"La Vocación, según las enseñanzas de San Josemaría" en: Diccionario de San Josemaría Escrivá, Burgos, 2013, pp. 1287-1296

VOCACIÓN
1. La vida cristiana como vocación. 2. Dimensiones de la vocación: responder al amor de Dios y animar a los demás a amarle. 3. Diversidad de vocaciones. 4. La vocación al Opus Dei, concreción de la vocación bautismal. 5. Fidelidad a la vocación.
La palabra vocación, del latín vocatio, que deriva a su vez del verbo vocare, llamar, era conocida en el lenguaje precristiano, pero pasó a ser de uso frecuente -a partir de los textos bíblicos (san Pablo emplea con frecuencias los vocablos griegos equivalentes, klesis y kaleo)- en la literatura cristiana, para indicar que Dios se dirige al hombre y lo llama. A partir de esa significación primitiva, en las lenguas modernas es utilizada también en otros contextos, pero su uso predominante sigue siendo el originario. Con ese sentido está presente en la predicación y en los escritos de san Josemaría, que subrayó con fuerza los acentos personales que la vocación implica. Valga como ejemplo un pasaje de una homilía pronunciada en el tiempo de Cuaresma: "La llamada del buen Pastor llega hasta nosotros: ego vocavi te nomine tuo (Is 43, 1), te he llamado a ti, por tu nombre. Hay que contestar -amor con amor que paga- diciendo: ecce ego quia vocasti me (1 R 3, 9), me has llamado y aquí estoy" (ECP, 59).
1. La vida cristiana como vocación
Dios no es un Dios distante, situado en lo alto de los Cielos, ajeno a las incidencias de la vida terrena, al que se debe servir y adorar, pero siempre desde la lejanía. Es un Dios creador y providente, que ha hecho surgir el mundo por amor, y lo mantiene en el ser y lo cuida con amor. Más aún, es un Dios que se hace presente en nuestra historia. El Antiguo Testamento está jalonado de escenas que testimonian ese amor y esa cercanía de Yahveh: la elección de Abraham, a quien promete que en él serán benditos todos los linajes de la tierra (Gn 12, 1 ss.); la vocación de Moisés (Ex 3, 1 ss.), a quien Yahveh elige para gobernar y guiar a Israel y de quien se nos dice que hablaba con el Señor "cara a cara, como habla un hombre con su amigo" (Ex 33, 11); la llamada a los patriarcas y a los profetas, a los que confía la misión de recordar a Israel las promesas divinas, incitándolo a la fidelidad.
Con la Encarnación, Dios va más allá. No sólo interviene ofreciendo su protección, [1287] otorgando dones y dando a conocer su voluntad, sino que Él mismo entra en el mundo, se hace hombre, comparte nuestra existencia, nos revela que estamos llamados a participar del amor trinitario. Jesús se dirige a los apóstoles con palabras a la vez imperativas y llenas de cariño: "ven y sigúeme" (cfr. Jn 1, 43; Mt 1, 19 y 9, 9, etc.), que constituyen una llamada a compartir su vida y su misión. Concluye el Sermón de la montaña proclamando que todos están llamados a la plenitud del amor divino: "sed perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto" (Mt 5, 48). Y, antes de subir a los cielos, da a los apóstoles la misión de propagar por el mundo entero la llamada a entrar en la comunión con Dios: "Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado" (Mt28, 19-20).
También el apóstol Pablo tuvo plena experiencia de la llamada personal de Jesús: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?" (Hch, 9, 4; 26, 14-16). Y su pregunta, propia de una criatura frágil pero generosa: "Señor, ¿qué quieres que haga?" (Hch 22, 10), recibe una contestación divina que le marca con claridad el camino: "entra en la ciudad y se te dirá lo que tienes que hacer" (Hch 9,6). Una y otra vez, los apóstoles recordaron a los primeros cristianos que, por el hecho de haber recibido el Bautismo, están llamados por Cristo, y llamados a identificarse con Él, a participar de la vida divina, a ser santos como Dios es santo, a dar a conocer a Cristo y a difundir, con la palabra y con las obras, su mensaje (cfr. Rm 1, 7; 1 Co 1, 2; 1 P 1, 15, 1 Jn 3, 3, Ga 2, 20, etc.).
