Decreto del 11 junio, 1992 (Nulidad de sentencia / Nueva proposición)

[Versión inglesa: Studia canonica, 26 (1992), 490-496] (Traducción: Tribunal Metropolitano de Bogotá)

I. HECHOS:

            1. La sentencia del 30 de abril de 1991 del Tribunal de X, que declaró la nulidad del matrimonio celebrado el 20 de julio de 1963 entre CW y MP, fue confirmada cuatro días después, esto es, el 3 de mayo de 1991, por el Tribunal Interdiocesano de Apelaciones. El 22 de mayo del mismo mes, el demandado presentó querella de nulidad insanable contra la sentencia por denegación del derecho de defensa (c. 1620, 7). El Presidente-juez del Tribunal de Apelaciones, mediante carta fechada el 4 de junio de 1991, rechazó la querella sin trámite judicial alguno. La demandada apeló al Supremo Tribunal de la Signatura Apostólica quien, mediante decreto del 29 de noviembre de 1991, determinó que el caso debía encomendarse a la Rota Romana, para que examinara la querella de nulidad y - en el caso de que se estableciera la nulidad de la sentencia o sentencias - juzgara el mérito de la causa en primera o segunda instancia, y asimismo, si fuere necesario, considerara la petición de una nueva proposición de la causa.

II. EN DERECHO:

            2. El Concilio Vaticano II se caracterizó por su particular insistencia en los derechos y la dignidad de la persona humana. Así, la Constitución sobre la Iglesia en el mundo moderno habla de "la excelsa dignidad de la persona humana, de su superioridad sobre las cosas y de sus derechos y deberes universales e inviolables" (GS, 26). Esta viva consciencia de la dignidad, derechos y deberes de cada uno de los fieles marcó las reformas postconciliares, que, además, fueron asumidas en la revisión del Código de derecho canónico. El prefacio del Código de 1983 recuerda cómo los Principios orientadores para el trabajo de la revisión, aprobados por los Obispos en Sínodo de 1967, incluyen lo siguiente: "En razón de la fundamental igualdad de todos los fieles y de la diversidad de oficios y cargos que se basan en el mismo orden jerárquico de la Iglesia, conviene que se definan bien y se aseguren los derechos de las personas, lo que hace que el ejercicio de la potestad aparezca más claramente como un servicio, se afirme más su ejercicio y se eliminen los abusos" (AAS, 75 (1983), par II, p. XXII).

            El ejercicio de la autoridad judicial en la Iglesia debe ser - y aparecer - como un servicio imparcial de la justicia. Puesto que el proceso contencioso canónico tiene su origen precisamente en el reclamo de los derechos, cada una de las partes de la controversia es igual y tiene el derecho fundamental a la defensa de sus legítimos derechos. De ahí la lógica del c. 1620, 7 (una de las innovaciones más notables del nuevo Código) que establece: "La sentencia adolece de vicio de nulidad insanable si: ... 7.- fue denegado a una de las dos partes el derecho de defensa".

