius Canonicum 29 (1989), pp. 717-722; The Jurist, 49 (1989):2, pp. 709-713).
Para lo que nos ocupa en todo caso, elementos esenciales y derechos/obligaciones esenciales non son lo mismo; los derechos/obligaciones esenciales han de derivarse de los elementos esenciales. Por ejemplo, si se puede decir que la «ordinatio ad bonum coniugum» es en elemento esencial (cf. Communicationes 1983, 221), entonces los derechos/obligaciones que de ella derivan coinciden con los que derivan de los tres «bona» agustinianos. Son éstos que proporcionan la base para definir los derechos/obligaciones esenciales a través de cuyo cumplimiento el matrimonio puede alcanzar sus fines institucionales.
Contra este análisis cabe aducir la dificultad que, mientras abarca la incapacidad procedente de condiciones tales como la hiperestesia sexual (que iría claramente en contra del «bonum fidei»), no parece comprender casos de homosexualidad. ¿No es patente que una condición homosexual incapacita para el matrimonio? La experiencia pastoral sugiere que es éste un tema en el que conviene puntualizar al máximo. Hay manifestaciones más leves de la homosexualidad (como en el caso concreto de trasvestismo al que hemos hecho referencia), y muchas personas, que deberían ser clasificadas como levemente homosexuales en ese sentido, desean el matrimonio y son además aceptadas por su cónyuge, a pesar de las dificultades a las que su condición da lugar. Aquí es donde hay que puntualizar: su condición comporta innegables dificultades - pero no necesariamente una incapacidad - para con las obligaciones esenciales de la vida matrimonial. Concluir a la ligera que todo el que tenga tendencias homosexuales es incapaz del consentimiento matrimonial, podría ser ocasión, al menos potencialmente, de una grave violación de los derechos eclesiales y humanos de muchas personas.
Con esto no queremos sugerir que la nulidad nunca debe declarase por causa de la homosexualidad. Pero, tratándose de un caso en el que uno de los cónyuges descubre en el otro una condición homosexual pre-existente que perturba gravemente el consorcio de vida conyugal, considero que sería casi siempre más exacto y seguro alegar «dolus» (c. 1098), que intentar encajarlo a fuerza bajo el c. 1095, 3.
Conclusión
Como observé al inicio, este estudio no pretende ser más que una sencilla contribución a una investigación que continúa. Obviamente, las reflexiones que he ofrecido piden ser completadas; y, puede ser, corregidas. Con todo, y basándome en el análisis hecho hasta aquí, pienso que, dejando aparte las obligaciones morales que el matrimonio puede originar, el único fundamento seguro del que se pueden derivar sus derechos/obligaciones jurídicos esenciales (constitucionales), a los efectos del c. 1095, es el que ofrecen los «bona» agustinianos: la exclusividad, la procreatividad y la indisolubilidad. Los demás derechos/obligaciones que se suelen proponer, parecen ser o no esenciales o no constitucionales [22]; y, si no, se derivan tan sólo de los tres «bona», de los cuales dependen y a los cuales, en cualquier análisis jurídico estricto, deben ser referidos.
NOTAS
[1] el Papa ha dado otra regla igualmente clara. La incapacidad consensual - provenga bien sea de la inteligencia bien sea de la voluntad - sólo puede darse en presencia de una anomalía psíquica grave: Alocución a la Rota Romana, 1987 (AAS 79, 1457). cfr. C. Burke: "Reflexiones en torno al Canon 1095": Ius Canonicum 31 (1991), pp. 90-93.
[2] cfr. J. Hervada: "Obligaciones esenciales del matrimonio", in Incapacidad Consensual para las Obligaciones Matrimoniales, Pamplona, 1991, p. 24.
[3] "Prae oculis habendum est non quemlibet defectum sufficere ad matrimonii nullitatem declarandam, sed tantum debere esse, qui contrahentem liberae electionis peragendae vel trium bonorum essentialia onera assumendi incapacem reddat": RRD, vol. 66, p. 501.
[4] "Non quivis defectus aequilibrii vel maturitatis sufficit ad inducendam matrimonialis consensus nullitatem: istam inducere tantummodo valet defectus talis qui contrahentem efficiat incapacem liberae electionis vel adsumendi onera essentialia atque in specie tria connubii bona": RRD, vol. 71, p. 388.
[5] Evidentemente se podría llegar a una conclusión distinta si demostrara su condición precisamente en poner en duda, sin base y de modo patológico, la fidelidad de su mujer.
[6] Hervada sostiene lo contrario, aunque encuentra dificultad para asignar categoría jurídica a las obligaciones derivadas del «bonum coniugum», tal como él lo entiende: "Obligaciones esenciales..." loc. cit., pp. 18-39.
[7] El «bonum coniugum» parece quedar mejor clasificado como un efecto del matrimonio, que como una obligación esencial; concretamente como efecto de la observancia de las obligaciones esenciales que comprenden los tres «bona» agustinianos.