La historia de la reflexión pastoral y teológica sobre la vida cristiana como vocación, es decir, como vida fundamentada en la llamada de Dios, y por tanto sobre la llamada universal a la santidad y al apostolado, es larga, rica y compleja (cfr. Illanes, 2007, pp. 138-150). No hace falta, sin embargo, detenerse ahora en ella. Baste señalar que a principios del siglo XX, cuando inicia su predicación san Josemaría, la mentalidad predominante estaba muy marcada por la convicción de que la vida religiosa o consagrada era el paradigma de la perfección cristiana, de donde derivaba la tendencia a referir la palabra "vocación" sólo a la consagración religiosa o al sacerdocio ministerial. El Concilio Vaticano II, al proclamar la llamada de todos los cristianos a la santidad y al apostolado (cfr. LG, 39-42), consolidó la superación de ese planteamiento.
En el proceso que lleva hasta esa meta, san Josemaría con su vida y enseñanza había jugado un papel decisivo. En el núcleo mismo del Opus Dei, y por tanto de la vida de su fundador, está la conciencia clara de que Dios llama a todos los hombres y espera de todos ellos amor y correspondencia. "Es necesario repetir una y otra vez que Jesús no se dirigió a un grupo de privilegiados, sino que vino a revelarnos el amor universal de Dios. Todos los hombres son amados de Dios, de todos ellos espera amor. De todos, cualesquiera que sean sus condiciones personales, su posición social, su profesión u oficio. La vida corriente y ordinaria no es cosa de poco valor: todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo", afirma en una de sus homilías (ECP, 110). Y en una entrevista que concedió en los años sesenta, después de señalar que una de las características fundamentales del proceso de desarrollo de la Iglesia en la época contemporánea es "la toma de conciencia de la dignidad de la vocación cristiana", añade: "la llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe. Cada cristiano debe ser alter Christus, ipse Christus, presente entre los hombres" (CONV, 58).
[1288]
2. Dimensiones de la vocación: responder al amor de Dios y animar a los demás a amarle
La vida cristiana es, por sí misma, una vocación, y el Bautismo implica, por su propia naturaleza, una llamada. Pero es necesario que el cristiano, cada cristiano, perciba esa realidad e inspire en ella su existencia. Entre las homilías incluidas en Es Cristo que pasa hay una, propia del tiempo de Adviento, que lleva por título precisamente Vocación cristiana; se inicia con las siguientes palabras: "Comienza el año litúrgico, y el introito de la Misa nos propone una consideración íntimamente relacionada con el principio de nuestra vida cristiana: la vocación que hemos recibido. Vias tuas, Domine, demonstra mihi, et semitas tuas edoce me (Sal 24 [Vg 23], 4); Señor, indícame tus caminos, enséñame tus sendas. Pedimos al Señor que nos guíe, que nos muestre sus pisadas, para que podamos dirigirnos a la plenitud de sus mandamientos, que es la caridad" (ECP, 1).
Cristo murió por todos; vino para que todos tuviesen vida -su Vida- y la tuviesen en abundancia (cfr. Jn 10, 10). En esa afirmación básica de la fe cristiana, y en la convicción de que el corazón humano "está hecho para amar" (F, 204), fundamentaba san Josemaría no sólo su enseñanza acerca de la universalidad de la llamada divina, sino lo que podríamos calificar como "su optimismo vocacional", su afán por dirigirse a todo hombre y a toda mujer para avivar ese hambre, esa sed de Dios, que late siempre en lo más hondo del espíritu humano, aunque en ocasiones puede parecer muerta o aletargada. "A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen, estén donde estén" (AD, 294). Convencido de que el contacto con Cristo transforma, su empeño constante fue despertar la "curiosidad" por conocerle, de modo que, una vez superada la indiferencia o la reticencia, ante el alma se abriera un camino de atrayente grandeza: "Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo" (C, 382).