            3. El Papa Juan Pablo II trata este asunto en su Discurso a la Rota Romana de 1989, refiriéndose especialmente a las causas de nulidad matrimonial (AAS, 81 (1989), parte. 922 - 927). Deteniéndose en los aspectos fundamentales de la cuestión, el Papa insiste: "No se puede concebir un juicio equitativo sin la controversia, es decir, sin la posibilidad concreta, concedida a cada una de las partes de la causa, de ser escuchada y de poder conocer y oponerse a las peticiones, las pruebas y las deducciones aducidas o por la parte contraria o bien "de oficio" (p. 923, n. 2). Puesto que se trata de un principio de justicia natural, la jurisprudencia desde hace mucho tiempo se ha ocupado de él. Así, leemos en una sentencia c. Wynen de 1955: "que cada parte, actor o demandado, tanto en el proceso criminal como en el contencioso, tiene el derecho de defenderse a sí mismo, personal y directamente, o, por medio de un abogado, y que este derecho se deriva de la ley natural, es tan obvio y cierto que no requiere ya prueba alguna. Solamente las partes mismas pueden renunciar al derecho de la defensa, sometiéndose así a la justicia del tribunal; (...) Aunque la ley natural no exige que las partes de hecho defiendan su causa, sin embargo sí exige que se les garantice a ellas la posibilidad de su propia defensa" (SRR Decis., 47 (1955), p. 220). Puesto que "un juicio o discusión judicial es inconcebible sin el contradictorium, esto es, la oportunidad otorgada a cada una de las partes para defenderse por sí misma contra los cargos y afirmaciones de la otra parte. Pero, cómo puede garantizarse esto, a menos que cada una de las partes conozca la esencia del caso presentado por la otra parte ? (...) De ahí que la publicación de las actas pertenece a la substancia del proceso" (M. Lega, commentarius in iudicia ecclesiastica iuxta Codicem iuris canonici, vol II, Roma, Anonima Librería cattolica italiana). En otra sentencia c. Mattioli del 26 de febrero de 1954: "No puede haber juicio sin discusión judicial y no puede haber discusión cuando el asunto que se va a discutir no se da a conocer completamente, en su totalidad, a cada una de las partes necesariamente implicadas en el proceso" (SRR Decis., 46 (1954), p. 176). Y más recientemente: "El derecho a la defensa necesariamente implica dos elementos, el derecho al contradictorium y el derecho a la audiencia judicial. Por tanto, sin duda alguna, a una persona se le priva de la substancia de su derecho a la defensa si, debido a la conducta del tribunal mismo, no puede oponerse a la acción presentada ante el tribunal por la parte contraria, ni impugnar las pruebas allegadas durante la instrucción, ni rendir su propia declaración judicial, ni presentar sus propios argumentos con relación al hecho acerca del cual versa el juicio. Ciertamente consta que la sentencia "es unilateral" (Decis. c. Brennan, 27 de noviembre de 1958, n. 3, vol. L, p. 661), si a la otra parte durante todo el tiempo del proceso se le ocultaron el capítulo de nulidad y los argumentos para probarlo. Pues tal clase de exclusión de la parte en el proceso impide que se establezca válidamente la relación procesal" (c. Stankiewicz, 20 de enero de 1983, Monitor Ecclesiasticus, 109 (1984), p. 249). El derecho a la defensa consiste en la concreta y efectiva concesión no sólo de un derecho abstracto o mera posibilidad de defenderse, sino también del ejercicio del derecho o la posibilidad de ejercer el derecho de defensa por sí mismo. La concesión de un derecho sin la concreta y real posibilidad de ejercerlo equivale sin más a la negación del derecho mismo. De ahí que si a una de las partes de hecho (actualmente) se le niega el ejercicio del derecho a defenderse por sí mismo en el juicio, la sentencia proferida en tal caso ha de considerarse nula en virtud tanto de la ley natural como de la norma positiva contenida en el c. 1620, 7" (decreto c. Boccafola, 25 de julio de 1989).

            4. La publicación de las actas es absolutamente esencial. A cada una de las partes se le debe permitir el conocimiento de las pruebas y argumentos aducidos por el otro, para que tenga la oportunidad de rebatirlas con argumentos contrarios, con nuevas pruebas, nuevos testigos, etc. . El c. 1098 estipula: "Una vez recibidas las pruebas, el juez, mediante decreto, debe permitir bajo pena de nulidad, que las partes y sus abogados examinen en la cancillería del tribunal las actas que aún no conocen".

            En relación a esta norma, el Papa insiste: "se trata aquí de un derecho de las partes y de sus abogados" (AAS, 81 (1989), p. 924). No basta, por tanto, que el abogado de cada una de las partes (en la hipótesis de que cada uno tenga su abogado) pueda inspeccionar las actas. La facultad de conocer las actas ya está en poder de los abogados en virtud del c. 1678. Por tanto, el c. 1598 enuncia un derecho (que corresponde, repetimos, a la justicia natural) que pertenece a las partes en particular y del cual no se les puede privar sin grave perjuicio para ellos y para todo el proceso canónico.

            5. En cuanto a la cuestión de la publicación de las actas, el c. 1598 permite una posible excepción: "No obstante, en las causas que afectan al bien público, el juez, para evitar peligros gravísimos, puede decretar que algún acto no sea manifestado a nadie, teniendo cuidado de que siempre quede a salvo el derecho de defensa". El papa se refirió a este inciso del canon en los siguientes términos: "Respecto a dicha posible excepción, hay que observar que sería una alteración de la norma, así como un grave error de interpretación, que se hiciera de la excepción la norma general. Por eso hay que atenerse fielmente a los límites indicados en el canon" (ASS, 81 (1989), p. 924).