[9] "Si è sempre affermato nella dottrina canonistica che l'elemento della educazione della prole, alla quale il matrimonio è pure ordinato, non può essere assunto come essenziale nella categoria di diritti e obblighi essenziali. In verità, anche nel nuovo codice, tale dovere è collocato tra gli effetti del matrimonio (cap. VIII, can. 1136), e non tra le obbligazioni la cui esistenza è enunciata ma non individuata né specificata nel can. 1095 e nel can. 1101, 2" (G. Barberini: "Sull'applicabilità del can. 1095 al tossicodependente" Il Diritto Ecclesiastico 96 (1985), p. 164).
[10] Consultar la decisión de la Signatura Apostólica del 17 de octubre del 1972, que rechaza la tesis que el «ius ad consortium vitae» es distinto de los derechos incluidos en los tres «bona» (Periodica 62 (1973), p. 579); y su Sentencia del 29 de noviembre del 1975, donde concluye que el «consortium vitae», en cuanto esencial al matrimonio, significa sencillamente el aspecto unitivo de la relación sexual conyugal (Periodica 66 (1977), pp. 310-311).
[11] "non est quid independens a iure ad coniugalem actum cum eius essentialibus proprietatibus, sed rectius significat seu denotat ista omnia ratione habita eorum quae illud complectantur scilicet ordinationis ad prolem, perpetuitatis et exclusivitatis": RRD, vol. 68, p. 39.
[12] "onus est difficillimum modo accurato et exhaustivo definire et explicare quid - sub respectu iuridico - requiratur ad substantiam istius «consuetudinis et communionis vitae»..." (loc. cit. p. 184)
[13] "Sed etiam si ius et officium ad communionem vitae essent proprium matrimonii - et quidem uti ius et officium diversum a iuribus et officiis quae tria bona matrimonii constituunt - , definiri accuratissime deberet quaenam sint elementa constitutiva huius iuris et officii, id quod nondum factum est a doctrina vel a iurisprudentia" Periodica 62 (1973), p. 579.
[14] La Sentencia de la Signatura del 29 de noviembre del 1975 criticó estas sugerencia, por inadecuadas (cf. Periodica, 66 (1977), pp. 312-313); lo mismo hizo la Sentencia rotal coram Raad a la cual nos hemos referido antes: RRD, vol. 67 (1975), p. 244-245.
[15] "Iura essentialia enim, non vero determinationes accidentales vitae coniugali, tradere et accipere debent coniuges dum consensum matrimonialem manifestant... Si ipsi igitur quodammodo impediantur, ut recte intelligant et libere eligant non iura et onera matrimonii, sed tantum honestum modum agendi in adiunctis, ex matrimonio consequentibus vel in futura vitae coniugalis consuetudine adventiciis, validum consensum ad matrimonium ineundum certo praestare valent" (RRD, vol. 62, p. 1152).
[16] "Ne sententiae pro nullitate matrimonii ex incapacitate onera coniugalia adimplendi propter morbum vel abnormitatem psychicam adeo vagae eveniant ut cuncta amplectantur connubia quae infelicem nacta sint exitum, necesse est in ipsis aperte significari de quo tandem onere disputetur et, hoc patefacto, cur morbus vel abnormitas de qua agitur impedivisse iudicetur quominus onus illud adimpleri posset" (c. Egan, 14 de enero de 1981: RRD, vol. 73, p. 13).
[17] que de hecho no ha sido recibida dentro de la corriente principal del pensar rotal. Entre otras Sentencias rotales que rechazan el concepto veanse: c. Raad, 14 de abril de 1975 (vol. 69, p. 260); c. Di Felice, 12 de nov. de 1977 (vol. 69, p. 453); c. Lefebvre, 4 de feb. de 1978; c. Agustoni, 20 de feb. de 1979; c. Parisella, 15 de marzo de 1979; c. Bruno, 22 de feb. de 1980 (vol. 72, p. 127); c. Fiore, 27 de mayo de 1981 (vol. 73, pp. 314-317); c. Pompedda, 19 de feb. de 1982 (vol. 74, p. 90); c. Egan, 19 de julio de 1984 (vol. 76, p. 471); c. Stankiewicz, 24 de oct. de 1985, (vol. 77, pp. 448ss); c. Ragni, 24 de mayo de 1988, n. 5; c. Burke, 22 de julio de 1991, nos. 7-8.
[19] Mons. Pinto sostiene que la discreción necesaria para la validez significa la deliberación acerca de los derechos/obligaciones esenciales "non in abstracto sed in casu concreto considerata" (22 de nov. de 1985: vol. 77, p. 538). Esto no me parece lógico. La imprudencia o la irresponsabilidad al casarse con una persona concreta no puede elevarse a nivel de un defecto invalidante de discreción acerca de las obligaciones matrimoniales esenciales. cf. c. Colagiovanni, 11 de dic. de 1985 (vol. 77, p. 571).
[20] "La consideración existencial del matrimonio en las causas canónicas de nulidad por incapacidad psíquica" Angelicum, vol. 48 (1991), p. 177.
[21] que ésta fue la mente de la Comisión Pontificia parece deducirse del hecho que la frase "essentiale aliquod elementum" viene a sustituir el "omne ius ad coniugalem actum" del c. 1086 del antiguo Código.
[22] es decir, se refieren, como notamos antes, no a lo que es esencial para el "esse" de la vida matrimonial, sino sencillamente a lo que es de desear para su "bene esse".