La advertencia del carácter vocacional de la condición cristiana puede producirse de muchas maneras y con ocasión de acontecimientos muy diversos: la lectura de un pasaje del Evangelio, unas palabras escuchadas a un sacerdote, la conversación fraterna con un amigo que descubre horizontes hasta ese momento insospechados, un suceso alegre -o dramático- que lleva profundizar en la existencia, el encuentro con una institución o una iniciativa apostólica que suscita el interés y lleva a pensar en la necesidad de comprometerse... La historia de las relaciones entre Dios y las almas transcurre en cada caso por caminos que le son propios. En todo caso, la vocación, la toma de conciencia de la llamada divina, implica siempre, con rasgos o matices diversos, algunas dimensiones fundamentales:
- Ante todo saca del anonimato, sitúa personal e inmediatamente ante Dios, invita a tratarle de modo directo, íntimo y sencillo, a abrirle el corazón, a manifestarle amor, y, cuando el caso lo requiere, a solicitar con confianza su perdón. "Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado. Y está como un Padre amoroso -a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando. (...) Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos" (C, 267).
- Ofrece, presuponiendo la fe, y prolongándola, una luz definitiva sobre la propia vida. A lo largo de los años podrán sucederse acontecimientos muy diversos, surgir dificultades imprevistas, [1289] presentarse cuestiones y problemas nuevos, pero el conocimiento de que Dios nos ama, de que confía en nosotros, de que espera de nosotros una respuesta, y una respuesta en la línea que esa profundización en la vocación cristiana nos ha dado a conocer, deberá ser siempre un punto de referencia, una roca firme sobre la que apoyarse para continuar, o reemprender, el camino. "La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía" (ECP, 45).
- Da a la vida un sentido de misión, porque Dios, a la vez que introduce en su intimidad, llama a participar en su designio de salvación. La luz que la conciencia de la vocación enciende en el alma, es una luz que debe ser comunicada. El amor al que da origen es un amor que ha de ser propagado. "Dios, al fijarse en nosotros, al concedernos su gracia para que luchemos por alcanzar la santidad en medio del mundo, nos impone también la obligación del apostolado" (AD, 5). Y en otra de sus homilías, y evocando las escenas de la vocación de los apóstoles, a las que el fundador del Opus Dei hacía frecuente referencia, decía: "Dios nos saca de las tinieblas de nuestra ignorancia, de nuestro caminar incierto entre las incidencias de la historia, y nos llama con voz fuerte, como un día lo hizo con Pedro y con Andrés: Venite post me, et faciam vos fien piscatores hominum (Mt 4, 19), seguidme y yo os haré pescadores de hombres, cualquiera que sea el puesto que en el mundo ocupemos" (ECP, 45).
Resumamos esta consideración de las dimensiones que tiene la vocación cristiana, y por tanto de la resonancia que posee su percepción existencial, acudiendo a unas palabras escritas por san Josemaría a fin de describir la experiencia de la vocación en referencia explícita a los fieles del Opus Dei, pero que tienen una validez universal: "Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio". Es -prosigue- como una "fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador", que lleva "a tomar una posición en la vida, que mantendremos con ilusión y alegría, llenos de esperanza hasta en el trance mismo de la muerte. Es un fenómeno que comunica al trabajo un sentido de misión, que ennoblece y da valor a nuestra existencia. Jesús se mete con un acto de autoridad en el alma, en la tuya, en la mía: ésa es la llamada" (citado en Ocáriz, "La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia", en OIG, pp. 148-149).