            6. Son tres los límites señalados en el canon: primero, se trata de evitar algún peligro real y grave; segundo, sólo puede dejar de publicarse o mantenerse en reserva algún acto "particular"; tercero, en cualquier caso ha de salvaguardarse totalmente el derecho a la defensa. En la práctica procesal puede presentarse algún problema entre la primera y la tercera limitación. La excepción de no permitir la publicación de algún acto (el papa insiste en que debe tratarse de una excepción) tiende de suyo a limitar el derecho a la defensa. En consecuencia, cuanto más se acuda a esta excepción, tanto más inmediato (no remoto), tanto más real (no hipotético), y tanto más genuino y grave (no moderado o leve), ha de ser el peligro amenazante.

            7. La segunda limitación merece especial atención, aunque sobre su interpretación no haya duda alguna. Aun cuando el juez logre armonizar la primera y tercera limitaciones, el canon simplemente lo autoriza para declarar que sólo puede someterse a la reserva o confidencia un acto particular (aliquod actum). Con toda claridad aquí se indica el límite que el juez puede sobrepasar por disposición de la ley.

            8. No faltan los tribunales que han insertado en el decreto de publicación de las actas una cláusula según la cual el requerimiento de las partes para examinar las actas "puede ser negado en todo o en parte". La Signatura Apostólica ha declarado que semejante cláusula es "inadmisible" (decreto del 5 de octubre de 1989, Prot. N. 21.163/89 V.T. ), en razón de que sobrepasa paladinamente los términos del c. 1598, que simplemente contempla la posible reserva de algún "acto particular". Por tanto, aún en presencia de razones aparentemente graves, la ley no permite ni tolera que se oculte la totalidad de las actas a las partes. Una tal disposición necesariamente provoca la nulidad insanable de la sentencia.

            9. El problema de la "Confidenciabilidad" (confidentiality) es importante y complejo. Es del todo claro que quienes no son "partes" en la causa (actor - demandado), pero necesariamente tienen que intervenir en ella (jueces, oficiales, abogados, notarios, etc.), están obligados, por estricto deber profesional, a no revelar lo que pueda causar daño a los derechos de las partes o de los testigos. Ellos, ciertamente, gozan del especial derecho a que su testimonio no sea revelado a nadie que sea ajeno al proceso judicial. Sin embargo, son las partes quienes obviamente tienen una posición privilegiada, y la tutela de sus derechos concierne especialmente a los jueces. Una causa matrimonial afecta el porvenir y el "estado" de las partes en un asunto de la mayor importancia personal: y , en consecuencia, en virtud de la misma justicia natural, tienen derecho a que se les permita conocer todas las pruebas, ya que, a través de estas, el juez decidirá su porvenir. De ahí, por tanto, el derecho de las partes a la publicación de las actas, de conformidad con el c. 1098.

            Debemos anotar, por supuesto, que, aunque "publicar" y "guardar la reserva" o confidencia parecen ser conceptos opuestos, sin embargo, según la ley, se refieren a diferentes categorías de personas. El Papa afirma en el discurso ya mencionado: "ha de quedar perfectamente claro que la "publicidad" del juicio canónico, en lo que se refiere a las partes, no afecta la obligación de la reserva en relación con todos los demás" (AAS, ibid., p. 925). Son las partes quienes tienen el derecho de conocer las actas. Este es su derecho. La confiabilidad y la reserva se exige a todos los demás - los que no son funcionarios o empleados del Tribunal.

            "Confidenciabilidad" (confidencia) significa aquí un atributo de las actas, que equivale al "deber de la confidencialidad",  que ha de observarse por todos los que intervienen en el caso. Es cierto que la confidencialidad objetiva de las actas implica el "derecho a la confidencialidad" en favor del testigo o testigos; un derecho, en otras palabras, a que todo lo que el testigo afirma en su declaración no debe ser revelado a quien no ha intervenido en el caso. El derecho es claro e indiscutible.