Todo ello, por lo demás, en un contexto de humildad, de conciencia clara de la gratuidad del don de la fe y de la llamada, de la liberalidad del amor divino, de reconocimiento de la propia pequeñez y de la propia debilidad. Los apóstoles -escribe san Josemaría en la ya citada homilía sobre la vocación cristiana- eran "hombres corrientes, con defectos, con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin embargo, Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres, corredentores, administradores de la gracia de Dios" (ECP, 2). "Algo semejante ha sucedido con nosotros" (ECP, 3), añade, para continuar enseguida: "Yo, al pensar en estos puntos, me avergüenzo. Pero me doy cuenta también de que nuestra lógica humana [1291] no sirve para explicar las realidades de la gracia. Dios suele buscar instrumentos flacos, para que aparezca con clara evidencia que la obra es suya" (ibidem). Por eso, concluye, "en la base de la vocación están el conocimiento de nuestra miseria, la conciencia de que las luces que iluminan el alma -la fe-, el amor con el que amamos -la caridad- y el deseo por el que nos sostenemos -la esperanza-, son dones gratuitos de Dios" (ibidem).
3. Diversidad de vocaciones
Hay en la Iglesia, junto a una radical identidad en la fe y en la responsabilidad ante la misión recibida de Cristo, una amplia diversidad de situaciones, funciones y tareas. Esta realidad tiene implicaciones respecto a la vocación, de forma que, en el seno de la común vocación cristiana, se da una diversidad de concreciones o modalizaciones que llevan a distinguir entre vocación laical y vocación sacerdotal, entre vocación religiosa o a la vida consagrada y vocación secular, entre vocación al matrimonio y vocación al celibato, etc.
El fundador del Opus Dei manifestó a lo largo de toda su vida un hondo aprecio a la vocación religiosa, de cuya importancia para la vida de la Iglesia dejó constancia en muchas ocasiones. A la vez, en coherencia con la misión que había recibido -fomentar la busca de la santidad y la acción apostólica en medio del mundo y tomando ocasión del mundo-, su atención se dirigió preferentemente hacia otras vocaciones -la laical, la matrimonial, la sacerdotal-, sobre las que su predicación y sus escritos ofrecen una enseñanza rica y detallada. En otras voces del Diccionario se hace amplia referencia a todas ellas; por eso nos limitamos aquí a unas pinceladas.
- Un programa ambicioso y optimista
El panorama de vocación que traza san Josemaría es amplio y ambicioso. "Dios no deja a ningún alma abandonada a un destino ciego: para todas tiene un designio, a todas las llama con una vocación personalísima, intransferible" (CONV, 106). Llama a santificar todas las realidades terrenas, todo el conjunto de las tareas, estructuras y ocupaciones que implica la vida de la sociedad, en el celibato o en el matrimonio, en posiciones de relieve o en situaciones que pasan inadvertidas, porque "hay muchos hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de llamar el Maestro. Les llama a una vida cristiana, a una vida de santidad, a una vida de elección, a una vida eterna" (F, 13).
Ese panorama es, como decíamos, amplio y ambicioso. Y a la vez optimista. Proclamar que todo hombre y toda mujer, sea cual sea su condición, es objeto de una llamada divina y que, con ella, recibe la misión de contribuir, desde el lugar que ocupa en el mundo, a que reinen sobre la tierra la paz, la justicia y la fraternidad de que habla el Evangelio, puede parecer un ensueño, un ideal lleno de belleza, pero imposible de llevar a la práctica, con la consiguiente tentación de contentarse con admirarlo sin comprometerse en su realización. El fundador del Opus Dei no lo ignoraba; por eso apeló siempre, con convicción profunda, a la fe, al poder y a la fuerza de redención y de gracia que vienen de Cristo. "Esto [ese ideal al que acabamos de hacer referencia] es realizable, no es un sueño inútil. ¡Si los hombres nos decidiésemos a albergar en nuestros corazones el amor de Dios! Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32), si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad! (...) Abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión [1292] de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención" (ECP, 183).
- En la vida ordinaria
La conciencia de la llamada divina lleva al cristiano que vive en el mundo, ocupado en las diversas tareas temporales, a reconocer el valor de su existencia diaria, no sólo por lo que pueda aportar a la vida de la sociedad, sino también porque, en ella y a través de ella, puede encontrar a Dios, relacionarse con Él, ofrecerle el trabajo de su inteligencia y de sus manos, para que Dios, con su gracia, lo eleve a lo divino y lo dote de eficacia redentora. "El cristiano vive en el mundo con pleno derecho, por ser hombre. Si acepta que en su corazón habite Cristo, que reine Cristo, en todo su quehacer humano se encontrará -bien fuerte- la eficacia salvadora del Señor. No importa que esa ocupación sea, como suele decirse, alta o baja, porque una cumbre humana puede ser, a los ojos de Dios, una bajeza; y lo que llamamos bajo o modesto puede ser una cima cristiana, de santidad y de servicio" (ECP, 183).
Un programa de servicio, porque el reconocimiento de la cercanía de Dios, de la llamada que dirige a todos los hombres para que entren en comunión con Él, conduce de forma connatural a amar a los demás de modo concreto y operativo, no sólo con palabras sino con obras de servicio. "Nuestra vocación de hijos de Dios, en medio del mundo, nos exige que no busquemos solamente nuestra santidad personal, sino que vayamos por los senderos de la tierra, para convertirlos en trochas que, a través de los obstáculos, lleven las almas al Señor; que tomemos parte como ciudadanos corrientes en todas las actividades temporales, para ser levadura (cfr. Mt 13, 33) que ha de informar la masa entera (cfr. 1 Co 5, 6)" (ECP, 120). El cristiano corriente debe, en suma, no sólo santificarse en la vida ordinaria, sino santificar la vida ordinaria con todo lo que conlleva -trabajo, vida de relación, afanes y tareas-, y santificar con la vida ordinaria.
- El matrimonio camino divino
"¿Te ríes porque te digo que tienes «vocación matrimonial»? -Pues la tienes: así, vocación" (C, 27). Estas palabras de Camino, escritas en los años treinta, expresan bien el eje de lo que fue la predicación de san Josemaría en relación con el matrimonio desde los inicios mismos del Opus Dei. El matrimonio no es sólo institución social que hunde sus raíces en la naturaleza humana, sino un camino de santidad. Dios bendice el matrimonio y otorga su gracia no sólo en el momento de las nupcias, sino a lo largo de toda la vida matrimonial. "Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar" (ECP, 23). Los esposos han de saberse llamados a vivir con hondura humana y cristiana su amor conyugal, de modo que, queriéndose más y más entre sí, crezcan en amor a Dios; reciban con generosidad los hijos; transformen los sinsabores y las dificultades, que no faltarán, en ocasiones de actualizar la fe y de vivir la entrega, convirtiendo así el ámbito familiar en un "hogar luminoso y alegre", y la familia en levadura que contribuye al desarrollo y a la renovación de toda la sociedad.
- La vocación sacerdotal
Sacerdote hondamente enamorado de su sacerdocio, el fundador del Opus Dei [1293] tuvo una fuerte conciencia de la dignidad del sacerdocio ministerial, de la santidad a la que el sacerdote está llamado y del hecho de que debe alcanzarla a través del ejercicio del ministerio, fuente de santidad para la Iglesia y para el sacerdote mismo que lo desempeña. "¿Cuál es la identidad del sacerdote?", se pregunta en una de sus homilías, para responder enseguida: "la de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental" (AIG, p. 70). Poco después recalca la misma Idea: "esta es la identidad del sacerdote: instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado" (AIG, p. 72). Afirmación que vale para toda la vida del sacerdote, pero que tiene una aplicación especial en referencia al acto central del ministerio: la celebración de la Eucaristía. Unas palabras de esa misma homilía, en las que san Josemaría habla en primera persona, lo expresan con singular fuerza: "Soy, por un lado, un fiel como los demás; pero soy, sobre todo, ¡Cristo en el altar! Renuevo incruentamente el divino Sacrificio del Calvario y consagro in persona Christi, representando realmente a Jesucristo, porque le presto mi cuerpo, y mi voz y mis manos, mi pobre corazón, tantas veces manchado, que quiero que Él purifique" (AIG, p. 76). De ahí la eficacia pastoral y la capacidad santificadora de la celebración eucarística y de toda la actividad ministerial, siempre, claro está, que el sacerdote viva en conformidad con lo que realiza: "Yo pido a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor" (AIG, p. 71).