            10. Pero, no es claro que el "derecho a la confidenciabilidad" pueda invocarse en el sentido de que el testigo tenga derecho a dar una declaración "secreta" - que pueda, por otra parte, perjudicar los intereses de las partes en el caso (intereses que son el objeto preciso del juicio que ha de llevarse) - y que es dada, entonces, con la expresa condición de que la persona no se entere del asunto. La aceptación y empleo de la "declaración secreta" en el proceso es del todo repugnante a la mentalidad moderna y al sentido contemporáneo de la justicia. Evidentemente tal "derecho" no tiene cabida en el c. 1598. La confidenciabilidad , por tanto, impide el acceso de otras personas a las actas, puesto que no tienen derecho a conocerlas. Pero, no se puede prohibir a alguna de las partes tal acceso, pues éstas tienen un estricto e inviolable derecho a su directo conocimiento. No respetar este derecho sería tolerar una clase de proceso secreto, en el cual la evidencia podría emplearse contra la persona que desconoce las pruebas y, por tanto, no está en condiciones de rebatirlas.

            Al respecto, el papa insiste: "Ordinariamente los fieles se dirigen normalmente al Tribunal eclesiástico para resolver su problema de consciencia. En ese sentido dicen a menudo ciertas cosas que no dirían en otra situación. También los testigos dan su testimonio con la condición, al menos tácita, de que sólo se haga uso en el proceso eclesiástico. El Tribunal - para el que es esencial buscar la verdad objetiva - no puede traicionar su confianza, revelando a extraños lo que debe quedar reservado" (AAS, 81 (1989), pp. 925 - 926). Si es evidente que el Tribunal incurre en grave traición cuando revela a extraños lo que debe permanecer secreto, es justamente también evidente que cumple su deber al permitir a las partes el acceso a las actas, cuyo conocimiento para ellas es un estricto derecho natural.

            En relación a los testigos, estos tienen derecho, como afirma el papa, a poner la condición explícita (y si esto no se hace explícitamente, el Tribunal puede presumir que se hizo tácitamente) de que su declaración "sólo será utilizada en el proceso eclesiástico". Su declaración se solicita precisamente en razón de que se considera de gran utilidad para el proceso judicial. La declaración de los testigos cuyo testimonio probablemente no pueda utilizarse, normalmente no se debe buscar. Además, el juez tiene la obligación de garantizar que, en cuanto sea posible, las preguntas formuladas a los testigos como también sus respuestas sean en verdad pertinentes en relación con lel hecho acerca del cual versa el juicio y el juez debe además tener en cuenta las palabras de Papa en su alocución ya referida: "Es evidente que habrá que explicar a los testigos el sentido genuino de la normativa al respecto, y también es necesario recalcar que un fiel, convocado legítimamente por el juez competente, está obligado a obedecerle y a decir la verdad, a no ser que esté exento según la norma del derecho" (ASS, 81 (1989), p. 926).

            11. El asunto de la "confidenciabilidad", a pesar de su importancia, debe colocarse en su puesto. Proteger los testigos de una posible responsabilidad, surgida de su declaración, concierne legítima y propiamente al Tribunal, pero esto evidentemente ha de subordinarse al imperante deber del Tribunal de salvaguardar el debido proceso en el juicio que se está tramitando. Si se respetan las prioridades, un tribunal no puede sacrificar la justicia y la integridad de la actual audiencia judicial al posible problema - sin embargo delicado - que pueda surgir en un tiempo futuro. Invertir prioridades aquí - esto es, permitir el "derecho relativo" de los testigos a la confidencialidad por encima del "derecho absoluto" de las partes a la publicidad - significaría correr el gravísimo peligro de provocar la nulidad de la sentencia.