4. La vocación al Opus Del, concreción de la vocación bautismal
En gran parte de los pasajes que san Josemaría dedica a hablar de la vocación en términos generales está latente la referencia a la vocación al Opus Dei. Son también muy numerosos, como es natural, los que dedica a tratar específicamente de la llamada a incorporarse al Opus Dei. Su enseñanza a este respecto es clara: la vocación al Opus Dei es una concreción de la vocación bautismal, y una concreción que no aparta en lo más mínimo de la condición de cristiano corriente, antes bien la refuerza.
Reflexionando sobre este punto, Fernando Ocáriz, basándose en algunas expresiones de san Josemaría, ha acuñado una expresión que puede parecer paradójica, pero que va al fondo de la realidad: la vocación al Opus Dei es una vocación peculiar de cristianos corrientes (Ocáriz, p. 173 ss.). Peculiar, porque se dirige a personas determinadas, moviéndolas a incorporarse al Opus Dei y, por tanto, a participar en la misión que Dios confió a san Josemaría el 2 de octubre de 1928 y a vivir según su espíritu. De cristianos corrientes, porque esa llamada no aparta a nadie de su sitio, de su condición de seglar o de sacerdote secular, sino que lleva a vivir esa condición de acuerdo con el espíritu del Opus Dei, que es precisamente un espíritu que pone el acento en la vivencia cristiana de la existencia ordinaria, es decir, cada uno en el lugar, tarea y profesión en el mundo que le son propios. No añade nada, por tanto, a la llamada bautismal, que nos habilita como cristianos al culto de Dios uno y trino; se trata, más bien, de una profundización en el sentido de la misión apostólica que Dios da a cada cristiano bautizado.
A lo que san Josemaría se supo llamado en 1928 fue a promover entre personas de todas las condiciones sociales y de todas las profesiones la busca efectiva de la comunión con Dios en medio del mundo. Y a hacerlo no ya proclamando en términos genéricos la llamada universal a la santidad, sino suscitando en quienes se encontraban a su alrededor (estudiantes, obreros, profesionales de las más variadas [1294] condiciones) la conciencia de que Dios los llamaba allá donde estaban, para que precisamente allí vivieran con hondura y radicalidad la fe cristiana, y animaran a los demás a vivirla. Y, de ese modo, a la manera como se extiende la ola suscitada por una piedra caída en un lago, ir difundiendo por toda la sociedad la luz de Cristo. "Eres, entre los tuyos -alma de apóstol-, la piedra caída en el lago. -Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo... y éste, otro... y otro, y otro... Cada vez más ancho. ¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?" (C, 831).
La vocación al Opus Dei es vocación a santificar el propio estado -soltero, casado, viudo, sacerdote-, la propia tarea, la propia familia, la propia vida ordinaria, haciendo de ello ocasión -mejor, materia- de santidad y de apostolado. "Quiere el Señor servirse de nosotros -leemos en una de las Cartas dirigidas por el fundador a los fieles del Opus Dei- para que todos los cristianos descubran (...) el valor santificador y santificante de la vida ordinaria -del trabajo profesional- y la eficacia del apostolado de la doctrina con el ejemplo, la amistad y la confidencia" (Carta 9-1-1932, n. 91: AGP, serie A.3, 91 -3-2). Y en otra: "nos ha llamado [Dios] a santificarnos en la vida corriente, diaria; y a que enseñemos a los demás -providentes, non coacte, sed spontanee secundum Deum (1 P 5, 2), prudentemente, sin coacción; espontáneamente, según la voluntad de Dios- el camino para santificarse cada uno en su estado, en medio del mundo" (Carta 24-111-1930, n. 1: AGP, serie A.3, 91-1-3).
Rasgos específicos de la vocación al Opus Dei son, por eso: el sentido de la filiación divina, que lleva a saberse siempre, en cualquier situación, también en las más menudas y pequeñas, en la presencia de Dios; la valoración de todas las nobles realidades terrenas, conscientes de que el mundo, creado por Dios, puede y debe llevar a Dios; la secularidad y la naturalidad; el amor al trabajo bien hecho y realizado con presencia de Dios y con espíritu de servicio; el sentido de la libertad, en general y muy particularmente en las cuestiones temporales, asumiendo con responsabilidad y hombría de bien las implicaciones de la propia tarea; una honda y sincera estima de la amistad y del amor humano; la solidaridad; el deseo -el afán- por extender en todos los ambientes del mundo, a través del testimonio de una vida normal y ordinaria, el amor a Cristo, y, en Cristo y por el Espíritu Santo, a Dios Padre, a la Trinidad entera.
5. Fidelidad a la vocación
En la vida de relación entre el hombre y Dios, la iniciativa es divina: Dios "nos amó primero" (1 Jn 4, 19); realidad que se aplica obviamente, e incluso especialmente, en referencia a la vocación: la llamada tiene por sujeto a Dios. Lo propio del ser humano situado ante la llamada es responder. Y responde con la fe, o sea, acogiendo la invitación que Dios le dirige, abriéndose a ella, y, en consecuencia, fundamentando sobre ella la propia existencia. Dicho con otras palabras: con la fe y con la fidelidad.
La vocación como acontecimiento remite a un momento determinado de la vida: aquél en el que el cristiano, hombre o mujer, percibió la hondura de la condición cristiana y advirtió lo que el Señor le pedía a él en concreto. Pero remite a ese acontecimiento no como a una realidad confinada en un tiempo ya pasado, sino como al instante, o al período, en el que tuvo lugar un especial encuentro con Dios. Reenvía sobre todo a Dios y, por tanto, no sólo al pasado, sino a la vez e inseparablemente al presente y al futuro: al presente, porque el Dios que llamó un día continúa llamando hoy y ahora; y al futuro, porque ese Dios que llamó espera un amor que se prolongue a lo largo de toda la vida orientándola en coherencia con la vocación recibida y en actitud de plena disponibilidad ante cuanto Dios pueda continuar ofreciendo y reclamando.
[1295] La infinitud del amor divino, que es el presupuesto y fundamento de la vocación, reclama -escribe san Josemaría- "una fidelidad sin paliativos, sin eufemismos, que llegue hasta sus últimas consecuencias, sin medianías ni componendas, en plenitud de vocación cristiana asumida y practicada con esmero" (AD, 5). "Quizá alguno de vosotros piense -añade a continuación- que me estoy refiriendo exclusivamente a un sector de personas selectas. No os engañéis tan fácilmente, movidos por la cobardía o por la comodidad. Sentid, en cambio, la urgencia divina de ser cada uno otro Cristo, ipse Christus, el mismo Cristo" (AD, 6).
Hablar de fidelidad es hablar de perseverancia, de firmeza, de empeño, sabiendo decir que sí a lo que es coherente con la llamada, y que no a lo que apartaría del camino. Una fidelidad plena a la vocación, y a la misión que conlleva, puede reclamar, en algunos momentos, decisiones fuertes e incluso dolorosas. San Josemaría no lo ignora, pero pone especial énfasis en lo ordinario, en lo de cada día, hondamente convencido de que la fidelidad a la vocación crece y se reafirma en y a través de lo cotidiano: quien fortalece su decisión a través de la fidelidad en lo pequeño, será también fiel en lo grande.