            12. Aunque es fácil exagerar los posibles peligros futuros que pueden resultar de la publicación de las actas a las partes, es al mismo tiempo claro que el tribunal debe tomar todas las medidas razonables para evitar tales peligros. Podemos indicar algunas de esta medidas:

            a) A los testigos se les ha de recordar que al Tribunal le interesan los conocimientos y los hechos, no las simples opiniones. Lo más importante es que lo que revelen los testigos sea verdad; y como recuerda el Papa, la persona que dice la verdad nada tiene que temer;

            b) A los testigos ha de decírseles desde el comienzo que las partes tienen el derecho natural y fundamental de conocer sus declaraciones;

            c) Si hay alguna afirmación particular o documento que un testigo considere seriamente que no debe darse a conocer a alguna de las partes, ha de decírsele que lo manifieste específicamente y dé las razones por la cuales considera se ha de guardar la reserva;

            d) El Tribunal con toda prudencia ha de resolver si tal aparte de la declaración ha de considerarse como reservada, de acuerdo al c. 1598: ha de sopesar el tribunal tanto la importancia de la declaración misma como también la razonabilidad de los gravísimos peligros que pueden resultar de la publicación de las actas a las partes;

            e) Parece que el Tribunal puede tener otra opción: decretar que tal declaración particular se dé a conocer a las partes sin revelar el nombre del testigo que pidió la reserva para su declaración.

            13. Esta última sugerencia, aunque no está directamente contemplada en el c. 1598, es una medida que podría caber en el espíritu del canon, en cuanto que se presenta como una solución a los problemas prácticos ya mencionados. En realidad, se eliminan los peligros temidos por los testigos y al mismo tiempo se respeta el derecho de las partes a conocer la totalidad de la substancia de la s declaraciones de los testigos. El anonimato "relativo" otorgado a los testigos ni es lo ideal; pero (especialmente, como, de todas maneras, se trata de casos excepcionales) posiblemente ofrece la más equitativa manera de armonizar intereses y derechos.

            14. En el supuesto caso de que un testigo fuera llamado a declarar y se rechazara a aceptar las equitativas medidas enunciadas atrás, habría suficientes razones para excluirlo del proceso (cfr. c. 1555). Es del todo claro que la imparcialidad del proceso sufriría menos detrimento con la ausencia de tal testigo que con la protección inadecuada de los derechos de las partes.

            15. Otra norma de gran importancia para el derecho de defensa se contiene en el c. 1614: "La sentencia debe publicarse cuanto antes, indicando de qué modos puede impugnarse; y no produce efecto alguno antes de su publicación, aun cuando la parte dispositiva se haya notificado a las partes, con permiso del juez". El canon es muy claro; sin publicación la sentencia no es nula, pero resulta del todo inefectiva: "No produce efecto alguno". El Papa, en el mismo discurso ya referido, da la razón fundamental: "En efecto, cómo podría una de las partes defenderse en grado de apelación contra la sentencia del tribunal inferior, si se le priva del derecho de conocer su motivación tanto in iure como in facto..... Por eso, no se comprende cómo ésta podría llegar a confirmarse en grado de apelación sin su debida publicación" (AAS. Ibid. P. 924).

            16. La práctica de designar un abogado para el actor, pero no para el demandado, es cuestionable desde el punto de vista de la equidad canónica. No se justifica que el actor reciba más ayuda que el demandado; los cánones generalmente suponen la presencia de un abogado para cada una de las partes (cc. 1490; 1559; 1678). Aun cuando el defensor del vínculo conscientemente cumpla su misión peculiar propia, ésta no necesariamente coincide con la defensa de los derechos del demandado, ni tiene aquel el sensible interés personal en el asunto como sí lo puede tener el demandado. En un caso donde la demandada se opuso a la petición de la declaración de nulidad, evidentemente se pretendería montar una farsa, si el tribunal pidiera que la defensa de los intereses del demandado fuera asumida por el defensor del vínculo cuando éste de hecho descuidó completamente su propia misión .

III- LAS PRUEBAS:

            17. El 4 de marzo de 1991, el mismo día en que se constituyó el Tribunal, el juez único, luego de aceptar la demanda, envió boleta de "citación" a la demandada, en la cual, sin hacer mención de los capítulos de nulidad concordados, la invitó a rendir su declaración por teléfono en el día indicado.

            El 18 de marzo de 1991, el juez declaró "ausente del proceso" a la demandada; y al siguiente día publicó el decreto de instrucción o recolección de pruebas, sin cursar notificación al demandado. El 12 de abril de 1991, la demandada llamó por teléfono con un notario del tribunal de Nueva York, para comunicarle que ese día estaba dispuesta para dar su testimonio telefónicamente, y señaló otros días y horas en los que estaría dispuesta a comunicarse por teléfono con el juez. Este, sin embargo, consideró demasiado restringidos los tiempos indicados. El demandado más notificaciones del Tribunal, con excepción de dos decisiones afirmativas dadas en el caso.

            El decreto de publicación se dio el 26 de abril de 1991. En este se lee: "Se decreta que las actas de este caso están disponibles en el Tribunal, solamente por el tiempo indicado, para que sean examinadas por los abogados designados por las partes, durante un período de diez días a partir de la fecha de comunicación de este decreto". Sin embargo, en el término de cuatro días, el juez único dio sentencia afirmativa.

            18. Como es del todo evidente, el decreto de publicación fue emitido contra la norma del c. 1598, como hemos explicado en el "in iure". Esto necesariamente implica una grave violación del derecho de defensa de la demandada y, por tanto, se sigue la nulidad insanable de la sentencia.

            19. Esto es suficiente para establecer la cuestión que nos corresponde. Sin embargo, además de reiterar lo que se encuentra en el Decreto de la Signatura Apostólica, del 29 de noviembre de 1991, señalaremos otras cuestiones de gran utilidad.

            El 3 de mayo de 1991, exactamente cuatro días después de la sentencia (que no fue notificada a la demandada), se dio el decreto de Confirmación.

            Las actas de la segunda instancia contienen solamente una página, esto es, el decreto de confirmación, sin ninguna presencia o referencia al menos de las Observaciones del Defensor del Vínculo de este grado del juicio (c. 1682, & 2).

            Cuando la demandada en carta del 22 de mayo presentó la querella de nulidad contra la sentencia de primer grado, el Vicario Judicial del tribunal de Apelaciones, Rev. D. J. Vella, le respondió, también por carta, rechazando la querella, sin mediar trámite judicial alguno. Algunas afirmaciones de esta carta causan verdadera sorpresa.

            El juez escribe: "Puesto que las actas del caso contienen información confidencial, obtenida mediante previa promesa de garantizar la confidencia, la sentencia no está a disposición de ninguna de las partes". En el presente caso solamente se encuentra una declaración que fue recibida por teléfono. En ninguna parte de su transcripción hay alguna indicación o solicitud de "confidencialidad", ni la declaración del testigo contiene algún elemento que pueda considerarse confidencial, de conformidad con las exigencias del c. 1598, ni de su comunicación a la demandada puede razonablemente temerse algún grave peligro. En la ley no encontramos disposición alguna que sea contraria al c. 1614, en virtud de la cual pueda invocarse la "confidencialidad" para justificar la no publicación de la sentencia. Recurriendo aquí al concepto de la "confidencialidad", el Vicario Judicial demuestra total desconocimiento de sus límites y complejidad, como lo anotamos en nuestro "in iure" .

            La demandada, no sin razón, se queja de que no se le asignó un abogado. En su carta, el Vicario Judicial parece indicar que el defensor del Vínculo estaba del todo capacitado para defender los intereses de la conventa en el caso. Pero el Defensor del Vínculo de hecho nada argumentó en favor del vínculo. El Vicario Judicial contestó a la demandada: "Su respuesta al Tribunal de Santafé parecía indicar claramente que Ud. no quería que se le tratara como si estuviera participando en un proceso contencioso". Nosotros no encontramos tal indicación en la respuesta de la demandada al tribunal de Santafé.

            20. Por tanto, habiendo considerado la ley y los hechos en este caso, nosotros los auditores de "Turno", en la presencia de Dios e invocando el Nombre de Cristo, respondemos a las dudas propuestas:

            1) La sentencia del Tribunal de X, de abril 30 de 1991, adolece de nulidad insanable. El decreto de confirmación, de mayo 3 de 1991, del Tribunal Interdiocesano de Apelaciones es, por tanto, también nulo;

            2) No hay lugar a considerar la nueva proposición de la causan;

            3) Si el actor desea proseguir la causa, ésta debe ser tramitada ante el este Tribunal Apostólico, en primera instancia.

            El presente decreto se ha de notificar a la Signatura Apostólica y a todos los interesados para todos los efectos de la ley.

            Dada en Roma, en el Tribunal de la Rota Romana, el 11 de junio de 1992.

                        Cormac BURKE, Ponente,

                        Thomas G. Doran

                        Kenneth Boccafola.