En este contexto -y para subrayar tanto el valor de la perseverancia en lo cotidiano como la diferencia de nivel entre lo que aportamos los hombres y lo que, contando con nuestra respuesta, pero superándola, realiza Dios- el fundador del Opus De¡ acudió a menudo a una imagen: la del borrico de noria. "¡Bendita perseverancia la del borrico de noria! -Siempre al mismo paso. Siempre las mismas vueltas. -Un día y otro: todos iguales. Sin eso, no habría madurez en los frutos, ni lozanía en el huerto, ni tendría aromas el jardín. Lleva este pensamiento a tu vida interior" (C, 998). La noria sitúa al borrico en un lugar concreto, determinado, y para realizar una función que, mirada superficialmente, podría ser calificada como rutinaria, tanto en un sentido espacial, porque el borrico gira en torno a un mismo punto -el pozo al que la noria está unida-, como temporal, porque después de una vuelta viene otra. Pero, para quien se sabe objeto de una llamada divina, esa limitación -y toda existencia humana, aun la más grande, es limitada- abre a un horizonte inmenso: la lozanía del huerto, la obra grandiosa de la redención. Los frutos vienen. Y lo hacen contando con Dios en el trabajo llevado a cabo, día a día, con fidelidad, por el borrico, ya que el agua -la gracia divina- supera la desproporción entre lo pequeño y lo grande. Esa es la paradoja de la condescendencia de Dios con la pequeñez humana.
La fidelidad, que está unida a la fe, está también -el apólogo de la noria lo pone de manifiesto- en íntima relación con la esperanza. Y especialísimamente con el amor, como subraya el punto de Camino que viene inmediatamente después del que acabamos de citar: "¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. -Enamórate, y no «le» dejarás" (C, 999). La fidelidad a la vocación no es la fidelidad a un ideal o a un proyecto de vida, sino a un Dios que, al llamarnos, manifiesta que nos ama y que espera amor. De ahí que implique el deseo eficaz de hacer en todo momento la voluntad divina, y se alimente del trato con Dios, de la meditación de la vida de Cristo, de la participación viva en el sacrificio de la Misa, de las visitas al Sagrario, del recurso filial a Santa María...
Y que deba estar acompañada de una decidida confianza en Dios, que llama a cada persona humana, conociendo sus limitaciones y defectos -pasados, presentes y futuros- y ofrece en todo momento su gracia para perseverar en el camino, o, eventualmente, para reemprenderlo. La fidelidad es fruto del dejarse llevar por Dios, de la docilidad -"Si no le dejas, Él no te dejará" (C, 730)-, y une a Dios. Por eso trae consigo, también en los momentos de dificultad o de prueba -a san Josemaría [1296] le gustaba recordarlo-, felicidad, pues "cuando hay amor, hay entereza: capacidad de entrega, de sacrificio, de renuncia. Y, en medio de la entrega, del sacrificio y de la renuncia, con el suplicio de la contradicción, la felicidad y la alegría. Una alegría que nada ni nadie podrá quitarnos" (ECP, 75), porque es una alegría que viene de Dios, de un Dios que -como recuerda san Pablo (cfr. Rm 8, 35)- en Cristo ha dado a conocer que nos ama con un amor infinito.
Voces relacionadas: Fidelidad; Santidad, Llamada universal a la; Vocación de san Josemaría.
Bibliografía: AD, 294-316; C, 902-928; ECP, 1-11; Ernst Burkhart-Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual. I, Madrid, Rialp, 2010, pp. 198-239; José Luis Illanes, Mundo y santidad, Madrid, Rialp, 1984; id., Tratado de Teología Espiritual, Pamplona, EUNSA, 2007, pp. 127-187; Fernando Ocáriz, "La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia", en OIG, pp. 1-198; Pedro Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, Pamplona, EUNSA, 1986.
Cormac BURKE